6

Dentro, la casa se parece a algo que ha visto en el cine: metales trabajados como si fueran puntillas, el lugar entero ajeno y majestuoso. La puerta de la entrada abre a un largo salón que se extiende hasta la parte de atrás, en torno a una escalinata central que gira en círculo hasta el segundo piso. Descendiendo del techo, como una cascada de hielo, hay una lámpara de araña que parece guardarse la luz dentro de sus cristales en vez de ofrecerla hacia fuera. El suelo de la entrada es de mármol distribuido en rombos blancos y negros. En los muros hay relojes de pared y consolas semicirculares que sostienen barcos en miniatura y aparadores de caoba con ramilletes de flores, o antiguas y amarillentas muñecas encerradas en campanas de cristal.

El lugar parece no haber sido tocado por la masiva muerte andante que penetra en todos los demás lugares del mundo. Temple busca al lado de la puerta las armas de fuego, pero sólo encuentra un perchero para los abrigos y los paraguas, y un zapatero para guardar botas embarradas. No hay tablas clavadas en las ventanas, sino visillos y muselinas recogidos a un lado con gruesas cuerdas de color vino de las que cuelgan juguetonas borlas. No hay sangre incrustada en las paredes ni en los suelos, ni puntos de vigilancia, ni parapetos para disparar: es como si acabara de entrar en una época completamente diferente.

La primera cosa que oye al entrar por la puerta es una canción tocada al piano. Ella da por hecho, claro está, que se trata de una grabación, hasta que la música se detiene de manera abrupta y vuelve a comenzar. Entonces comprende que alguien está ensayando en un piano de verdad.

La melodía es pacífica, pero también está llena de acordes que le duelen. Se trata de una paz triste.

—¿Quién toca el piano? —le pregunta a Johns.

—El señor Grierson ensaya por las mañanas.

—¿Y quién es el de la pared?

Temple señala el retrato de un hombre vestido con un viejo uniforme militar gris, que está de pie al lado de una mujer sentada en una silla y con un largo vestido rojo. Detrás de ellos hay una bandera con una equis en ella, que Temple reconoce como la perteneciente al Sur de antaño.

—Son Henrietta y William Cuthbert Tercero, tatarabuelos de la señora Grierson.

—Empiezo a entender. O sea, ésta es la hacienda de los Grierson.

—Se llama Belle Isle.

—Lo que usted diga. Déjeme limpiarme la sangre de los pies para no manchar el suelo.

Johns le lanza una mirada fulminante, y ella le responde con una dulce sonrisa.

—¿Cómo la anuncio? —le pregunta.

—De la manera que suela hacerlo me parecerá bien.

—¿Qué nombre doy?

—¡Ah…! Sarah Mary Williams.

—¿Y el de él?

—Puede llamarlo simplemente bobo. Ni él ni yo somos muy ceremoniosos, ¿verdad, bobo?

Johns abre una de las altas puertas que dan al salón de entrada para mostrar un salón lleno de sofás estampados y sillas, y un enorme piano negro con la tapa abierta que deja al descubierto todas las cuerdas de sus entrañas. A un lado del salón, ante una mesa de juego, está sentada una mujer bien vestida, haciendo un solitario y tomando a sorbos una bebida que lleva lo que parecen hojas trituradas. Parece tener setenta y tantos años, pero setenta y tantos años majestuosos. Es bella, y lleva un vestido que brilla y cruje y que no se parece a ninguno que Temple haya visto en la realidad en toda su vida.

Ante el piano está sentado un joven completamente trajeado, con el pelo alisado hacia atrás, que inclina y balancea el cuerpo al tocar la música. Cuando se vuelve, Temple ve sus delicados ojos verdes y su cara bien afeitada, y supone que tendrá unos cinco años más que ella.

—Señora Grierson —anuncia Johns—, esta joven dama y su amigo iban de viaje y necesitaban ayuda. La señorita Sarah Mary Williams.

—En realidad no necesitamos ayuda —dice Temple—, tan sólo comer un poco o… no sé.

