Capítulo XI
Los sabios de Galia se lanzan mentalmente a los infinitos del espacio

TRANSCURRIÓ otro mes.

Galia continuaba gravitando por los espacio interplanetarios, llevando consigo a sus habitantes a través del mundo solar. La sociedad galiana era poco numerosa; pero también poco accesible a la influencia de las pasiones humanas. La codicia y el egoísmo no anidaban sino en el alma de aquel judío, triste muestra de la raza humana, único punto negro que había en aquel microcosmos separado de la humanidad. Al fin y al cabo, algunos galianos sólo se consideraban como pasajeros que hacían un viaje de circunnavegación por el mundo solar, y por esta causa se habían instalado a bordo tan cómodamente como les había sido posible; pero, interinamente. Terminado el viaje al cabo de dos años de existencia, el buque que los conducía tocaría en la costa del antiguo esferoide y, si los cálculos del profesor eran absolutamente exactos, abandonarían el cometa para volver a poner el pie en los continentes terrestres.

Cierto que la arribada del buque Galia a la Tierra debía ir acompañada de dificultades extremas y de peligros verdaderamente terribles; pero ésta era una cuestión que se trataría cuando se aproximara el momento del desembarco.

El conde Timascheff, el capitán Servadac y el teniente Procopio tenían, por consiguiente, casi la seguridad de ver de nuevo a sus semejantes en un plazo relativamente corto, y por esta causa no necesitaban cuidarse de amontonar reservas para lo porvenir, ni de utilizar durante la estación calurosa la parte fértil de la isla Gurbí, ni de conservar las varias especies de animales cuadrúpedos y volátiles que al principio habían destinado a la reproducción.

Pero, ¿cuántas veces hablaron de los proyectos que habrían hecho para dar condiciones de habitabilidad a su asteroide, si les hubiera sido imposible salir de él algún día? ¡Cuántas obras debían llevarse a cabo para asegurar la existencia de aquel pequeño grupo de seres humanos, tan precaria durante un invierno de más de veinte meses de duración!

El 15 de enero próximo el cometa debía llegar al extremo de su eje mayor, o, lo que es lo mismo, a su afelio; y, pasado aquel punto, su trayectoria lo iría acercando al Sol con creciente celeridad. Tenían que transcurrir, por consiguiente, diez meses todavía antes que el calor solar devolviese la libertad al mar y la fecundidad a la tierra. Cuando esto ocurriese, sería llegada la época de que la Dobryna y la Hansa trasladasen hombres y animales a la isla Gurbí; las tierras serían cultivadas inmediatamente; el suelo, sembrado en tiempo oportuno, produciría en pocos meses el forraje y los cereales necesarios para la alimentación de hombres y animales; se cogería la cosecha antes que volviese el invierno; se pasaría en la isla la vida amplia y sana de los cazadores y de los agricultores, y después, cuando el frío llegase de nuevo, se continuaría aquella existencia de trogloditas en los alvéolos del monte ignívoro. Las abejas habían preparado la Colmena de Nina para habitarla durante la penosa y larga estación fría.

Cuando los colonos volviesen a su cálida morada, ¿no harían alguna lejana exploración para descubrir alguna mina de combustible, algún yacimiento de carbón fácilmente explotable? ¿No intentarían construir en la misma isla Gurbí una habitación más cómoda y más apropiada a las necesidades de la colonia y a las condiciones climáticas de Galia? Seguramente lo harían así, y procurarían conseguirlo para librarse de aquel largo secuestro en las cavernas de Tierra Caliente, secuestro más sensible aún desde el punto de vista físico, porque era necesario ser un Palmirano Roseta, un ser original absorto en sus investigaciones científicas, para no sentir los graves inconvenientes de aquella situación y para desear permanecer en Galia toda la vida en condiciones tan desventajosas.

Además, los habitantes de Tierra Caliente estaban amenazados de una eventualidad terrible.

