Días de vagar y vagar. Siguen los caminos manteniendo siempre a su espalda el sol de la mañana. Maury camina a su lado, con los pies invariablemente atrapados en un movimiento gravitatorio que sólo responde a la dirección marcada por ella. Cada vez que ella entra en el bosque porque piensa que oye que se acerca algo, él la sigue sin preguntar nada y sin ningún tipo de perplejidad; cada vez que ella se detiene a mirar el sol o a mojar los pies en el río que sigue corriendo paralelo a ellos dos, él también se detiene.
Cuando se acaban las galletas saladas, comen bayas y pescado cogido en el río con un saco de arpillera que encuentra Temple entre los escombros de la vía férrea. Allí donde las vías cruzan alguna carretera, Temple busca coches que estén en condiciones de ser conducidos, pero las vías los han alejado de las zonas urbanas, y piensa en la posibilidad de regresar a las carreteras principales, aunque llega a la conclusión de que es mejor quedarse por donde es más improbable que los puedan seguir. Además, se está tranquilo allí, con las vías y el río que fluye recto y paralelo a ellas. Caminan de una sentada durante horas sin ver un solo pellejo, y los pocos que encuentran se mueven con enorme lentitud a causa de que hace mucho que no han comido. Algunos ni siquiera se tienen en pie.
En una ocasión, por la mañana, mientras Temple se echa agua en la cara, ve una figura que flota a la deriva, río abajo. Se trata de un pellejo que se debate con lentos movimientos, incapaz de enderezarse ni de mantener la cabeza fuera del agua, impulsado por la suave corriente… Tal vez, se imagina ella, seguirá así hasta llegar al mar.
En otra ocasión, en un claro que hay cerca de las vías, encuentran un montón de cadáveres quemados. Aquella masa quebradiza es más alta que ella, y todos esos miembros enmarañados se han fundido unos con otros y petrificado para convertirse en algo que parece un iglú negro. Cuando el viento sopla, escamas chamuscadas de piel que parecen papelitos vuelan de un lado para otro como espumillón. No hay señal de vida por ningún lado, y Temple se pregunta qué significa la presencia de semejante construcción aquí, lejos del común flujo del discurrir humano.
La tercera tarde los pasa de largo una lancha motora que va río arriba transportando a diez o quince personas, entre las que se encuentran dos niños que la miran a través de sus gafas de sol de tamaño descomunal. El conductor hace girar la lancha, pero no detiene el estrepitoso motor. Saluda a Temple con la mano, y ella responde del mismo modo. Entonces él levanta y baja el pulgar, preguntando de este modo si están bien o no. Ella le responde señalando con el pulgar hacia arriba, y él contesta a su vez haciendo un círculo con el pulgar y el índice para indicar okey. Entonces vuelve a girar la lancha y continúan río arriba.
Durante el día, los pies levantan polvo seco al caminar, y tienen que seguir moviéndose para que quede detrás de ellos. Si se detienen, la nube que levanta su propio paso los alcanza, y se ahogan, tosen y escupen sin echar saliva.
A veces se encuentran cabañas hundidas en medio de un claro del que se ha apoderado la maleza, y buscan dentro de ellas por si encuentran algo curioso o útil.
Por la noche hierve agua en viejas latas que encuentra junto a la vía. Añade bayas y hojas aromáticas que sabe que no son venenosas.
—Agua de río —dice ella—. No es el elixir de los dioses, pero se deja beber cuando uno tiene sed.
A veces canta para hacerse compañía:
Era leve como un hada,
pie pequeño, nariz fina.
Unas latas de sandalias
le valían a Clementina.
A los patos hasta el agua
llevaba desde la mina.
Se cayó un día en ella
mi querida Clementina.
Las burbujas salen fuera
de su boca roja y fina.
Pero yo no sé nadar
ni sabe mi Clementina.
Arriba en el camposanto
crecía la santolina.
