—Eh, chiquilla, despierta. Es hora de levantarse.
Temple está soñando con cosas hermosas: con prados de hierba seca que le llega a la cintura, con lagos en cuya superficie puede extenderse todo lo larga que es, y flotar, y la piel tensa del agua le hace cosquillas en su piel, y ella permanece allí como una chinche acuática, dejando pasar el tiempo entre el cielo y el mar.
—Hora de levantarse, chiquilla.
Reconoce la voz aun antes de abrir los ojos. Se protege los ojos con la mano y los abre con gran esfuerzo, y lo primero que ve es la luz que entra por la ventana rectangular que se encuentra por encima de ella. Aún es de día: no ha estado dormida mucho tiempo.
—Levántate y resplandece, pirulí. Estamos en un aprieto.
Moses Todd está en la celda de al lado, agarrándose el brazo que le sangra. Temple se incorpora. La cabeza le estalla de dolor, pero ha dejado de darle vueltas.
Es capaz de levantarse sin problemas. Se despereza y camina por la celda trazando círculos para aclararse la cabeza.
Entonces oye un gemido que proviene de la celda que sigue a la de Moses Todd. Lo reconoce:
—Maury —dice, y mira más allá de Moses.
Y allí está su bobo, metiendo el brazo por los barrotes y gimiendo de modo lastimero.
—Me suponía que te habrían cogido, Maury —dice ella. Y se da cuenta de que está sonriendo, pese a que eso no hace más que empeorar su dolor de cabeza—. Pensé que me había quedado sin bobo.
Los ojos obtusos y planos de Maury le devuelven una larga mirada.
En la celda que se encuentra en medio, Moses emplea los dientes y su brazo bueno para rasgar la sábana de su catre y sacar de ella una larga tira de tela.
—Esto es conmovedor —dice él, ofreciéndole la tira de tela por entre los barrotes—. Pero ¿qué te parece si me echas una mano antes de que pierda el conocimiento?
Temple se separa de él.
—No te pienso ayudar a vendarte las heridas, Moses. Volverás a intentar matarme.
—Ya sabías que te estaba persiguiendo.
—No importa. Desángrate hasta morir, y tendré un problema menos del que preocuparme.
Moses se ríe, negando con la cabeza.
—Supongo que tienes razón —responde.
Coge la tira de tela, se sienta en el catre y empieza a envolverse el brazo con mucho cuidado. Después hace un nudo con los dientes.
Entonces se abre la puerta de la otra punta de la estancia y entran dos hombres enormes, como los que Temple ha visto antes. Tienen que agacharse para entrar por la puerta. Uno de ellos no lleva zapatos, pero sus pies están recubiertos por una excrecencia ósea articulada con tendones que unen las placas que se alargan y contraen al andar. Temple se pregunta hasta dónde llegará ese hueso por arriba. La piel de la cara está medio desprendida, dejando al descubierto un globo ocular que no se cierra nunca y que gira dentro de una cuenca gelatinosa. Parece un cadáver, algo semejante a un pellejo, pero se mueve como los demás, con rapidez y determinación humanas.
El hombre que lo acompaña está menos descompuesto. Tiene la piel agrietada por muchas partes y el pelo le cae en mechones, pero Temple no distingue en él ninguna excrecencia ósea.
El que carece de zapatos avanza con determinación hacia los barrotes de la celda de Temple. Al andar, sus pies óseos producen un taconeo en el linóleo.
—La chica está despierta, Bodie —le anuncia. Se agarra a los barrotes de la celda e interpela a Temple.
—Chavala, casi matas a Millie del susto. ¿Por qué demonios has querido aterrorizar a una niña tan encantadora como ella? ¿Por qué has ido a meterte en su lugar de juegos? En su pequeña alma, esa niña tiene madera de verdadera y afectuosa madre. Querer estropear una cosa así no es más que una maldad repugnante. ¿Le tienes envidia porque ella tiene una familia que la quiere?
El ojo gira en la cuenca, humedeciéndose por sí mismo.
—Yo no tengo ningún interés en su guardería de nenas —explica Temple—. Y era ella la que llevaba el arma.
—Bueno —dice él señalando la daga de los gurkhas que descansa en la mesa en medio de todo el equipo de laboratorio—: supongo que eso que tenemos ahí son florecillas silvestres. Mamá no está muy contenta contigo, chavala. Lo que me parece es que tienes envidia. Pero la familia es una cosa férrea. No la deshacen los extraños.
—Cállate, Royal —le dice Bodie—. Sólo hemos venido por una dosis, así que siéntate.
El que se llama Royal se queda mirando a Temple un rato más con su ojo que no se cierra, y después se dirige a la silla de dentista, donde se sienta del revés, a horcajadas, abrazando el respaldo del asiento y apoyando la cara en el reposacabezas.
En la mesa, Bodie coge una jeringuilla y la llena con el líquido claro que saca de un vaso de precipitados que estaba colocado bajo una de las pipetas. Saca las burbujas de aire dando unos golpecitos y se acerca adonde está sentado Royal.
—¿Preparado? —le pregunta.
—Clávamela —responde Royal.
Bodie se inclina e introduce con cuidado la aguja en la nuca de Royal, junto a la base del cráneo, y a continuación aprieta lentamente el émbolo, mientras el cuerpo entero de Royal se tensa como un músculo contraído.
—Me cago en la puta mierda —dice Royal por entre los dientes apretados cuando todo ha acabado. Su cuerpo entero parece tan tenso como si estuviera a punto de reventar, y su piel fina y floja tiembla y se resquebraja en pequeñísimos reventones. Al cabo de unos minutos, su cuerpo se distiende y recupera la respiración normal.
—Ahora me toca a mí —dice Bodie, y se cambian de sitio.
Cuando Bodie recibe la inyección no dice nada, pero Temple ve cómo debajo de la ropa le tiemblan los músculos de pura tensión.
