El matrimonio

30 de marzo

«ARMANDO y Margarita salen de casarse en el templo, seguidos de una gran fila de amigos.

Parecen una pareja de muertos a los que escoltan un ejército de fantasmones vestidos de negro. El día ha tenido una hora de luz espléndida, pero cuando salimos del templo, ya se había tornado taciturno, la neblina ha envuelto los árboles y las horas, y hay en el paisaje el temor gris de una cercana tempestad.

La casa está enguirnaldada y llena de azahares. Han ido entrando sucesivamente Margarita y Armando, el viejo francés, Rosalinda la triste —tísica que agoniza en melancolía, esperando algo que nunca ha de venir—, Eva María y la hija del Cónsul, dos ardientes inseparables, Claudio con su gran palidez ha entrado solo y tras él, con sus grandes bigotes rudos, el millonario mexicano; detrás Leonardo, yo y tres o cuatro más, todos tísicos, tísicos, tísicos.

Subimos la escalera de mármol regada de flores. Adentro las músicas nupciales se inician como un arrullo que quisiera crecer temerosamente; suena el champagne y pasan los criados. La desposada, tísica, con su palidez de azahar de cera y su largo vestido blanco, sonríe demacrada y ansiosa y atrae a Armando como para fundirse con él. Para ella la vida es una fiebre de amor y de enfermedad y todo lo demás le es indiferente, todo, parece pasar en silencio y en olvido ante sus grandes ojos velados y profundos. Su vida es un esfuerzo febril por aferrarse a los minutos que se van y lucha porque ninguno pase sin ser sentido íntegro.

En la casa, hoy obscura y fría, se ha puesto luz y estufas. ¿Pasa algo afuera? La neblina lo envuelve todo. Pronto tendremos tempestad. Todo se ha obscurecido, y así es mejor, porque tendremos una noche artificial, mientras el viento silbe y la lluvia azote. En este mediodía nosotros creeremos que es la negra noche y perderemos la noción del tiempo y la noche llegará sin que lo sepamos. Este almuerzo se hará como si fuese una cena, este día será como una noche y esta fiesta nupcial será una orgía. Encantador… Ahora todos bebemos.

Cañonea el champagne. Siento una alegría inexplicable. He dado un beso a Margarita ¡y qué beso! Armando se ríe, se ríe. Ahora toca Claudio, también está alegre y Rosalinda le besa.

¡La cena! Luces, gritos, bailes, hurras; ¡la cena! Se arrojan las flores, se echan las rosas deshojadas en champagne y se besa los jazmines en botón. Afuera debe seguir la tempestad. ¿Quién toca el piano? Rosalinda la triste. ¡Qué algazara! Se suceden las viandas y los vinos.

—¡Brindis!… ¡Brindis!… ¡Hablad!…

—En seguida. ¡Armando!…

Y Armando se levanta. Margarita a su lado le pasa el brazo por la cintura. Armando habla entusiasmado, ebrio de alegría, de fiebre, de amor y de champagne.

—Yo no era Armando, mis hermanos. Yo era Aníbal Bernardi, pero hoy soy Armando Duval; ¿eh? Armando Duval, porque ésta no es Rosa Áurea, sino Margarita Gauthier y todos sois Armandos y todas ellas Margaritas…

—¡Bravo! ¡Todos, todos!…

Margarita le atrae y le besa. Él se sienta. Luego se eleva el Cónsul, con su grave calva, sus ojos hundidos, alto, seco, pálido de marfil, en su gran abrigo asolapado.

—¡Beber champagne con rosas, como en la Mi Careme!

—¡Oh! ¡Oh! ¡Hurra! ¡Hip!…

Aplausos, algazara. Él sigue:

—¡Por los ojos ojerosos, por los labios febriles y anémicos, por los cabellos pegados a las sienes, por la fiebre rosada de los pómulos! —Toca con la cucharilla la copa de champagne—: ¿Oís? La campana de nuestros funerales, pero suena muy poco. Somos los muertos empeñados en no irnos aún. Este vino no es como el vino bermejo y espumoso que hacen los racimos de nuestros pulmones, este vino es ámbar y el de nuestros pulmones mancha de rosa los labios… Como ahora los de Alfredo… (Alfredo arroja su pañuelo teñido de sangre).

Gran algazara: suenan las cucharillas en los platos, en las botellas; gritos, hurras…

Un ruido extraño y una luz deslumbradora.

—¡El rayo!

Gritos, lamentos, suspiros en el patiecillo.

Todos los criados aparecen al mismo tiempo en la puerta con los brazos extendidos:

—Señores, señores, ¡el rayo!

¡El rayo! La tempestad se desata en medio del gran silencio de estupefacción y terror del cenáculo. Retumbar de cosas que se desploman, de tablas que caen, de grandes caos que se desbaratan; todo se oye desde la mesa. De pronto otro rayo.

—¡Otro!

Se han apagado las luces. Suena aún el piano en la sala abandonada y cesa el champagne. Luego en la obscuridad del salón sombras que se mueven y dispersan. Yo extiendo los brazos y toco unas manos, un ramo enorme de flores, un canapé. Las manos arden; me atraen, luego dos labios ardientes se juntan a los míos y ¡qué beso! Suspiros, suspiros y afuera la tempestad y la lluvia que azota los cristales; extiendo los brazos y encuentro hojas, luego ruedo por la alfombra llena de copas y de flores… Armando… Margarita Gauthier.

—¡El rayo!… ¡El rayo!… Estoy ebrio de champagne… Pierdo el equilibrio y ruedo en la obscuridad, sintiendo aún algo que no puedo precisar… ¿Sonido?… ¿Luz?…»