EN los claustros agustinos está la escultura que simboliza a la muerte disparando su flecha. Esta escultura, hecha en madera, tiene una actitud de diosa triunfadora y cínica. Su cuerpo no es ni cuerpo ni esqueleto, su vientre se contrae, sus músculos se alargan, sus brazos asestan.
Aún hay sobre su cabeza unos mechones de cabellos, sobre sus mandíbulas unas muelas verdosas, entre sus fauces siniestras la lengua amoratada y entre sus cuencas, las pupilas febriles. Las venas del cuello se ensanchan pletóricas de sangre morada, su vientre se sumerge apergaminado y ella, toda encorvada, mira y atisba, mientras su mano izquierda sostiene el arco y su diestra guía el dardo. Una negra sábana le envuelve la cintura y se escapa replegándose hacia atrás.
Estatua rara y simbólica, con algo de moribundo y de resucitado, su mérito no está en las formas; está en la actitud de esos huesos y en la originalidad de esa cabeza de fiera; en esa boca de dragón que ríe. Mezcla de espíritu humano y de demonio. Poderoso es el espíritu que domina la envoltura miserable de sus carnes resecas. Tiene el cinismo en la risa y en los ojos una pavorosa amargura, sonríe con amor y amenaza de muerte, insinuadora y horrible, muerta y viva, realidad y símbolo. Tal es la muerte triunfal. Su boca muestra un camino, sus ojos señalan una hora, su flecha hace abrir una herida.
Vaga a través de toda la escultura el soplo trágico de los genios. Esa sonrisa cruel de la arquera fue la que puso Goya a sus vírgenes mundanas y la que insinuó en los labios sensuales de sus ángeles. Es la misma sonrisa que pasó por los Edipos de Esquilo, por los personajes de Ibsen y por las líneas de Gavarni y de Stienlein y los sonetos bodelarianos.
La muerte incaica es misteriosamente buena; más que una juez, parece la oficiante de una fiesta fatal. Es una muerte que hace pensar pero que no hace erizar el cabello ni hace correr con más prisa la sangre. Por esta muerte cristiana, descarada y cruel, angustiada y pavorosa, negra como la noche, callada como el misterio, esta muerte inmortal y burlona, es terrible. Tal vez la flecha que en sus dedos reemplaza a la guadaña ha sido inspirada en los amorcillos paganos, pero la actitud, «la vida», la risa, los ojos famélicos, el aire todo misterioso y aparentemente apacible, ha sido inspirado en las tenebrosidades inquisitoriales. En esos retorcimientos, en esas carnes flacas, en esos ojos de fuego, están los temores, los dolores y las lenguas de fuego de los santos oficios quemando a los herejes y a los incrédulos.
Baltazar Gavilán fue un espíritu enfermizo. Soñó escenas lúgubres, tuvo alucinaciones y murió poseído. Debió ser pálido, callado, enigmático y sombrío. En sus sueños debieron danzar Baco y el demonio porque ofició él en sus altares. Gavilán fue la primera víctima de su obra; cuenta el viejo tradicionalista[7] que el escultor despertó una noche, olvidado de su obra y vio a la muerte disparándole su flecha desde la penumbra del rincón y que entonces tuvo el artista la alucinación y la locura en medio de visiones horribles y crispantes.
Y así debió ser, porque la terrible arquera no respeta ni perdona, ni transige, ni olvida. Amenaza y hiere, pero ríe, ríe, ríe…