Llegan a Longview, en Texas, cuando el sol está en el punto más alto del cielo. Su ardor resulta seco y laxante, y da la impresión de que el clima está puliendo la piel.
El centro del pueblo está fortificado, y hay hombres emplazados allí con armas de fuego, pero cuando ven el tren saludan, y alguien retira el autobús que utilizan para bloquear la vía. Cuando el tren ha penetrado en la fortificación, el autobús vuelve a cerrar las vías.
—Tres por tres —dice Wilson—: nueve manzanas de casas han protegido aquí. Éste es el bastión más grande al este de Dallas. Y es vuestra parada, si seguís pensando en dirigiros al sur.
Hay niños jugando en la calle, y cuando ven el tren dejan caer las bicis al suelo y corren hacia él. Las madres les advierten que no se acerquen demasiado. Pero no son sólo niños: gente de todas las clases y edades sale de las puertas de las casas y las tiendas para rodearlo cuando chirría para detenerse lentamente.
Los hombres de Wilson conocen a las mujeres. Se encuentran los unos con los otros en medio de la multitud y se alejan emparejados. Algunas mujeres se cuelgan del hombro de los recién llegados riéndose, levantan el trasero y se propinan en él una palmada digna de un saco de grano.
Otras personas del pueblo ayudan a los refugiados a bajar de los furgones, y el propio Wilson consulta con un hombre y una mujer, los mayores del pueblo, para decidir cuáles de los refugiados deberían quedarse y cuáles seguir hasta Dallas.
En cuanto el tren se ha vaciado de pasajeros, los niños empiezan a jugar a indios y vaqueros, utilizándolo como enorme escenario.
—Me voy a buscar alguna buena bebida fría —le dice Lee a Temple—. ¿Te apetece?
—Creo que Maury y yo simplemente echaremos un vistazo.
—Como quieras. Pero intenta no darle una paliza a nadie mientras estamos aquí, ¿te parece?
Temple se queda un rato en pie, en medio de la calle, sin saber qué hacer. Su lugar, como ha comprobado muchas veces, está fuera, con los pellejos y la brutalidad, no allí, dentro de los confines de un precioso pueblecito. Ya lo ha intentado antes, y no ha funcionado. Lo que de verdad quiere ella es sentir en la mano la daga de los gurkhas, esa mano que está sudorosa de anhelo, pero la mantiene enfundada para no asustar a los niños.
Intenta doblar las manos sobre el pecho y después agarrarse las muñecas a la espalda, y luego metérselas en los bolsillos, pero nada de eso parece correcto, y quisiera estar ahí fuera con Maury nada más, donde supiera qué era lo que tenía que hacer, tal vez preparar una hoguera o esconderse de los perseguidores, o matar a un pellejo.
Al cabo de un rato, se le acerca un chico. Es un poco más alto que ella, y lleva la camisa metida por dentro de unos vaqueros y un cinturón de tiras de cuero entrelazadas, con una enorme hebilla de plata en la que aparece la imagen de un caballo.
—Me llamo Dirk.
—Hola, Dirk.
—¿No me vas a decir cómo te llamas tú?
—Sarah M… Temple, me parece.
—¿Te parece? ¿No lo sabes seguro?
—No le sale natural, pero intenta decir la verdad, dado que aquel lugar parece digno de confianza.
Temple, responde.
—¿De dónde eres? —le pregunta.
—De muchos sitios.
—Vale, pero ¿dónde te has criado?
—En Tennessee principalmente.
—Ya sé dónde está eso. Lo he visto en un mapa de la escuela, quiero decir. Yo nací aquí, y no he estado en ningún otro lugar salvo en Dallas, porque fui una vez en el tren. Los demás sitios no son seguros.
—Yo no estoy hecha pa’ la seguridad.
—No deberías decir pa’ —Temple.
—¿Por qué no?
—Porque es incorrecto gramaticalmente —dice él como si estuviera citando algo—. Revela falta de educación.
—La gramática incorrecta es la única gramática que conozco.
—¿Cuántos años tienes?
—No lo sé. ¿A qué día estamos?
Dirk mira su reloj digital, que muestra también la fecha:
—A cuatro de agosto.
