13

La carretera que va al sur desde Nacogdoches es recta, está despejada, y los conduce a través de terrenos llanos y toscamente labrados. Delante, en la lejanía, el horizonte se ha oscurecido en una larga y espesa fila de nubes hasta adquirir el color del carbón.

—Parece lluvia, Maury. Si quieres que te diga la verdad, no me importaría que cayera un poco de agua y nos refrescara.

El hombre mira por la ventana.

—¿Estás preparado para tu gran vuelta al hogar, Maury? ¿Estás listo para librarte de esta chica tan loca a la que te has atado?

Los ojos de Maury siguen fijos en el asfalto, que se despliega ante ellos como una cinta.

—Ya, bueno, tú nunca has sido de mucha compañía, para qué nos vamos a engañar.

Cuando alcanzan la enorme extensión urbana que Temple supone que será Houston, las nubes han abarrotado el cielo y las gotas torrenciales retumban en el techo del coche. Temple conduce despacio, porque las carreteras no son fiables y cualquier charco podría esconder un bache fatal.

La autovía por la que va, que tiene el número 59, los lleva recto por el medio de la ciudad. Al mirar las barandillas de la calzada, ve las babosas que caminan bajo la lluvia. Algunas levantan la cara para que les dé la lluvia en los ojos. Otras se sientan en las desbordadas cunetas para contemplar los riachuelos de agua que corren por ellas. En ocasiones los muertos tienen algo de niño o de payaso. Temple se pregunta cómo pudo la gente haber permitido que semejante raza de seres estúpidos los obligara a guarecerse en los rincones y retretes del mundo.

Llega a un paso elevado que ha quedado colapsado porque los escombros de una carretera han caído sobre la superficie de la otra, y tiene que dar media vuelta con el coche para encontrar una salida e internarse por las calles de la ciudad para volver a coger la autovía más adelante. No parece que haya supervivientes en la ciudad. Las babosas la rodean por las calles, toqueteando el coche cada vez que logran acercarse lo suficiente, y siguiéndola detrás a paso de tortuga, empujadas más por el instinto que por el raciocinio. Se pregunta cuánto tiempo la seguirán incluso después de que el coche se haya perdido de vista. Sin duda seguirán caminando hasta que se les olvide qué es lo que iban siguiendo, hasta que se haya evaporado de su mente la imagen del coche. ¿Y cuánto tiempo será eso? ¿Cuánto dura la memoria de los muertos?

Llega al centro de la ciudad, al distrito comercial, donde descuellan monolitos de acero y cristal. La lluvia prosigue, y algunos de los cruces están inundados formando mares urbanos tan profundos que alcanzan los bajos del coche. La basura se agrupa para formar pequeñas flotas compuestas de trapos sucios, envoltorios de plástico y cajas de cartón; y también trozos de piel vieja y arrugada, con los folículos pilosos aún intactos, fragmentos de papel, documentos mercantiles de los miles que han ido a parar a las calles como hojas de otoño caídas de las oficinas derrumbadas de los rascacielos, gruesa materia fecal de color gris, pegajosa y borboteante; y hasta unas flores amarillas de plástico, que flotan en medio de todo, como un ramo de novia de pesadilla.

Temple levanta la vista hasta los edificios de oficinas. Los ventanales rotos tienen huecos negros, como dientes que faltan en la sonrisa de un anciano. Por uno de esos huecos cae una cascada en miniatura, y Temple adivina que el tejado del edificio se ha desplomado. Se imagina la lluvia cayendo en torrentes por la estructura del edificio, por las escaleras de hormigón, por la densa expansión alfombrada de despachos, hasta encontrar finalmente su salida por el ventanal roto. Le gustaría verlo de cerca. No le importaría subirse a explorar uno de esos edificios ruinosos. Pero de momento tiene otras cosas que hacer.

Observa a Maury, en el asiento de al lado.

—Me mantienes ocupada de tal modo que no me dejas vivir mi propia vida, lo sabes, ¿no? Hay que ver qué cantidad de problemas me das.

Lo mira. Él observa fascinado la manera en que la lluvia circula por la ciudad inmóvil, las formas que adquiere el agua para encontrar su camino.

—Tal vez Jeb y Jeanie Duchamp sean capaces de hacerte comer bayas payas, ¿qué opinas?

