14

Temple se levanta y se da la vuelta, todo en un solo movimiento, agarrando con la mano la daga de los gurkhas, que brilla ligeramente en el polvoriento dormitorio.

Pero Moses Todd se halla fuera del alcance de la daga. Permanece de pie, tranquilo, en la puerta del dormitorio. Tiene una pistola con la que le apunta a la cabeza.

—Ahora tranquilízate, chiquilla —le dice—. Nos queda por zanjar cierto asunto entre tú y yo que quedó pendiente, pero no hay necesidad de armar tanto jaleo.

Moses Todd ha cambiado desde que ella lo dejó en la celda del sótano, en la ciudad en que vivían los herederos de la Tierra. Por un lado, tiene la barba mucho más corta de lo que ella recuerda. Por otro, lleva una larga tira de tela estampada en cachemir rojo, que tal vez fuera en otro tiempo un pañuelo de colores, atado en ángulo alrededor de la cabeza, tapándole el ojo izquierdo.

—Te he estado esperando —le dice—, ya debe de hacer una semana. Empezaba a pensar que no venías. Supongo que has llegado por el camino de las vistas.

—¿Cómo…? —logra preguntar ella. No le entra en la cabeza que Moses Todd esté allí, vivo, allí en Point Comfort, Texas. ¿Cómo pudo saber que ella se dirigía allí?

—¿Cómo…? —repite.

—¿Qué tal si bajamos al piso de abajo y nos sentamos un rato? Hasta he prendido un fuego para que te encuentres cómoda.

Temple piensa en Maury, que está en el comedor, dándole vueltas y más vueltas a la bola de cristal entre los dedos.

—No voy a bajar contigo, Moses.

—Como gustes —contesta él—. Entonces celebraremos aquí la fiesta macabra. Siéntate.

Moses Todd hace un gesto para indicar una butaca que hay en un rincón del dormitorio, y ella se sienta. Moses coge del otro lado del dormitorio una silla de madera con asiento de enea y la pone delante de la puerta, se sienta a horcajadas y cruza los brazos sobre el respaldo. La silla cruje bajo su peso. La pistola sigue en su mano, pero ahora la utiliza más como puntero que como amenaza.

—Si me vas a disparar, dispárame ya —dice ella, retándolo con instintivo atrevimiento.

—Sí, chiquilla, te voy a disparar. Te voy a disparar justo a la cabeza.

La sobriedad de las palabras consigue hundirla al instante. Moses no tiene intención de dejarla con vida: ésa es la lúgubre verdad. Según parece, resulta lúgubre incluso para él.

Temple se apoya en el respaldo de la silla y pone la daga de los gurkhas sobre las piernas. No puede hacer nada más que esperar su jugada. Pero mientras espera le gustaría enterarse de algunas cosas.

—Entonces, ¿cómo…? —le pregunta.

—Bueno… —Moses se sonríe y se acaricia la barba—. Es una cosa curiosa. Me lo dijo tu amigo Maury. Bueno, no me lo dijo exactamente, sino que me lo enseñó. Cuando nos encerraron bajo llave. Después de que te golpearan, te quedaste dormida un montón de tiempo. Tu amigote… él y yo nos hicimos amigos. Hasta me mostró un papelito que llevaba en el bolsillo.

—¡La dirección!

—Así es. Por cierto, menuda la que armaste en la ciudad de los mutantes. Supongo que estarían muy apretados, porque no se preocuparon mucho por que les mataras a tres de los suyos. Nunca habrás visto nada tan feo como aquello llorando por la pérdida de algo igual de feo. Intenté explicarles que no era realmente culpa tuya, que simplemente tienes tendencia a matar a los familiares de todo el mundo. Una especie de debilidad, digamos. Pero me parece que no tenían ganas de ponerse a escuchar.

—Calla —le dice ella en voz baja.

Se mueve en la silla, que cruje fuerte en el denso aire del dormitorio.