—¡Bueno, esto sí que es una sorpresa agradable! —dice la señora Grierson levantándose de la mesa y cruzando la sala para coger a Temple en los brazos y besarle ambas mejillas.

—Bienvenido, señor —dice ella, ofreciéndole la mano al hombretón de ojos lentos que permanece junto a Temple.

—Ah, no se preocupe por él —dice Temple—. No sabe estrechar la mano…

Pero, para su sorpresa, él alarga la suya y estrecha la mano de la señora Grierson.

—Venid, venid —dice la señora Grierson—. Quiero que conozcáis a mi nieto Richard.

El joven que estaba tocando el piano se pone en pie y se inclina levemente hacia ellos.

—Nieto… —dice Temple—. Con tanto señor y señora, creí que serían marido y mujer.

—No, por Dios. Llevo viuda desde más tiempo que el que abarca mi memoria. Ahora sólo estamos mis niños y yo: mis niños son mis dos nietos y su padre. Su pobre padre no se encuentra bien en estos momentos, me temo. ¿Os apetece una infusión helada?

Temple mira el vaso que reposa sobre la mesa de juego.

—¿Qué tiene dentro, plantas?

—Es menta fresca. La cultivamos en el jardín.

—Vale, me apunto.

Entonces Johns deja la sala y entra una mujer que podría ser su esposa o su hermana llevando una bandeja con vasos de infusión helada, la pone en la mesa de café y vuelve a salir. Se sientan alrededor de la mesa, en los sofás, a hablar, y Temple hace un especial esfuerzo por ser cordial y actuar como una dama. Intenta no tragarse la infusión como le gustaría hacerlo, sino más bien beberla a pequeños sorbos, tal como hace la señora Grierson, y trata de no olvidarse de que debe limpiarse los labios en la pequeña servilleta de tela que hay al lado de su vaso y no en la manga. Se sienta hacia atrás y cruza las piernas, tal como le dijeron una vez que debía hacer, en vez de sentarse hacia delante con los codos en las rodillas, que obviamente es el mejor modo de sentarse si tienes que estar dispuesto a defenderte en cualquier momento.

—Ahora cuéntanos de dónde eres, Sarah Mary —dice la señora Grierson.

—¿Yo…? Soy de por aquí… sólo dos ciudades más allá. —Y señaló en una dirección.

—¿O sea, que eres de Georgia? Estaba segura. Sé distinguir a un pimpollo de Georgia en cuanto lo veo. ¿De qué ciudad? ¿Lake Park? ¿Statenville?

—De Statenville. Ésa es. Yo y él crecimos allí. Él es mi hermano. Mi madre esperó quince años para volver a intentarlo debido a la manera como salió él.

—No deberíais viajar solos —dice Richard. Pese a su edad, tiene voz de niño, y cuando quiere conferirle un tono de autoridad, se traba—. Me alegro de que nos hayáis encontrado. Cuidaremos de vosotros.

—Gracias, Richard —dice Temple con cortesía—. Me gustó la canción que estabas tocando.

—Era Chopin. Sé tocar otras piezas. Deberíais quedaros con nosotros, fuera no se puede estar seguro.

—Vamos, Richard —le reprende la señora Grierson—. No hablemos de cosas desagradables. Ni me acuerdo de la última vez que tuvimos una muchacha en la casa, aparte de Maisie. ¿Sabes, Sarah Mary? No he tenido nietas. Tengo algunos vestidos preciosos ahí arriba, que apuesto a que te vendrían perfectamente. Antes de cenar podemos subir y echarles un vistazo. Por supuesto, podéis quedaros los dos todo el tiempo que queráis. Tenemos muchísimo sitio para acoger invitados.

—¿Dos nietos? —pregunta Temple.

—¿Cómo dices?

—Antes dijo que tenía dos nietos…

—Ah, sí, Richard y James, mis dos niños. Sólo somos los cuatro, me temo. Pero son unos chicos muy majos. Chicos apuestos y con talento.

—A mi hermano mayor —dice Richard—, le gusta recluirse en su habitación cuando no pasea por el campo. Es mi hermano y le quiero, pero puede ser…

—Richard —le advierte la señora Grierson.

