20 de enero
… «MI primer amigo, Alphonsin, es un tísico notable. Está perdido, porque la tisis le ha provocado una neurastenia que es como una locura genial. Le obsesiona una rara teoría y él ve, a través de las cosas y de los hombres, de los objetos y de los espíritus, leyes artísticas inmutables. Ha reducido la expresión al gesto, la elegancia a la línea, la idea al silencio y la música al color. No sé si él analiza o sintetiza, si deslíe o comprime, si destruye o crea, pero llega a conclusiones a donde no llegan los que no son tísicos como él y como yo.
En una época Alphonsin vivió en París, donde hizo a una dama el holocausto de la primera sangre de sus pulmones, y asistía a las lecciones de arte del Louvre. De allí pasó a Londres con los gérmenes de su tisis y sus teorías que, junto al Támesis, se desarrollaron a un tiempo, de manera que a una nueva fiebre correspondía una nueva idea artística. Desde allí datan su arte y su tuberculosis. Primero fue un simbolista. Stéfano Mallarmé, Paul Verlaine, Rodin, La Gándara y Boldini, le enseñaron a ver las cosas con un «más allá» que, al principio, no veían sus ojos mortales.
—Yo sé —me decía ayer—, yo sé que Hugo es grande como un león, que D’Annunzio es inmenso como Esquilo su maestro y que Esquilo era como un dios pagano, pero éstos son los dioses de todos. Yo prefiero un apóstol para orarle en silencio y para que él me escuche a mí solo, y este apóstol cambiará siempre en mi altar. A veces es Baudelaire que me lleva a su país obscuro, triste, trágico; otras veces voy a orar y a creer con los trípticos del beato Angélico; he ido muchas a los lienzos de Goya. Hoy le rezaré mi nueva admiración a Poe, mañana haré un credo con los gestos de Rodin y luego me perderé en las brumas edificadas de Hoffman.
Él es así. No cree en lo que quieren los demás sino en lo que él quiere creer. No ve con los ojos de los demás sino con sus propios ojos. He ido por primera vez a su casa y me ha recibido en un salón que es un prodigio de buen gusto. Es de un color lila que recorre toda la gama, desde el lila ópalo hasta el morado episcopal. Las paredes están forradas en lila claro, los decorados son hechos en lila intenso, los muebles son morado obscuro, las cortinas, los marcos, las persianas, las arañas, todos los objetos, hasta los lienzos, son de una tonalidad de campánula.
Yo admiro su buen gusto, su diligencia para armonizar tantas cosas distintas, mientras que Alphonsin entra a sacar un álbum del Museo de Londres. Leo en tanto abandonadamente las hojas de un libro y así espero a que mi amigo salga.
Aparece Alphonsin y yo noto, al levantar la vista, un gran desconcierto en su cara que revela una intranquilidad intrigadora por el desasosiego de sus gestos. Me ofrece el álbum y se sienta frente a mí. A poco cambia de actitud, luego vuelve a tomar otra distinta y así cambia dos o tres veces más. Yo estoy mortificadísimo. Alphonsin sufre algo extraordinario. Y vuelve a cambiar de actitud. Yo observo sus «poses», que se me antojan elegantísimas y noto, en cambio, que mi actitud no puede ser más vulgar al lado de las de mi amigo. Cambio, pues, de actitud tratando de imitarle en lo posible y al tomar mi otra posición, la cara de Alphonsin se serena como por encanto y de sus labios sale un suspiro de satisfacción.
—¿Siente usted algo?, usted ha sufrido algo, Alphonsin…
—No… nada…
—Vamos, usted tiene bastante amistad para decírmelo…
—Tiene usted razón, Abel. Usted, además, puede comprenderme. ¿Sabe? Usted acaba de tener una actitud redonda. Y yo sólo puedo ver las actitudes cuadradas. Todos los movimientos que no están dentro de éstas me provocan crisis nerviosas. Si usted ahora hubiera continuado en su primitiva posición, es decir, en una actitud redonda, yo, sintiéndolo inmensamente pero sin poder dominarme, le habría hecho un daño… Qué quiere usted; es cuestión de temperamento, de selección artística…
—Pero, desde cuándo se siente usted…
—Yo lo observé primero en las manos. Mi gran sensibilidad artística me llevó hacia la forma de las manos. Hay manos largas y manos redondas, lo mismo —como verá más tarde— que las actitudes. Las manos largas son manos de gentes idealistas, de místicos, de creyentes, de individuos de religiones profundas, de prosélitos de cultos extraños. Son manos de artistas y de profetas, de danzarines de bajo relieve y de vírgenes de ornamentos góticos; las manos de los jeroglíficos egipcios y de las armaduras articuladas de la Edad Media.
Manos largas, lánguidas y transparentes, esas manos que no doblan los dedos en ningún movimiento; que toman el cigarro, la pluma, el libro con los dedos rectos como brazos de tenacillas y consiguen una gran distinción y una suprema y delicada elegancia; esas manos que hacen muecas y gestos, que se elevan a Dios como las puertas de las capillas góticas, o al espíritu como en las esculturas de Rodin, o al arte ideal, selecto y enfermizo como en los cuadros de Boldini. Las manos largas representan la línea recta, el símbolo, el espíritu. Las manos redondas representan la línea curva, el realismo, la carne. Las manos largas son la aristocracia; las redondas, son la burguesía…»