—El caso es que al final salí de allí —dice él—. El cuchillo que me diste me ayudó, así que te tengo que dar las gracias. Pero aun así no fue fácil. Perdí un ojo.

Como si tal cosa, se apunta con el cañón de la pistola al lugar en que el pañuelo tapa el ojo izquierdo.

—Sí —prosigue—, me costó un ojo, y tuve que atrapar como rehén a una para que me dejaran salir. La niña que se llama Millie. Creo que la conoces, ¿no tuviste un rifirrafe con ella en el bosque? Está un poco dolida tanto contigo como conmigo: conmigo porque la secuestré, y contigo por matarle a tres primos carnales. ¿No es curioso cómo la violencia engendra violencia? Todavía la tengo conmigo. Iba a tirarla a una cuneta cuando estuviera lo bastante lejos de la ciudad, pero no lo hice.

—¿Y eso?

—No lo sé —responde. Se encoge de hombros. Parece casi avergonzado—. ¿Adónde iba a ir, tal como es? ¿Recuerdas lo que nos trajo de comer, todo tan colocadito y tan bien? Creo que la dejaré cerca de su casa en mi camino de vuelta, siempre que no se meta en mis cosas.

Temple no dice nada, y Moses Todd se pone de pronto a la defensiva:

—Tú llevas tu carga —comenta—, y yo la mía. Bueno, pues eso.

Se quedan callados allí sentados los dos durante un minuto entero, y quedan colgando entre ellos, como zarcillos, muchas cosas no dichas. Al final dice ella:

—Pensé que habrías muerto.

Lo dice sin animosidad ni alivio, sólo como la verdad que es.

Todo el tiempo, mientras él hablaba, pensaba en el hecho de que Moses Todd estaba allí sentado ante ella aun cuando ella lo había dado por muerto. Piensa en cómo él murió ya una vez en su mente, y en cómo ha vuelto a la vida para sentarse a hablar con ella en aquel pueblo abandonado de Texas. Y eso la lleva a pensar en la naturaleza de las cosas, en que los muertos tienen dificultades para mantenerse muertos, y las cosas olvidadas tienen problemas para mantenerse olvidadas, y en que la historia no está en una enciclopedia, sino en todo lo que ves.

Supone que hay más pasado que presente en el mundo hoy. En la balanza.

—Yo estaba empezando a sospechar lo mismo de ti —dice Moses Todd—. ¿Por qué has tardado tanto?

Temple se encoge de hombros.

—Hemos hecho a pie parte del camino —explica—. Después cogimos un tren, pero iba despacio.

—¿Un tren? —Parece desconcertado.

—Sí.

—La leche —dice—. No he visto uno de esos chismes en movimiento desde hace quince o veinte años.

—Ya, merecía la pena verlo.

A su pesar, Temple sonríe un poco al recordarlo.

—¿Máquina de vapor?

—No, diésel.

—Cuando yo era niño —dice él—, antes de que empezara todo esto, había unos almacenes de la estación cerca de mi casa. Por las noches yo saltaba la valla y me subía a todos los trenes. Intentaba que mi madre no se enterase, porque no quería que yo fuera allí, pero las palmas de las manos me traicionaban: siempre volvía con ellas negras como el carbón.

Entonces se mira ahora las palmas de las manos como si quisiera descubrir el hollín incrustado en ellas. Después abandona aquella ensoñación y observa los cadáveres que descansan en la cama.

—Jeb y Jeanie Duchamp —dice—. ¿Qué te parece eso?

—¿Qué me tendría que parecer?

—Tomaron el atajo —dice él—. Debió de ser poco después del comienzo de todo, así que llevarán muertos una buena temporada. Limpiaron toda la casa, lo dejaron todo colocadísimo, y se tragaron un puñado de Nembutales. Supongo que no querían ver el mundo futuro.

—Supongo.

Temple los observa, el abrazo de los muertos. Y comprende algo: los odia por estar muertos.

—Entonces, ¿qué planes tenías para después? —le pregunta Moses Todd—. Si lo de aquí no funcionaba, ¿adónde pensabas ir?