—Me parece que ya tengo dieciséis años. Mi cumpleaños fue la semana pasada.
Temple intenta recordar qué estaría haciendo aquel día de su aniversario, pero el camino borra las separaciones entre los días.
—¡Dieciséis años! —dice muy contento—. Yo también tengo dieciséis. ¿Quieres que quedemos para salir juntos?
—¿Salir juntos?
—Podemos ir a la cafetería a tomar una coca-cola.
—¿Con hielo?
—Siempre la sirven con hielo.
—Vale, salimos juntos.
Se van caminando hacia la cafetería, y Dirk insiste en cogerle la mano. Le molesta que Maury comience a seguirlos en silencio, pero ella se niega a separarse de él. La cafetería es una cafetería de verdad, con su barra y sus taburetes y reservados y todo eso, de las que ella sólo había visto en un estado de polvorienta decadencia al borde de carreteras vacías. Dirk quiere sentarse en un reservado, pero Temple no quiere dejar pasar la oportunidad de hacerlo ante la barra, así que cada uno de los tres se coge un taburete y se sientan juntos, Dirk pide tres Coca-Colas y, habiendo decidido comportarse como un caballero, rompe el envoltorio de la pajita de Maury antes de entregársela.
—¿Te gusta la música? —le pregunta Dirk.
—Sí. ¿Hay alguien a quien no le guste?
—Pues estamos de suerte, porque en el pueblo tenemos una tienda entera de música. Está siguiendo por la calle. Apuesto a que podría mencionar cien músicos distintos de los que no habrás oído hablar.
—Eso sería apostar sobre seguro.
—Me gusta el rock and roll, pero sobre todo escucho compositores clásicos: Chaikovski, Rachmaninov, Smetana… Ésa es la música de la gente realmente civilizada. ¿Has oído la novena sinfonía de Dvorak? Es la cosa más bella del mundo, y te hace sentir que cualquier cosa es posible.
Él sigue hablando de cosas que a Temple le resultan muy extrañas en su mayoría, pero ella sorbe su Coca-Cola y coge los cubitos de hielo de su vaso con una cuchara y los tritura con las muelas, y el mundo del que él le habla le parece muy bonito, muy curioso, aunque no concuerda exactamente con las cosas que ella ha visto ni con las personas que conoce. Aun así, a Temple le gustan sus grandes visiones y sus grandes mañanas, y no los estropearía por nada.
Dirk explica que los administradores de la ciudad tienen planes para expandirla, para mover las defensas y reconstruir la ciudad que queda fuera, edificio a edificio, hasta recuperarla por completo. Lo único que necesitan es gente que defienda los límites, y no paran de llegar nuevos pobladores, gente fuerte llena de habilidades, ingenio y amplitud de miras.
—Y cuando hayamos recuperado todo Longview —explica con gestos que se hacen más expansivos cada vez—, entonces iremos aún más lejos hacia el este, hasta que lleguemos a Dallas, y hacia el sur hasta Houston. Podemos hacerlo. Lo único que hace falta es gente. Y cuando hayamos conectado con esas ciudades, podemos marchar sobre el resto de Texas y recuperarla entera para restablecer la civilización en todo el estado, y al marchar sonará Dvorak por los altavoces, porque él escribió esa música para un nuevo mundo, que será lo que estaremos construyendo nosotros. Y muy pronto los pavos no tendrán otro sitio donde meterse más que el océano.
—¿Pavos? —pregunta ella.
—Ya sabes —responde él—. Los de fuera. ¿Tú cómo los llamas?
Es un nombre curioso. Nunca había oído llamarlos así.
—Ah.
Dirk parece desinflado, y Temple lamenta haber dicho algo. Pero a continuación le irrita tener que lamentarse con respecto a aquel chico de la gran hebilla de plata.
Pero él se rehace, revistiéndose de optimismo y alegría, y le coge la mano y camina con ella por los nueve edificios de Longview, Texas.
A Temple le empieza a sudar la palma de la mano, e intenta soltarse, pero Dirk no le deja. Él sonríe y le habla y mira al frente, como si confiara en que una vez casados él tendrá una vida entera para mirarla.
—¿Qué te gusta hacer? —le pregunta él.
—¿Qué quieres decir?