¿Podría afirmarse que no se presentaría en lo porvenir? ¿Podría asegurarse que no habría de producirse antes que el Sol hubiera restituido al cometa el calor que exigía su habitabilidad? La cuestión era grave y fue con frecuencia tratada desde el punto de vista de lo presente y no desde el de un porvenir que los galianos esperaban evitar con su vuelta a la Tierra.

En efecto, podía ocurrir que el volcán que caldeaba toda la Tierra Caliente se extinguiera. Los fuegos interiores de Galia, ¿eran inagotables?

En caso contrario, ¿qué sería de los habitantes de la Colmena de Nina, cuando concluyese la erupción? ¿Se verían obligados a refugiarse en las entrañas del cometa para buscar una temperatura más soportable? Y aun allí mismo, ¿podrían soportar los fríos del espacio?

Sin duda alguna, en un porvenir tan lejano como quiera suponérsele, Galia debía correr la misma suerte que todos los mundos del universo: la extinción de sus fuegos interiores. Se convertiría en un astro muerto, como es hoy la Luna, y como llegará a serlo la Tierra; pero este porvenir no alarmaba a los galianos, porque abrigaban la convicción de salir de Galia mucho antes que se hiciera inhabitable.

Sin embargo, la erupción podía cesar en el momento menos pensado, como sucede a los volcanes terrestres, y aun antes de que el cometa se hubiera acercado suficientemente al Sol. En este caso, ¿dónde encontrar aquella lava que distribuía tan útilmente el calor hasta en las profundidades de la Colmena? ¿Qué combustible produciría el calor suficiente para devolver a aquellas habitaciones la temperatura media que permitiera a aquel puñado de hombres pasar impunemente fríos de sesenta grados bajo cero?

Afortunadamente, la erupción de las materias volcánicas no había sufrido ninguna modificación hasta entonces. El volcán continuaba funcionando con regularidad y, como hemos dicho, con calma de buen agüero. Así, pues, desde este punto de vista no había motivo de temor ni para lo presente ni para lo porvenir. Así, por lo menos, opinaba el capitán Servadac, que confiaba siempre en su buena suerte.

El 15 de diciembre encontrábase Galia a doscientos dieciséis millones de leguas del Sol, casi al extremo del eje mayor de su órbita. La celeridad mensual era ya únicamente de once a doce millones de leguas. Un mundo nuevo mostrábase, a la sazón, a las miradas de los galianos y más particularmente a las de Palmirano Roseta, quien, después de haber observado a Júpiter de más cerca que ningún hombre antes que él, contemplaba con gran atención a Saturno.

Sin embargo, la proximidad no era la misma: trece millones de leguas solamente habían separado al cometa del mundo joviano, mientras que del curioso planeta lo separaban sesenta y tres millones. No había, por consiguiente, que temer otros retrasos que los calculados, ni ninguna otra circunstancia grave.

De todos modos, Palmirano Roseta iba a poder observar a Saturno como si, encontrándose él en la Tierra, el planeta se hubiera acercado en medio diámetro de su órbita.

Era inútil pedirle detalles acerca de Saturno; el profesor no tenía ya deseos de hablar ex cáthedra. No era fácil hacerle salir de su observatorio y parecía que tenía atornillado sobre sus ojos el ocular de su telescopio.

Por fortuna, en la biblioteca de la Dobryna había algunos libros de cosmografía elemental y, gracias al teniente Procopio, los galianos, a quienes interesaban estas cuestiones astronómicas, pudieron saber qué era el mundo de Saturno.

En primer lugar, Ben-Zuf quedó satisfecho cuando se le dijo que si Galia se hubiera alejado del Sol a la distancia en que gravitaba Saturno, no habría podido divisar la Tierra a simple vista; y el ordenanza tenía vivísimo interés en que el globo terrestre continuara siempre visible a sus ojos.

—Mientras veamos la Tierra, no hay nada que temer —repetía.

Y, efectivamente, a la distancia que separaba a Saturno del Sol, la Tierra hubiera sido invisible hasta para los ojos más perspicaces.