—No lo sé —dice ella—. No había pensado a tan largo plazo. Tal vez al norte.

—¿A las cataratas del Niágara? —le pregunta.

—A las cataratas del Niágara.

—Yo estuve allí una vez —dice él reflexionando—. Te subes a lo alto de un precipicio, junto a las cataratas, te apoyas en la barandilla, y se te corta la respiración.

—Eso he oído.

—Qué guarrada —dice él, refiriéndose a la infortunada circunstancia de que se haya presentado allí para estropearle todos los planes.

—Sí —responde ella—, qué guarrada.

—Eh —dice Moses Todd señalando con un gesto los cadáveres que hay sobre la cama—, ¿no te has fijado en sus orejas?

—¿Qué les pasa?

—Échales un vistazo. Vamos, no te estoy engañando.

Ella se levanta, se acerca a un lado de la cama y se inclina.

De cada uno de los oídos asoma un chorrito de sangre seca y negra que se incrusta en las grises mejillas.

Temple se vuelve a sentar en la butaca.

—Alguien se encargó de ellos —comenta ella—, para evitar que volvieran.

—¿No te hace reflexionar eso? ¿Quién piensas que podría hacerlo? Podría habérselo hecho Jeb a Jeanie, por supuesto, pero ¿quién se lo hizo a él? Quienquiera que fuera, no quiso mover los cuerpos. Supongo que sentía por ellos una simpatía de índole romántica. ¿Qué opinas? ¿Tal vez un hijo o una hija que se ven obligados entre lágrimas a darle la puntilla a la muerte? ¿Un vecino entrometido? ¿La policía del estado, al hacer un último repaso en la evacuación? ¿Quién te parece que pudo ser?

—No lo sé —responde ella—. Hay montones de personas por ahí dispuestas a cumplir con su deber. No todo el mundo es malo.

—Eso es muy cierto —dice él. Asiente con la cabeza y sonríe, satisfecho con la idea—. No habrás dicho en tu vida una verdad mayor que ésa.

—De cualquier modo —prosigue ella—, los Duchamp ahora me dan igual.

Moses Todd la mira con curiosidad.

—¿No te conmueve su tragedia? —le pregunta.

—No es una tragedia. No es más que una insensatez de las que no puedo tolerar. Una insensatez que los convierte en algo peor que los pellejos.

—¿Y eso…?

—Al menos los pellejos encuentran algo que desear. Siguen y siguen hasta el último minuto, en que se derrumban en un montón de polvo. No les entran ideas de librarse del mundo.

—Mucha gente encuentra el mundo intolerable, al menos esto en lo que se ha convertido.

—¿En qué se ha convertido? Yo no veo que haya cambiado en nada desde que estoy en él.

Moses Todd le sonríe, una sonrisa que reconoce la edad de ella.

—No, hablo en serio —sigue diciendo Temple—. Me interesa saberlo: ¿en qué se ha convertido el mundo?

—Se ha… —empieza a responder Moses Todd, y de pronto se para a pensar en la respuesta, como si fuera de importancia primordial dar con las palabras exactas. Entonces prosigue—: se ha convertido en algo solitario.

Ella lo mira a través de sus ojos entrecerrados e incrédulos:

—¿La gente no estaba sola antes? —le pregunta.

—La gente lo estaba, pero el mundo no.

Temple asiente con la cabeza.

—Y hay otra cosa —dice Temple—. Hace unos días, en el sótano… dijiste que no soy mala. ¿Por qué dijiste eso?

—Porque es cierto.

—¿Qué sabes tú de eso?

—Lo veo —se limita a decir él—. Tú eres un libro en el que yo sé leer, chiquilla.

—Pero no me respondiste entonces cuando te pregunté: si no soy mala, ¿qué soy?

—Eres colérica. Simplemente sufres, como todo el mundo. Sólo que no quieres admitirlo ante ti misma. No es tan complicado.