—Temple, es frustrante el modo en que me preguntas siempre lo que quiero decir.
Lanza un suspiro y le sonríe, como reafirmando su paciencia.
—Por ejemplo —explica él—, a mí me gusta escuchar música. Y me gusta leer libros, y me gusta escribir historias, y tenemos una guitarra en la que a veces me gusta tocar. ¿A ti qué te gusta hacer?
La mayor parte de las cosas que le gusta hacer a ella tienen que ver con el objetivo de seguir viva en el mundo, y esas cosas no parecen encontrarse al mismo nivel que tocar la guitarra. Intenta pensar en una respuesta conveniente a esa pregunta, pero no lo consigue.
—Lo mismo —dice—. A mí me gusta lo mismo.
—Tenemos mucho en común —comenta él.
—Sí. Mira, tengo que irme.
—Vale.
Sin soltarle la mano, él se coloca frente a ella.
—He disfrutado mucho de nuestra salida juntos —comenta.
—Sí, yo también. Gracias por la coca-cola.
—Y me encantaría volver a hacerlo.
—Eso estaría bien, pero no me voy a quedar en Longview. Por supuesto que es un lugar bonito y todo eso, pero Maury y yo tenemos que irnos.
Él aguanta, aceptando la noticia como un hombre.
—No te olvidaré —dice.
—Sí, vale…
Dirk la besa, y resulta extraño, es como besar a un niño en los labios. La boca de él no se conecta con la suya como debiera, y cuando él se retira, Temple tiene que limpiarse la saliva de su labio inferior. Se acuerda de James Grierson: sus besos sabían a güisqui, y resultaban firmes y auténticos.
Dice adiós a Dirk y lleva a Maury de regreso al tren, donde encuentra a Lee, que la está esperando.
—¿Dónde has estado? —le pregunta.
—He salido con un chico.
—¿Has salido con un chico? —Empieza a reírse con ganas—. O sea, que a la princesa guerrera de las inmensidades le gusta a un chico.
—No es divertido.
Pero sí que es divertido, y ella se ríe con él, los dos aguantándose la barriga y alborotando el silencio bajo los últimos rayos del sol poniente.
Wilson presenta a Temple a un hombre llamado Joe, quien, según sus propias palabras, está conforme con prestarle un coche a ella con la condición de que lo devuelva en su camino de regreso hacia el norte. Le dice que Point Comfort está al sur de Houston, no demasiado cerca, más o menos a un día de coche, dependiendo de las carreteras. Le da indicaciones, desplegando un gran mapa sobre una mesa y trazando la ruta con el dedo. Temple presta atención a los números de las autovías: la 259 a Nacogdoches, donde tendrá que coger la 59, y por ella llegará casi hasta allí. En un lugar llamado Edna, tendrá que tomar la 111 hasta la 1593.
—¿No vas a tomar nota de nada de esto? —le pregunta Joe.
—Tengo buena memoria: 259, 59, 111, 1593.
—Bueno, por lo menos quédate con el mapa.
Él traza la ruta con un rotulador amarillo y pliega el mapa en un rectángulo muy bien hecho, y se lo entrega junto con unos sándwiches preparados por la mujer que lleva la cafetería y algunas prendas ofrecidas por el comité de bienvenida del pueblo.
Más tarde, Lee la encuentra sentada en el banco de una acera, junto a una de las fortificaciones, donde están sentados dos hombres en sillas plegables con reflectores que iluminan la noche hasta una pequeña distancia.
Se sienta a su lado.
—¿Cuándo vas a salir? —le pregunta.
—Por la mañana. Joe dice que si la carretera está bien, podré llegar al anochecer.
—Ajá. Y esas personas a las que les llevas a Maury, ¿qué pasa si no las encuentras?
—No lo sé. Supongo que lo traeré aquí o lo llevaré a Dallas. Hay mucha gente que puede recogerlo.
—¿Y después?
Temple se encoge de hombros.
—Creo que andaré por ahí. Para ver algo.
—Escucha —le dice Lee volviéndose hacia ella—. Supongo que no me dejarás que vaya contigo hacia el sur…
—Supones correctamente.
—¿Y eso?
—Si te mueres, será otro peso que tenga que llevar encima.
