¡La muerte toca el tambor!

ESTE huaco es una muerte nueva, es un nuevo símbolo, Representa a la muerte, tal como la idearon los hijos del Imperio del Sol. La muerte cristiana que conocemos es el esqueleto del hombre, con su túnica negra y su guadaña. He visto «La Muerte» de Baltazar Gavilán[5], el genial criollo, y es una muerte que horroriza. La muerte incaica ¡cuán distinta es! Si los artistas del viejo Imperio de Manco[6] se hubiesen limitado a copiar a la naturaleza, sin infundir a sus obras todo su espíritu, nos pintarían a la muerte encuadrada entre la vulgar y sencilla idea del símbolo con que la representamos nosotros los cristianos, pero su idealismo, su visión de un más allá sereno, les hizo crear este símbolo que aventaja a todos los de la muerte.

Ésta representa a un hombre vivo, del que ha hecho presa una cruel enfermedad, pero el enfermo es musculoso y atlético. Los antiguos indios llegaron a una concepción verdadera de la vida y de la muerte, porque en su símbolo, la vida es fuerte pero condenada a ser dolor; la muerte no es esqueleto que se va a deshacer, sino cosa que vive siempre, eternamente; la muerte, la triunfal, es pues como en el símbolo incaico, dominadora, poderosa y altiva. Está arrodillada sobre un montículo, a la izquierda tiene un tambor que toca con la mano diestra, inclinando la cabeza amorosamente hacia el tambor y como recreándose en su sonido apagado y sordo.

Abajo, en relieve, danzan los hombres. En la ronda eterna, cogidos de las manos, van los curacas, llenos de pompa y majestad, nobles y poderosos, y, siguiendo la danza, los plebeyos, los viejos y los niños, los grandes y los miserables; todos llevan sus flautas y sus quenas, sus joyas, sus plumas y sus armas. Y en la cara musculosa y riente de la buena madre que cita con el tambor, la boca tiene un gesto indescifrable, una risa bondadosa y serena, pero, en cambio, sus ojos están vacíos. ¡Ojos de calavera y cuerpo de viviente, ojos sin vida y cuerpo musculoso y triunfal!

La idea de la muerte colocada sobre la vida misma. Entre los incas la muerte no es cesación sino actividad, cambio de lugar; y esta muerte incaica no tiene la guadaña que corta, que mata, que hace verter sangre, sino el tambor que aterra, que señala una hora, que recuerda una cita. Y cita sonriendo, con su graciosa, amable y amada sonrisa. Esta apacible sonrisa de la muerte incaica me hace amar a la muerte que, con su cabecita inclinada, sin pompa y sin grandeza, parece decir, humilde y cariñosa:

—¡Venid!… ¡Ha llegado la hora. El viaje es largo y, tras los valles frescos y floridos, más allá de las nieves eternas, sobre los aires y las nubes, junto a su padre Sol, nos espera el padre Manco…!

Y toca su tamborcillo, sordo como un eco de lejanas tempestades. La muerte cristiana es terrible, cruel y macabra, odiosa y sanguinaria, su guadaña hiere sin piedad y la sonrisa de su boca sin dientes es irónica y maligna. Esta muerte incaica no tiene guadaña; suena el tambor, cita y sonríe desde el montículo, y, abajo, al son de sus flautas y de sus canciones, todos sus hijos vienen…