Los párpados de Maury se le cierran y vuelven a abrir lentamente, la boca se le queda ligeramente abierta.

—Tal vez ellos sepan qué hacer contigo, porque a mí la cabeza no me da para más. Tu abuela tuvo que ser una mujer de paciencia infinita. Me alegro de que la hayamos enterrado en condiciones. ¿Qué es eso que andas rumiando? ¿Sólo tus sabrosos pensamientos?

La mandíbula se le mueve a Maury en círculos pequeños y lentos, como la de una vaca.

—De todos modos —dice ella, dirigiendo su atención a la carretera inundada que tienen ante sí—, puede que me detenga aquí en el camino de vuelta, y que me ponga el sombrero de exploradora en cuanto me desembarace de ti.

Llega ante un edificio grande, que podría ser un palacio de la ópera o algo así, y las calles se convierten en una confusa maraña en el meollo del centro de la ciudad. Se mete por allí, sin tiempo para pararse a pensar, pues tiene que mantener el coche en movimiento para que las babosas no tengan ocasión de juntarse a su alrededor.

La lluvia cae con fuerza y no hay sol que sirva para orientarse. Pasa por delante de algunos edificios dos y hasta tres veces, buscando letreros que contengan el número 59. En cierto momento llega a una gran rotonda y no sabe qué salida tomar. A un lado de uno de los edificios encuentra un mensaje que algún otro viajero ha pintado a mano en rojo mate. Contiene una flecha que indica una de las carreteras, y unas letras garabateadas que son tan altas como una persona:

CARRETERA SEGURA

—¿Qué supones que querrá decir, Maury? —le pregunta—. A veces me gustaría que la gente escribiera con dibujos. Una calavera o una carita alegre o algo así. Ese alfabeto no me hace gracia.

Se trate de una advertencia o de una recomendación, el caso es que a ella no le gusta el aspecto que tiene la pintada, así que se decide por otra de las carreteras y la sigue recta por las avenidas empapadas de lluvia y los desolados rascacielos que se ciernen sobre ella, consintiendo su avance de hormiga. Al final empieza a ver letreros en los que pone 59, y los sigue hasta coger la autovía que continúa por allí y lleva al sur.

La ciudad ha visto otros viajeros perdidos como ella, que buscan una ruta segura para transitar de una punta a otra de su laberinto. Encontrándose demasiado al sur, su población no pudo resistir la acometida de la plaga de muertos, y sus habitantes huyeron a otras ciudades dejando la suya reducida a una cáscara olvidada. Algunos grupos intentaron establecer allí un bastión, pero sin éxito. En cierta ocasión, incluso, una banda de veinte forajidos estableció su guarida en un cine destrozado del corazón de la ciudad. Pusieron trampas para otros viajeros, pintando indicaciones en los laterales de los edificios para invitarlos a meterse en callejones sin salida donde podían atacarlos para despojarlos de sus pertenencias y dejarlos después a disposición del ejército neutral de las babosas que abarrotan las calles.

Si uno siguiera esas indicaciones, se metería en un cementerio sin salida lleno de esqueletos viejos, enteros o despiezados, que cuelgan de las ventanillas de los automóviles, o parcialmente embutidos en las alcantarillas de tal modo que no dejan salida alguna al agua de la lluvia, algunos incluso detenidos en el patético ademán de la huida, arañando con falanges desgastadas las puertas enrejadas de tiendas vacías, donde su mitad inferior era devorada mientras las manos se cerraban en torno a los pomos de las puertas en un espasmo moribundo.

Pero ahora, si sigue las indicaciones, uno ya no necesita temer el ataque de los forajidos, pues también ellos han pasado hace años a mejor vida en el cine que emplearon como hogar, donde habían aprendido a poner en funcionamiento el proyector y donde habían visto los viejos rollos de Lo que el viento se llevó una y otra vez, hasta aprenderse de memoria las frases y preguntarse, cada uno para sí, si no sería posible que volviera a la faz de la Tierra una época semejante a aquella.

La lluvia cae rotunda e inapelable. Llueve como si aquella fuera la lluvia del fin del mundo, como en el diluvio de Noé. Llueve una lluvia de océanos en la que los mares parecen haberse subido a las nubes para volver a caer sobre la tierra. Llueve toda la noche, por momentos con tanta fuerza que tiene que parar el coche, pues no ve nada de la carretera.