—Temple, llevo años viviendo de la tierra. No me voy a morir.
—Antes o después lo harás. Y no quiero que estés junto a mí cuando eso ocurra.
—Tienes el corazón muy duro, muchacha.
—En realidad, no.
—Lo sé.
Temple nota su mirada puesta en ella, y no quiere encontrarla. Mira a la calle. Hay algo en el asfalto que lo hace brillar bajo la luz de las farolas.
—Te propongo otra cosa —le dice él—. ¿Y si te olvidas de Point Comfort? Ven conmigo a California. Cogeremos el tren para Dallas… y desde allí seguiremos los tres hacia el oeste. Según he oído, tienen ciudades enteras protegidas. Uno puede caminar en línea recta durante una hora sin encontrar ninguna fortificación: es la civilización restaurada.
—¿Y qué me dices de las cataratas del Niágara? ¿Están dentro de la fortificación?
Lee se recuesta contra el respaldo del banco, derrotado.
—Uno se hace mayor, Temple. El ancho mundo es una bonita aventura durante un tiempo, es verdad, pero llega un día en que despiertas y sólo quieres tomarte una taza de café sin pensar en la vida y la muerte.
—Sí, vale, pero todavía no me ha llegado el momento.
—Maldita sea, muchacha, ¿qué es lo que te ha sucedido a ti? Tú tienes cosas que contar. Y podrías contármelas a mí.
—Tal vez —repone ella—. Pero tampoco me ha llegado el momento para eso.
En la carretera que lleva al sur, Maury va en silencio. Juguetea con los dedos y mira por la ventanilla, sin fijar los ojos en nada en particular. Por la mañana, una lluvia ligera vuelve gris el cielo, cayendo en pintitas sobre el parabrisas, pero cuando están a una hora de Longview, la lluvia amaina y el cielo se abre en nubes que parecen montones de trapos en medio del azul brillante.
A su alrededor se extiende un llano desierto salpicado de hierba seca y matas espinosas. A la orilla de la carretera, hay coches abandonados en los arcenes o medio volcados en las cunetas. Temple atisba el interior de todos ellos al pasar, buscando posibles supervivientes que se hubieran refugiado allí, y alegrándose de no encontrar ninguno. Junto a las ruedas de algunos de los coches hay cadáveres, la mayor parte ya reducidos al esqueleto, despojados de carne y piel, nada más que huesos blancos, pulidos por las tormentas de arena. Otros, no descubiertos por las babosas o encerrados detrás de puertas que éstas no han logrado abrir, están inmaculados, con la piel curtida, marrón, encogida y tiesa pegada a los huesos de los dedos y la cara.
Por lo demás, nada. Temple detiene el coche, apaga el motor, y baja los cristales de las ventanillas para escuchar. Árido y desolado, el paisaje no le dice nada. Aquel es un mundo de sordera. Sus pensamientos vagan hacia parajes tristes. Piensa en Dios y en los ángeles que habrán de decidir si ella entra o no en el cielo. Piensa en todos sus crímenes, en toda la sangre que ha derramado sobre la Tierra. Piensa en los hermanos Todd, a uno de los cuales le robó el aliento estrangulándole la tráquea con las manos, mientras que al otro lo dejó morir a manos de otros cuando podría haberlo salvado. Piensa en Ruby y en sus preciosos vestidos y en el esmalte rosa de uñas que ya ha desaparecido completamente, y en los Grierson, que también tenían cosas bonitas, como tocadiscos y pianos y maquetas de barcos y relojes de pared y mesas de mármol pulido e infusiones heladas con las hojas metidas dentro del vaso. Pero pensar en los Grierson la lleva a pensar también en aquellos hombres solitarios que han quedado atrapados en aquella gran mansión: en el apesadumbrado James Grierson y en Richard Grierson, cuyo horizonte se encuentra siempre al otro lado de unas vallas que no se atreven a cruzar; y en el patriarca de ojos claros enjaulado en el sótano, ignorante de lo que era. También a él le robó la vida.
Ciertamente, sus manos deben de ser manos de muerte a juzgar por toda la vida que han extinguido.