—Señor, señor —dice Royal caminando en círculos por el sótano—. Esto es puro fuego, Bodie. Ahora mismo… ahora mismo me podría follar el mundo hasta abrirle un buen agujero. Se lo juro a Dios omnipotente: me podría follar el mundo hasta abrirle un nuevo Gran Cañón yo solito.
—Tranquilízate, Royal. Tenemos cosas que hacer. Trae uno de esos para mamá.
Royal regresa a la mesa y llena una jeringuilla con el doble de cantidad de la que se pusieron ellos. Después, gritando y haciendo sonar los pies contra el suelo, sale del sótano tras Bodie.
—¿Quieres intentar adivinar qué era eso? —dijo Moses Todd tras salir los dos hombres.
—Nunca había visto nada que se pareciera a ellos.
—Yo tampoco, la verdad.
—Babosas no son.
—Eso desde luego.
—Entonces, ¿qué son?
Moses Todd se encoge de hombros.
—¿Mutantes? —propone.
—Bueno —dice ella—, no son la cosa más linda que haya visto nunca.
—En eso estamos de acuerdo, corderita.
—¿Qué crees que será lo que se chutan? —pregunta ella—. Meta no es…
—Parece alguna pócima de invención propia. Lo que me pregunto es si tendrá algo que ver con su tamaño y su aspecto.
—¿Qué quieres decir, que se pueden haber metamorfoseado ellos mismos?
—Lo único que digo es que no me verás echándole un poco de eso a mi café del desayuno.
Ella mira hacia atrás. Al otro lado hay una celda vacía, y después viene la que ocupan los pellejos, siete en total, que caminan en círculo, chocando unos contra otros como ciegos.
—¿Para qué piensas que pueden guardar a las babosas? —pregunta ella.
—No lo sé —responde él—. Tal vez las empleen para algo. A lo mejor se las comen. Ya lo he visto en alguna ocasión.
—Sí —dice ella—. Yo también.
—Si uno piensa en abominaciones, ésa se lleva la palma —dice él moviendo la cabeza hacia los lados en gesto de negación—. Se supone que la cadena alimentaria debe ir en un solo sentido, si me preguntas mi opinión.
Temple se calla. Se acuerda de los cazadores que conoció, y de aquel plato de carne salada que sabía a romero.
Moses Todd lanza un suspiro:
—Bueno, ya estoy harto de especulaciones —comenta—. Y creo que estoy listo para salir de aquí.
—¿Qué vas a hacer, doblar los barrotes?
—No lo sé. Algo haré.
—Genial. Cuando tengas un plan, hazme saber en qué consiste. Mientras tanto, me voy a echar otro sueño.
Más tarde entra la niña, Millie, la del bosque. Lleva una barra de pan que desgarra en tres trozos e introduce por los barrotes de cada una de las celdas. A continuación abre una bolsa y saca de ella tres mazorcas crudas que introduce también por los barrotes.
—¿Qué pensáis hacer con nosotros? —le pregunta Moses Todd.
Pero la niña no responde.
—Bueno, es que no podemos quedarnos aquí. Tenemos sitios a los que volver.
Ella se va sin responder nada.
Temple llama a Maury y levanta su mazorca. Le muestra cómo se pela y le dice que haga lo mismo con la suya.
El sol desciende, la ventana rectangular se apaga. Temple se duerme.
Noche profunda; se oye el sonido de la pesada respiración de Maury y el inagotable deambular de las babosas arrastrando los pies. Temple está tendida en su catre, pensando que el mundo que la rodea está tan oscuro que no hay diferencia entre tener los ojos abiertos o cerrados. Su mente entra y sale de sueños enmarañados y tan superficiales que tienen dificultades para abandonar los muros del sótano en que se halla.
En cierta ocasión, proveniente de la negrura de carbón de la celda de al lado, Temple oye el chirrido de los muelles del catre, y la voz de Moses Todd, poco más que un susurro, que la llama:
—Eh, chiquilla, ¿estás despierta?
—Sí.
Eso parece agradarle durante un instante: la confirmación de que ella está desvelada, la fraternidad de los insomnes.
Entonces le pregunta:
—¿En qué piensas?
—¿Yo? No pienso en nada. Si quieres una historia para dormir, Moses, has dado con la persona menos adecuada.
—Bueno —dice él—. Vale.
Ella espera volver a oír su voz, pero la voz no llega, y la oscuridad pronto empieza a preocuparla, metiendo los dedos por todos los recovecos de su desvelado cerebro.
Al cabo de un rato, pregunta:
—¿Por qué? ¿En qué pensabas tú?
Le oye respirar una vez muy hondo.
—Bueno —responde—. Nada más que en algo que vi una vez, hace mucho tiempo.
—¿Qué fue?
—Fue en un lugar llamado Sequarchie —responde él pronunciando muy despacio las palabras—. Está en Tennessee. Pasaba yo por allí y vi a una chica que estaba delante del hospital, sentada en el bordillo de la acera y apoyada contra una boca de incendios. Se negaban a atenderla porque la habían mordido. En el cuello tenía arrebujada una camisa de hombre. La franela de la camisa ya estaba completamente empapada, y la chica seguía tratando de encontrar un trozo limpio que empapar con la sangre, pero no quedaba ya ni un cachito, así que la utilizó simplemente para apretar. Esto ocurrió poco después de que comenzara todo, así que las cosas resultaban muy confusas. Y esa chica, que debía de tener dieciocho o diecinueve años, acababa de bajar de las colinas donde vivía, y ni siquiera había oído las noticias de que los muertos habían empezado a levantarse. Yo entonces era joven, de su misma edad exactamente, me parece.
