Temple recolecta desde las ocho hasta las diez de la mañana, parando de vez en cuando para erguirse y enderezar la espalda y observar a través del campo el punto en el que Maury parte leña del modo exacto en que ella le ha dicho que lo hiciera. Su enorme cuerpo se encorva sobre el tocón donde coloca los troncos, levanta el hacha por encima de la cabeza y la baja despacio pero con fuerza, poniendo en el gesto toda la gravedad de su ser mineral. Temple se limpia el sudor de la frente, se abanica con el sombrero panamá y mira al amplio cielo abierto, el mayor cielo que haya visto nunca, porque ve cómo se curva en el horizonte para casi volver a encontrarse consigo mismo.
Cuando ha llenado de bayas una tarrina, la lleva a la casucha que está en medio de la propiedad vallada y la deja en el porche. Entonces regresa al campo. Repite la operación cinco veces, dejando las tarrinas en fila.
—Mucho trabajo para tan poca cosa —le dice a Albert, el pecoso que está sentado en una butaca de mimbre, a la sombra del porche.
—Ya te dije que no sería fácil.
Albert sorbe algo de un vaso de plástico.
—¿Qué bebes? —le pregunta ella.
—Limonada recién exprimida. Podría darte un vaso cuando acabes.
Temple observa el vaso en la mano reseca del hombre.
—Sí, vale. Sólo me estoy tomando un respiro. De todos modos, ¿para qué quieres todas estas bayas payas?
—Para venderlas. Te sorprendería saber las cosas que da la gente a cambio de unas bayas recién cogidas.
—Me lo imagino. Oye, quería preguntarte, ¿en qué estado nos encontramos?
—Chiquilla, ¿en tus viajes no has visto muertos andando por ahí? ¿Que en qué estado nos encontramos? Yo diría que en un estado de negación.
Sus risotadas terminan transformándose en tos. Ella respira hondo y espera a que se le pase el ataque.
—Sólo estaba tomándote el pelo. Estamos en Alabama. Justo a las afueras de Union Springs.
—¿En Alabama? Mierda. Pensé que habríamos avanzado más.
—¿De dónde venís?
—Hace un par de días estábamos en Georgia. Pero vamos despacio. Las carreteras de por aquí están muy mal.
—Escribiré a nuestro representante en el Congreso para decírselo.
Entonces piensa en algo, y mira por el lateral de la casa en dirección a donde está Maury partiendo leña.
—¿Vigilas a ese tonto?
—A él no le pasa nada. Hace lo que se le dice.
Albert se inclina hacia delante.
—Mira lo que te dije antes —le dice a Temple—. No sé si lo entendiste bien. Ven un ratito adentro conmigo, y tendrás todas las bayas que quieras.
—Sí, ya te oí la primera vez. Pero paso.
Él se echa hacia atrás para indicar que la conversación ha terminado.
—Como tú quieras —le dice—. Será mejor que vuelvas al trabajo si quieres terminar antes de mediodía.
Temple no pensó que fuera a ser tan difícil recolectar las bayas, pero las plantas tienen espinas, y si tira demasiado fuerte de ellas, se aplastan y se convierten en savia morada en sus manos. Sigue recolectando, agachada como un sapo entre los arbustos. Hacia el mediodía, Temple se ha manchado toda entera de zafiro, y cuando se chupa la sangre de las yemas de los dedos, sabe a una mezcla de hierro y baya paya.
Regresa al porche por última vez.
—Aquí tienes —le dice—. Son diez tarrinas.
—Buen trabajo —le responde él—. Ésa es tuya.
—¿Cómo que «ésa»?
Temple baja la mirada, y ve que han desaparecido las otras nueve tarrinas que estaban puestas en fila.
—Dijiste que tendría una tarrina por cada cinco que cogiera. He cogido diez tarrinas. ¿Qué es lo que intentas? Y ¿dónde están los huevos que me prometiste por toda la leña que ha partido Maury?
El pecoso Albert la mira con ojos entrecerrados.
—No me gusta cómo parte la leña ese tonto. Yo la quería en trozos más grandes.
Temple se retira el pelo de la frente y se moja los labios.
—Ahora abre bien las orejas, Albert —le dice—, porque vas a escuchar lo que tengo que decirte. Y lo que tengo que decirte es muy simple: Estás cometiendo un error.
Albert vuelve a reírse hasta que la tos se apodera de él y tiene que encorvarse, con el cuerpo apretado y retorcido. Cuando vuelve a levantar la vista sus ojos son esferas rojas.
—¿Qué vas a hacer, chiquilla? ¿Le vas a decir a tu tonto que me pise?
Sin levantarse de la butaca, Albert alarga el brazo hacia la puerta de la casucha, saca una escopeta que debía de estar justo al entrar, y le apunta con ella.
—Ahora andando —le dice—. Porque no soy mal hombre te dejo que te lleves una tarrina de bayas.
—Porque no eres mal hombre es por lo que no voy a matarte.