Ahora está lleno de rosas
cuidadas por Clementina.
En mis sueños aún me ronda
empapada en sal marina.
Sale del agua y viene
junto a mí mi Clementina.
La añoraba, la añoraba,
a mi dulce Clementina.
Pero besé a su hermana
y olvidé a Clementina.
Y Temple se ríe, golpeando la tierra polvorienta con la puntera de las zapatillas.
—¿Lo pillas, Maury? ¡La hermana de Clementina tiene que ser una naranja!
Llegan nubes y después la lluvia, y la tierra requemada se la engulle por cada poro. Podría pasarse días lloviendo sin que se formara un charco, de tan dura, salvaje y cenicienta como es la tierra que pisan. En vez de ponerse a resguardo, siguen andando, disfrutando con el tónico golpeteo de las gotas en la piel. Temple vuelve la cara hacia el cielo, saca la lengua y deja que la lluvia le penetre por la garganta. El leve retumbar del trueno en la distancia suena como un cañón medieval que los alcanzara no a una distancia de kilómetros, sino a una distancia de siglos, como si siguieran el río para regresar a los primitivos pasados de cada uno. Cuando la tormenta está ya cerca, y el rayo vuelve blanco el cielo durante un fotográfico instante, Maury empieza a gemir y se niega a seguir andando, abriendo y cerrando las manos en el aire.
—No pasa nada, Maury —dice ella—. Esa serenata no te va a hacer daño. No es más que Dios dándose aires en las bodas del cielo con la Tierra. Tiene que hacerlo de vez en cuando para que no nos olvidemos de quién es el que manda. Vamos, no tienes más que abrir bien los ojos al camino y prestar oídos a mis melodías vocales. Voy a cantarte hasta que termine la tormenta.
Temple lo coge de la mano y siguen caminando los dos. Su voz se eleva en el cielo gris hasta que las nubes pasan y el sol se asoma dibujando unas largas cintas rectas tan claras y definidas que parece que uno podría deslizarse por ellas si tuviera una escalera para subir allá arriba.
Sobre una gran roca que sobresale en el río, se tienden boca arriba y dejan que la ropa se les seque. Temple nota en la piel el cosquilleo de las gotas, que resulta al mismo tiempo insoportable y delicioso.
—Si cierras los ojos y miras al sol —le explica a Maury—, podrás ver los animales minúsculos que viven en tus ojos.
Cuando lo observa, ve que Maury se ha quedado dormido. Temple lanza un suspiro y vuelve a contemplar las nubes que se alejan.
—Señor —suspira ella—, está claro que una chica puede recorrer bastante camino a lo largo de su vida. Apuesto algo a que tendré que ir a lugares que todavía ni sé que existen.
Es el quinto día de camino cuando ella oye el ruido. Al principio piensa que se trata de otro trueno, pero el sonido dura demasiado, continúa y continúa no como un trueno o una ola que rompe contra las rocas, no como esas cosas que la naturaleza quiebra una vez y después se apagan lentamente. Se agacha para tocar con la mano la vía de acero del tren.
—Será mejor que nos hagamos a un lado, Maury. Podríamos subir a esto a menos que resulte ser un tren lleno de mutantes. Pero me da la impresión de que los herederos de la Tierra no son aficionados al ferrocarril.
Extrae del saco la daga de los gurkhas y se la guarda a la espalda.
—Tal vez sean problemas —comenta Temple—, pero la verdad es que mis pies agradecerían un descanso. Ponte recto, Maury, y procura no dar la impresión de que eres de mal augurio.
Por el este aparece una locomotora diésel que tira de tres furgones cuyas puertas van abiertas como las negras fauces de un pez gigante. El tren comienza a aminorar la marcha nada más doblar la curva, y cuando se detiene lo hace para ella: la bestia de acero, grasa y cadenas se va deteniendo a poca distancia de donde se encuentra ella con Maury. Los frenos neumáticos carraspean, el metal se tensa contra el metal, y Temple piensa en David y Goliat, o en otras historias donde el monstruo se detiene y se arrodilla con mucho crujido de huesos para medir a su insignificante enemigo.