Temple apaga el motor, se asegura de que las puertas están bien cerradas, y se duerme hasta que la despiertan estallidos de truenos que dejan en el aire un olor mineral y a quemado. A la luz del rayo, ve la línea del horizonte, una línea de una longitud imposible y que se encuentra a una lejanía igualmente imposible, pero clara y distinta como el borde de un escenario por la que podría uno caerse si no tuviera cuidado.

Se frota los ojos y sigue conduciendo.

De vez en cuando, mira por el retrovisor pensando que va a ver por él a Moses Todd, que van a aparecer los faros de su coche, persiguiéndola sin cesar. Lo cierto es que no está segura de si teme tal cosa o la desea. Sin embargo, sabe que es imposible, pues aunque hubiera sobrevivido, ella se ha desembarazado del coche que llevaba el localizador. No tiene modo de seguirla, no tiene modo de imaginarse que ella haya llegado hasta allí, a ese maldito páramo abandonado tiempo ha por la civilización.

Y el retrovisor permanece vacío.

Como la lluvia la ha obligado a ir más despacio, es ya de mañana cuando llega a Point Comfort. La débil luz del día se filtra fría y cadavérica a través de las nubes de lluvia que siguen descargando agua desde el cielo, aunque ya más suave.

Se trata de una pequeña comunidad situada a orillas de un lago, constituida por un bloque tras otro de casas cuadradas de dos pisos, cada una con su trocito por delante de césped que hace tiempo ha sucumbido a los matojos. Aparte de la restauración de la naturaleza a su forma primitiva, la zona no ha sido alcanzada por la devastación. Debe de ser uno de esos lugares que fueron evacuados muy pronto, vaciados de personas, y por lo tanto las babosas no tuvieron ningún motivo para acercarse a él. Por otro lado, se halla tan lejos de la civilización que no lo han llegado a descubrir los saqueadores.

Un pueblo fantasma.

Recorriendo con los ojos las calles residenciales, ve que los buzones están intactos y forman una fila muy pulcra, como soldados de hojalata. Algunos de ellos muestran incluso las banderas izadas, esas banderitas que tenían allí los buzones y que levantaba el cartero para indicar que había correo que recoger. Las farolas, además, siguen encendidas desde la noche anterior, lo que significa que el pueblo debe de estar comprendido en la periferia de una red de electricidad que sigue operativa.

Hay coches aún aparcados en las entradas de las casas, bicicletas caídas en las aceras. Una de las casas debía de estar en obras cuando la evacuación, pues la mitad trasera está cubierta de plásticos que recogen la lluvia y la depositan en charcos sobre el barrizal del patio trasero. Hay puertas de garaje abiertas, por las que Temple distingue cachivaches propios de la vida en las afueras, alineados en las paredes interiores: cortacéspedes, sillas playeras y kayaks, herramientas de jardinería cuya función no alcanza a discernir, martillos y sierras y taladros que cuelgan de ganchos en largas tablas agujereadas y suspendidas sobre bancos de trabajo.

Las puertas blancas están completamente abiertas, ofreciendo su bienvenida, aunque la maleza, al crecer, ha bloqueado muchas de las ventanas de la planta baja.

En el coche, Temple mira al hombre que ocupa el asiento del acompañante.

—Esto está muy solitario, Maury —le comenta.

Maury mira al frente fijamente, y parece nervioso. Un leve gemido le nace en la garganta.

—¿Reconoces este lugar?

El leve gemido continúa: si se trata de un canto o de un lamento, no hay quien lo sepa; sus ojos no indican nada.

—Te voy a decir una cosa, Maury. En lo que se refiere a los Duchamp, la cosa no tiene buena pinta. Me da la impresión de que tus parientes se fueron a toda prisa en cuanto sonó la primera alarma. Y pienso que fue muy buena idea. Pero eso significa que ahora pueden estar en cualquier punto del país. Si es que siguen vivos.

El gemido se hace más fuerte.

—Por lo que veo, algo te reconcome. ¿Reconoces este lugar? ¿O te lamentas tan sólo por el día gris que hace? A veces me gustaría que hablaras, grandísimo bobo. Sería mucho más fácil para los dos.

