El salón de pinturas

MAÑANA debo tomar el ferrocarril, hacer tres días en B. y volver para tomar el vapor el diecisiete. Antes, vengo a conocer el salón de pinturas donde, olvidados, viven aún lienzos de un gran pintor: Ignacio Merino[3]. Un pincel republicano que, alejándose de sus días, evocó glorias, leyendas y trofeos coloniales. Esfumó damas entre golas blancos y fijó perfiles nobles en la obscuridad de su lienzo.

Su pincel fue en busca de color: amorosas escenas españolas; hijos de nobles peninsulares; esclavas etiópicas con su piel de betún de Judea, cazadas vírgenes en sus hogares lejanos; garzones de nobles y esforzadas empresas, españolas de labios apacibles y criollos de mirada cálida. El pincel de Merino pasó por el mediolucismo de las nobles alcobas que manchó el pecado; por las severas, que ensombreció la muerte y por las conventuales en las que vagaban secretos madrigales y amorosas intrigas.

Él supo jugar con la sonrisa leve y con el gesto trágico, copió la mirada nómade de la locura y la ardiente del amor, el odio y la beatitud, la vejez que luchaba por no irse y la marchitada juventud.

Y desfilan en sus cuadros damas e infanzones, jóvenes criollos y viejos castellanos, monjes y caballeros, soldados y sabios, santos y bandidos. Y pasan con ellos los crímenes silenciosos, los amores tolerados, las honras mancilladas, apacible, oculta, misteriosamente. Luces enervantes, obscuridades pavorosas, cuerpos ensangrentados, santos famélicos, cadáveres insepultos; pero todo en silencio, sin ruido, casi sin luz.

Éste, más que otra cosa, es un lugar de recuerdos, un arcón de cosas viejas, una hora colonial; pieles de gamos que se eternizan en un desmayado rosa agónico, telas de Tours, títulos de Santiago y tapices alejandrinos.

El noble de «La venta de los títulos» es un nieto de reyes; marfilino, anémico, casi transparente, con una aristocrática palidez de camafeo y una desenvoltura en la actitud, digna de un vizconde joven y disipado. Las damas son dos flores de conservatorio, frágiles de cuerpo y de espíritu, dos animalillos refinados con algo de vampiresas y algo de reinas. La sangre de sus labios y la celeste sangre de sus venas, su piel de raso, sus cabelleras rubias como un puñado de viejas monedas de oro, sus miradas que embriagó de cansancio el insomnio galante; todo contrasta con la rudeza del usurero que sufre la enfermedad del oro.

Merino cogió, agonizantes, los últimos restos de la Colonia. En sus lienzos no hay sentencias; hay madrigales. Su «Venta de los títulos» es un madrigal de vino y miel, su «Venganza de Cornaro» es un madrigal de sangre…