Se queda callado durante un buen rato. Temple está empezando a preguntarse si se habrá quedado dormido, cuando él vuelve a hablar:
—El caso —dice lanzando un suspiro—, es que ella se pone a contarme que su hombre había muerto la semana anterior, que mientras cazaba se había resbalado y caído por un despeñadero y se había roto el cuello. Ella lo había enterrado junto al arroyo, en un claro rodeado de cedros, que había sido su sitio favorito para escaparse cuando estaba harto del mundo. Ella entonces pensó que se había acabado todo para los dos en este mundo, y por eso empezó a llevar luto. Pero… (y ella me contó esto como si esperara que yo no me lo fuera a creer ni en un millón de años…) pero él regresó donde ella. Regresó una noche para estar con ella, y ella lo cuenta como si se tratara de una muestra de amor puro. Él regresa junto a ella, y está tan necesitado de ella que empieza a devorarla. Así me lo cuenta ella. Y continúa diciéndomelo: «Regresa a mí. Regresa a mí». Y todo el tiempo yo la miro a los ojos, que se empañan por los bordes mientras la piel se le vuelve gris, y yo comprendo qué es lo que le ocurre, aun cuando ella se piense que sólo necesita que le den unos puntos y no consiga comprender por qué no la quieren atender. «Regresa a mí».
—¿Qué hiciste? —le pregunta Temple.
Moses Todd se vuelve a quedar callado durante un buen rato. Ella piensa que tal vez ha hecho mal en preguntar.
—Al final —dice él—, la dejé allí. Debería haberme encargado de ella, habérmela cargado. Pero yo era joven, y eso fue antes de que comprendiera que hay que respetar el modo en que funcionan las cosas, nos guste o no. No hay más regla que dejarse guiar por nuestra impresión de lo que está bien y lo que está mal.
Temple se da la vuelta en el catre y piensa que lo que Moses Todd acaba de decir está entre las cosas más ciertas del mundo. A veces, cuando no hay luz para ver, es cuando todo se vuelve claro y nítido. Escucha la respiración de Maury, y el susurro constante de los movimientos de las babosas encarceladas, y se acurruca como una niña hasta formar una bola bien apretada.
—¿Quieres saber en qué pensaba yo? —le pregunta ella, y no espera a que Moses le responda—. Estaba pensando en las cataratas del Niágara. He oído que la gente iba allí de luna de miel. Iban a pasar la luna de miel al borde de una enorme grieta de la Tierra. ¿No te parece increíble? Eso sí que es pasarlo en grande.
En su celda, Moses Todd hace ruido al tomar aire.
—Déjame hacerte una pregunta —le dice él—. ¿Por qué no te dirigiste hacia allí en vez de seguir al oeste, como hiciste? Yo podía alcanzarte rumbo al norte tan fácilmente como rumbo al oeste. Podrías haber llegado al norte antes de que yo te alcanzara para ajustar cuentas.
—Tenía que hacer primero un recado.
—Eso está bien. ¿Te importaría darme los detalles, por si llegamos a salir de aquí alguna vez? Eso seguramente hará mi vida más fácil.
—Buenas noches, Moses. No te olvides de decir tus oraciones.
—Nunca me olvido, chiquilla. Nunca me olvido.
Por la mañana, Millie vuelve a entrar con más pan y, esta vez, unas lonchas de panceta muy hecha y una papilla de trigo con leche. Lo lleva todo en una bandeja que ha decorado con servilletas de cuadros y una flor puesta en un violetero, como si les estuviera sirviendo el desayuno en la cama a unos invitados. Coloca con habilidad la bandeja en la mesa de autopsias y lleva un plato de comida a cada celda. Pero parece confusa, y no sabe cómo pasar los platos por entre los barrotes, así que los deja en el suelo y retrocede, dejando que cada uno de los tres saque las manos por los barrotes para coger su comida.
—Bon atí —dice.
—¿Cómo dices? —pregunta Moses.
—Bon atí.
—¿La entiendes? —le pregunta Moses a Temple.
—Me parece que quiere decir «bon appetit».
—Válgame Dios —responde él. Se vuelve hacia Millie y le dice—:Merci beaucoup,mademoiselle.
Moses le sonríe afectuosamente, y Temple se da cuenta de que a la niña le gusta la formalidad en la mesa, con todas esas convenciones y etiquetas de la vida doméstica.
La niña dobla las manos y los observa mientras comen. Cuando han terminado, recoge los platos, los vuelve a colocar en la bandeja, y se lo lleva todo. Por la tarde, Millie les lleva un pocillo de té con rodajas de limón.
—Me parece que tú y yo somos sus juguetes favoritos —le dice Moses a Temple.
—Mientras siga trayendo comida…
Por la noche vienen los dos hombres, Bodie y Royal, que abren la celda de Maury para sacarlo. Temple observa, fijándose bien en el llavero para identificar la llave correcta por si pudiera llegar a echarle la mano encima.
—Eh —dice ella—, ¿adónde os lo lleváis?
—No tienes que preocuparte, preciosa —dice Royal—. También te llevaremos a ti. Mamá está interesada en los dos.
—¿Y qué pasa conmigo? —pregunta Moses Todd mientras ellos abren la celda de Temple.
—Tu tipo lo conoce ya todo el mundo. No tienes un porvenir brillante.
Bodie se lleva a Maury por la puerta; y Temple, con el brazo sujeto por la mano de Royal, va detrás. Al salir a la luz del sol, tiene que entrecerrar los ojos. Por un instante, piensa si echar a correr, pero ve a otros, que están de pie en un rincón o bien sentados en sillas de mimbre, bajo la sombra de los aleros, y que interrumpen la conversación para verlos avanzar por la calle.
—¿Cuántos sois? —pregunta Temple.
—Somos veintitrés en la familia —dice Bodie.
—Veintidós desde que tu amigo matara a Sonny —repone Royal.
—Ése no es amigo mío.
Doblan una esquina para entrar en un área residencial y se encuentran delante de una gran casa blanca con columnas en la fachada y postigos en las ventanas.