Temple mira a su alrededor. La lluvia ha aflojado, pero los limpiaparabrisas siguen llevándose la espesa capa de humedad que emborrona los cristales.

—Bueno —dice ella—, supongo que podríamos al menos encontrar la casa mientras seguimos aquí. En estos casos está bien asegurarse al cien por cien.

Temple sigue conduciendo hasta que encuentra un letrero con el nombre de una calle cuyas letras coinciden con el papel que llevaba Maury en el bolsillo. Entonces sigue por la calle hasta encontrar el número, el 442, y se arrima al bordillo de la acera.

Y en ese momento ve, con cristalina claridad, que, a diferencia de lo que ocurre en el resto de las casas de la zona, de las ventanas de esa fachada sale un brillo extraño y oscilante.

—¿Estás listo para presenciar un milagro, Maury? —le pregunta—. Porque parece que aquí tenemos material para uno.

Sin embargo, tiene que admitir que aquello no acaba de tener pinta de milagro. Se quedan sentados en el coche durante veinte minutos. Ella contempla la casa, con ese resplandor oscilante que parece originado por llamas. Aguarda a ver si se extiende, para comprobar si la casa está o no ardiendo. Es posible, sin embargo, que la haya alcanzado un rayo durante la última tormenta. Pero no: el resplandor continúa igual. Temple arranca el coche y rodea la manzana de viviendas pasando por detrás de la casa. Después vuelve a parar delante del bordillo y se queda otros diez minutos más observando el resplandor. No hay nadie en las calles, ni vivo ni muerto, ni otras casas que presenten algún indicio de vida, y tampoco en esa casa se puede ver ninguna otra cosa que se salga de lo ordinario.

—Vamos, Maury —dice por fin—. Vamos a echar un vistazo a ver si están en casa los Duchamp. Tú quédate detrás de mí, porque no las tengo todas conmigo.

Desenvaina la daga de los gurkhas y avanza despacio por el caminito que va hasta la puerta de la casa, pero luego, en vez de dirigirse directamente hacia la puerta, cruza el césped para echar un tímido vistazo por la ventana de la fachada. Efectivamente, lo que produce el resplandor es un fuego que arde de modo constante en la chimenea del comedor. Por lo demás, no hay otros indicios de vida.

Sin saber qué otra cosa podría hacer, llama a la puerta y espera erguida, con la daga de los gurkhas a la espalda, agarrándola con fuerza temblorosa, preparada para embestir con ella.

Espera y vuelve a llamar, esta vez más fuerte.

—No abren —le dice a Maury. Su voz es poco más que un susurro.

Temple prueba a abrir la puerta. No está cerrada con llave, y al empujarla se balancea hacia dentro haciendo un estruendoso chirrido que retumba en el interior. En la quietud del vecindario, mientras la lluvia cesa y deja tras ella un acogedor silencio, tiene la sensación de que el sonido de la puerta al abrirse se puede oír en toda la calle.

—No hay por qué tener miedo.

Entra en el vestíbulo, tratando de mirar a todas partes al mismo tiempo. No se mueve nada. El fuego crepita y chisporrotea. Aparte de ese ruido, sólo se oye el leve gemido de Maury que la sigue por detrás pero se desplaza de repente a su izquierda al penetrar en la casa. Entonces se va hacia otra habitación, entra en ella y desaparece rápidamente tras una esquina.

—Espera, Maury, espera…

Lo sigue al comedor y lo encuentra abriendo las puertas de una vitrina y sacando algo que tiene el tamaño de una pelota de béisbol, pero es transparente. Entonces él coge aquel objeto, se va a un rincón de la habitación, y se sienta en el suelo con las rodillas levantadas, pasando las manos por aquella cosa.

—¿Qué has encontrado, Maury?

Se planta delante de él y alarga la mano.

Él levanta la mirada hacia ella como si tratara de decidir si puede confiar en ella o no, y después coge el objeto y se lo pone en la mano.

Es un pisapapeles: una esfera de cristal con un lado plano para poder posarla y que no se vaya rodando. Dentro de la esfera hay algo que parece una flor, jirones de color oscuro que se retuercen en forma radial. Temple se lo devuelve a Maury.

—Sabías perfectamente dónde estaba —deduce Temple—. Ya has estado aquí antes. Lo recuerdas, ¿no? ¿Cuánto tiempo hace de eso? Seguramente no eras más que un niño.