Saturno flotaba a la sazón en el espacio a ciento setenta y cinco millones de leguas de Galia, y, por consiguiente, a trescientos sesenta y cuatro millones trescientas cincuenta mil leguas del Sol. A esta distancia sólo recibía la centésima parte de la luz y del calor que el astro radiante enviaba a la Tierra.

El libro enseñó a los habitantes de Galia que Saturno tarda en efectuar su revolución alrededor del Sol veintinueve años y ciento sesenta y siete días terrestres, recorriendo, con una celeridad de ocho mil ochocientas cincuenta y ocho leguas por hora, una órbita de dos mil doscientos ochenta y siete millones quinientas mil leguas, «siempre despreciando las fracciones», como decía Ben-Zuf. La circunferencia de este planeta mide en su ecuador noventa mil trescientas ochenta leguas; su superficie es de cuarenta mil millones de kilómetros cuadrados, y su volumen de seiscientos sesenta mil millones de kilómetros cúbicos. En suma, Saturno es setecientas treinta y cinco veces mayor que la Tierra, y, por consiguiente, más pequeño que Júpiter. Por otra parte, la masa del planeta es únicamente cien veces mayor que la de] globo terrestre, lo que le asigna una densidad menos fuerte que la del agua. Gira sobre su eje en diez horas y veintinueve minutos, lo cual da a su año veinticuatro mil seiscientos días, en tanto que sus estaciones, merced a la inclinación considerable del eje sobre el plano de su órbita, duran siete años terrestres cada una.

Pero lo que debe dar a los habitantes de Saturno, si Saturno tiene habitantes, noches espléndidas son las ocho lunas que escoltan su planeta y que tienen los nombres mitológicos de Midas, Encelades, Tetis, Dione, Rea, Titán, Hiperión y Japet. La revolución de Midas sólo dura veintidós horas y media, pero la de Japet es de setenta y nueve días; y si Japet gravita a novecientas diez mil leguas de Saturno, Midas circula a treinta y cuatro mil leguas solamente, casi tres veces más cerca que gira la Luna alrededor de la Tierra. Deben ser, por lo tanto, sumamente espléndidas aquellas noches, aunque la intensidad de la luz emanada del Sol es relativamente pequeña.

Lo que hace hermosas las noches de ese planeta, es indudablemente el triple anillo que lo rodea. Saturno parece que se encuentra encajado como un diamante en una resplandeciente montura; y un observador situado precisamente bajo el anillo que pasa por su cenit a cinco mil ciento sesenta y cinco leguas de su cabeza, sólo ve una estrecha banda cuya anchura ha calculado Herschel en cien leguas, presentándose, por consiguiente, como un hilo luminoso tendido sobre el espacio. Pero si el observador se separa a una parte o a otra, entonces puede ver tres anillos concéntricos, que se destacan poco a poco unos de otros: el más próximo, oscuro y diáfano, de tres mil ciento veintisiete leguas de anchura; el intermedio de siete mil trescientas ochenta y ocho leguas, y más brillante aún que el mismo planeta, y, en fin, el anillo exterior de tres mil setecientas setenta y ocho leguas y que a la vista parece de color gris.

Tal es el apéndice anular que se mueve en su propio plano en diez horas y treinta y dos minutos. ¿De qué materia se compone ese apéndice y cómo resiste a la disgregación? Se ignora; pero, dejándolo subsistir, parece que el Creador ha querido mostrar a los hombres de qué manera se han ido formando poco a poco los cuerpos celestes. En efecto, ese apéndice es el resto de la nebulosa que, después de haberse concentrado por grados, ha formado el planeta Saturno. Por razones desconocidas, este apéndice se ha solidificado quizá por sí mismo, y se romperá o caerá en trozos sobre Saturno, o estos trozos se convertirán en otros tantos satélites del planeta.