Agarra la daga a la espalda con más fuerza aún.
No sonríe ni frunce el ceño. Es consciente de todos los sonidos que la envuelven, del trino de los pájaros y del lejano susurro del río, y del viento que pasa entre los árboles.
La locomotora tiene la forma de un bulldog, con su morro chato y las mejillas que le cuelgan. Está pintada de verde bosque y ostenta un emblema de alas amarillas en la parte de delante, pero el polvo de mil viajes se ha amontonado en la superficie y le otorga el aspecto de algo que se acaba de elevar de la Tierra.
De repente se abre deslizándose una puerta lateral, y aparece la cara cubierta de hollín de un anciano. Lleva puesta una gorra de béisbol, que se quita para abanicarse con ella mientras mira de arriba abajo a Temple y a Maury.
Al mismo tiempo, Temple empieza a distinguir los rostros de otros hombres que atisban por las paredes de los furgones que están más allá.
El anciano escupe en la tierra y se limpia la boca con la manga de la camisa.
—¿Estáis en un apuro? —pregunta.
—No lo sé —dice ella—. ¿Estamos en un apuro?
—Por nosotros, no.
—Me alegra oírlo.
El anciano se limpia el sudor de la frente, dejando una veta negra.
—¿Adónde vais? —pregunta.
—Hacia el oeste.
—Bien pensado. Al este no hay que ir. Hay malas cosas por allá.
—¿De verdad?
—A las babosas estoy acostumbrado. Pero al cabo de un rato ves más de lo que quieres ver y dejas de mirar.
—Aaah.
El anciano indica con la cabeza en dirección a Maury.
—¿A ése que le pasa?
—No habla. Es bobo.
Los ojos del anciano vuelven a Temple para escudriñarla. Pero nada más que escudriñarla, sin intentar desnudarla con la mirada ni nada de eso.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunta.
—Quince —responde ella, arriesgándose a decir la verdad confiando en el instinto paternal del hombre de la gorra.
—¡Quince! Eres demasiado joven para andar caminando por el campo. Demasiado, demasiado joven.
—He intentado hacerme mayor —responde ella—, pero es difícil forzar las cosas.
Él se ríe, se frota los ojos, mira la orilla del río cuajada de maleza, y vuelve a mirarla a ella.
—¿Qué llevas a la espalda? —le pregunta.
Temple muestra la daga de los gurkhas, sujetándola para que la vea bien.
—¿Qué pensabas hacer con eso?
—Si resultaba que eras un problema, pensaba matarte con ella.
El anciano la mira con ojos tan tranquilos como un estanque después de la tormenta, cuando el aire está impregnado de ozono. Entonces empieza a reírse.
El anciano se llama Wilson. Él y sus hombres, ocho en total, circulan por la vía entre Atlanta y Dallas, recogiendo en aquella tierra de nadie a gente perdida como Temple y trasladándola a comunidades más pobladas y seguras. Además, cuando los encuentran, terminan con grupos de babosas clavándoles puntas en el cráneo con una pistola de las de clavar puntas accionada por butano. Después las amontonan y queman los cuerpos.
Wilson fue ingeniero en un pasado lejano. Volvía de Washington cuando comenzó el problema, el primer día en que los muertos empezaron a levantarse y a caminar por ahí como si estuvieran vivos. A su familia, su esposa y sus dos hijos, ya los habían pillado cuando él llegó a casa. Todo cambió de repente. Aquel nuevo mundo, aquel mundo que ya tiene un cuarto de siglo de existencia, no era algo que tuviera que afrontar al lado de su familia. El mundo cambió y él cambió al mismo tiempo. Y decidió no quedarse parado, ya que según parece no hay ningún sitio en que asentarse ni nadie con quien hacerlo. Según dice, aún se acuerda del Wilson de antes, pero poco.