—¿Qué…?
Albert baja la guardia un instante, intentando comprender por qué no está asustada. Y es entonces cuando Temple agarra el cañón de la escopeta y tira de ella hacia delante para sacarle el dedo del gatillo. Entonces empuja con toda su fuerza la escopeta para meterle la culata en la barriga. Albert se agarra el estómago y se cae de la silla. Entonces ella pone la escopeta en horizontal y le coloca una rodilla sobre el pecho, cruzándole la escopeta sobre la boca y hudiéndosela hasta la garganta.
—Ahora te diré lo que voy a hacer —le explica—. En primer lugar, voy a entrar ahí y a coger las dos tarrinas de bayas payas que me corresponden según convinimos. En segundo lugar, me iré al gallinero para coger la docena de huevos del trabajo que Maury ha hecho para ti. En tercer lugar, me tomaré una jarra de esa limonada que tienes, para quedar en paz y no odiarte por las ofensas que hemos soportado. ¿Lo has entendido?
Él asiente con la cabeza, jadeando por la falta de aire. Temple se pone en pie y baja los peldaños del porche.
—Y ahora, ¿por qué no te echas ahí un rato? —le dice—. No tardarás mucho en recuperar el aliento.
Al otro lado de la casa, el hombretón sigue partiendo leña con obtusa precisión.
—Maury —lo llama ella—. ¡Maury! ¡Ya puedes dejar de partir leña! Volvemos a la carretera.
Después, en el coche, ella le pone a Maury una tarrina de bayas en el regazo.
—Cómetelas. Te gustarán. Te puedes comer la tarrina entera si quieres: es para ti. Nos ha dado una para cada uno. ¡Vamos!
Temple coge una y se la lleva a la boca para enseñarle cómo se hace.
—¡Mmm! No sé cuánto tiempo hacía que no tomaba bayas payas. Ese Albert puede que sea un sinvergüenza, pero sabe cómo cultivar algunas plantas, ¿verdad? Vamos, cómete una.
Maury se lleva a la boca una de las bayas y su rostro adquiere una expresión de amargura. Abre la boca todo lo posible, como si esperara que aquella cosa saliera volando por sí sola.
—¿Qué pasa, es que no te gusta? Te lo juro, grandísimo bobo: no sabes distinguir las cosas buenas de la vida. Ya tienes algo en lo que trabajar. De acuerdo, escúpela. Mira, aquí tienes un trapo. Intenta no armar tanto estropicio con todo lo que haces.
Maury escupe la baya y se restriega la lengua con el trapo, pero sigue encogido y empieza a exhalar un gemido bajo semejante al llanto, aunque sin lágrimas.
—De acuerdo, de acuerdo —dice ella—. Pero ahora cállate.
El gemido prosigue, bajo pero prolongado.
—Te he dicho que te calles. Mierda, ¿es que te crees que te quería envenenar, o qué? Mira, bebe un poco de esa limonada, que sé que te gusta. Pero no te la bebas toda o te dejo en la cuneta. ¿Lo has entendido, Maury?
Maury bebe, y el gemido cesa. Su mirada recupera la inexpresividad.
—Señor, Maury, eres todo un diablillo, ¿a que sí? Ruega para que Jeb y Jeanie Duchamp sepan qué hacer contigo, porque son tu última oportunidad. Porque, sean como sean, te dejaré con ellos.
Siguen recorriendo camino en su coche. Temple se asegura de llevar de frente el sol poniente y el sol naciente detrás. En algunos tramos de autovía, se puede ir tan aprisa como si uno volara, pero también se puede quedar uno atrapado fácilmente en una maraña de pasos elevados ahora derrumbados y masivas colisiones de coches, como antiguos túmulos de metal y restos de tapicería.
A veces es preferible seguir por carreteras secundarias, donde son mayores las oportunidades de coger un desvío.
Y aunque sabe que es imposible, sigue esperando que al mirar atrás pueda ver en cualquier momento el coche negro de Moses Todd siguiendo su rastro.
«Mississipí» es una de las palabras que reconoce al verla, con todas esas culebrillas en fila separadas por rayas verticales. Ve un letrero en el que pone «Mississipí», y no se sorprende. Los árboles que bordean la carretera han sido invadidos por el kudzu, que es como una manta verde echada por encima de todas las formas de la Tierra. Pasando por entre los pueblos, Temple encuentra en los árboles cabañas torcidas y con el suelo podrido, toboganes de plástico derribados en el jardín de delante de las casas, y comunidades enteras impregnadas del olor de la verbena y la madreselva. Por todas partes, en los tramos en que ascienden y descienden las carreteras secundarias, las desoladas plantaciones han quedado invadidas hace tiempo por malas hierbas y flores silvestres, que sirven de alimento a caballos sin montura que se desplazan en manadas, y a vacas que no paran de mugir, y que plantan su silueta en el horizonte, sobre la cima de una colina.
