10

En medio de aquel hedor de despojos recientes, Temple se levanta como el horrendo fantasma de un soldado caído en el campo de batalla. Tiene las manos pegajosas a causa de los grumos de muerte que han quedado esparcidos por todas partes. Una vez apagados en el encharcado suelo los ecos del clamor, el único sonido que se oye en el sótano es el leve zumbido de insecto de tres bombillas suspendidas del techo en portalámparas de cerámica. Hasta las babosas encarceladas han hecho una pausa en su movimiento perpetuo para observar con ojos aprobadores la escena de la masacre, como si se encontraran en armonía con las melodías silenciosas e inexorables de la macabra muerte, reconociendo con deferencia la hermandad de lo extinguido.

Temple se pone en pie y parpadea. Sus ojos parecen obleas blancas en medio de la capa de sangre marrón que ya se va secando a trozos en sus mejillas, labios y cuello. No levanta la mano para limpiarse, marcada como está por una violencia ritual y primitiva, como la de los cazadores que se decoran con los ornamentales residuos de sus presas.

Maury no parece inmutarse por toda la destrucción que le rodea.

Cuando ella se le acerca, él le toca su rostro con las yemas de los dedos, como para quitarle la máscara de sangre y volver a reconocerla como la chica con la que él iba.

—Demonios, chiquilla —le dice en un susurro sobrecogido Moses Todd desde su celda—, ¿me podrías explicar de qué iba todo esto?

Temple no responde. Ayuda a Maury a levantarse de la silla, y va retirando con los pies los restos de carne y sangre del suelo para que él no tenga que pisarlos.

—Me refiero —prosigue Moses—, a que has matado a estos tres hijos de puta con el mismo empeño que si fueran veinte. No es que me parezca mal, sólo hago un comentario.

Temple recoge la daga de los gurkhas, se la mete bajo el brazo y se lleva a Maury hacia la puerta.

—Tienes una hoguera dentro de ti —le dice Moses—. No me gustaría ser yo el que se interpusiera entre tú y el camino que has elegido. Pero me temo que eso es justamente lo que soy, ¿no?

Temple no le hace ningún caso.

—Ya se ve que le has cogido cariño a tu nuevo amigo —comenta—. Maury. Ése es un buen nombre. Yo tuve un primo que se llamaba Maury. La verdad sea dicha, no tengo ni idea de lo que le habrá pasado. Se lo habrán comido seguramente.

Temple lo mira: Moses Todd está sentado en el suelo, con la espalda contra el muro, y parece que se encuentra cómodo.

—Hasta luego, chiquilla.

Temple no responde, saca a Maury por la puerta y sube con él la escalera hasta la gran sala central del edificio municipal. Lo sienta en una silla lejos de la ventana, y mira por ella a la calle. Fuera hay algunos de ellos, no muchos. Uno de los que están allí es la niña, Millie, que dibuja con una tiza en el asfalto, en mitad del cruce.

—Maury —dice Temple—. Quédate aquí. ¿Me has oído? Volveré en un minuto.

Maury permanece sentado en silencio, entrecerrando los ojos ante la luz del sol que entra polvorienta por las ventanas.

Temple vuelve a bajar la escalera. Pisa el cadáver de Royal, cuya cabeza aplastada recuerda los restos de un melón, y se planta ante la celda de Moses. Permanece allí un buen rato, y los dos se miran el uno al otro antes de que ella diga:

—Hay algo que está mal en mí, Moses.

—¿Qué es, chiquilla?

—Mira.

Indica con un gesto la espesa carnicería que tiene a su espalda.

—No has hecho más que defender a tu amigo —repone Moses.

—Eso no fue… —dice ella, y entonces su voz se convierte en un susurro, como si los muertos que tiene detrás fueran unos grandes cotillas. Le dice—: No tenía por qué ser tanto, no tenía por qué haber sido así. Tengo un demonio dentro.

—Ven aquí —le dice Moses Todd. Ella no sabe qué hacer, así que se acerca a los barrotes de la celda y él tiende la mano hacia ella. Pone los dedos a un lado de la cabeza de la muchacha, junto a su oído, y frota el pulgar en la mejilla salpicada de sangre. A continuación, levanta ese pulgar para mostrarle a ella la mancha de sangre marrón.

—Mira —le dice—. La mancha se va.

Temple asiente con la cabeza, respira hondo una vez y vuelve a mirar el sótano.