—Sólo iba a decir esquivo, abuela. Esquivo. ¿No te parece que esa palabra lo define muy bien?

—Mis niños —le dice ella a Temple—. Me cuidan tan bien…

Lo primero que hace es pedirle a Johns que le abra la cancela para sacar el coche de la carretera y aparcarlo detrás de la casa.

Después, a ella y a su compañero les muestran las habitaciones de invitados. Lo hace Maisie, la mujer que les había llevado antes la infusión fría, y a la cual la señora Grierson llama «chica», aunque debe de tener dos veces la edad de Temple.

—¿Te gusta estar aquí? —le pregunta Temple cuando ya Maisie se dispone a irse.

—¿Dónde si no, señorita?

—Quiero decir, ¿te tratan bien?

—Los Grierson son muy amables.

Temple asiente con la cabeza y observa las blondas y el papel estampado con flores que cubre las paredes por encima del zócalo de madera.

—Al despertar en esta casa —comenta Temple—, no adivinaría uno que el mundo ha sido medio devorado, ¿verdad?

—¿Cómo dice?

—No importa.

Temple encuentra en el cuarto de baño una anticuada bañera que se sostiene sobre cuatro zarpas, y decide darse un buen remojo para proporcionarle un descanso a su mano dolorida.

—Me voy a meter aquí un rato, bobo —dice ella—. No rompas nada. Será mejor que te metas las manos en los bolsillos.

Temple hace el gesto, y él la imita. Entonces ella va al cuarto de baño y cierra la puerta. Más tarde, cuando vuelve a salir, lo encuentra sentado en el borde de la cama, toqueteando algo con la mano derecha, que debe de haber sacado del bolsillo.

—¿Qué tienes ahí? —le pregunta—, cogiéndole el papel de la mano. O sea, que primero me entero de que sabes dar la mano como un auténtico caballero, y ahora esto. Me da que tú estás lleno de secretos, bobo.

El papel tiene números y letras escritos. Parece que se tratara de una dirección con alguna otra cosa escrita por encima.

—¿Cuánto tiempo hace que tienes esto? —le pregunta Temple metiéndoselo en el bolsillo de su propio pantalón. Supongo que tendré que averiguar qué es lo que dice, ¿no?

Llega la señora Grierson para conducirla a otra estancia, en la que, con gran deleite, hace pasar a Temple a un enorme vestidor cuadrado para verla salir de él vestida con diferentes vestidos de colores. Cada vez que Temple sale, la señora Grierson se lleva las manos a los labios y sonríe, después se le acerca y le hace al conjunto varios pequeños retoques, porque invariablemente Temple se lo ha colocado mal.

Es la segunda vez en sólo una semana que a Temple la viste una dama. Eso le disgusta, pero accede porque para cierto tipo de mujeres hacer de modelo cuenta como si fuera dinero, y Temple sabe que va a contraer con la señora Grierson una deuda importante.

—¡Eres adorable! —le dice la señora Grierson—. Tienes que tener muchísimo éxito con los jóvenes.

—Sí, normalmente con esos que hay que derribar.

—Ah, qué pillina. A mí no me puedes engañar, recuerdo bien cómo era ser joven.

—¿Cómo era?

—Peligroso —dice ella como si eso fuera una buena cosa—. Por supuesto —comprende Temple—, el peligro de ser joven consistía para ella seguramente en llegar tarde a casa, o que te pillaran cogiendo un poco de güisqui de la despensa familiar, o besando a un chico junto a la pérgola del jardín mientras otro te esperaba en el balancín del porche.

A la hora de cenar, se sientan todos en el comedor alrededor de una mesa demasiado grande de madera pulida. La señora Grierson se sitúa en la cabecera. Hay dos cubiertos puestos en el lado de la izquierda para sus nietos, y a la derecha dos cubiertos más para los invitados. Para la ocasión, Temple ha sido ataviada con tafetán de color melocotón, y lleva el pelo habilidosamente arreglado encima de la cabeza.

—Me temo que el señor Grierson sigue demasiado enfermo para acompañarnos —dice la señora Grierson—. Le diré a Maisie que le lleve un plato a la habitación.