Temple le da vueltas a esto en la cabeza. No acaba de quedarle claro, pero aquella idea escuece como suelen hacerlo las afirmaciones verdaderas. Aparta aquello y lo guarda en un recoveco de la mente, para pensar en ello más tarde.

Entonces Moses Todd se levanta de la silla y se acerca a ella. Lanza un suspiro y niega muy despacio con la cabeza, como quien desea que el momento dure, pero lamenta el transcurso, lento e infalible, del tiempo.

Sonríe con gentileza.

—Me parece que sabemos por qué estamos aquí —dice.

—Yo sí.

—¿Qué tal si apartas de ahí ese cuchillo tuyo?

—¿Porque tú me lo pidas? No te lo voy a poner tan fácil, Moses.

Moses Todd levanta la pistola y apunta con ella a su cabeza.

—Apártalo ahora.

Él se encuentra por poco fuera del alcance del brazo de Temple. No importa lo rápido que ella se mueva, él se impondrá. Sería una manera idiota de morir, así que ella deja caer al suelo el cuchillo de los gurkhas. Moses Todd da dos pasos hacia delante y le propina al cuchillo una patada que lo envía bajo la cama. Ahora el cañón de la pistola se encuentra a treinta centímetros de la frente de Temple.

—¿Por qué haces esto, Moses? Tú no quieres hacerlo.

—Las apetencias no tienen nada que ver con esto. Eso lo sabes bien, chiquilla. Tú mataste a mi hermano.

—Él no era un buen hombre.

Moses Todd se encoge de hombros con tristeza.

—Hay personas —dice—, que se esconden de los ojos del mundo. Se agachan y tiemblan. Encuentran cuatro paredes lo bastante altas para ponerlas entre ellos y todo lo demás. Esas pesonas… para ellas el mundo es un lugar aterrador. Sin embargo, tú y yo somos diferentes. Cuando somos llamados a movernos, nos movemos. No importa la causa ni la distancia. Venganza o protección, razón o locura, para nosotros da igual. Puede que no nos guste, pero vamos allá, porque tú y yo, chiquilla, somos hijos de Dios, somos soldados, somos viajeros. Y para nosotros el mundo es asombro.

A su pesar, las cosas que dice Moses Todd le dan la impresión de ser ciertas. Y los ojos de él se impregnan de una especie de súplica, como si Moses Todd necesitara que ella lo comprendiera, como si la pistola que le apunta a la cabeza fuera una mano tendida fraternalmente.

Pero ella sabe lo que es: una camaradería vital que habla un lenguaje de muerte.

La voluntad de él de matarla, y la voluntad de ella de permanecer viva: ambas cosas son hermosas y sagradas.

—Entonces, ¿ahora qué? —le pregunta ella.

—Ahora mueres —le responde él sencillamente.

—De acuerdo —dice ella.

—Será mejor que te des la vuelta.

—No. Tendrás que hacerlo mirándome a la cara.

—Eso no me detendrá.

—Lo sé.

—Será más fácil para ti si no lo ves venir.

—La facilidad no es mi manera de afrontar las cosas.

—Lo voy a hacer.

—Pues hazlo.

Temple lo mira a los ojos, y se ve a sí misma reflejada en ellos: una criatura violenta, una cosa brutal, una cosa triste. Entonces observa la mano de él, firme, el dedo puesto en el gatillo de la pistola. Se fija en ese dedo, tratando de captar el más leve temblor.

Temple tiene una oportunidad: es el filo de un instante, la punta de una uña del tiempo, la pizca que va desde el cerebro que ordena apretar el gatillo al dedo que obedece: ésa es su ventana. Demasiado pronto, y la pistola la seguirá con clara agudeza de mente. Demasiado tarde será demasiado tarde. Pero existe esa porción de segundo, ella lo sabe, esa sombra entre el pensamiento y la acción. Ahí es donde reside el arrepentimiento, cuando la mente ya se está disculpando por las acciones del cuerpo. Lo sabe. Y Dios sabe que ella lo sabe. Temple sabe qué sensación produce en la piel, en los dedos. Puede verlo tan bien como si tuviera visión de rayos X.