—De acuerdo —dice, y se siente como si estuviera firmando un contrato con el mundo natural, aunque no puede entenderlo porque no sabe leer.

—Escucha —le dice Moses. Ve que ella se prepara para irse, y aparece en su voz un repentino sentido práctico—. No puedo prometerte que no te vaya a matar. Eso sería una mentira, y yo no me puedo tolerar una mentira. Pero sí te puedo ofrecer un trato, aunque tal vez seas demasiado inteligente para aceptarlo. Si me abres la celda, te daré veinticuatro horas de ventaja. Te doy mi palabra.

Ella medita por un instante.

—¿Les hiciste algún daño? —pregunta ella.

—¿A quiénes?

—A los Grierson. ¿Les hiciste algún daño?

—Chiquilla, tú no has comprendido nada de mí si te piensas que voy por ahí haciéndole daño a la buena gente. La anciana hasta me preparó un sándwich para el camino.

—Yo no te estoy tomando el pelo, Moses.

—¿Y te crees que yo sí, viendo ese suavizante de sangre que te das en la piel? Era de jamón, el sándwich, con mostaza, y tomates de su propio jardín.

Temple lo mira de soslayo, pero es cierto que hasta el momento Moses Todd nunca le ha mentido.

—Tengo una sospecha sobre ti —dice.

—¿Qué es?

—El coche. El coche que he venido conduciendo desde Florida. Le pusiste un señalizador electrónico. Es eso, ¿no? Es así como conseguiste seguirme el rastro.

Él esboza una sonrisa avergonzada y se acaricia la barba.

—Se lo ponen a todos los coches —explica él—. La mujer que te lo dio, Ruby, no lo sabía.

—Aaah. Estaba segura. Estaba segura de que no eras tan bueno.

Moses se ríe con una risotada campechana.

—De todas maneras te encontraré —dice—. Si esta celda no es mi tumba, te encontraré. Cuenta con ello, Sarah Mary Williams. Con mutantes o sin ellos, tú y yo seguimos teniendo un asunto pendiente.

Temple asiente con la cabeza: lo sé.

Se miran a los ojos. Es posible que lo que cada uno encuentra en los del otro sea la fantasmal inversión de sí mismo, algo así como encararse con un espejo retorcido y carnavalesco.

Temple lanza un suspiro y se da la vuelta para irse. Se acerca al cadáver de Bodie, se agacha un poco, coge el mango del cuchillo de carnicero y tira de él hasta que se suelta y se desliza entre sus costillas. Moses ve que le pasa el cuchillo a través de los barrotes de la celda.

—Cógelo —le dice.

Él no se mueve. Está allí sentado, con la espalda apoyada en el muro, estudiándola. En la cara de Moses hay algo que ella no quiere mirar. Temple puede manejar el odio, sabe qué hacer con la antipatía, pero no puede soportar el afecto.

—No te estoy dando las llaves —explica—. Este cuchillo no significa nada. Te dará una posibilidad de luchar, pero espero que acaben contigo, ¿entiendes?

Él se pone en pie y, sin cambiar un ápice su expresión, se sacude las manos y coge el cuchillo.

—No te estoy salvando —le dice ella—. Esto que hago no es salvarte. Si de algún modo consigues salir de aquí y perseguirme, será mejor que lo hagas embargado de furia. Porque no sabría cómo llevar tu compasión.

Moses Todd asiente con la cabeza. Tiene los ojos tan fijos en ella como si estuviera leyendo un libro, le faltará muy poco para llegar al final, y no quisiera que nadie lo interrumpiera.

—No te estoy salvando —repite ella sin querer repetirlo, y pese a que cada vez que lo dice le suena a ella misma menos como un juramento y más como un ruego—. No te estoy salvando, ¿me comprendes?

Esos ojos están puestos sobre ella, brutales, profundos e incluso paternales. Y cuando contesta, Moses Todd lo hace como quien firma un importante contrato:

—Lo he comprendido.

Temple se vuelve para irse, pero antes de que llegue a la escalera, Moses la llama:

—Una cosa más —le dice. Aunque ella se detiene a escuchar, no se gira hacia él. Su voz suena desafiante, casi desdeñosa—: Conozco malvados, muchacha, y tú no eres uno de ellos.

—Entonces, ¿qué soy? —pregunta ella, aun sin mirarlo.

