14 de noviembre, sobre el ferrocarril
«¡QUÉ camino tan largo! Llevamos doce horas sobre el ferrocarril, subiendo sobre los montes enormes, penetrando como balas en las obscurísimas entrañas de los cerros, pasando puentes inverosímiles, salvando quebradas y hollando nieves perpetuas. Y siempre este silbar en los oídos, ese intenso dolor de cabeza y este agotamiento que es el mal de las alturas. Las tres de la tarde, una tarde fría, sin sol, sin ruidos violentos. Ahora oigo la voz del conductor:
—¡Señores! Descarga en S**… ¡Diez minutos!…
No quería bajar. Se está tan bien así, envuelto en un abrigo de pieles, enguantado, con la gorra hasta los ojos y en un rincón tibio del carro. Sin embargo he bajado. Ésta es la misma estación que vengo conociendo en todos los lugares de parada; un tanque de agua para proveer la locomotora, una casita de madera pintada de azul, techada con tejas, y con rótulo: Estación de S. Otro rótulo pequeño, sobre un nicho dentro del cual se mueve una cabeza grasienta, congestionada por el frío de la sierra, que dice: “Boletería”. Sobre el andén varias personas esperan subir: una familia notable del lugar acompañada del Gobernador y el jefe de estación, compuesta de la mamá, dos niñas y la criada. Moda retrasada en veinte años; mangas de “jamón”, sombreros pequeños como caperuzas y unas capas recortadas que pasan apenas del codo. Trajes claros, zapatos de charol.
Los colores de sus mejillas parecen de piel de manzanas heladas. La criada lleva grandes líos hechos en pañuelos de colores encendidos y con grandes dibujos. Suben. Llueve copiosamente. Hilos de agua se cruzan en el aire y hablan en secreto al caer sobre los charcos y las tejas. Sobre las cumbres de los cerros se ciernen y agrupan las nubes, todo tiene un color plomizo. Todos han subido y no queda nadie bajo la lluvia. Vuelvo a mi sitio en el carro y veo desde el ventanillo cómo el agua corre sobre la tierra. La lluvia es más fuerte; azota los cristales y los tejados.
De pronto, de improviso, sale el sol y se oculta. Cambia la sensación. Ahora cae granizo violentamente y abofetea los cristales, las calaminas y la enramada.
… ¡Nieve! ¡Por fin! La tierra se viste de un blanco sepulcral. El tren inicia su marcha mansamente, haciendo fuerza, sobre el blanco de la nieve, que al caer, ha ido poniendo una sinfonía de color. Primero el gris obscuro, después el plomo, el plata, el blanco lechoso, el blanco mármol, la nieve. Todo se ha tornado blanco, blanco, blanco. Se cubrió el suelo, las casuchas, los rieles… La tierra se ha desangrado.
… Pasan por mi ventanillo el tanque, la boletería, las casuchas; todo abandonado y en silencio. Sobre la nieve blanca, el tren toma velocidad plena y seguimos. Ni una persona, ni un pañuelo… Siento que ya me invade la fiebre…»