Dentro, la casa está oscura y huele a humedad. El hedor de la podredumbre se mezcla con otros olores: lanolina, magnolia, un jabón asquerosamente dulce… Huele como si alguien intentara lavar un cadáver para quitarle el olor.
—¡Mamá! —llama Royal, dirigiendo la voz hacia el piso de arriba—. Mamá, te los traemos como nos has pedido. Vamos a subir.
—Éste está tocado —dice la madre alargando la mano hacia Maury—. Tocado por el espíritu. ¿Te gustaría formar parte de mi familia, cielo?
Ella es lo más semejante a un monstruo que permite Dios, piensa Temple. Es una mujer descomunal, aún más grande que los otros, tal vez de unos tres metros de altura si se la pudiera medir cuán larga es y no tuviera que permanecer echada sobre una montaña de cojines en medio de la habitación. Está desnuda, pero es como si no lo estuviera a causa de las placas óseas que cubren su cuerpo casi entero, como si el esqueleto se le hubiera derretido y hubiera vuelto a formarse por fuera del cuerpo. Habla con voz grave, casi varonil: esas cuerdas vocales gigantes no ofrecen más que notas bajas, y su respiración bronca convierte sus intentos de hablar con dulzura en algo grotesco. Ellos la llaman mamá, y Temple se pregunta cuántos de ellos serán realmente hijos suyos. Tampoco le sorprendería que lo fueran todos, porque se da cuenta de que es una madre mundial, una madre como la propia Tierra, una poderosa vejiga vital.
Cada vez que se mueve, miles de ruiditos surgen de su exoesqueleto, y Temple piensa que así es como debe de sonar un insecto para aquel que tenga un oído lo suficientemente fino para apreciarlo. Pero parece que le resulta difícil moverse, como si la gravedad de su propio cuerpo funcionara en contra de ella, pues sus músculos son incapaces de acompasarse a su tamaño y al peso de sus excrecencias óseas.
Tiene los ojos hundidos en lo profundo de las cuencas, y una boca en medio de las placas óseas llenas de costras que le recubren el rostro. Se ha pintado con lápiz de labios y se ha dado sombra de ojos en una esperpéntica imitación de las costumbres de las generaciones pasadas.
Bodie está de pie a su lado, sosteniéndole un vaso de limonada con una pajita dentro. De vez en cuando la madre se acerca para tomar un sorbo. La mole de su cuerpo gira entonces de un lado para otro sobre las tablas del suelo.
—¿Y tú ya tienes mamá, cielo? —le pregunta a Temple, volviendo su atención hacia ella.
—Supongo que la he tenido alguna vez —responde ella tratando de respirar por la boca para no ahogarse con los perfumes del aire—. Porque todo el mundo la tiene, ¿no?
—¿No la recuerdas?
—No. Seguramente se la comieron.
—¿Sabes una cosa? Se puede echar de menos algo que no has conocido. ¿Echas de menos a tu mamá, cielo?
Temple piensa un poco. La gran voz de la mujer resuena brutal, pero sigue habiendo una verdadera madre dentro de ella.
—Creo que a veces sí —dice—. Si entregaran madres en la tienda, supongo que me cogería una.
—Por supuesto, deberías hacerlo.
—Pero hay que mirar el mundo como es y no quedarse empantanado en lo que no es.
La mujer asiente con la cabeza y sorbe su limonada. La punta de la pajita está manchada de carmín. Temple vuelve a pensar en escaparse, pero no cree que pudiera llegar al final de la escalera. Y además tiene que pensar en Maury.
La mujer tose. Es una tos chirriante, como de máquinas oxidadas. Entonces se recompone.
—¿Te gusta nuestra familia? —le pregunta.
—Claro —dice Temple—. Sobre todo, me gusta la manera en que encerráis a la gente en los sótanos.
El rostro de la mujer se contorsiona en un ceño airado. Pero es sólo un instante antes de que cierre los ojos, recobre la calma y comience a explicar algo:
—Nosotros tenemos algo que tú no tienes, niña —le dice—. Tenemos algo único. ¿Quieres saber lo que es? Tenemos sangre leal. Nos cuidamos los unos a los otros. Por eso hemos sobrevivido tanto tiempo. Mi familia es la familia más antigua del condado. Qué coño, supongo que seremos ya la familia más antigua de todo el Estado. A eso me refiero: somos supervivientes, ¿te das cuenta? Mucho antes de que esta plaga de locura descendiera sobre el mundo, nosotros vivíamos alejados, allá en los bosques, donde nadie nos molestaba. Teníamos nuestra tierra, nos hacíamos nuestra comida. Éramos una familia, y lo seguimos siendo durante seis generaciones. La sangre es algo sagrado. Es un don de Dios, y no hay que rebajarla. Mis niños son el don del espíritu, y llegarán a ser legión.
Cuando termina de hablar, la mujer está excitada, y se ha desplazado por el suelo a paso de tortuga hasta llegar muy cerca de la cara de Temple, que percibe en las mejillas su aliento fuerte y cálido. A continuación se echa un poco para atrás, volviendo a calmarse.
Sorbe su limonada. Le tabletean los huesos.
—Fíjate bien, cielo —prosigue—: esta plaga ha sido enviada para limpiar la Tierra. Se lleva los prejuicios y favorece a aquellos que son lo bastante fuertes para permanecer juntos. Lo que la plaga hace es barrer toda la suciedad y vulgaridad, pero respetando a los que llevan a Estados Unidos en la sangre de su linaje. ¿De qué linaje eres tú, muchacha? ¿Sabes lo que es la fraternidad? ¿Con qué seres te has juntado tú? Nosotros llevamos en las venas la sangre de esta nación, puedes creértelo.
—Ah… —dice Temple—. ¿O sea, que sois los herederos de la Tierra?