Él sostiene el objeto como lo haría un niño, tocándolo con codicia, protegiéndolo hasta que se encuentre solo y lo bastante seguro para poder mirar en su interior y apreciar la belleza en toda su dimensión.

Ella siente algo grande en su interior, algo que se expande, como un globo que se le inflara dentro del pecho.

—Me alegro de que lo encontraras, Maury. Me alegro de verdad.

El comedor produce la impresión de que nadie ha entrado en él en años, y como si los inquilinos del lugar lo hubieran dejado todo y se hubieran ido de allí justo antes de la hora de la cena. Hay cuatro servicios puestos en la mesa: platos, tenedores, cucharas, cuchillos, servilletas, todo ello cubierto por una aletargada capa de polvo. Temple pasa la yema del dedo por uno de los platos, que deja a su paso una brillante franja blanca.

—Quédate aquí —le dice a Maury—. Yo voy a echar un vistazo.

Se vuelve a donde estaba la chimenea y observa de cerca la leña. Llega a la conclusión de que algunos de los troncos han sido metidos allí no hace más de una hora. Al otro lado del vestíbulo hay una pequeña salita de estar con un sofá tapizado con motivos florales y butacas a juego. Sobre la mesa del café hay un tablero de ajedrez con todas las piezas colocadas en perfecta simetría. Siente impulsos de coger una de las que tienen forma de caballo y guardársela en el bolsillo, pero no llega a hacerlo. Tal vez a causa de la pulcritud de museo que hay en todo el conjunto, le parece que allí, más que en ningún otro lugar que haya visto nunca, esas cosas pertenecen a alguien: coger esa pieza en forma de caballo sería robar.

La cocina está tan ordenada como todo lo demás. No aparecen señales de lucha, ni siquiera de una precipitada evacuación. No hay señales de que se les olvidara nada al irse, no hay sillas volcadas, ni mensajes destinados para los que pudieran venir después: nada. Ni siquiera huellas de una vida cotidiana: ni tazas de café en el fregadero, ni platos olvidados en el lavavajillas, ni trapos de cocina arrugados sobre la encimera.

—¿Qué pasa aquí? —susurra para sí misma.

Abre la puerta de la nevera, que ha dejado de funcionar hace tiempo, y encuentra baldas con comida vieja y podrida, ennegrecida y arrugada, pero que hace tiempo ha dejado de apestar con ese hedor de las cosas perecederas.

De vuelta al comedor, Temple ve que Maury sigue en su rincón, dándole vueltas entre los gruesos dedos a la bola de cristal.

—Quédate aquí, Maury —le dice—. Voy a echar un vistazo por el piso de arriba.

Tras subir la alfombrada escalera, Temple oye un sonido que llega del otro lado del pasillo: un siseo tenue que le recuerda al agua cuando corre por las tuberías.

—¿Hola? —pregunta.

Su voz suena quebradiza en el abrumador vacío de la casa. Le molesta oírse esa voz tan insignificante, y decide no volver a hablar.

Avanza por el pasillo, abriendo las puertas una a una y haciéndose a un lado como para evitar que algo pueda saltarle encima.

Baño, dormitorio, despacho, armario de la ropa blanca… Aferra con más fuerza la daga de los gurkhas al acercarse a la habitación de la que proviene el sonido. La puerta está entreabierta, y ve otro resplandor, esta vez azul, que sale de esa habitación.

Empuja la puerta con la empuñadura de la daga de los gurkhas. Ve una pequeña salita con un sofá que mira a un gran mueble de madera, de esos que ocupan la pared entera, e incluyen un centenar de cajones y puertecitas. El sonido que oía proviene de una televisión grande. La pantalla llena la habitación entera con su electricidad estática y su horrible luz azul, mientras sale de los altavoces un siseo constante e invariable.

No ha habido ninguna emisión en años, desde antes de que naciera ella. Y aunque los residentes de la casa se hubieran dejado la televisión encendida al marcharse, los tubos se habrían fundido al cabo de un tiempo.