Justo a la salida del centro de una ciudad de Mississipí, se encuentran con un gran edificio de mármol que tiene columnas en la fachada, como la mansión de una plantación, sólo que con muchas columnas. Las puertas de delante están firmemente cerradas, así que tienen que rodear el edificio hasta que encuentran una ventana que pueden romper y que se encuentra lo bastante alta para que las babosas no puedan entrar por ella. Le explica a Maury que debe acercar un contenedor para subirse a él y de ese modo alcanzar la ventana.
—Es un museo —le dice una vez dentro—. Eso es lo que fue este edificio. Venga, Maury, vamos a edificarnos.
A decir verdad, el lugar la pone un poco nerviosa con todas aquellas complicadas estancias que serpentean unas en torno a las otras como en un laberinto. A ella le gustan las situaciones en las que sabe por dónde tiene que echar a correr si tiene necesidad de hacerlo. Pero todo está tranquilo. Parece como si el lugar no se hubiera abierto en veinte años o más. Se pasean de una estancia a la otra, colocándose delante de los cuadros. Algunos de ellos no parecen más que manchas de color sobre el lienzo, y ésos son los que más le gustan a Maury, cuyos ojos se impregnan del color y de las gruesas texturas de la pintura.
Temple lo sorprende poniendo la palma sobre uno de los lienzos, como para apreciar su temperatura.
—No se toca, Maury.
Temple le coge el grueso brazo y se lo baja.
—Esto es arte, Maury. No se puede tocar. Estas cosas tienen que durar un millón de años para que la gente del futuro pueda saber algo sobre nosotros. Podrán mirarlas y enterarse de cuál era nuestra idea de la belleza.
Maury la mira con esos ojos distantes y vacíos. Después vuelve a mirar el cuadro.
—Tú y yo no somos entendidos en nada. La mayor parte de estos cuadros no los podemos entender porque no fueron pintados para gente como nosotros. Pero antes o después vendrá alguien que sepa interpretarlos, y será como encontrar un mensaje proveniente de otra civilización. Así es como funciona la cosa, ¿te das cuenta? Así es como la gente se comunica a través del tiempo. ¿No te maravilla?
En otra habitación Temple ve un cuadro que parece simplemente un grupo de árboles, como un bosque o algo así, pero después descubre en lo profundo del bosque una pequeña cabaña multicolor, apenas visible entre los troncos de los árboles. La luz que hay en el cuadro es algo que ella no sería capaz de explicar. Delante parece como de noche, pero a lo lejos, donde se encuentra la cabaña, parece de día. Temple se queda mucho tiempo mirando aquella cabaña, y la mente se le llena con su forma, con la paz que contiene. Es un lugar al que le gustaría ir si supiera cómo llegar a él.
Retira los ojos de allí. Sabe que si sigue mirando demasiado tiempo el cuadro, le entristecerá después pensar cómo son en realidad las cosas.
En la tienda del museo encuentra algo para Maury: un bolígrafo con un caballo y un carruaje dentro que se mueven hacia atrás y hacia delante cuando ella lo inclina.
—Mira este boli mágico que te he encontrado —le dice moviéndolo delante de sus ojos para que Maury pueda ver cómo funciona. Éste fija los ojos muy intensamente, como si quisiera meterse en el carruaje, dentro del boli.
—Vamos —dice ella entregándoselo—. Te lo puedes quedar. Es un regalo. Quién sabe, a lo mejor hoy es tu cumpleaños.
Por la noche encuentran un lugar donde dormir: estructuras que pueden defender, tejados a los que pueden trepar. Contemplan las estrellas, y Temple inventa historias sobre lo que sucede en diferentes tierras que giran en círculo alrededor de diferentes soles. Maury se duerme con facilidad, como si ése fuera su estado natural, y la vigilia, una cotidiana tarea que le cuesta esfuerzo mantener. A Temple, sin embargo, le cuesta conciliar el sueño. En esas ocasiones le gustaría saber tocar la armónica, o la guitarra, o el birimbao. Se acuerda del faro, de sus revistas, de cómo retiraba las redes por la mañana y recorría el contorno de la isla como si fuera el perímetro de todas las cosas. Después su mente se llena de otras cosas: un ruidoso desfile de recuerdos que la frustran a causa de la manera en que se presentan. Esos recuerdos le dan la impresión de que ha vuelto allí en aquel preciso instante, y de que tiene la oportunidad de elegir una cosa diferente a la que eligió entonces. Pero no es así, porque no son más que recuerdos, y están fijados de modo permanente, como grabados en mármol, y por eso se ve condenada a verse hacer las mismas cosas una y otra vez. Y no puede haber mayor condena.
Se ha acostado con la cabeza puesta sobre el pecho de Maury. En contraste con otras cosas desastrosas, el latido de su corazón es firme y constante.
Por el día continúan su camino.
—Me gustaría que supieras leer, Maury. Me refiero a que… Echa un vistazo a ese lago.