—Así es, muchacha. La cuestión es si tú eres lo bastante inteligente para verlo.
Temple medita. Piensa en la gente que ha conocido, en las cosas que ha visto. Piensa en la nación que ha recorrido desde que nació, en los paisajes desolados, en la lluvia que se lleva la sangre y el polvo para recogerlos en charcos de óxido.
Al final, se encoge de hombros.
—De acuerdo —dice—. O sea, que sois los herederos de la Tierra. No puedo decir que sea lo más absurdo que he oído en mi vida.
La madre se inclina hacia atrás, satisfecha.
—Pero —prosigue Temple—, eso no significa que me pueda quedar aquí para convertirme en vuestra mascota. Podéis quedaros con el bueno de Moses, que para mí no es más que un problema. Pero Maury y yo tenemos un sitio al que llegar.
—Para todos los demás son una maldición —dice la mujer con un gesto de su brazo óseo—. Pero para nosotros son una bendición.
—¿De quién hablas? ¿De los pellejos?
—Tras la plaga, nosotros bajamos de las colinas y ocupamos nuestro sitio en nuestros hogares legítimos. La concha de los perdidos, de esos que caminan hacia una muerte estúpida, contiene la mayor bendición para nosotros, que sabemos cómo extraérsela. Nuestra familia se nutre de la sangre de Dios y de la insensatez del pasado. Y crecemos sobre la Tierra como gigantes.
—Vale —responde Temple—. Habéis aplicado el oído a los labios de Dios. Ya lo he entendido.
La mujer lanza su mano, que agarra a Temple del cuello, tensando sus huesudas garras en la garganta de ella. Los dedos son enormes y le rodean por completo el cuello y ella, hace esfuerzos por respirar, pero no puede utilizar las manos, porque Royal le sujeta los brazos por detrás.
—Eres una bocazas —dice la mujer—. Si no tienes cuidado, esa lengua te llevará a la muerte.
Afloja la presión, y Temple cae al suelo, jadeando. Entonces la mujer dirige su mirada a Maury.
—Bodie —dice—, hay algo especial en éste. Es una luz que brilla en el firmamento. Es inexpresivo, como cualquier hijo de Dios en busca de un hogar. Se puede ver esa pureza en sus ojos, eso está claro. Quiero ver qué puede hacer por él la bendición de la familia, así que llama al doctor.
Los devuelven a sus respectivas celdas. Temple parpadea para volver a ajustar sus ojos a la oscuridad.
—¿Qué tal era la mamá? —pregunta Moses Todd.
—Una especie de gran langosta blanca.
—Venga, cuenta.
—Son los herederos de la Tierra. Antes por lo visto no eran más que cabras de monte, pero ahora se han convertido en los herederos de la Tierra.
—¿Y qué más?
—Será mejor que escapemos de aquí, y pitando. Da igual que les gustes o que te odien, parece que cualquier cosa que te hagan puede terminar de una manera muy desagradable. Ah, y me parece que ya sé qué es lo que se chutan.
En ese momento se abre la puerta del sótano y entran Bodie y Royal seguidos por otro hombre más pequeño, de medidas más humanas, que lleva gafas y largos mechones de pelo alrededor de la calva. Tiene en el rostro una expresión de desdén y desagrado, como de alguien a quien le disgusta la gente entre la que se encuentra.
—Esta vez quiero para mí una dosis entera —les dice a los otros dos.
—Vamos, doctor —responde Bodie—. Ya sabes que eso no depende de nosotros. A mamá no le gusta que hagas travesuras con tus habilidades psicomotrices. Tú eres el único que sabe recoger esa cosa. Por lo que yo sé, no se obtiene simplemente estrujándoles la cabeza como si fuera un limón. Si desaparecieras, nos quedaríamos sin nada.
El que llaman doctor responde con un gesto de desprecio y examina el despliegue de babosas que caminan por la celda chocándose unas con otras.
—Ésa —dice señalando a una mujer que tiene toda la barbilla cubierta de sangre seca, de tal manera que le hace parecer el muñeco de un ventrílocuo—. Parece reciente.
—Buena elección, doctor —dice Royal abriendo la cerradura de la celda—. La cogimos anteayer.
La hace salir y empuja a los demás hacia atrás antes de volver a cerrar la puerta de la celda. Entonces, mientras el doctor elige instrumentos de entre todos los que hay en la mesa y prepara el equipo del laboratorio, Royal empieza a jugar con ella, ofreciéndole el brazo como se le ofrece un hueso a un perro, y llevándosela por el sótano entre risas.
Ella abre la boca y embiste contra Royal. Él retrocede, escapando del alcance de sus dientes. Se ríe de modo estridente.
—Vamos —le dice él—. Me parece que te gustaría zamparte un buen bocadito de Royal, ¿a que sí?
Tras pasearla dos veces por el sótano, la sitúa a los pies de la mesa de autopsias y con un rápido movimiento la coge por la nuca, la hace girar y la empuja contra la superficie de metal, sobre la cual empieza ella a retorcerse, intentando levantarse. Entonces coge las correas de cuero, las pasa por encima de su torso y de las piernas y las ata bien apretadas para que no se pueda mover.
—Estás vivita, ¿eh? Eh, doctor, ¿estás listo ya para empezar?
—Dame unos minutos, hostia. Esto no es como partir una calabaza: esto es cirugía.
—Vale, vale. Ésta es realmente guapa. Yo creo que podríamos usarla un poco antes de empezar.
La mira lascivamente con su único ojo, y entonces Temple aparta la mirada. Aquello es algo con lo que Dios no puede tener nada que ver.
