HEMOS atravesado la ciudad. El coche nos ha llevado sobre el puente, ha descendido vertiginoso y se ha perdido en empedradas y terrosas callejuelas hasta llegar a una gran avenida rodeada de míseras casuchas y casas-quinta. Luego una bocacalle estrecha y una plazoleta rodeada de sauces añosos, un arroyo pobre y desbordado y en el fondo el palacio del virrey Amat[1], de este castellano al que desdeñarían los cronistas a no estar perfumado el recuerdo por un amor célebre que le ha redimido de toda olvidanza.
Pero su mayor encanto no está en los salones ni en los estucados, ni en los mármoles de las escalinatas, ni en los barandales. Está en los jardines. Es allí donde vive, serena y silenciosa, toda el alma de los tiempos pretéritos. Los huertos —esos pequeños paraísos de nuestros padres coloniales— aún viven y conservan, como éste del virrey, todo el encantador y sano refinamiento de esa época. Todavía se arrastran nudosos troncos de vid y aprisionan los pedestales. Los viejos rosales exhalan sus aromas de agonía entre las plantas salvajes que envuelven.
en las noches de luna, melancólicamente,
vienen las blancas sombras el jardín a poblar,
y flota una quimera muy triste en el ambiente
y el alma de las rosas muertas suele volar…
Y estos rosales, que en el jardín se multiplican, dan sombras y pétalos marchitos al estanque donde se bañaba el Virrey Galante, y se copian todavía en las verdosidades de un agua que no se renueva nunca. La maleza ha crecido en el viejo huerto. El jardinero de hoy la respeta y al entrar nosotros a este jardín encantado, nos hacemos la impresión de que nadie lo ha tocado desde entonces.
Rosas descoloridas y viejas, glorietas moriscas coronadas con media lunas, verdosidades de aguas estancadas e inmóviles, acueductos de piedra, helechos en las arcadas de los viejos puentes, surtidores cristalinos, profusión de cosas agonizantes, emparrados añosos, rincones de amorosas historias en los que florecen viejas rosas del Príncipe, rosadas y enormes; rosas rojas de la Pasión, sangrientas como heridas; rosas blancas de inocencia; rosas diminutas y pródigas en botones, como racimos de azahares; aquello más que un jardín de flores es un paraíso de recuerdos donde el amor hizo nidos, levantó estatuas bajo las frondas, perfumó rincones, santificó glorietas e inmortalizó pecados.
La Perricholi[2] con sus gasas, sus cintas de seda bordadas, sus careys esculpidos, sus hebillados zapatos de raso y su gran abanico rosado hizo una página de encantador pecado para la historia galante de la Colonia. Ella puso sonrisas de amor, miradas de arte, coqueterías de cortesana y de artista en una época en la cual la melancolía, el dolor, el temor de Dios, hacían el amor en silencio y sin pompa. Y esa falta de alegría y de locura de amor, ese misticismo a que obligaron al diosecillo pagano se reflejaba en sus lienzos, en sus casas, en sus estatuas; destempló las liras, descoloró las paletas y puso en gesto de doloroso temor las máscaras de Talía.
Épocas de aparecidos y de mistificaciones, las damas sólo hacían su tocado —arte delicadísimo complejo y sutil— para amar y para orar, los labios sólo daban besos y oraciones y los ojos sólo lloraban el dolor del Nazareno o la infidelidad del caballero. Pero todo con un santo temor de Dios; cada pecado de amor se transformaba en exvoto y arrepentimiento. Épocas de pecadores y de torturados, de hechicerías y de santos oficios, la sonrisa franca del amor había huido de las moradas coloniales que se cerraban al «ángelus» con el «amén» del santísimo rosario. Fue, pues, la Perricholi, quien copiándose en los espejos naturales del Paseo de Aguas, o paseando en los jardines del virrey sus esbelteces de artista, de gran mujer y de gran apasionada, alegró no sólo las tardes silenciosas y enervantes de la Colonia, sino que escribió una página de la Historia, no con las plumas de ánade que marcaban los pergaminos, sino con el dardo del dios griego que encendía los corazones.