La carretera se abre, y se encuentran yendo por la orilla de una reluciente masa de agua. A través de los árboles, Temple ve el sol que centellea en la rizada superficie. Al acercarse, el agua se ensancha y la orilla opuesta se retira, hasta que apenas pueden ver las casas y muelles del otro lado.
—Mira qué pareja —comenta Temple—. Sería de mucha utilidad que al menos uno hubiera aprendido a leer.
Ella lo mira: Maury tiene los ojos fijos en el horizonte.
—A la mierda —dice ella—. ¿Quién sabe? Tal vez tú sepas leer, pero como no sabes hablar… el caso es que no nos sirve de nada.
Le gustaría ver gente allí, nadando en el lago, disfrutando de él.
—Lo que quiero decir es que es una cosa bonita lo que tenemos ahí delante —dice—, y me apuesto a que también tiene un nombre bonito, algo como Lago del Palacio de Cristal, o Lago del Cielo Brillante, o algo así, y me apuesto a que ese letrero de ahí nos lo diría si supiéramos entenderlo.
Lanza un suspiro.
—No —dice ella—. Ni tú ni yo conocemos los secretos del lenguaje. Menos mal que aprendí algunas canciones cuando era niña, y tienes suerte de que tenga voz de ángel. Mira, bobo, voy a soltarla:
¡Sácame del partido,
sácame de la multitud!
¡Cómprame cacahuetes y chuminadas!
Me da igual si no vuelvo,
así que… ¡pi, pi, pi por los de casa!
¡Si no te importa, es una pena,
porque con uno, dos, tres errores,
te has salido del partido!
Cuando el depósito está a medias, se detienen en cada gasolinera para ver qué surtidores siguen funcionando. Le gusta ese olor del combustible quemándole en la nariz.
En una estrecha carretera de dos carriles, se cruzan con una ranchera. Una mano que sale por la ventanilla les hace señas, y los dos coches se detienen en medio de la carretera, uno al lado del otro. Temple echa mano a la pistola y baja el cristal de la ventanilla. Van un anciano y una joven en los asientos de delante, y en los de atrás dos mujeres y una niña. La niña la mira por encima de los respaldos, con el pulgar en la boca y una muñeca de cara sucia ahogándose bajo el brazo.
La familia viene de Lafayette, y se dirige a Slidell por Baton Rouge. Ha oído que allí hay un reducto de supervivientes, y en el lugar de donde vienen las cosas se están poniendo muy duras.
Los ojos de la niña, hipnóticos y somnolientos, encuentran los de Temple y por un momento ambas se miran fijamente.
—Escucha —dice el conductor inclinándose hacia Temple a través de la ventanilla y bajando la voz—. ¿Tienes munición de escopeta? A nosotros sólo nos queda un puñado de cartuchos.
—¿De qué tipo? —pregunta Temple.
—Del doce.
—Lo único que tenemos es del veinte.
—¡Ah…!
—Eh, ¿a la niña le gustan las bayas payas?
—No las ha probado nunca.
—Aquí tienen —dice Temple, entregándole el cuarto de tarrina de bayas que quedan a través de la ventanilla—. Recién cogidas hace un par de días.
—Te lo agradecemos mucho —responde el hombre cogiendo la tarrina—. Nunca le hemos dado muchos caprichos.
—No hay de qué. Yo me he puesto las botas, y a este bobo mío no le gustan. Pero que no se las coma todas de una vez, o le darán cagalera.
—¿Adónde vais vosotros?
—Al oeste.
El hombre le dice que debería coger la carretera de la orilla del río hacia el norte, hasta la 190, en vez de seguir por la carretera por la que va.
—Son unos kilómetros más —dice él—, pero es más seguro. Nosotros acabamos de cruzar el río Atchafalaya. Hay algo al otro lado, una especie de ciudad. Es mejor que no paséis por allí a menos que no tengáis más remedio. Hemos visto cosas…
—¿Qué cosas? ¿Babosas?
—No sé lo que eran —responde el hombre—. Lo único que sé es que eran grandes. No me entraron ganas de aflojar la marcha para mirar de qué se trataba.
Temple le da las gracias y vuelve a mirar a la niña que va en el asiento trasero. La maraña de su cabello rubio cae sobre la muñeca.
—Bueno, me parece que vamos a seguir —dice el hombre—. Hace un buen día para conducir. Un día hermoso.
Los coches se alejan uno del otro, y ella puede ver cómo la ranchera se va haciendo más pequeña en el espejo retrovisor, invirtiendo el reflejo de su propio avance, como si aquel coche fuera el suyo que retrocediera en el tiempo, y las horas fueran carreteras de doble sentido.