—Supongo que si tiene tanta hambre como yo —comenta Temple engullendo el vaso entero de agua helada con limón—, no le importará mucho en qué habitación le pongan el rancho.

La señora Grierson y su hijo la miran con las manos pulcramente colocadas en el regazo.

—Eeeh —dice Temple—. Perdón. Hace mucho que no ceno en plan fino y eso. No me sale natural.

—No te preocupes, cielo —le dice la señora Grierson.

Temple observa la silla vacía que hay al lado de Richard Grierson.

—Supongo que esperamos a tu hermano…

—James bajará de inmediato —asegura la señora Grierson.

Y en cuanto ha pronunciado esas palabras, se abren las puertas del comedor y entra James Grierson, que se deja caer en la silla al lado de su hermano.

—Tenemos una invitada, James —le dice la señora Grierson.

—¡Eeeh!, saluda James.

Es evidente que se trata del mayor de los dos, no por ninguna señal física, sino más bien como resultado del peso espiritual que parece cargar sobre los hombros. Es de piel más pálida que su hermano, pero es hombre oscuro en esos aspectos en que su hermano resulta claro. Tiene los ojos hundidos y cansados, desprovistos de toda la superficial dignidad que presenta la mirada de Richard. Sin embargo, su gravedad no carece de atractivo: es el tipo de hombre que provoca curiosidad y preocupación en lo más hondo de Temple.

—Sarah Mary —dice la señora Grierson—, ¿quieres bendecir la mesa?

—Eeeh… mejor no. Nunca encuentro las palabras adecuadas.

Así que lo hace Richard en su lugar:

—Regocijémonos en el Señor, oremos a Él sin descanso, demos gracias a Dios por todas las cosas, pues ésta es Su voluntad.

—Amén —dice la señora Grierson, y Temple añade otro amén por su cuenta.

—Y alabemos a Jesús por no haberla palmado todavía —dice James Grierson. A continuación mira a su hermano y añade—: los que no lo hemos hecho.

—¡James…! —advierte la señora Grierson.

La comida es la más rica que jamás haya probado Temple: pollo a la sal con bolitas de masa, cazuela de maíz inflado, judías verdes con champiñones y cebollitas crujientes por encima, pan de maíz, y de postre un pastel de melocotón que le provoca ganas de pasar el dedo por todo el plato para no dejar ni una brizna en él.

—Entonces, Sarah Mary —dice James, alargando el nombre como si no le gustara—, ¿de dónde eres?

—Es de Statenville, James —responde por ella la señora Grierson.

—¿En serio? —le pregunta—. ¿Te gusta Statenville?

—Está bien, me parece.

—No sabía que quedaran supervivientes en esa ciudad.

—Hay unos pocos.

—Debe de ser horrible estar ahí fuera —interviene Richard—. Una chica de tu edad expuesta a tal monstruosidad. A esas cosas

Se estremece.

—No son tan malos —responde ella—. Sólo hacen lo que se supone que tienen que hacer. Como todo el mundo.

—¿Se supone que tienen que sacarle las tripas a los niños? —pregunta James a bote pronto—. ¿Se supone que tienen que jugar al tira y afloja con los intestinos de hombres temerosos de Dios?

—¡James! —advierte la señora Grierson—, ¡no te lo voy a repetir!

—¿Se supone que tienen que devorar poblaciones enteras?

—¡Es suficiente, James! Me niego a oír cosas tan horribles en la mesa!

—Te niegas —dice James mirando a su abuela y riéndose—. Te niegas…

Entonces corre la silla para atrás, tira la servilleta en el plato y sale de la estancia.

La señora Grierson observa cómo se va, recobra la calma, y a continuación sonríe a Temple con mucha dignidad.

—Te ruego que disculpes el comportamiento de mi nieto —le dice.

—No hay nada que disculpar —responde Temple—. A veces uno tiene que romperse en trozos para volver a recomponerse.

—La vida lo ha tratado con dureza —explica la señora Grierson.

—Estuvo en el ejército —añade Richard.