Los demás son antiguos militares la mayoría. Algunos mercenarios que zozobraban sin una economía que explotar, oportunistas que, habiendo reunido montones de dinero, se encontraban perdidos sin tener en qué gastarlo, sin encontrar nada que no pudiera ser cogido gratis y con el permiso de todo el mundo. Habiendo cambiado el país para su beneficio, sus habilidades resultaron de repente inútiles, y se entregaron a las únicas acciones que aún parecían mercenarias en aquel mundo puesto patas arriba: se echaron al monte como forajidos, para ayudar a la gente.
Y allí están sentados ante una mesa de juego desvencijada, sujeta con escuadras a la pared interior del furgón para que no se vuelque con las paradas y las sacudidas, jugando al póquer omaha y bebiendo en tazas de hojalata, o sentados con las piernas colgando fuera del furgón, viendo pasar el paisaje, o desmontando armas para limpiarlas, o tallando figuras con cortaplumas en madera de tilo. Allí están los nuevos caballeros errantes de este mundo desolado: hombres perdidos que encuentran a otros hombres perdidos y los llevan sujetos por una polvorienta correa para depositarlos donde puedan quedarse a salvo.
Tienen su sitio, piensa Temple. Tienen el morro de pertenecer adondequiera que vayan. Este mundo es su mundo: toman posesión de cada metro que recorren, y no descansan hasta que el sol se guarnece cada noche en su tumba.
—¿Point Comfort, en Texas? —pregunta Wilson. Se quita la gorra para rascarse la cabeza—. Me parece que me suena. Puede que esté como a una hora al sur de Houston. ¿Para qué queréis ir allí?
—Maury tiene parientes en ese lugar.
—¿Estás segura de eso?
—No.
—Ese chico tiene mucha suerte de haberte encontrado.
—Quiero dejarlo allí. Conmigo no puede quedarse.
—Aaah. —La mira durante un buen rato, asintiendo con la cabeza y observándola como si estuviera pasando un texto por la superficie de sus ojos.
—Bueno —dice finalmente—, lo que tenéis que hacer es venir con nosotros hasta Longview, y desde allí tal vez podáis seguir con alguien hacia el sur. Conozco gente…
—Eso es muy amable por su parte —dice ella—. Tengo los pies deshechos de tanto andar.
—¿A este chico tuyo le gusta la limonada?
—Creo que sí —responde ella encogiéndose de hombros—. Se la beberá, eso seguro. Lo que no le gustan son las bayas payas.
Entonces mira a Wilson y siente como que la ha pillado de algún modo, aunque no sabe cómo. Él se sonríe y mira a través del cristal las vías que se despliegan ante ellos en líneas paralelas que convergen en la distancia.
—Como dije —aclara ella—, Maury no es nada mío.
Temple y Maury van en el tercer furgón con algunos refugiados. Van apiñados y vencidos, y la miran con unos ojos que parecen predecir la muerte. Están acabados, esas mujeres con los niños agarrados al pecho, esos hombres que se miran las heridas abiertas preguntándose qué es lo que se está extendiendo ya por su torrente sanguíneo, esos hijos e hijas de la Tierra cuyos espíritus ya se han escapado por entre los desgarrones de la carne y los cancros del cerebro.
Temple los odia por instinto. Wilson, involuntario barquero lúgubre, no sabe que lo que lleva a casa es un furgón lleno de muerte. En cierto modo, aquellos muertos son peores que los pellejos, porque carecen hasta de hambre.
Temple se sienta en la puerta abierta del furgón y ve pasar el mundo. Maury, a su lado, hace girar una y otra vez en sus manos el avión en miniatura.
—Aquí, mira —le dice ella.
Ella se lo coge y le muestra cómo sujetarlo por abajo y mirarlo de lado de tal modo que parezca que vuela por el aire que pasa.