Marismas, largos trechos de terreno pantanoso y estéril carrizo balanceado por las cálidas brisas, de vez en cuando algún cuerpo que se pudre en la mugre, localizado ya por las aves carroñeras. Hay un pellejo que se ha visto atrapado, incapaz de moverse, hundido en el barro hasta el cuello, y ha puesto los brazos en cruz como para mantenerse a flote, pero permanece inmóvil, sin nada a lo que echarle el diente en aquel lugar de ciénagas y hierbas raquíticas. Llegan a una pequeña carretera, llena de surcos, que conduce a la derecha. Supone que esa es la carretera de la orilla del río que le ha mencionado el hombre, pero está en muy mal estado, y una pequeña cabaña se ha derrumbado sobre ella: puede verla a lo lejos.
—Bueno, me imagino que podremos pasar por cualquier sitio por el que hayan pasado ellos —comenta Temple—, y prosigue hacia el oeste, por la carretera de las marismas.
La carretera no tarda en ascender sobre unos pilares de hormigón, y a sus pies la marisma se convierte en un lago de agua espesa y salobre. En la superficie el limo verde forma lentos remolinos. La carretera termina a mitad del puente, pues el firme de asfalto se ha desgarrado y caído con toda la mugre. Temple detiene el coche y se queda observando el otro lado de la brecha, cien metros más allá, allí donde prosigue el puente, con el hormigón doblándose como una antena de aluminio. Entonces da la vuelta con el coche, regresa por donde ha venido y se mete por una carretera secundaria que parece probable que circunde el lago por el sur. La carretera sigue el curso de un estrecho río de aguas marrones, cuyos bordes están llenos de maleza, tazas de plástico y otras viejas basuras que han quedado enganchadas en las espinosas ramas de los arbustos.
En una curva, Temple ve la cosa a lo lejos. Al principio le parece un hombre en medio de la carretera, o una babosa, y a medida que se acerca ve que la cosa es demasiado grande. Tiene la apariencia de un hombre, pero no cabe duda de que mide entre dos metros y dos metros y medio. Avanza pesadamente, como un fantasma, balanceando los brazos como si fueran gruesas cadenas. Cuando aquella cosa oye el coche a sus espaldas, vuelve la cabeza y Temple le ve el rostro: un rostro humano pero desfigurado, en el que una parte del cráneo ha quedado al aire, un ojo desmesuradamente abierto y el otro completamente cerrado, como vencido por el sueño, y una palidez de musgo o de podredumbre. Pero no se trata de una babosa, pues cuando ve el coche se esconde entre los árboles con un extraño trote lateral.
—Pero ¿qué demonios era eso? —se pregunta.
Llega al punto de la carretera en que la cosa se escondió, y aparca el coche. Se asoma por la ventanilla para escudriñar la hilera de árboles, pero no hay nada más que ver.
—¡Eh! —grita dirigiendo la voz hacia la densa maleza—. ¡Eh, abominable hombre de las nieves! ¿Me oyes? ¡No tengo intención de hacerte ningún daño!
Junto a ella, en el asiento del copiloto, Maury empieza a emitir un lamento largo y bajo, carente de sentido.
—Calla —le dice ella—. No vamos a tardar en ponernos en marcha, pero quiero enterarme qué demonios era ese gigante. A veces los milagros se esconden tras un aspecto desagradable.
Abre la puerta y sale del coche, poniéndose el sombrero panamá y cogiendo en la mano la daga de los gurkhas. En el coche, Maury prosigue su largo lamento.
—Vamos, Maury —le dice ella—. Cállate ya, ¿quieres? Quiero oír al mostruo.
Se sale del asfalto para meterse en medio de una maraña de hierbas que le llega al hombro. Está a punto de caer la noche, pero las chicharras no han empezado todavía a cantar. En su lugar, el canto de los pájaros cruza los aires de manera constante pero entrecortada.
—Vamos, monstruo, sal de ahí —grita ella con voz potente—. Eres una criatura de Dios. No tienes motivos para esconderte.
Abriéndose camino por entre las ramas entrelazadas, sale a un claro y encuentra una vista que la hace enmudecer. Y no sólo se queda en silencio su voz, sino también cada parte de ella, como si lo más hondo de sus entrañas enmudeciera de la impresión.
Primero piensa que se trata de una hilera de niños muertos puestos en fila, pero a continuación ve que no son más que sonrosadas muñecas de plástico. Muñecas bebé, algunas desnudas, otras vestidas con restos de ropa sucia, descolorida por la lluvia; unas con guedejas de falso pelo, y otras calvas, con el flequillo pintado. Y no todas están enteras. A un par de ellas les falta un brazo, otra no tiene brazos ni piernas, otra es nada más que un torso que yace como un rombo carnoso en la tierra atestada. La mayoría descansa en cunas hechas con ramitas, teniendo hojas a modo de almohada. Una de ellas ha recibido un golpe y se ha quedado torcida: las ramitas se han esparcido y la muñeca yace boca abajo, con su vestidito rosa de encaje tieso, con restos de juncos, torcida y exponiendo las piernas que se tuercen hacia atrás en una postura antinatural.