Y piensa en un hombre gigante de hierro, y en un niño llamado Malcolm, que tal vez fuera su verdadero hermano de sangre, y en la forma de su cuerpo lacio sostenido en sus brazos, tan liviano como si estuviera hecho de hilo.
Sabe que se encuentra a las afueras de Nacogdoches cuando empieza a ver señales que indican la carretera 59. Allí, sobre el fondo de las ruinas de una feria ambulante abandonada, descubre a una anciana que recoge higos chumbos.
Temple sale del coche y se acerca a la mujer, que no parece darse cuenta de su presencia.
—¿Está usted bien, señora?
—Mis hijos tendrán hambre.[*]
La anciana continúa cogiendo las flores del cactus, juntándolas en un delantal que le rodea la cintura.
—Yo no hablo más que inglés. ¿No habla usted inglés?
—Mis hijos necesitarán comida para cuando regresen.[*]
—¿Vive por aquí?
Entonces la anciana parece darse cuenta por primera vez de la presencia de Temple.
—Venga. Usted también come…
Le hace gestos a Temple para que la siga. Temple va a buscar a Maury al coche, y los dos siguen a la anciana hasta la recia y alta valla que rodea la vieja feria ambulante. Siguen a lo largo de la valla hasta que llegan a una puerta cerrada con una cadena y un candado. La anciana saca una llave de un bolsillo de la falda, abre la puerta y los invita a pasar dentro. A continuación los conduce a través de extrañas máquinas de colores, averiados cachivaches de largo cuello, filas de bombillas de colores, desgarrados asientos de vinilo y vías que se retuercen.
Le gustaría estudiar detenidamente las máquinas. Se las imagina en movimiento, rechinando sus destellos como dinosaurios horteras.
La anciana los conduce a un lugar cubierto por una gran marquesina de madera que da sombra a unas cuantas mesas de pic-nic. En el centro de la zona hay un hoyo para hacer fuego, con una placa casera encima y una cazuela ennegrecida.
—Siéntese —dice la mujer—.Siéntese.[*]
—¿Vive usted aquí? —le pregunta Temple—. Al lado hay una caravana con la puerta entornada. ¿Es ahí donde duerme?
Temple aguarda una respuesta, pero como no recibe ninguna, se encoge de hombros.
—Supongo que será bastante seguro —dice Temple—. Hasta ahora le ha ido bien, ¿no?
La anciana hace algo con las flores de cactus y las pone en la cazuela, que ya está hirviendo con otros ingredientes, y lo remueve todo con una cuchara de madera. A poca distancia del fuego, Temple ve dos indicios de sepultura: simplemente dos cruces de madera con fotografías de dos hombres jóvenes clavadas en ellas.
—La guerra se llevó a muchos hombres buenos. La luz del día dura demasiado tiempo.[*]
—No comprendo lo que dice —le explica Temple. Se señala el oído y niega con la cabeza—. No entiendo lo que dice.
La anciana respira los vapores que suben de la cazuela y a continuación sirve un poco de sopa en un cuenco de plástico y se lo entrega a Temple con una vieja cuchara de metal. Ella lo prueba y le sabe bueno, le sabe a lo que le sabría el desierto si los lugares tuvieran aromas, que los tienen, y se la toma toda, así como la mayor parte de la de Maury, ya que él se muestra reacio a hacer otra cosa que explorar con los dedos las texturas del lugar, la pintura que se pela de las caras de payasos de fibra de vidrio, la madera que se astilla en las plataformas, el óxido que recubre ruedas y engranajes, las banderas de plástico que ondean con ímpetu al aire caliente.
Le da las gracias a la anciana, aunque ella no le presta atención, y se limita a recoger los cuencos amontonándolos a un lado. Después se sienta en el suelo con las piernas cruzadas y comienza a canturrear algo que suena a plegaria o ensalmo:
Soy una sepultura…
doy a luz a los muertos.
Acojo a los muertos…
Soy una sepultura.