De todos modos, para los habitantes de Saturno que se encuentren entre los cuarenta y cinco grados de latitud y el ecuador de su esferoide, este triple anillo debe producir fenómenos sumamente curiosos. Unas veces, aparece sobre el horizonte un arco inmenso, roto en la clave de su bóveda por la sombra que Saturno proyecta en el espacio, otras veces muéstrase en su integridad como una media aureola, y con frecuencia eclipsa al Sol, que aparece y reaparece en tiempos matemáticos, con gran júbilo sin duda de los astrónomos saturninos. Si a eso se agrega la salida y la puesta de las ocho lunas, unas llenas, otras en cuadratura, presentando discos argentados, el aspecto del cielo de Saturno durante la noche debe ser espectáculo incomparablemente hermoso.

Los galianos no podían contemplar todas las magnificencias de este mundo, porque se encontraban muy lejos de él; los astrónomos terrestres, armados de sus telescopios, aproxímanse mil veces más que lo que estaba Galia, y los libros de la Dobryna enseñaron al capitán Servadac y a sus compañeros mucho más que sus propios ojos. No se quejaban, sin embargo, porque la vecindad de aquellos grandes astros entrañaba peligros sumamente graves para su ínfimo cometa.

No podían penetrar más en el mundo apartado de Urano; pero ya hemos dicho que el planeta principal de este mundo, ochenta y dos veces mayor que la Tierra, desde la que sólo es visible como una estrella de sexta magnitud, en su más corta distancia, parecía entonces muy distintamente a simple vista. Sin embargo, no se distinguía ninguno de los ocho satélites que lleva consigo por su órbita elíptica, en cuyo trayecto emplea ochenta y cuatro años terrestres, y que se aleja por término medio a setecientos veintinueve millones de leguas del Sol.

El último planeta del sistema solar —el último, hasta que cualquier astrónomo del porvenir descubra otro más lejano todavía— no podía ser visto por los galianos. Palmirano Roseta lo distinguió sin duda en el campo de su telescopio, pero no dispensó a nadie los honores de su observatorio y los galianos viéronse reducidos a observar a Neptuno en los libros de cosmografía. La distancia de éste al Sol es de unos mil ciento cuarenta millones de leguas, y tardando en efectuar su revolución ciento sesenta y cinco años terrestres.

Neptuno recorre, por lo tanto, su inmensa órbita de siete mil ciento setenta millones de leguas, con una celeridad de veinte mil kilómetros por hora, bajo la forma de un esferoide, ciento cincuenta veces mayor que la Tierra, y alrededor del cual circula un satélite a cien mil leguas de distancia.

Esta distancia, de cerca de mil doscientos millones de leguas, en que se encuentra la órbita de Neptuno, parece que es el límite del sistema solar; pero por grande que sea el diámetro de este sistema, todavía es insignificante, comparado con el del grupo sideral a que pertenece el astro del día.

Efectivamente, el Sol parece formar parte de esa grande nebulosa de la Vía Láctea, en medio de la cual brilla como una modesta estrella de cuarta magnitud. ¿Adonde, pues, habría ido Galia si el Sol no hubiera ejercido atracción sobre él? ¿A qué nuevo centro se habría agregado al recorrer el espacio sideral? Probablemente, al más próximo de las estrellas de la Vía Láctea.

Ahora bien, esta estrella es la Alfa, de la constelación del Centauro, y su luz, que recorre setenta y siete mil leguas por segundo, tarda tres años y medio en llegar a la Tierra. ¿Cuál es, pues, esta distancia al Sol? Es de tal naturaleza que, para ponerla en números, los astrónomos han tenido que tomar el millón como unidad, y dicen que Alfa se encuentra a una distancia de ocho millones de millones de leguas, o sea a ocho billones de leguas.

¿Se conoce gran número de estas distancias estelares? Ocho, a lo menos, han sido medidas, y entre las principales estrellas a que ha podido aplicarse esta medida se cita a Vega, situada a cincuenta mil millones de millones; a Sirio, que está a cincuenta y dos mil doscientos millones de millones; la Polar, a ciento diecisiete mil seiscientos; la Cabra, a ciento setenta mil cuatrocientos millones de millones de leguas… Este último número consta ya de quince cifras.