Temple aguarda un poco más, pero como él no responde, sigue subiendo la escalera, sintiendo que sus ojos la acompañan durante todo el camino.

En la parte de atrás del edificio, Temple encuentra una ventana que da a un callejón, y sale por ella con sigilo, coge de la mano a su pesado compañero, y tira de él para que no se quede atrás cuando pasan corriendo de un escondite a otro hasta que se hallan lo bastante fuera de la ciudad para ralentizar el paso.

Se mantienen a la derecha de la carretera y siguen por ella hasta volver al lugar donde se quedó el coche. Alguien lo ha empujado y metido en la cuneta, donde ahora está medio volcado, hundido entre las hierbas. La puerta del conductor permanece entreabierta, como la boca de un bobo.

El talego lleno de armas de fuego ha desaparecido, pero Temple encuentra una pistola con un cargador entero que había metido debajo del asiento del conductor. Hay un saco de arpillera embutido en un rincón del maletero, y ella lo coge y lo llena con todo lo que puede guardar: alguna ropa, que incluye el vestido de tirantes amarillo que Ruby le dio hace unas semanas, algunos mapas que empleaba para seguir hacia el oeste, media botella de agua, un mechero, y lo que queda de un paquete grande de galletas de queso.

En la guantera encuentra el avión de caza en miniatura que cogió en la juguetería. Le da vueltas y vueltas en las manos.

—Eh, Maury, acércate.

Temple se lo ofrece, pero él no lo coge.

—Mira —le dice—. Es un aeroplano. Como allá arriba, en el aire.

Temple señala al cielo y después hace el gesto para mostrar cómo vuela el caza a través de él, haciendo con la boca sonidos palatales para acompañar la demostración.

—Venga, te puedes quedar con él.

Esta vez él lo coge y se lo coloca en la palma de la mano. Lo mira como si esperara que saliera volando él solo.

—Ahora no lo pierdas —le dice ella—. Métetelo en el bolsillo.

También encuentra, metida al fondo de la guantera, la bolsa de plástico que contiene la punta de su dedo. Se ha arrugado como una uva pasa, y se ha puesto todo gris, salvo la uña, que sigue pintada de color rosa suave. Se mira las otras nueve uñas de las manos, en las que no queda ni rastro de aquel esmalte de algodón de azúcar. En vez de eso, lo que hay bajo las puntas es sangre negra y endurecida, como si en vez de dedos tuviera garras hechas para clavarse en la carne.

Enrolla la bolsa de plástico hasta formar un cilindro con ella, y se la mete en el bolsillo.

—Despídete del coche —le dice Maury—. Vamos a ir a pie hasta que encontremos uno nuevo.

En su camino de regreso bordean la ciudad. A lo lejos distinguen gritos y hondos lamentos impregnados de ira y pena.

—Me parece que han descubierto el estropicio que hicimos —dice ella—. Supongo que vendrán a buscarnos, ¿eh, Maury? Tenemos que ir con un ojo puesto a la espalda. Me pregunto qué le habrán hecho al amigo Moses.

A tres kilómetros de la ciudad empiezan a marchar por la vía del tren y la siguen hacia el oeste hasta que pueden dejar la vía principal y ser capaces, de todos modos, de moverse con rapidez y darse cuenta si alguien se les acerca por detrás. Con la daga de los gurkhas, Temple le hace a Maury un bastón que él después arrastra por las traviesas, produciendo un rítmico golpeteo de madera contra madera, como las vueltas de un podómetro antiguo que midiera la distancia caminada en su viaje.

El sol se agacha en el cielo frente a ellos, y sus sombras son sólo cosas que los siguen, alargándose y deformándose a sus espaldas. Sus pies hacen crujir la grava del lecho sobre el que se asientan las vías, y Temple nota que los raíles no están oxidados sino brillantes. Se pregunta si alguien los seguirá utilizando.

El sol se oculta, pero el cielo permanece brillante durante bastante rato, como si caminaran por el perímetro mismo de una Tierra plana. Sigue habiendo luz cuando los secos árboles de su derecha, estrangulados por el kudzu, se arralan para mostrar un río que corre paralelo a ellos.

—¡Vaya vista! —comenta Temple.

La superficie del río es ancha, el agua se mueve muy despacio, las márgenes están pobladas de carrizo. Temple observa atentamente la lejanía que dejan atrás, pero no ve nada.