El punto de vista de Temple no es el mejor posible, pero por lo que puede ver la operación parece consistir en abrirle la cabeza a la babosa y extraer algo de ella. Bodie le sujeta la cabeza firmemente entre las manos mientras el doctor le hace un corte con mucho cuidado, utilizando una pequeña sierra eléctrica de las de cortar huesos. Temple se pregunta por qué no la matan antes para no tener que lidiar con un cuerpo que no para de retorcerse, pero después supone que habrá alguna diferencia entre que la cosa esté activa o no durante la operación. Se toman muchas molestias para penetrar en la cabeza de la babosa, y sólo hasta un punto en particular que se encuentra cerca de la base del cráneo. Hasta que acaba el procedimiento no dice el doctor: vale, y entonces Bodie coge un cuchillo largo, un cuchillo de carnicero, y lo introduce por el orificio que le han abierto en el cráneo hasta que la mujer deja de moverse.
El doctor sostiene en la mano el pequeño pedazo gris que han extraído del cerebro de la mujer, y lo lleva a la mesa, donde lo observa a la luz de una lámpara a través de una gran lupa. Entonces lo coloca en una maquinita con algún producto químico, y convierte la mezcla en un líquido espeso que puede ser vertido en un vaso de precipitados bajo el cual, acto seguido, enciende un mechero Bunsen.
Durante la mayor parte del procedimiento, Temple sigue sentada en el suelo, con la espalda apoyada en los barrotes de la celda, mirando la ventana rectangular rota y la pequeña lanza de luz que ilumina un chorro de motas de polvo en el aire viciado del sótano. Vuelve a acordarse del Milagro de los Peces, aquellos pececillos de color entre plata y oro que empezaron a desplazarse en círculos alrededor de sus tobillos, como si ella se hubiera quedado en el medio de otra luna, y piensa en que las cosas podrían ser perfectas como en aquella ocasión gobernada por un dios claro, un dios de mensajes y éxtasis. En momentos como aquel uno entiende para qué tiene estómago: para poder sentir de ese modo, henchido de significado mágico.
Aquel recuerdo se ha convertido en algo importante para ella, algo a lo que puede recurrir en momentos tristes y a lo que puede mirar como si se tratara de una bola de cristal en la que no aparecen presagios sino recuerdos. La sujeta en la mano como a una mariquita que hubiera atrapado, y piensa, bueno, he estado en algunos sitios, he participado en algunos hechos gloriosos, he recorrido mi camino entre el cielo y la Tierra. Y si no he visto todo lo que hay que ver, no ha sido porque no haya mirado con atención.
El ciego es el verdadero muerto.
A través de la pequeña rotura de la ventana, Temple ve un asomo de movimiento. Se fija en aquello que acaba de descubrir, que es una cosita del tamaño de dos centímetros, poco más que la silueta de un dedo contra la luz del día. Se trata de una oruga verde que avanza muy poco a poco a través del agujero del cristal y después por el alféizar de la ventana.
Y piensa:
No hay infierno lo bastante hondo en el que no pueda entrar un cachito de cielo.
En la mesa de laboratorio, la mezcla recorre diversas pipetas, tubos en espiral y vasos de precipitados en los que el doctor añade unas lagrimitas procedentes de un cuentagotas que contiene diversos ingredientes, y después lo pone todo a hervir y remueve y comprueba su color contra la luz de la lámpara. Finalmente, abre la válvula del extremo y comienza a caer gota a gota un líquido claro destilado que termina introduciendo en la botella de la que el día anterior llenaron sus jeringuillas.
Royal desata el cadáver inmóvil, se lo echa al hombro y se lo lleva de allí. Cuando vuelve, él y Bodie se sientan en dos sillas de metal plegables y esperan a que el doctor termine el proceso.
—¿Qué tal va eso, doctor? —pregunta Royal.
—Va bien. Ésta que trajisteis era muy jugosa. Hemos sacado un montón de producto de ella.
Royal se da una palmada en la rodilla.
—Lo sabía —dice—. Cuando la encontramos le dije a Bodie que estaba en su punto. ¿No te lo dije con estas mismas palabras, Bodie? ¿No te dije que estaría en su punto?
Bodie no responde. Se ha inclinado sobre la mesa del laboratorio, y tiene los ojos fijos en la botella que se va llenando lentamente con el límpido destilado.
En la cabeza de Royal gira el ojo sin párpado. Se ríe para sí y vuelve a murmurar:
—Desde luego que sí, ésas son las palabras que empleé.
Al final, Bodie se yergue y señala hacia Maury.
—Bien, veamos —dice—. Vamos a sacar de la jaula al retrasado. El Señor sabrá por qué, pero mamá le ha cogido cariño, y quiere que aumente.
Royal se dirige a la puerta de la celda, la abre y dice: vamos, señor Búfalo, que le vamos a poner la inyección de la gran vida.
Temple no quiere distraer su atención. Quiere mirar el rayo de luz que entra por la ventana abierta, quiere observar el avance de la oruga que va recorriendo el alféizar de la ventana. Quiere cerrar la mente a muchas cosas. Pero puede notar el pánico que florece en ella como una planta puesta allí hace tiempo. Nota cómo le florece ese pánico en el estómago y el pecho, y no hay nada que florezca tan rápido ni con tanta fuerza.
—Eh —exclama ella agarrándose a los barrotes de la celda—. ¿Qué pretendéis hacer? Ese bobo no os ha hecho ningún daño.
—Cállate, chavala —le dice Royal—. Deja de dar el tostón.
—Sí —dice ella—, ya lo entiendo. Resulta que sois los herederos de la Tierra, y os pasáis el tiempo apaleando a los muertos y a los bobos.
El ojo sin párpado de Royal tiembla en su cuenca en una absurda imitación de cólera.
—Será mejor que cierres la boca, chavala.
—¿Qué vas a hacer, mirarme con ese ojo hasta matarme? En una competición de miradas me ganarías, eso lo admito.
En la celda de al lado, acariciándose la barba, Moses Todd se ríe.
—Cállate tú también —le dice Royal pasando la mirada del uno al otro.