—Inténtalo tú —le dice—. ¿Ves? ¿Ves cómo vuela? ¿A que parece que va muy rápido? Pero los cazas de verdad van aún más rápido. Van más rápidos que la barrera del sonido.
Maury mira el juguete entre sus dedos. Está quieto y tranquilo.
—Te gusta, ¿no? Como eres mayor, me imagino que viste muchos aviones de niño, ¿me equivoco? Seguro que los recuerdas perfectamente. Yo vi alguno, pero pocos.
Temple mira a Maury, mira sus ojos.
—Parece como si te alejaras volando dentro de la mente, Maury. Como si pasaras veloz entre las nubes. Yo también, yo también.
Y vuelve la espalda a los perdidos, a los muertos y los abatidos. Los deja en sus tumbas etéreas, mientras ella y el hombretón que tiene al lado miran a lo alto, al cielo, y encuentran en él no sólo puertas y ángeles, sino también otras maravillas como aviones que vuelan más rápido que el sonido y estatuas más altas que ningún hombre y cataratas más altas que ninguna estatua y edificios más altos que ninguna catarata e historias más altas aún, historias que te enganchan los pantalones a los cuernos de la luna, desde donde uno puede ver la Tierra entera, y darse cuenta de lo tonta y preciosa que es, al fin y al cabo, esa diminuta canica.
En la siguiente parada que hace el tren, coge a Maury y se lo lleva al siguiente furgón. Hay menos gente en él porque es menos confortable. En el anterior furgón había colchones, botellas de agua, un sofá viejo y raído, y unas sillas. Éste está casi desnudo. Algunos hombres de Wilson escalan el exterior de los furgones para venir a éste a echar un sueño cuando en su propio furgón hay demasiado alboroto. Y hay más gente: algunos hombres sentados sobre las tablas y apoyados contra las paredes del furgón, fumando, con caras que se iluminan brevemente con la lumbre que llevan entre los dedos. Y hay otro hombre que duerme en un rincón, con un sombrero vaquero descansando en el pecho.
Se lleva a Maury cogido de la mano hasta un rincón oscuro donde es posible que ella pueda dormir un poco. Le dice que se acueste y él obedece. Temple se coloca a su lado, cruza las manos bajo la cabeza, y aguarda a que el balanceo del tren la induzca al sueño.
En sus sueños aparece un hombre. Al principio cree que se trata del tío Jackson, porque se acerca a ella y la estrecha con los brazos, y detrás de él está Malcolm. Pero por el modo en que Malcolm la mira, Temple sabe que algo va mal. El niño parece tener miedo, y ella quiere decirle que no hay nada de lo que asustarse. Pero él señala el antebrazo de ella, que sigue estrechando la espalda del tío Jackson, y ella mira y ve que tiene toda la piel llena de forúnculos, y piensa, es curioso, debo de haberme muerto ya y no me había dado cuenta. Y entonces intenta disculparse ante Malcolm, porque tiene razón al tener miedo de ella, pues comprende que debería comérselo en una ocasión como aquella, que debería comérselo empezando por los carrillos, y que el hambre de consumir, le gustaría decirle si pudiera hacerlo, no es tan diferente del hambre de proteger y guardar, o tal vez sea sólo su propia mente perversa, que no descansa. Pero entonces los brazos del tío Jackson la estrechan más fuerte, y se da cuenta de que aquel hombre lleva barba, una barba cuyos ásperos pelos le hacen cosquillas en la cara, mientras que el tío Jackson siempre estaba muy bien afeitado, y que el hombre que la agarra, por tanto, no es en absoluto el tío Jackson. Y empieza a decir: espera, Moses, espera, Moses, pero no puede decir nada porque Moses Todd la está apretando hasta dejarla sin aliento, porque ella es una pellejo y lo único que Moses Todd odia más que a la propia Temple es a los pellejos, y por eso es lógico que quiera exprimirle hasta la última gota de vida, y también lo es que Malcolm tenga miedo de ella. Todo resulta lógico…
Y cuando Temple abre los ojos, es cierto, allí está Moses Todd, agachándose sobre ella en el furgón y diciéndole:
—¡Bueno, mira quién está aquí!