—Tengo que irme de este sitio, bobo. Podemos quedarnos unos días más para perder de vista al amigo Moses, pero no quiero pasarme la vida encerrada tras una alambrada eléctrica.

Temple lo mira. Él está sentado en el borde de la cama, donde ella le dijo que se quedara. Proyecta las yemas de los dedos en el aire, como si hubiera algo en ese aire y él le prestara toda su atención.

—Es un enigma lo que tú ves en este mundo, bobo.

Temple medita.

—Sin embargo, éste no es un lugar del todo malo para ti. Dales unos días para que se encariñen contigo, y te habremos conseguido un nuevo hogar: tendrás un montón de gente para prepararte la cena y cuidar de que no te hagas daño.

Temple asiente con la cabeza y descorre la cortina para mirar por la ventana.

—Están un poco majaras, desde luego. Pero es el sitio más bonito que tú y yo veremos en toda nuestra vida.

Después, cuando se pone el sol, Temple sale de la casa para acercarse al coche y coger la daga de los gurkhas, porque no consigue dormir bien si no la tiene a mano. El coche está aparcado tras la casa, donde la colina continúa ascendiendo hasta convertirse en parte del denso bosque. Desde donde se encuentra, distingue a duras penas un sendero que serpentea por entre los árboles, y al pie de ese sendero la débil silueta del hombre.

—¿Estás mirando algo? —le pregunta lo bastante alto para que le oiga quienquiera que sea.

Pero la silueta no responde, sino que se vuelve y asciende por el camino hasta desaparecer en el intenso follaje.

Ella se vuelve para observar la casa. Las ventanas iluminadas la saludan con ese tipo de seguridad que otorgan los ambientes previsibles. Entonces ella lanza un suspiro y se mira los zapatos que le ha regalado la señora Grierson. Combinan muy bien con el vestido de tafetán, pero no aguantarán una caminata por el bosque.

—Qué pena, son unos zapatos preciosos.

No hay luna, y Temple sigue el sendero subiendo por entre los árboles, guiándose más por el tacto que por la vista, blandiendo por delante de ella la daga de los gurkhas. Le preocupa menos la posibilidad de tropezar que la de darse de bruces contra la alambrada eléctrica que traza el contorno de la propiedad.

El sendero serpentea de un lado para otro por la ladera de la colina. De vez en cuando le parece que oye pasos que no son los suyos. Si suenan detrás o delante de ella, eso no lo sabe, pero sí que dejan de oírse en cuanto ella se detiene a escuchar.

En una oscuridad total como aquella, no tiene intención de sorprender a nadie con su presencia, así que grita:

—¿Por qué no sales, seas quien seas, y nos damos juntos un paseo de medianoche? No quisiera hacerte un tajo por mero accidente.

No hay respuesta, y ella mira hacia atrás, hacia la casa. Ha quedado oculta tras los árboles, pero Temple distingue su tenue resplandor en la parte inferior del cielo. Continúa ascendiendo la colina.

No tarda en salir a un claro que hay en la cima, desde el cual tiene una excelente vista. La ciudad infestada de pellejos se halla a sus pies, iluminada tan sólo por unas lucecitas que brillan en la atmósfera nocturna. En esas zonas iluminadas puede distinguir las babosas que se tropiezan unas con otras, apretadas y diminutas en la distancia. Lo único que se oye es el susurro de las hojas, en una tranquilidad que contrasta con el denso cuadro de horror que se ofrece allí abajo.

Alguien debe ir a menudo a aquel claro, pues hay en él un banco, así como una pequeña mesa de hierro pintada de blanco y un vaso encima. En el suelo cerca del banco se encuentran dos botellas vacías. Soldados muertos, solía llamarlas el tío Jackson.

—Te estoy apuntando a la cabeza con una pistola —le dice una voz por detrás—. No te vuelvas.

Temple se vuelve: es James Grierson.

—Te dije que no te volvieras.

—Te oí perfectamente.

—¿Piensas que no voy a disparar contra ti?

Nunca he visto que nadie dispare contra otro sin tener una razón, buena o mala.

—Me parece que en eso te equivocas, pequeña. Por si no lo has notado, la razón es algo muy escaso en este mundo.