Piensa en la posibilidad de que la casa esté encantada. Normalmente no quiere saber nada de cosas tales como fantasmas, pero en esos momentos la acomete una sensación desagradable que es incapaz de identificar. Nunca había visto tan de cerca la vida de antes de las babosas, pero tampoco nunca la había visto tan lejana. Se le eriza la piel y siente impulsos de apagar el televisor, pero le da aprensión cambiar nada, como si las voces de los espíritus de los muertos, de los realmente muertos, pudieran reprenderla.

Sale de la salita.

Queda otra habitación al final del pasillo. Se acerca a ella despacio y empuja la puerta hacia dentro: es el dormitorio principal.

Temple había abandonado toda esperanza de encontrar a los Duchamp viviendo en la casa, pero allí están: sobre la gran cama llena de volantes, encima del edredón y completamente vestidos con buena ropa, se encuentran dos cadáveres que yacen uno al lado del otro. Pero no están tendidos boca arriba como los cuerpos en los ataúdes, sino que, por el contrario, están de lado, acurrucados en una posición fetal, la mujer cobijada dentro de la figura en forma de ese del varón, que rodea su torso con los brazos en un abrazo eterno.

Temple se acerca al pie de la cama. Los dos llevan varios años muertos. La muerte es una cuestión de piel, Temple lo sabe. La piel se seca en una delgadez de papel, se arruga y se tensa en torno a los nudillos y los demás huesos para formar esqueletos envueltos de modo muy apretado. Cambia de color: gris, después marrón, después negro, pero a menudo conserva en su sitio los folículos pilosos. Otra cosa que hace la piel es tirar de los huesos de la cara, lo cual abre la mandíbula y otorga al muerto la expresión de una risa indigna y desenfrenada.

Dos maniquíes histéricos y rientes enlazados en un abrazo polvoriento.

Las ropas, los cadáveres, las telas de araña: todo está inextricablemente enlazado con todo lo demás, adherido a todo mediante una seca podredumbre que envuelve el conjunto en una dura crisálida.

—Jeb y Jeanie Duchamp —susurra ella.

Todos los kilómetros que ha recorrido, todas las largas y quebradas carreteras que ha transitado, toda la sangre que ha derramado…

—Mierda.

Se dirige a la mesita de noche y coge un frasco de píldoras: está vacío. Vuelve a dejarlo en la mesita, intentando acertar con el lugar exacto en que se encontraba, en el pequeño círculo, del tamaño de una moneda, que ha quedado marcado en el polvo.

Entonces Temple se arrodilla para examinar el rostro de Jeanie Duchamp.

Es como un avispero posado sobre la almohada, algo que parece contener miles de cavidades y guaridas que aparecerían a la vista si uno decidiera abrirlo. Ahí vive el pasado, almacenado en las lastimosas oquedades de nuestra cabeza.

Tiene los ojos muy cerrados y hundidos, derrumbados en las cuencas resecas. Las mejillas están hojaldradas y recubiertas de polvo, y a Temple le recuerdan las páginas de un viejo álbum del que se han despegado las fotos. Tiene la boca muy abierta y los dientes como perlas. Se ríe, se ríe. Dentro le ve la lengua, marchita hasta semejar un cachito de carne de vaca secada, o bien una seta crecida en la base de la mandíbula. Se ríe, se ríe. La lengua marchita, la piel hojaldrada, los dientes como grandes perlas naturales.

—¿De qué te ríes, abuelita? —le pregunta—. Te he traído al niño. Te lo he traído para que esté contigo, tu sobrino, o primo, o lo que sea. Te lo he traído.

Jeanie Duchamp no dice nada.

—Es un niño bueno —prosigue Temple—. No habla mucho y no es muy inteligente, pero es un niño bueno. Yo creo que te gustaría.

Jeanie Duchamp se ríe, se ríe.

—Sí —dice Temple—. Pero, bueno, ¿qué se supone que voy a hacer ahora? Estoy cansada, te lo digo con franqueza. Estoy agotada.

Jeanie Duchamp permanece callada.

—Mírate —le dice Temple—. ¿Qué sabes tú, de todos modos? Ya no eres más que unos buenos dientes.

Y entonces llega la respuesta, pronunciada por una voz a su espalda, una voz que ella reconoce de inmediato y que sólo entonces comprende que estaba esperando oír, ya que todas las casas que explora parecen encantadas por la misma persona: la voz de Moses Todd.

—Son para comerte mejor, mi cielo.