Con violencia instintiva, Temple arremete contra él, lanzándole un rápido puñetazo a la mandíbula. Acto seguido se escapa de debajo de él y se pone en pie.
—Quieta —exclama él.
Pero ella ya está encima, agarrándolo por el cuello con una mano mientras con la otra prepara la daga de los gurkhas que desenvaina y levanta para asestar un golpe mortal.
—Quieta —dice él acurrucándose ante ella y levantando las manos en señal de sumisión—. Tranquila, cielo, que soy yo. No pensaba hacerte ningún daño. Soy yo, Lee.
Lee.
Sus ojos empiezan a distinguir algo a la escasa luz del furgón, y la mente se le despeja de los fantasmas del sueño. Entonces se da cuenta de que alrededor de ella otros hombres se han levantado y la apuntan con sus armas.
—No pasa nada —dice el hombre al que tiene agarrado por la garganta—. Se lo dice a todos los ocupantes del furgón. La he asustado, no es más que eso. Esto me pasa por despertar a alguien que duerme.
Es Lee. No tiene nada que ver con Moses Todd, sino que es Lee, el cazador. Lee, el hombre que le hizo probar la carne de babosa aromatizada con romero. El hombre que le habló de las cataratas del Niágara: él era el hombre que estaba durmiendo en un rincón del furgón, con el sombrero vaquero.
—Lee —dice ella en voz alta.
—Efectivamente, cielo. Parece que un milagro nos ha vuelto a juntar.
—Siento haberte pegado —le dice ella.
Él mueve la mandíbula hacia los lados, tocándosela con los dedos.
—Me los han dado peores —responde—. Pero una cosa es segura: tardaré mucho en volver a despertarte de una siesta.
El tren se ha detenido en un cruce que hay en un pueblo donde Wilson y sus hombres buscan supervivientes y víveres. Uno de los hombres de Wilson, un mexicano grande al que llaman Popo, se pasea por allí con toda tranquilidad, acercándose a las babosas como si fuera a preguntarles una dirección, sólo que en el último instante levanta la pistola de puntas apuntando a la cabeza. Sentados en un banco de listones de madera bajo el toldo de una tienda, Temple y Lee lo observan desde lejos. Oyen el disparo sibilante de la pistola de puntas, y pueden ver a las babosas, que por un momento permanecen en pie, quietas, como sorprendidas, gesticulando un poco con las manos en el aire, y después caen al suelo como si fueran globos con forma de animal que alguien ha pinchado de repente.
—¿Qué les ha ocurrido a tus amigos? —le pregunta Temple a Lee.
—Bueno, Horace se acercó demasiado a una babosa, que le arrancó un mordisco del brazo. Después de eso ya no estuvo bien. Se quedó esperando la muerte o la transformación. Aguantó hasta el último momento, más de lo que esperábamos ninguno.
—¿Qué le ocurrió?
—No estoy completamente seguro. Clive y yo despertamos una mañana, y él ya no estaba allí. Estaban todas sus cosas, pero él se había ido. Lo esperamos hasta la puesta de sol, pero no apareció. Puede que uno note cuando llega el cambio. No lo sé. Tal vez la muerte sea algo vergonzoso. Tal vez se alejó para estar solo cuando ocurriera.
Lee enciende un cigarrillo, se recuesta en el banco, estira las piernas y cruza los tobillos.
—Y Clive, bueno… Quería que siguiéramos los dos. Pero yo estaba cansándome de la rutina del llano, si quieres que te diga la verdad. Le dije que pensaba irme hacia el oeste, para ver qué tipo de sociedad es ésa que he oído que tienen montada en California. Nos separamos, y pusimos una señal para Horace bajo un pimentero, donde nadie va a quitarla. No le hará ningún perjuicio a la naturaleza, y a nosotros nos hizo bien.