Para dar idea de estas distancias, tomando por base la celeridad de la luz, se puede hacer el siguiente razonamiento:

Supongamos que existe una persona a quien Dios haya dotado de un poder de vista infinito y coloquémosla en la Cabra. Si mira a la Tierra presenciará los sucesos ocurridos hace setenta y dos años. Si se traslada a una estrella diez veces más lejana, verá los acontecimientos que sucedieron hace setecientos veinte años; más lejos todavía, a una distancia que la emplee en recorrerla mil ochocientos años, presenciará la muerte de Cristo; y más lejos todavía, a una distancia que el rayo luminoso no recorra sino en seis mil años, contemplará las desolaciones del Diluvio Universal.

Más lejos aún, puesto que el espacio es infinito, vería, según la tradición bíblica, a Dios creando los mundos. Efectivamente, todos los hechos están, por decirlo de algún modo, estereotipados en el espacio, y nada puede tomarse de lo que una vez ha ocurrido en el universo celeste.

Quizás estaba en lo cierto el aventurero Palmirano Roseta al desear vivir en el mundo sideral, donde tantas maravillas hubieran deleitado su vista. Si un cometa hubiera entrado sucesivamente al servicio de una estrella y después al de otra, ¡cuántos sistemas estelares diferentes hubiera podido observar! Galia se habría movido al compás de aquellas estrellas cuya fijeza es sólo aparente, pero que se mueven, como Arturo, con una celeridad de veintidós leguas por segundo. El Sol mismo marcha a razón de setenta y dos millones de leguas anualmente con dirección a la constelación de Hércules; pero tan enorme es la distancia entre unas y otras estrellas, que sus posiciones respectivas, a pesar de este rápido movimiento no han sufrido hasta el presente modificación alguna a la vista de los observadores terrestres.

Sin embargo, estos movimientos seculares deben necesariamente alterar en el transcurso del tiempo la forma de las constelaciones, porque cada estrella marcha, o parece marchar, con celeridad distinta que sus compañeras. Los astrónomos han indicado las posiciones nuevas que los astros tomarán, unos respecto de otros, al cabo de gran número de años, y las figuras que formarán ciertas constelaciones dentro de cincuenta mil años, han sido reproducidas gráficamente y ofrecen a la vista, por ejemplo, en lugar del cuadrilátero irregular de la Osa Mayor, una larga luz proyectada sobre el cielo, y en lugar del pentágono de la constelación de Orión, un simple cuadrilátero; pero ni los habitantes de Galia, ni los del globo terrestre, podrán comprobar por sí mismos la verdad de estas dislocaciones sucesivas.

No era éste el fenómeno que Palmirano Roseta buscaba en el mundo sideral. Si alguna circunstancia hubiera llevado al cometa fuera de su centro atractivo, para someterlo a la atracción de los otros astros, sus miradas se habrían deleitado contemplando maravillas de las que el sistema solar no puede dar ni siquiera la menor idea.

A lo lejos, en efecto, los grupos planetarios no son gobernados siempre por un sol único. El sistema monárquico parece desterrado de ciertos puntos del cielo. Un sol, dos soles, seis soles, dependientes unos de otros, gravitan bajo sus influencias recíprocas, y son astros de diversos colores: rojos, amarillos, verdes, anaranjados o azules. ¡Cuan admirables deben ser estos contrastes de luz, proyectados sobre la superficie de sus planetas! ¡Quién sabe si Galia habría podido ver sobre su horizonte días iluminados sucesivamente por todos los colores del arco iris!

Pero no podía gravitar bajo el poder de un nuevo centro, ni mezclarse entre las estrellas que han podido ser contadas por poderosos telescopios, ni perderse en aquellos centros estelares que no han podido ser examinados todavía, ni, en fin, entre las compactas nebulosas que resisten a los más poderosos telescopios, y de las que cuentan los astrónomos más de cinco mil, diseminadas por el espacio.

No; Galia no estaba destinado a abandonar el mundo solar, ni a perder de vista a la Tierra. Después de haber descrito una órbita de seiscientos treinta millones de leguas, no había hecho sino un insignificante viaje por el universo, cuya inmensidad es ilimitada.