La repulsión que le produce aquella escena es algo que nota en la parte de atrás de la garganta, como si lo que estuviera viendo fuera algo impuro, una conjunción de caos y orden en una disposición forzada en la que todo se halla tenso o torcido de manera absurda, como aquellas piernas de bebé.
Oye tras ella una respiración: una inspiración áspera y agitada. Pero su mente anda vagando por lugares más oscuros, y cuando regresa ya es demasiado tarde. Se gira para ver la cara de alguien que le saca más de medio metro de altura, un ser esquelético y horrible, medio despellejado, y que muestra huesos grises, secos y sucios, dientes sin encías, ojos inteligentes. A continuación ve el brazo como una rama de árbol que se alza sobre ella, aferrando una piedra en la mano.
Y cuando la mano desciende, la mente de Temple estalla en luz.
Cuando Temple despierta, ya ha caído la noche: los grillos y los sapos arbóreos arman bulla, y el cielo sigue gris con los restos de luz de un sol ya hundido. Temple trata de ponerse en pie, pero la cabeza se le va hacia los lados sin que pueda controlarla, así que se asienta con firmeza y aguarda a que se le pasen las palpitaciones y las náuseas. Localiza el punto en la parte de atrás de la cabeza en que le ha salido el chichón. Tiene los dedos ensangrentados, y siente que ya han comenzado a formarse postillas. Se encontrará bien en cuanto el mundo deje de dar saltos a su alrededor.
Oye algo que se mueve tras ella, y al darse la vuelta descubre una niña con coletas que está medio escondida tras el tronco de un árbol, y que daría la impresión de tener siete u ocho años si no fuera porque es al menos tan alta como ella: algo así como un bebé crecido desmesuradamente y ataviado con un vestido a cuadros.
La niña mira desde detrás del tronco del árbol, y clava nerviosamente sus gruesas uñas en la corteza.
Temple la mira con atención, tratando de enfocar correctamente con los ojos.
—¿De dónde has salido tú, pequeña? —le pregunta Temple.
—Del pueblo.
Temple oye a lo lejos el motor del coche, que sigue en marcha.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
La niña no responde. Sigue con los ojos fijos en ella, y continúa clavando las uñas en la corteza del árbol.
—Vamos —dice Temple—. No te voy a hacer daño. ¿Por qué te escondes ahí?
La niña no dice nada.
—¿Has visto al monstruo? ¿El que me golpeó? No tienes que preocuparte: no voy a dejarle que te atrape.
La niña mira a su alrededor, pero no parece que tenga miedo. Murmura algo que Temple no oye del todo.
—¿Qué…? ¿Qué has dicho?
La niña lo repite en una voz curiosamente profunda pero al mismo tiempo delicada:
—He dicho que te voa matá.
Por primera vez Temple ve que hay algo extraño en los dientes de la niña: en vez de estar dispuestos todos en fila, apuntan hacia todos lados, y algunos de ellos incluso le sobresalen de los labios aunque tenga la boca cerrada.
—Voa matate —repite la niña.
—¿Por qué me quieres matar?
—Tú no ere de lo mío.
—¿De lo mío? ¿Qué es eso?
—Tú no ere de lo mío.
—¿De los míos? ¿Quieres decir que no soy de los tuyos?
—Voa matate.
—Yo no pienso lo mismo, niña. Ve a jugar a otra parte. Ya es hora de que me levante y resplandezca.
Temple se pone en pie, balanceándose con los brazos extendidos como un funambulista sobre la cuerda floja.
Cuando se estabiliza, alza la mirada y ve que la niña ha salido de detrás del árbol. Por primera vez distingue cabalmente el gigantesco tamaño de la niña, que es gruesa como un tronco andante. Hay algo extraño en su brazo, y al mirarlo más detenidamente se da cuenta de que la piel de la mano y el antebrazo se le ha desprendido y están al descubierto los huesos, los tendones, la carne y los músculos amarronados. No parece que se trate simplemente de una herida: puede ver cómo se distienden y tensan con fuerza. En ciertas zonas incluso parece haberse formado sobre el brazo una fina costra blanca.
Y eso por no mencionar el largo cuchillo de cocina que sujeta con la mano despellejada.
—Voa matate.
—Calma, señorita.
La niña se le acerca con el cuchillo en alto. Temple le pone la zancadilla y esquiva el cuchillo, pero recibe en su propio cuerpo todo el impacto de su cuerpo de gigante. Cae al suelo y se queda sin aliento. Tosiendo, se pone en cuclillas de un salto. La cabeza le da vueltas. La niña está en pie, por encima de ella, con el cuchillo en la mano.
—Para, pequeña —le dice Temple—. O no tendré más remedio que hacerte daño.
Pero la niña alarga la pierna y le da una patada a Temple en el pecho. El impacto es como el de un mazo que la derribara hacia atrás. Se arrastra para escapar de la niña, que avanza hacia ella. Ve los huesos de los dedos que se tensan en torno al mango del cuchillo.
