Las manos y las religiones

«ME interesa demasiado. Alphonsin continúa con un tono magistral, como si se sintiera el único iniciado en estas sensaciones artísticas:

—Las manos, más que las oraciones y que las miradas han sido el “médium” entre el hombre y Dios, entre el cerebro y la idea, entre el culto y la divinidad, porque las manos dicen muchas cosas y son de gestos, como los ojos son de miradas. Pero las oraciones se dicen y se escuchan, las miradas se leen, los gestos se traducen o interpretan. Las miradas cuentan, los gestos sugieren. De aquí la gran importancia, el porqué de las manos como “médiums” religiosos.

Pero las manos son símbolos en todas las edades y en todas las religiones. Ellas representan siempre el alma de las razas a que pertenecen y como en los antiguos tiempos el alma de los pueblos estaba en sus religiones, de allí que a través de la Historia, las manos y las religiones hayan ido paralelas y semejantes… ¿Conoce usted los viejos grabados fenicios? Observe usted la actitud de esas manos rapaces. Vea usted los jeroglíficos faraónicos y observe las manos, todas tienen una mística actitud. Los dedos largos y armónicos, inseparables, como sus principios. Eternos en la forma como sus dioses. Más tarde llegue usted hasta los vasos pintados de los griegos. Piérdase en los templos góticos. Hasta allí las manos y las religiones son inmutables. Las mismas actitudes en las manos acusan las mismas creencias en los pueblos. La majestad de los dioses egipcios se encuentra en las manos plegadas de sus sacerdotes. La poesía de los ritos paganos vive en esas manos gráciles que se esfuman entre los velos y los perfumes de Alejandría.

Más tarde se perdió aquel dominio que tenía la Iglesia; con la Reforma todo se hacía más a la desbandada. Todo tenía la forma que quería el artista y cada hombre pensaba según sus inclinaciones. Entonces las manos también decayeron. Dejaron de estar por derecho propio en las vírgenes y en los evangelistas y vinieron a exhibirse sobre la seda de las reinas, sobre el terciopelo de los reyes, acariciando cetros o guiando bridas. Allí fueron los comienzos de la pintura profana. Ya la discusión de un dogma estaba al alcance de los sabios y la representación de las manos iba en los primeros cuadros de los reyes.

Pero aún más tarde apareció un hombre, Voltaire, que destruyó las creencias y luego fueron Goya y Gavarni. Las manos, como los cultos, estuvieron en crisis, perdiose la fe en las viejas formas; los dioses fueron sometidos al análisis y las manos al escorzo. Apareció en ideas el primer incrédulo y en los cuadros la primera mano con los dedos abiertos.

Y de allí nació una nueva forma de filosofía con los ironistas y una nueva creación artística en las manos con los decadentes. En cuanto a los primeros, crearon un bello y maléfico arte; en cuanto a los últimos, no sé si han hecho un Arte supremo o una degeneración de las manos; no sé si han ascendido o han bajado de nivel; si han elevado la forma al conjunto estético o la han atormentado al capricho. Lo que sé es que han hecho un nuevo culto de la humanidad que sirvió para todos los cultos. Vea usted las manos de Gándara, las manos de Boldini, las manos de Leandre el caricaturista. Dirá usted: manos irreales y desproporcionadas, absurdas, tísicas, largas; pero manos filosóficas, profundas, evocadoras; manos que sugieren; manos sapientísimas…

Alphonsin ha ido exaltándose. En un momento principió insinuante, tendiendo la red, después fue casi magistral; luego se fue tornando dogmático, y, por fin, cuando ya yo le pertenecía, cuando conoció que yo estaba iniciado en esa extraña teoría, se sintió apostólico. Y yo le oí decir aún:

—Dentro de la línea se encuadra todo en la vida. Las literaturas y las filosofías, los hombres y los objetos, las palabras y los colores, los gestos y las actitudes. Por eso le decía: hay palabras redondas y palabras cuadradas, actitudes redondas y actitudes cuadradas. Sólo hay que ver cómo se desarrolla la línea en las cosas. En el Ingenioso Hidalgo, don Quijote es la línea recta y Sancho es la línea curva.

Compare usted los panzudos caballos de Velázquez, llenos de arreos y de largas crines con los caballos “grandes, finos y esbeltos, con sus crines recortadas de los frisos de Olimpia”, y verá usted la línea recta jugueteando entre la esbeltez de los caballos del antiguo Hélade; y no le miento los caballos de dos cuerpos y seis abdómenes lo menos, de Rafael, y a través de todo esto encuentra usted el porqué de la distinguida elegancia de los elegantes ingleses, sobre los elegantes del resto del mundo. Dana Gibson, el filósofo dibujante, sólo dibujaba en líneas rectas; los gentlemen son delgados y altos como álamos, los dandies son de Inglaterra, y de allí era el hombre que viendo pasar a Eduardo IV dijo despreciativamente a un amigo:

—¿Quién es aquel hombre gordo a quien saludas?…

No hay duda, lo delgado es lo lineal, y lo elegante y lo bello. Compare usted la L con la A, la D con la O; la libélula con el escarabajo, la cigüeña con el ánade, hasta el cisne sería menos bello, a despecho de su blancura, sin la serpiente de su cuello divino.

Sólo en la línea está la clave que buscó Alejandro Dumas para explicar las seculares leyendas de las serpientes que se enroscan en todas las narraciones de la Tierra, desde el pecado de Eva hasta la serpiente de Aarón el elocuente, desde la culebra simbólica de los Incas peruanos hasta la que acaricia en sueños a la helénica madre de Alejandro el Grande, sin hablar de la que hirió los divinos senos de Cleopatra, ni de las que se volvían dragones en las leyendas catalanas, ni de las que en la India se tragaban a los héroes de los poemas, ni de esa grande y cruel serpiente contra la que, aún despedazada, se debate el atormentado y roto cuerpo de Laocoonte…

Alphonsin había terminado y como el hombre que acaba de librar una gran batalla, descolgó sus brazos sobre los de la silla, tapizados y fofos, y concluyó así:

—Yo estoy ahora en una actitud cuadrada. Vea usted el giro de mi cabeza, la tensión de mis dedos largos…

Y, efectivamente, créamelo usted, Alphonsin tenía la actitud más bella del mundo. Una actitud sencillamente perfecta, un conjunto ideal. Apenas concebía yo que se pudiera colocar y distribuir tan artística y admirablemente los miembros del cuerpo humano.

Poco después me despedía de él. Alphonsin me acompañó hasta la verja de su “Villa”, me tendió la mano de despedida con un “adiós” afectuoso y, mientras yo salía, tomó en la puerta una actitud rígida y me dijo sonriendo:

—Observe usted, Abel; ahora estoy en una actitud cuadrada…»