Sacude la ceniza sobre la acera y se pasa el dorso de la mano por debajo de la nariz.
—¿Y qué me dices de ti? —pregunta. Señala con un gesto de la cabeza a Maury, que está sentado en el bordillo de la acera, agarrando en una de sus gruesas manos un ramito de flores silvestres—. Parece que te has agenciado un compañero de viaje.
Temple le habla de Maury, le cuenta cómo lo encontró no mucho después de despedirse de él. Le cuenta cómo llevaba a su abuela por la calzada y lo perseguía un desfile entero de pellejos que querían darse un festín. Le cuenta lo del papel que encontró en su bolsillo con su nombre y la dirección de sus parientes en Texas, y que está tratando de llevarlo hasta allí, pero que cada vez que se da la vuelta encuentra algo que demora la llegada interponiéndose en el camino de la misión que ha emprendido.
—He visto algunas cosas —le dice—, pero no tengo ganas de entrar en detalles. Es suficiente con decir que me he visto envuelta…
—Bueno —dice él recostándose y observándola como si fuera el médico más pobre del mundo—, tienes magulladuras y rasponazos, pero parece que te las apañas bien para sobrevivir.
—Sí —admite ella—. Seguir viva no es lo más duro. Lo difícil es actuar bien.
—¿Qué quieres decir?
—Lo que quiero decir es que he hecho algunas cosas de las que no quiero hablar.
—Hermanita, todos los que estamos vivos tenemos una colección entera de cosas de ésas.
—Puede que sí, pero una cosa es sentir que hay cosas podridas que andan revueltas dentro de uno como alubias en una lata, y otra diferente es sentir que esas cosas son de lo que está hecho el corazón, el estómago y el cerebro.
Niega con la cabeza, como para alejar ciertas ideas, se sienta más erguida, y cruza los brazos.
—No importa —continúa—. Esto es lo que tiene darle demasiadas vueltas a la cabeza. Por eso no hay que quedarse parado mucho tiempo. Es mejor mantener agotado el cerebro para que no empiece a buscar por sí mismo en qué pensar.
Lee asiente y le da una calada al cigarrillo.
—De acuerdo, pero ¿puedo preguntarte una cosa? —le dice.
—Prueba.
—Cuando me pegaste antes, ¿quién pensabas que era yo?
—Ésa es una de las cosas en las que no me gusta pensar.
—¿Quién?
—Tan sólo un hombre al que dejé morir.
Wilson hace ir al tren a una velocidad lo bastante lenta para que cualquiera que necesite montar en él pueda hacerle señas para que pare, pero lo bastante rápida para evitar que se suban a bordo las babosas. A veces lo intentan: echan las manos y se agarran al reborde metálico. En ocasiones consiguen agarrarse fuerte y se ven arrastradas durante más de un kilómetro antes de soltarse y caer al lado de las vías, como una inmundicia arrojada por la máquina.
A veces están en las vías y el tren las aplasta, dejando tras él masas retorcidas e inidentificables de materia orgánica.
Cuando llega la noche, la tierra se vuelve negra como el alquitrán. Al pasar, las luces del tren penetran apenas entre los matorrales, provocando un revuelo de hierbas y espinos entre los que, muy a menudo, Temple distingue los pálidos rostros de los muertos que observan su avance, como si las vías llevaran directamente a un lúgubre Campo de Asfódelos, donde los anfitriones guiaran y atendieran con el debido respeto a aquellos peregrinos provenientes de otros lugares.