La anciana repite esas palabras una y otra vez, sin cambiar nunca la voz incesante y monótona. El rotundo borde de la sombra que proyecta el voladizo se aleja, como si la noche creciera a trozos, sembrada por los de las sombras del día. La voz se apaga de repente, cortada como si alguien hubiera desenchufado la corriente, y la mujer saca una bufanda increíblemente larga de un arcón de madera y empieza a tejer con dos agujas allí donde termina. La bufanda repta, llena del polvo de arrastrarse por el suelo, irregular en su arlequinado surtido de hilos. El otro extremo está enterrado tras ella en algún punto del arcón.
Temple aguarda, pero la mujer no dice nada más, y la sombra sigue avanzando a rastras.
Maury se encuentra lejos, mirando los ojos de un dragón pintado.
Temple habla. Le explica a la mujer que ha recorrido un largo camino, y que pese a conocer todos los nombres de los lugares por los que ha pasado, se sigue sintiendo perdida, aunque sabe que eso es imposible, porque Dios es un dios mañoso, y estés donde estés, ése será el lugar en que quiere Él que te encuentres. Le explica a la mujer que ha hecho cosas malas, cosas que a Dios no le habrán gustado, y que a veces se pregunta si no estará Dios enfadado con ella, y si ella podría conocer la diferencia entre una bendición y un castigo porque el mundo es maravilloso aunque tengas el estómago vacío y el cabello apelmazado de sangre reseca.
Le explica a la mujer que se ha pasado viajando toda la parte de su vida que vale la pena recordar, y que tiene la mente llena ya casi hasta los topes, de gente y vistas y palabras y pecados y redenciones.
Le explica que las personas que son malas como ella tienen una capacidad especial de asombro ante la belleza del mundo, seguramente porque la belleza y el mal se encuentran en los lados opuestos de un muro, como amantes que no pueden llegar a tocarse nunca.
Le explica que ha matado a gente. Repasa la lista de los nombres de los que conoce y describe a los otros, pero no puede recordarlos todos, y sabe que no debería olvidar cosas como ésas, y debería anotarlos, lo que pasa es que no sabe leer ni escribir porque cuando se supone que hubiera debido estar aprendiendo las letras, estaba ocupada escondiéndose en las alcantarillas, porque su antigua casa había caído bajo los pellejos.
Y le explica el mayor pecado de todos, aquello que la transformó de lo que era en otra cosa diferente, de un ser humano en una abominación. Le habla de un niño que se llamaba Malcolm, al que ella mató, y de cómo ocurrió aquello a los pies de un gigante de hierro porque Dios quería recordarle su pequeñez. Le cuenta cómo le entraron ganas de explorar la fábrica que había detrás del gigante de hierro porque se preguntaba qué maravillas habría ocultas allí, y que le pidió a Malcolm que la esperara, por si dentro hubiera pellejos. Le cuenta que sólo tenía la intención de asomarse y salir en cuanto comprobara que el lugar era seguro, pero que encontró una pequeña oficina en lo alto de una escalera de hierro que dominaba la fábrica, y que en la oficina había cianotipos en las paredes, planos de líneas blancas sobre fondo azul, que cubrían la totalidad de las paredes, y que eran de un azul que no se parecía a ningún otro azul que hubiera visto nunca. Le cuenta que parecían una cosa mágica con aquellas líneas blancas como hebras de tiza trazadas contra aquel azul, las cifras, los números y las flechas que parecían la nomenclatura de la grandeza del hombre y que describían artefactos perdidos y desaparecidos, consignados en complicados grabados para ser desentrañados por razas futuras que estarán más dotadas que ella para entenderlos. Y eran una maravilla, aquellas imaginaciones perecederas expandidas en papel, aquellos testamentos expuestos por encima de la capacidad de su fatigada cabeza, aquellos testimonios de la fe en la capacidad de la inventiva humana para crear algo de la nada y después hacerse atrás y sostenerlo y asentir con la cabeza y decir: Sí, esto es lo que he hecho, esto es algo que no existía antes en la historia del mundo.
Y le explica que su mente se internó en aquellas imágenes tan hondo que se perdió en ellas y no notó lo oscura y roja que había llegado a ser la luz que se filtraba por los sucios ventanales, ni tampoco el tiempo que había pasado. Y que cuando volvió a ser consciente de la realidad, corrió asustada al lugar en que había mandado esperar a Malcolm, y vio un grupo entero de pellejos, quince o veinte, que se movían hacia él y uno de ellos ya estaba allí. Uno ya lo había cogido. Ya había cogido a Malcolm, el niño que le habían confiado. Podían haber aparecido por cualquier lado. Temple no había oído los gritos de Malcolm porque se había vuelto sorda a todo lo que no fueran los duendecillos que latían en su cerebro.