Moses Todd, sus ojos, sus labios detrás de esa barba oscura, el cañón de la pistola, el dedo en el gatillo, el movimiento, el momento: ¡ahora!

Temple se lanza hacia abajo y hacia delante, la pistola estalla por encima de ella, allí donde se encontraba su cabeza una milésima de segundo antes. Lanza con fuerza su cabeza contra la barriga de él, doblando en dos al hombretón, y le coge la pistola por el cañón y la retuerce para que la mano de él la suelte. Pero antes de que Temple pueda apuntarla hacia él, Moses la golpea con la mano para enviarla al otro extremo del dormitorio, donde impacta contra el papel estampado de la pared y cae detrás de la mesita de noche.

—Maldita sea, chiquilla.

Moses Todd recupera el aliento, la empuja contra la butaca y le echa las manos al cuello, hundiéndole los gruesos pulgares en la tráquea. Temple le agarra las muñecas e intenta desembarazarse de sus manos, pero los brazos del hombre son pesados y recios como ramas recién cortadas de un árbol.

—Es necesario que mueras por mi mano, chiquilla —dice él con una voz impregnada de algo que no es ira—. No hay más que eso, es necesario que mueras por mi mano. Si no es así, nada tiene ningún sentido. Tú lo sabes, porque tú y yo, los dos somos capaces de ver.

Los ojos de Temple se llenan de estrellas que aparecen en la cara interior de los párpados. La cabeza empieza a flotar, y se va… y la garganta no puede tragar, y lo único que oye por encima de los latidos de su propio corazón es la voz de él, que dice palabras que suenan a consejos de sabio.

—Los dos somos capaces de ver —repite él.

Temple da una patada con el pie y le alcanza con fuerza entre las piernas. Las manos de él se desprenden de su garganta. Temple tose, asfixiada. Sus pulmones se llenan de aire y la cabeza le palpita, pero ya no se siente ingrávida, recupera su peso y su fuerza, y los aprovecha para levantarse y correr hacia la puerta, pasando a su lado.

A su espalda se eleva un ronco bramido de dolor que cuando va por la mitad cambia, se profundiza, se convierte en un gruñido furioso. Moses Todd se golpea contra el marco de la puerta y lanza su cuerpo cojeante hacia delante al tiempo que ella alcanza la escalera, al final del pasillo.

Que no se acerque a Maury, piensa Temple. Que no se acerque a Maury. Tengo que salir de la casa. Suceda lo que suceda, bien puede tener lugar fuera de la casa. Maury no tiene necesidad de verlo ni de oírlo. Maury ya ha visto bastante.

Baja la escalera saltando y abre la puerta de la calle. Entonces todo empieza a ocurrir más despacio. Temple mira hacia atrás rápidamente. En la oscuridad distingue la cara de Maury, que la atisba desde su rincón del comedor, donde sigue sentado, sosteniendo tranquilamente la bola de cristal que contiene la flor.

Maury. Su nombre se repite en la mente de ella: Maury, Maury, Maury. Como para fijarlo allí para siempre. Como para grabarlo en el viejo cuero de su fatigado cerebro. Y entonces se mezcla con otro nombre: Malcolm. De nuevo Malcolm, siempre Malcolm. Tantas cosas guardadas para después. Tantas cosas a las que mirar y en las que pensar en los momentos de calma.

Maury.

Entonces se vuelve y sale por la puerta de delante, uno, dos, tres, cuatro pasos enteros antes de ver a la niña, que está de pie delante de ella.

Y no comprende lo que ve hasta que ya es demasiado tarde.

Es Millie, la niña mutante. La heredera de la Tierra. Millie, con los dientes como palas, una niña que ha crecido grotescamente, como una muñeca más alta que la propia Temple, con la piel resquebrajada en las articulaciones y levantada completamente en una mano, como si por dentro creciera más rápido que por fuera.