Entonces surge la voz de un hombre de entre los árboles:
—Millie, ¿qué demonios estás haciendo, niña? Sólo te dije que la vigilaras hasta que yo volviera.
Es un hombre distinto del que había visto antes, pero grande como aquel, con la piel gris arrancada por algunos sitios, y uno de los párpados cerrado y cosido sobre la cuenca vacía.
Señala el cuchillo que la niña lleva en la mano y comenta:
—Mamá te va a matar si se entera de que has andado revolviendo en la cocina. Venga, que mamá ha dicho que nos llevemos también a ésta.
Y la levantan uno por cada lado. Temple percibe el sucio olor de la podredumbre de la piel de ambos. La cabeza se le cae hacia los lados y el estómago le hierve. Trata de utilizar las piernas para mantenerse en pie, pero la mayor parte del tiempo arrastra los pies por el suelo.
Se la llevan a la carretera, y ella nota, por entre la bruma de sus ojos, que el coche está vacío. Maury no está. Se pregunta dónde puede haberse metido. Se pregunta también, de un modo vago, si se lo habrán llevado ellos.
Por la carretera llegan a un pueblo que es poco más que un cruce de carreteras con algunas tiendas pequeñas de ladrillo alrededor. Percibe que los pies chocan contra los raíles de una vieja vía de tren que va de este a oeste, una de cuyas largas barreras de madera con rayas rojas apunta derecha al cielo que se oscurece, mientras que la otra está rota a medio metro de la base.
Trata de caminar por sí misma, pero tropieza y tiene que dejar que la lleven. Le duelen los hombros, y los brazos le pican allí donde la aferran las manos de huesos descarnados.
Las calles están vacías. La arrastran en dirección a un edificio que hay en la esquina. Tiene pinta de ser el ayuntamiento o algún edificio municipal. Hay un letrero sobre la puerta, pero Temple no entiende las palabras.
Entonces, detrás de ellos, se alza una voz que le resulta conocida: una voz de hombre.
—Un segundito nada más —dice la voz.
Las manos la sueltan, y ella cae primero de rodillas y después hacia delante. La cabeza le da vueltas, y también el estómago. La grava de la calzada se le clava en las palmas de las manos. Necesita todas sus fuerzas, pero se vuelve y levanta la cabeza lo suficiente para poder ver.
—Moses Todd —dice.
Es él, sin duda. Ahí está plantado, como una especie de vaquero en medio del cruce. Por encima de su cabeza se balancea levemente un semáforo roto, y al final del brazo extendido una pistola apunta al hombre que se yergue por encima de ella.
—Apártate de la chica —dice Moses Todd.
Pero algo sucede: el hombre del párpado cosido se coloca repentinamente tras ella, le aferra el cráneo con las manos y la levanta del suelo, de manera que Temple tiene que alargar las manos para sujetarse a las muñecas de él y evitar que se le rompa el cuello.
—Baja esa pistola —dice el hombre con voz engolada y potente, justo detrás de ella—. Bájala o la mato.
Moses se ríe y sigue apuntando con la pistola.
—Mira en qué berenjenal te has metido, chiquilla. Parece que todo el mundo quiere participar un poco de tus estertores.
—Juro que voy a matarla —repite el hombre empezando a dislocarle la cabeza hacia un lado.
Entonces Moses Todd levanta la mirada desde Temple hasta el hombre, y una expresión de seriedad aparece en su rostro.
—No eres tú quien tiene que matarla —le dice—. Me pertenece.
La pistola dispara su proyectil. Temple siente una humedad que le rocía la parte de atrás de la cabeza, las manos que la aferraban se aflojan, y ella cae al suelo y mira hacia atrás y ve el cuerpo del hombre desmoronado sobre el asfalto, con la parte de atrás de la cabeza abierta y desparramada y un informe agujero en la cabeza, allí donde se encontraba antes la mejilla izquierda.
Millie, la niña, que estaba al otro lado de ella, escapa corriendo por la esquina del edificio de ladrillo.
Temple logra levantar el cuerpo lo suficiente para quedarse sentada. Bajo el cuerpo, las rodillas están entumecidas.
Moses Todd se acerca y su cuerpo se yergue delante de ella. La mira desde lo alto, casi con tristeza.
—Te ha llegado la hora, chiquilla. Te dije que harías bien en matarme tú a mí.
—Sí que lo dijiste —responde ella, intentando averiguar en qué parte de su cuerpo está oculta en aquel momento toda su fuerza—. Claro que lo dijiste.
—Creo que ahora tu vida me pertenece por partida doble —comenta él—. Me pertenece porque me la debes, y porque acabo de heredarla.
—Creo que sí.
—¿Tienes algo más que decir?
La cabeza le da vueltas, como el contenido de una cazuela al removerlo con la cuchara. Intenta encontrar en sus brazos algún resto de fuerza, pero no lo logra: los brazos le cuelgan, lacios, a ambos lados del cuerpo. Está agotada. Nunca en toda su vida se ha encontrado tan cansada, y eso es decir bastante, porque a lo largo de su vida se ha cansado mucho.