Y entonces descargó toda su furia contra ellas, las babosas, matándolas una a una de todos los modos posibles, sin pensar ni razonar ni ser consciente de lo que hacía. Y le explica a la anciana que mientras lo hacía se le enloquecía la sangre, la sangre de cada una de sus venas le hervía y el corazón le latía como un bombo, y le hacía verlo todo negro dondequiera que mirara, y la convertía en un monstruo de vanidad, un monstruo imbuido del pecado de creerse inmortal como el gigante de hierro. Le cuenta cómo hacía caer la daga de los gurkhas y disfrutaba con el sonido que hacía al hundirse en un cráneo, el perverso placer de hacerlo, la atroz ilusión de que su sed de muerte era justa, de que su mano era una espada de luz, y la pasión, la intensa lujuria que la llevaba a golpear a diestro y siniestro, como si su cuerpo tuviera hambre de muerte, como si se hubiera convertido en uno de ellos y tuviera que consumir muerte y devorar las mismas almas de los vivos, de haber sabido dónde encontrarlos. Tal es el demonio que la domina.
Y cuando terminó, con la ropa empapada de sangre y de bilis e impregnada de tejidos corporales que se van volviendo grises, se limpió la cara de la sangre que había extraído de los cuerpos de los muertos, desenlace de su propio canibalismo feroz, y sólo entonces pudo abrir los ojos del todo para ver la punzante y extenuante luz naranja del final del día.
Era demasiado tarde: Malcolm estaba desgarrado y abierto del cuello al ombligo, de manera tan espantosa como si hubieran sido sus propias garras malvadas las que lo hubieran hecho.
Le cuenta a la anciana cómo levantó el cuerpo del niño, balanceándolo e intentando cerrar por el medio la abertura con sus dedos ensangrentados. Le explica cómo se quedó allí sentada con el niño en los brazos tanto tiempo que el cielo empezó a descargar sus lágrimas, bautizándolo y limpiándolo para la tumba, y cómo cavó ella la tumba hundiendo las manos en el barro junto a la base del gigante de hierro, y lo tendió dentro, y cómo lo preparó para ir al cielo cortándole la cabeza con la daga de los gurkhas para que no errara el camino y se pusiera a caminar por la superficie de la Tierra como tantos otros, y cómo aquella tarea brutal no le causó sufrimiento porque ya entonces sabía que había maldad en ella y que ninguna acción, sin importar lo atroz o infame que fuera, era inconveniente para aquello en lo que ella acababa de convertirse.
Le explica entonces cómo anduvo perdida, aislada de los ojos y los corazones de los buenos, cómo se enclaustraba en casas abandonadas, y cuando la descubrieron los generosos de espíritu que iban a salvarla, escapó aún más lejos, a las tierras evacuadas y salvajes del país. Se pasaba semanas enteras sin ver a ningún otro ser humano vivo, ejercitando la voz en broncas canciones para no volverse muda.
Le cuenta que había momentos en que olvidaba, en que la maldad que bullía dentro de ella parecía disiparse en el claro espectáculo de la vida. Una tenía que tener cuidado con esos momentos, porque eran pasajeros y no iban dirigidos a ella, sino al deleite de otras criaturas de Dios. O, si se dirigían a ella, podían romperle el corazón tanto como recomponerlo, porque toda la belleza del mundo sufriente era el mismo tipo de belleza que la había perdido y le había hecho olvidarse de la persona a la que tenía que cuidar y le había hecho odiar su propia alma egoísta.
Le habla de la isla, del faro, de la luna y del milagro de los peces.
Le cuenta a la anciana todas estas cosas mientras esos dedos avejentados entrechocan las agujas una contra otra haciéndolas tintinear. Pero Temple la deja allí, en la sombra que avanza. Porque el único lenguaje en común entre ambas es el lenguaje de la desolación, cuyas palabras se dirigen tan sólo a la sordera del ancho, ancho cielo.