—Una cosa le aseguro, señor Royal —declara Moses Todd—, esta chica no es fácil de matar.
Royal empieza a respirar de modo agitado, abriendo y cerrando los puños. Sus ojos pasan sin parar de Temple a Moses Todd.
—Qué par de condenados, condenados a ir derechitos al infierno. Por supuesto que no podéis pertenecer a esta familia. No tenéis nada como lo que tenemos nosotros. Está lo sagrado y después está lo que sois vosotros, y si no tenéis cuidado os abriré la cabecita como…
—¡Royal! —grita Bodie—. ¡Royal!
Royal se calma, pero no aparta los ojos de ellos.
—Tengo al retrasado —dice Bodie llevando a Maury hasta la silla—. ¿Por qué no sacas a la chica y la ponemos al lado? Sólo por divertirnos. Para que pueda contemplar de cerca lo que le ocurre a su perrito bajo la aguja.
Royal sonríe y se pasa la lengua por los dientes. Abre la puerta de la celda y dice:
—Vamos, cielo, que nos queremos divertir un poco.
—Será mejor que no me toques —dice ella poniéndose completamente rígida.
Pero él mete su enorme cuerpo por la puerta, la agarra del pelo y le gira la cabeza de tal manera que ella tiene que elegir entre ir con él o permitir que le arranque la cabeza como si se tratara del tapón de una botella.
—Haz lo que te dé la gana —le dice Moses Todd desde su celda—, pero como se te ocurra matarla, te echaré encima todos los infiernos.
Royal se la lleva al otro lado del sótano tirándole del pelo, y allí le da la vuelta para que se quede mirando la silla desde la cual Maury, gimiendo a voz en grito, la observa a su vez con sus ojos inexpresivos y perplejos.
—Cállate, Maury —le dice ella—. Yo estoy bien. A mí no me van a hacer ningún daño.
Royal se encuentra detrás de Temple, tirando de ella contra él con una mano que aferra su muñeca izquierda detrás de la espalda, con tanta fuerza que ella teme que el hombro se le desprenda en cualquier momento, mientras con la otra mano sigue agarrándola del pelo y retorciéndolo con fuerza, lo que le sirve para manipular su cabeza sobre el cuello, como si se tratara de una marioneta. Tira de su cabeza hasta acercarla a la suya y se ríe. Ella huele su aliento rancio, ve pequeñas lágrimas rojas en el perímetro de su piel, allí donde se le ha desprendido del cráneo, y oye el ruidito que hace su ojo al girar dentro de la gelatinosa cavidad.
—El monstruo eres tú —le dice Royal a Temple—. Tú eres el monstruo. Te voy a comer los párpados de los ojos, y entonces nos miraremos el uno al otro y verás quién es el monstruo.
Le vuelve a tirar del pelo y le gira la cabeza para orientarla hacia la silla donde Maury prosigue su largo y bajo lloriqueo, un lamento débil y conmovedor que es como el aullido de una criatura ante el resplandor de la inviolable luna.
No se resiste cuando Bodie lo sujeta apretando hacia abajo, y el doctor levanta la jeringuilla.
Temple dice algo casi inaudible. Incluso para ella misma se trata de un susurro nada más, en tanto que otra parte de su mente escucha con atención para oír las palabras. Es como un mensaje que viniera de otro lugar y que no puede comprender. Lo repite, esta vez un poco más alto, pero sigue sin entenderlo.
—¿Qué es eso? —pregunta Royal—. ¿Qué estás diciendo?
Temple piensa en mil cosas, en cataratas, en faros, en tocadiscos, en hombres que viajan llenos de asombro y en el ensordecedor murmullo de las chicharras sobre la seca hierba de las llanuras. Piensa en cadáveres apilados en altos montones, y en todas las cosas muertas que todavía se mueven, y en la pesada lluvia que cae del cielo y se lleva el barro y los desperdicios hacia todos los rincones y simas del mundo, y piensa en aeroplanos y en niños pequeños y en hombres crecidos, con su barba y sus dientes apretados, y en otros cuyo suave gemido sigue y sigue sin cesar a menos que encuentres la canción que tienes que cantar y llenes el coche con tu voz de manera que ni siquiera él oiga sus propios gemidos.
—Salvarlo no es cosa mía —dice ella.
—¿Qué masculla? —pregunta Bodie.
Él y el doctor la están mirando en aquel instante.
—Hazlo —dice ella—. Me da igual. Salvarlo no es cosa mía.
Y Temple piensa en gigantes de hierro, en altos hombres de hierro con casco que descansan las manos en lo alto de las torres de perforación petrolífera, y piensa en la rabia, que es como una brasa o un ácido ardiente que consume todas sus nudosas vísceras. Una ceguera como aquella que lleva a los hombres a perpetrar horrores, embriaguez animal, selvas de la mente.
Ya ha estado antes en eso, y prometió no regresar nunca. Dios oyó la promesa. Él le mostró la isla y el vasto mar y aquella paz tan pura y solitaria que resultaba más amplia que ninguna otra cosa.
Salvarlo no es cosa mía.
Esta vez lo dice en voz alta.
—Salvarlo no es cosa mía.
—Dice que salvarlo no es cosa suya —explica Bodie.
—¿Qué querrá decir?
—Quiere decir —explica Moses Todd con tranquilidad—, que la supervivencia no es un deporte de equipo.
Pero Temple no oye una palabra de todo aquello, porque la lluvia en sus oídos cae demasiado fuerte, y el hombre de hierro, el símbolo de la fuerza y del progreso, se cierne sobre ella, y ella se arrodilla junto al cuerpo de un niño, abrazándolo contra el suyo. Y lo que le dice a ese cuerpo de niño que ha dejado de ser un niño es esto: Malcolm lo siento Malcolm Malcolm lo siento los aviones están volando Malcolm lo siento Malcolm mira al gigante Malcolm mira los aviones lo siento Malcolm Malcolm no te vayas no te puedes ir.
