8 de diciembre, en B**
«Y como mi casa, “Villa Helena”, tiene jardines alrededor del pabellón central, es recién construida y aún sin estrenar, puedo decir que ha sido construida para mí. Desde sus ventanas amplias y sin barrotes, se domina todo, y la hiedra trepa en los alféizares como un enjambre de víboras.
Hoy, después de hacer la distribución de los muebles, he salido a pasear la población, ¿sabe usted?, parece un puerto de mar. Todos, o casi todos, son extranjeros y no hay dos del mismo pueblo: europeos, yanquis, sudamericanos. Y, como nadie conoce a nadie, todos se reúnen y hacen fiestas y paseos, veladas y música; los tísicos son los que más se divierten, por lo mismo que tienen los días contados. Salir aquí es un suplicio, amigo mío. Sólo se ve caras pálidas, ojos afiebrados, ojeras profundas. Y todavía en las caras puede uno equivocarse, porque hay algunos que tienen los carrillos encendidos, pero en cambio los ojos los delatan y si no los delatarían las orejas transparentes o las uñas encorvadas o las manos filudas y cálidas.
He querido hacer un paseo por los prados vecinos, he visto los arbustos que se pierden a lo lejos cargándose de racimillos rojos y olorosos, la verdísima alfalfa con sus flores celestes en la que el viento hace oleajes viscosos y los surcos reventando, desgranándose como olas de un mar de tierra que viniera a morir en las faldas de los cerros. Y hay algo de fecundidad iniciada, algo que evoca vidas frescas, hombres musculosos, arados de acero, bueyes pesados, como aquellos de los ritos egipcios, y canciones virgilianas; todo esto como la anunciación de una falsa primavera, porque ahora, se iniciarán las lluvias, las nevadas y las tempestades. El rayo se quebrará en el cielo y fulminará las cumbres, y el agua, precipitándose en torrentes sonoros, caerá sobre los tejados y producirá un ruido característico.
Voy ahora por el borde de un canal entre cuyos muros el río jura, maldice y se desespera y suenan las piedras como el rechinar de monstruosas dentaduras, en medio de su prisión de muros de cal y arena.
Al regreso he pasado por la casa de Margarita, “Villa Rosada”, un palacete rodeado de flores exquisitas, de perfumes raros y de paisajes únicos. Margarita —ella se llama Rosa Áurea, pero le decimos Margarita— está encantada con su tisis de tercer grado. ¡Qué ojos; no los he visto más ardientes, ni he visto labios más sensuales! Margarita se casará con Armando el jueves en la capilla junto a la estación. Ella me lo acaba de contar contentísima, con un gran impudor de su tuberculosis:
—Nos casamos, señor Rosell, nos casamos. No se admire; sí, estamos tísicos. Pero no es en nosotros la alegría de vivir, sino la alegría de amar. La salud ya no sirve en nosotros, los cuerpos están carcomidos, pero el amor es todavía joven; hemos asegurado el porvenir, que no es un problema, una cosa dudosa como en los sanos de cuerpo. Para nosotros el porvenir es un día, tal vez una mañana, quizás una hora; podemos “quedarnos” antes de concluir nuestra conversación, pero el amor en nosotros es tan grande que estamos seguros que nos durará hasta después de la muerte. Y esto no pueden asegurar los otros mortales…
Y él:
—Nada tenemos que temernos. ¿Usted sabe? Margarita y yo éramos sanos, buenos, fuertes. Nos amábamos. Una tarde ella —ya sabe usted cómo se comienza— sintió un dolor agudo, acceso de tos y… manchó de sangre su pañuelo de batista. Yo no tuve valor para dejarla y ¿quiere creer?… me alegraba de su enfermedad porque los ojos le crecían, los labios le quemaban y me amaba más, mucho más que antes… Se vino aquí y me vine yo… No fue desagradecida porque ya tengo la tos y la fiebre y también he manchado mi pañuelo… ¡y hace tan poco tiempo!…
Y sonriendo ha besado a Margarita en la boca.
Obscurece…»