—Vamos, Maury: te hace falta un baño casi tanto como a mí.

Así que se quitan la ropa y entran en el agua como mugrientos suplicantes de una tierra profanada. El cuerpo del hombre es pálido y grueso, casi sin pelo, y está sentado como una piedra hundida en el bajío, inmóvil entre las aguas que encuentran su curso alrededor de aquel sencillo obstáculo. Como quien se quita una culpa, Temple se lava las marcas de su pecado hundiendo la cabeza bajo el agua como si en ella encontrara el bautismal reino de los cielos, e irguiéndola de nuevo para que el rosa de su carne empiece a asomar por entre la máscara de putrefacción. Se pasa los dedos por el pelo y observa cómo el agua se lleva consigo grumos de sangre, trocitos de carne y astillas de huesos. Desde lo alto, se podría ver que desprende una cola como la de un cometa, con su brillante cabeza a la que sigue un alargado triángulo de porquería de color marrón rojizo. Después se sienta con el agua hasta la cintura, se quita trocitos de cristal que tiene clavados en la piel de la cara y de las manos, y se enjuaga las heridas en el agua fresca hasta que dejan de escocerle.

Entonces coge la ropa de la verde orilla, la empapa en el agua y la retuerce una y otra vez hasta que deja de estar tiesa, pese a que las manchas rojas no se van y, según supone, nunca se irán.

Cuando salen purificados del río, el cielo ha adquirido un color morado oscuro, y se ven las estrellas entre las nubes de la noche.

Juntan ramitas y hojas secas de los árboles. Temple hace un montón con ellas y emplea un manojo de hierba seca para prender fuego detrás de una roca que aflora de la tierra, donde el fuego quedará oculto para cualquiera que se acerque proveniente de la ciudad. Coloca la ropa sobre las piedras, cerca del fuego, y observa cómo al secarse sale el vapor de ella en tenues lenguas de color gris. El viento de la noche es fresco, y a ella se le pone la carne de gallina.

Observa el fuego y le entra sueño. Cuando las remueve con un palo, las brasas salen volando por el aire, como un loco escuadrón de insectos, para desaparecer entre los pliegues de la noche.

Mira al hombre que está sentado a su lado, con los ojos planos embargados en la contemplación de las llamas. En esa cabeza suya tiene que quedar mucho espacio libre, y en aquel momento el espacio parece ocupado por las formas en continuo movimiento de la hoguera.

—Eso que ocurrió allí —dice ella—. Ya sé que no me lo has preguntado, pero de todos modos…

Él no aparta los ojos del fuego.

—Supongo que llevo demasiado tiempo tratando con pellejos. A veces lo que ocurre es que se me va la olla. Como si se me encendiera un interruptor en algún lugar del cerebro, ¿sabes? Y entonces mis manos empiezan a rasgar y a romper y no se preocupan de los motivos ni de los porqués.

El fuego crepita y chisporrotea con la savia de las ramas que han encontrado.

—Y eso está mal, es un pecado tan grande como el mundo en que vivimos, o más grande aún: poner las manos en una creación divina para matarla. No importa lo fea que sea la víctima, matar es un pecado, y Dios hará caer una terrible venganza contra el que lo hace. Lo sé, lo he visto. Pero lo cierto es… lo cierto es que yo no sé dónde me salí del buen camino. Moses dice que no soy mala, pero si no soy mala… si no soy mala, ¿qué soy? Porque mis manos, míralas, mis manos no parecen servir para nada salvo cuando están machacando un cráneo o rebanando una garganta. Ésa es la plena verdad del asunto. Los pellejos matan, pero no obtienen ninguna satisfacción al hacerlo. Maury, está claro que caminas por una Tierra solitaria, llena de infracciones y locuras, pero lo verdaderamente abominable es que yo esté sentada justo a tu lado.

Por encima de su cabeza, la luna es tan sólo una astilla en el cielo, como la llama de una vela, delicada y tenue contra la noche irreducible. Y parece que fuera sensato contener la respiración por miedo a apagarla.

Si el hombretón que está a su lado ha comprendido una palabra de lo que ha dicho ella, no se le nota.

Temple asiente con la cabeza en un gesto dirigido hacia sí misma.

—Supongo que lo que quiero decir es —anuncia Temple al final—, que será mejor que te lleve a Texas para que te libres de mí.