Y no puede oír nada en el sótano a causa de la algarabía que hay en sus oídos, y de su propia voz que pronuncia las palabras:
Salvarlo no es cosa mía. Salvarlo no es cosa mía. Salvarlo no es cosa mía.
Royal vuelve a doblarle bruscamente el cuello y esta vez ella ve algo nuevo en su cara: una risa cadavérica que es pánico destilado. Y Temple mira fijamente su ojo abierto y piensa por favor, por favor, no quiero, no quiero, no es mío, por favor no. Pero ya es demasiado tarde, y antes de que se dé cuenta su brazo ha salido disparado, y los dedos de su mano se han cerrado tras la piel corrupta de la oreja del monstruo, y el pulgar de Temple se hinca como una lanza en aquel globo sin párpados, que es como un melocotón maduro. Un líquido claro le corre por la palma de la mano y por la muñeca, antes de que empiece a brotar la sangre.
Pero ahora él está gritando y le suelta el pelo y el brazo izquierdo para taparse con ambas manos la cuenca ensangrentada. Su cuerpo entero se escora hacia atrás, contra el muro de bloques de hormigón.
Qué potencia en la cabeza de Temple. Al manar, la sangre fluye densa y abundante sobre la tierra, primero roja como pulpa de tomate, después marrón como barro, más tarde negra como carbón. Qué potencia. Temple oye el ruido que hace su propio movimiento como si tuviera lugar muy lejos.
Su daga de los gurkhas se encuentra al otro lado del sótano. Temple derriba la mesa de autopsias metálica, tirándola con mucho estrépito contra el suelo. El doctor deja caer la jeringuilla y retrocede, pero Bodie se levanta para encararse con ella.
—Te voy a tragar entera —le dice.
Pero ella no se amilana. Lanzándose contra él, le rasga el rostro y le golpea con los puños por todos lados. Él es enorme, y duro como el tronco de un árbol, así que no le cuesta nada levantarla y tirarla contra la mesa de laboratorio, donde los cristales se hacen añicos a su alrededor. La daga de los gurkhas queda fuera de su alcance, pero busca alguna otra cosa, y agarra el cuchillo de carnicero que han empleado en la operación, para blandirlo justo cuando Bodie desciende sobre ella. El cuchillo le pasa por la mitad: la camisa se le abre, y Temple ve una superficie de pequeñas placas óseas que le crecen sobre los músculos del estómago.
Él baja la vista y ve que el cuchillo no ha hecho mella en el recubrimiento óseo de su estómago. Entonces le dirige a Temple una sonrisa, una sonrisa deliberada y asesina. De nuevo se acerca a ella, y ella coge el mango del cuchillo carnicero con ambas manos y se prepara, los hombros pegados a las rodillas. Cuando él se aproxima, ella empuja el cuchillo hacia delante, y esta vez lo hunde hasta la empuñadura.
No le acierta en el corazón, pero se le abren los ojos y de su garganta se desprende una tos ahogada con marismas de sangre hirviente. Se detiene, congelado en medio del golpe, y se le curvan los dedos y las comisuras de la boca. Temple utiliza todo su peso para hundir, con todas sus fuerzas, el mango del cuchillo. Las costillas entre las cuales ha quedado clavado el cuchillo actúan de punto de apoyo para hundir el hierro hacia arriba en el pecho, donde desgarra pulmones y arterias. Vuelve a toser, esta vez vomitando sangre y bilis sobre el pelo y el rostro de Temple, antes de caer de costado, muerto.
—Mamá te matará, mamá te matará.
Levanta la mirada y ve que el doctor tiene su daga de los gurkhas levantada, lista para descargar un golpe sobre ella. Pero no es un luchador. Blande la hoja y yerra el golpe. De una patada, Temple le arranca la daga de la mano, la coge y le asesta un golpe lateral que le secciona casi completamente el brazo izquierdo, que queda colgando de un hilillo mezcla de tendón y músculo.
El siguiente golpe lo dirige Temple al cráneo, pero falla y la hoja cae a la izquierda, entre el cuello y el hombro.
Temple se limpia la sangre de los ojos con el pulpejo de la mano y siente deseos de decirle al doctor que deje de gritar, si es que puede, para que ella pueda concentrarse y acabar rápido, pero la voz no le sale: su voz está en otra parte, con aquella otra parte de su cerebro, y la corriente que fluye en esa parte no puede detenerse.
Arranca la daga del hombro del doctor y vuelve a blandirla del revés, de izquierda a derecha. Esta vez atraviesa de lleno el cráneo hasta el puente de la nariz. Al caer, una sustancia gris se derrama de la bóveda volcada del cráneo.
Temple deja que la daga de los gurkhas caiga al suelo con estrépito, y entonces oye un gimoteo a su espalda. Es Royal, que se agarra el ojo y le echa maldiciones en voz baja.
—Maldita, maldita, tú no tienes a nadie.
Temple no responde nada. En medio del desorden de la mesa, encuentra un mechero bunsen con pesada base metálica y, agarrándolo firmemente del mástil cromado y oxidado, lo lleva al lugar en que se encuentra Royal, tirado en el suelo y encogido.
—Eh —dice Royal—. ¿Qué estás haciendo? Yo no te he hecho nada. No te he hecho ni siquiera…
Temple imprime a su puño un movimiento de revés, y descarga contra la mandíbula la base redondeada del mechero bunsen. Oye un chasquido, y ve que los dientes de arriba y los de abajo ya no se encuentran donde deberían.
Entonces arremete contra su cabeza, viéndose a sí misma desde el otro lado de la cortina de lluvia torrencial que cae en el interior de su cerebro. Y no para hasta mucho después de que el cuerpo haya dejado de moverse.