—No te preocupes por eso —le dice ella—. Creo que me hubiera gustado ver las cataratas del Niágara, habría estado bien. Pero tampoco importa mucho.
—Las cataratas del Niágara… ¿Y eso por qué?
—Ahí me pillas. Lo único que sé es que son grandes. Una de las maravillas de Dios.
Moses Todd asiente con la cabeza.
—Sí —responde.
Temple levanta la vista hacia él, y ve que las comisuras de la boca se le estiran en algo que parece una sonrisa, una sonrisa que dice: vale, me rindo ante tu efímera candidez infantil. Y Moses Todd lanza un profundo suspiro y mira hacia donde la carretera se pierde en la lejanía.
—Vamos a lo nuestro —dice él levantando la pistola hasta la frente de Temple—. Será rápido: empezarás a soñar con el cielo antes de que puedas sentir nada. Pero tal vez prefieras cerrar los ojos.
Lo hace: cierra los ojos y piensa en toda clase de cosas, en Malcolm y en Maury el bobo y en el faro desde el que podía contemplarse la inmensidad del océano, y se imagina volando por encima de aquel océano y viéndolo extenderse debajo de ella más y más allá, mientras pasa casi rozando por la superficie y va más y más rápido hasta que la velocidad lo emborrona todo y las palabras arriba y abajo dejan de tener ningún significado, y el aire se espesa y solidifica a su alrededor, y el rostro de Dios está justo ahí, levantando el morro hacia ella, y amén, dice amén, amén, amén…
Oye el disparo, y hay algo que no encaja, porque Temple sabe que no debería oír nada. Pero la cabeza no le funciona bien, y empieza a sudar copiosamente, y una parte de su mente sigue volando sobre la superficie del océano, y abre los ojos y ve ante ella a Moses Todd, que deja caer al suelo la pistola y se agarra el hombro del que brota la sangre marrón que le corre entre los dedos.
—Hijo de perra —dice empezando a retroceder y a apartarse de ella.
Entonces, saliendo de detrás, aparecen unas cuantas siluetas, deben de ser seis o siete, grandes y contrahechas, que se mueven a su alrededor y derriban a Moses Todd al suelo, donde él sigue gritando hijo de perra, hijo de perra, hasta que ella respira tan hondo que se le aparecen pequeñas explosiones de luz en los ojos, y se deja caer al suelo y se pregunta cuándo morirá realmente, porque ya está horriblemente cansada, horriblemente cansada, y Moses Todd tiene razón: ella ha contraído deudas con el mundo perfecto, y siente que ya lleva demasiado tiempo dando largas a su acreedor.
En el interior del ayuntamiento hay filas de mesas de escritorio esparcidas entre desechos de distintas épocas: portarretratos, jarras llenas de bolígrafos, polvorientas pantallas de ordenador, tiestos de cerámica con plantas de largos sarmientos muertas hace tiempo, cuyos secos zarcillos reptaron por los alféizares. Aquí y allá, por los ficheros, hay manchas de sangre seca, entre negra y marrón.
La pantalla de uno de los monitores de ordenador está rota y empotrada en ella aparece, sonriente, con gafas, la cabeza vieja y reseca de un hombre.
A Temple se la llevan a la parte de atrás del edificio, atravesando un par de puertas de vaivén y bajando por una escalera de mármol que lleva al sótano, una gran estancia en cuya pared trasera hay una serie de cinco o seis celdas. Arrimadas contra otra pared hay dos mesas destinadas a trabajar de pie sobre ellas, llenas de instrumentos de laboratorio que se mantienen en precario equilibrio, del tipo de lo que ha visto en laboratorios de meta clandestinos, pero no exactamente igual. En medio del sótano hay una mesa de metal con un reborde alto y un canalito de drenaje. Parecería una mesa de autopsias si no fuera porque está llena de improvisadas correas destinadas a sujetar el cuerpo. Y junto a la mesa de autopsias hay algo que parece una silla de dentista. El suelo de linóleo tiene pellejos de sangre reseca incrustados.
La introducen en una de las celdas y cierran la puerta de barrotes de hierro.
Temple cae de rodillas y se sube con esfuerzo a un viejo catre que está arrimado a la pared. Oye ruidos de movimiento, y gruñidos. Una de las celdas está abarrotada de pellejos que se mueven unos alrededor de otros como animales inquietos.
En la pared de su celda hay una ventana rectangular enrejada que llega hasta el techo. Temple contempla la luz que penetra por ella, y le entra sueño. El cristal de la ventana es opaco de puro mugriento, y está resquebrajado. Falta una cuña de cristal. A través de esa diminuta abertura, ve la luz del sol, limpia y brillante.
Dios le llega a uno hasta en un sótano, y al final no puede mantener los ojos abiertos.