En la distancia se distingue a veces el leve brillo de una hoguera, tenue e implacable. Wilson asegura que se trata de espejismos, de ilusiones nocturnas que se irían alejando continuamente de aquel que intentara llegar a ellas. Como las relucientes sílfides de antaño que conducían a los viajeros hasta precipicios, o bien a cavernas laberínticas e interminables. No toda la magia de la Tierra es benévola. Temple observa aquellas luces con atención, y a veces le parecen cercanas esas brasas neblinosas, como si estuvieran casi al alcance de la mano, y se da cuenta de que se está inclinando hacia delante, de que alarga la mano hacia ellas, sacándola por la puerta del furgón para introducirla en la oscuridad.
—Ése es un buen método para conseguir una amputación instantánea, muchacha —le advierte uno de los hombres de Wilson. Y ella retira el brazo.
Al día siguiente, que es domingo, algunos de los hombres de Wilson se suben al furgón de los refugiados para asistir a los oficios cristianos. Popo el mexicano lee con voz monótona pasajes de la Biblia:
Y el campo es el mundo; y la buena simiente son los hijos del reino, y la cizaña son los hijos del maligno; y el enemigo que la sembró, es el diablo; y la siega es el fin del mundo, y los segadores son los ángeles.
De manera que como es cogida la cizaña, y quemada al fuego, así será en el fin de este mundo.
Oran, algunos en silencio, otros moviendo los labios, otros expulsando el humo del cigarrillo hacia Dios que está en los cielos. Temple observa. El dios que ella conoce es demasiado grande para precisar las súplicas de los insignificantes trotamundos. Dios es un tipo con maña que dispone de recursos mágicos incomparables, como esas luces que te tientan a meterte en el vientre de la bestia, y esas otras luces que, como la de la luna y los peces brillantes, te guían a veces para salir de él.
Llega la noche, y cuando el sol vuelve a salir lo hace sobre un desierto inmóvil, sobre calles abarrotadas de automóviles herrumbrosos y averiados, sobre pueblos llenos de edificios abandonados, señales retorcidas y dobladas de tal modo que sus flechas se vuelven absurdas, señalando hacia la inmundicia o hacia lo alto del cielo, vallas publicitarias cuyas imágenes de sol y palabras de colores se han despegado y se agitan al viento, escaparates manchados con una suciedad de decenios, bicicletas con los neumáticos desinflados abandonadas en medio de cruces de carreteras, y cuyas ruedas giran lentamente como inútiles molinillos de hojalata. Algunos edificios están quemados o chamuscados, otros medio caídos, hay bloques de viviendas en los que se ha hundido la mitad, en tanto que la otra mitad ha quedado en pie cobrando aspecto de maqueta al mostrar cuadros que siguen colgados en las paredes, televisores que siguen en su sitio, tambaleándose al borde mismo del suelo, allí donde el resto de la salita se ha hundido en montañas de hormigón, polvo y vigas, todo como si fuera el juguete abandonado de una niña gigante.
Al mirar el paisaje uno podría pensar no que el mundo ha sufrido una devastación, sino más bien que la construcción se ha detenido cuando estaba a medias, que la santa mano del Constructor se ha parado de manera temporal, que las esqueléticas estructuras hablan de promesas, esperanzas e ingenuidad más que de ruinas y restos.
Pero además hay otros lugares que antaño eran oasis de los viajeros: gasolineras, restaurantes de comida rápida, moteles… Conservan intactos sus escaparates, la electricidad aún funciona, las puertas correderas de cristal siguen permitiendo la entrada, y la música enlatada sigue sonando en abollados altavoces metálicos. Y los pueblos fantasma. Perdidos completamente para el mundo, esos lugares están tan muertos que ni siquiera los muertos habitan en ellos.
Wilson y sus hombres tratan esos pueblos con silencioso respeto, los recorren como quien va de puntillas por un camposanto. La soledad de aquel tipo de abandono absoluto está llena de presagios. Es espectral el modo en que la devastación y la podredumbre han errado su camino hasta aquí por el ancho desierto, sin poder llegar. Pues que te dejen de lado, aunque sea la devastación, sigue significando que te dejan de lado.