Sigue llevando el mismo vestido de cuadros que tenía puesto la última vez que ella la vio. Y su voz gruñe de modo inarticulado, jadeante y bovina:

—Te voa matá.

Tiene algo en la mano, con lo que apunta a Temple de modo torpe, sin levantar apenas el brazo.

Sólo después de oír el disparo, Temple comprende que se trata de una pistola. Entonces se detiene y cae de rodillas sobre la hierba muy crecida y aún mojada del jardincito delantero de la casa.

Algo no encaja. Y es el tipo de error que uno siente por todo el cuerpo. Lo siente en los dedos de los pies y detrás de los ojos y en las rodillas, que se empapan ya de la humedad que absorben los pantalones, y también en lo más hondo.

Algo no encaja, y cuando se lleva una mano al pecho y se mira los dedos, comprende qué es. Tiene sangre. Se le está escapando la vida por un agujero. Allí, en el pueblo fantasma de Point Comfort, Texas, se le escapa la vida.

No hay dolor: sólo un viaje.

Sigue de rodillas, inmóvil, como un feligrés preparado para recibir la comunión. Todo está muy tranquilo. De repente han desaparecido las prisas. Habrá tiempo para todo: para las brisas que soplan y para el agua de lluvia que se seca en los regatos, para que Maury encuentre un lugar seguro en el mundo, para que Malcolm regrese de entre los muertos a hacerle preguntas sobre pájaros y aviones. También para las grandes cosas, cosas como la belleza y la venganza y el honor y la rectitud y la gracia divina y el lento fluir de la Tierra desde el día a la noche y luego de vuelta nuevamente al día.

Se extiende ante ella, comprimido en un solo instante. Podrá verlo todo si es capaz de mantener abiertos sus somnolientos ojos.

Se encuentra en una especie de sueño. Es un sueño en el que te encuentras bajo el agua y sientes pánico hasta que comprendes que ya no necesitas respirar, y puedes seguir bajo la superficie para siempre.

Siente que su cuerpo cae de costado en la hierba. Ocurre despacio, y ella espera un impacto que no tiene lugar a causa de que su mente está saltando y ya no sabe en qué camino se encuentra, como la luna por encima de ella y los peces por debajo y ella en el medio flotando, como en la superficie del río, flotando entre el mar y el cielo, el mundo todo piel, todo menisco. Y ella también es una parte de él.

Moses Todd le dijo que si te apoyabas en la barandilla de las cataratas del Niágara, aquello te cortaba la respiración, como si te diera la vuelta, lo de dentro para fuera. Y Lee el cazador le dijo que en otro tiempo la gente se metía en toneles para traspasar el borde.

Y allí está ella también, flotando por el borde de las cataratas; el bramido del agua es tan ensordecedor que es como no oír nada en absoluto, como tener almohadas en los oídos, y el agua está exactamente a la temperatura de la piel, mientras caes y el agua cae, y el agua es simplemente más de ella misma, ya que todo es simplemente más de ella misma, no son más que diferentes configuraciones de las cosas que la conforman.

Allí está ella, navegando por las cataratas, cayendo y cayendo. Y eso lleva mucho tiempo porque las cataratas son uno de los grandes misterios de Dios, y son tan altas que superan cualquier edificio, y así se mantiene ella, dando vueltas en el aire, con los ojos cerrados porque también está dando vueltas por dentro, mientras cae y cae.

Se pregunta si pegará contra el fondo, se pregunta si llegará el chapuzón.

Puede que no, porque Dios es un tipo con maña que sabe mucho de infinitudes. Los infinitos son lugares cálidos que no terminan nunca. Y no tienen nada que ver con el bien y el mal, no son más que lugares tranquilos, y es en ellos donde terminan siempre los viajeros. Y son redondeados por donde quiera que los mires, porque no puede haber bordes en los infinitos.

Y, además, los infinitos logran que la eternidad parezca una cosa bien.