—Entonces más vale que me mates al primer disparo, porque si te alcanzo con esta daga, te haré un destrozo permanente.

La mira desde el otro lado del cañón de la pistola, con una expresión de ponderación en el rostro, como si estuviera sopesando qué papel darle en una obra de teatro, en vez de si disparar contra ella o no. Entonces baja la pistola. En la otra mano tiene una botella: se la lleva a la boca, y bebe.

—Es una noche hermosa —comenta él—. Sin asomo de luz, y con las bestias del infierno allá abajo. ¿Qué te parece si te sientas conmigo a tomar algo?

Parece haberse olvidado de la pistola.

—De acuerdo —responde ella—. Ésa me parece una actitud más civilizada.

James se sienta en el banco y deja la pistola en la mesa. Temple se sienta al otro extremo del banco, y ambos contemplan la ciudad. James le pasa la botella. Temple bebe de ella y se la devuelve.

—Es un buen wisky.

—Bourbon Hirsch de dieciséis años: sencillamente el mejor.

Beben.

Miran a lo lejos. Él señala hacia abajo, donde se encuentra la ciudad:

—Una plaga de babosas ha caído sobre nosotros. Un azote del mal que burbujea desde el infierno.

Se ríe, pero ella no sabe si es porque está bromeando, o porque no lo está haciendo.

—Yo no sé nada del mal —dice Temple—. Los pellejos no son más que animales, eso es todo. El mal es algo de la mente. Nosotros los humanos estamos bien servidos de él.

—¿Crees que eso es verdad? ¿Tú eres mala, Sarah Mary?

—No soy buena.

James Grierson la mira de modo duro y penetrante. James tiene una piel pálida que casi brilla en la negra noche. Da la impresión de ser alguien capaz de abofetearte o de besarte, y que no podrías decir cuál de las dos cosas se dispone a hacer. Al fin y al cabo, las dos significarían lo mismo.

—Tú eres un soldado —le dice él—. Como yo. Has hecho cosas de las que no te sientes orgullosa. Llevas dentro de ti una vergüenza feroz, pequeña. Noto esa vergüenza: te arde en las entrañas como un reactor. ¿Es ése el motivo de que te muevas tan rápido y con tanta dureza?

Temple contempla la ciudad de las babosas. Siente los ojos de él puestos en ella, y no le gusta pensar en lo que están viendo.

—¿Has estado en el ejército?

—Sí —le contesta él antes de echar un trago.

—¿Cuánto tiempo?

—Dos años. Estuve destinado en Hattiesburg. Intentábamos recuperar la ciudad.

—No sería una tarea fácil.

—Habíamos montado emisoras de rescate, transmisores de radio. Trabajábamos levantando cercas defensivas. Pero ellos no paraban de avanzar.

—A las babosas les gusta estar donde hay acción, comenta ella.

—Pensábamos que resistiríamos. Los matábamos y quemábamos los restos. Las mujeres atendían la hoguera, y olía a cadáveres quemados día y noche. Nos repartíamos la tarea: primero una descarga de balas, y a continuación actuaban los equipos de limpieza. Pero después había más. Seguían viniendo. No se podía imaginar uno que hubiera tantos muertos.

—¿Y después…?

—Fue demasiado. Se nos acababa la munición, todo el mundo estaba agotado. Una niña cayó en el fuego, y su madre intentó sacarla. Murieron las dos y hubo que quemarlas. Lo peor era el estado de ánimo: no se puede luchar contra un enemigo como ése, porque no hay manera de vencerlo.

—¿De modo que abandonasteis?

—Retrocedimos. Nos fuimos a puestos más seguros. Nos dieron la opción de volver a casa, y yo la acepté.

—Te fuiste a cuidar a tu familia.

Él levanta al cielo la botella.

—La dinastía Grierson se aferra a su gloriosa historia. Cierra los ojos a la modernidad en todas sus formas.

Él se inclina hacia ella y le apunta a la cara con la botella:

—He estado más cerca de los muertos vivientes en esta casa que cuando me encargaba de apilarlos en una hoguera de cinco metros de altura.

Le pasa la botella y se recuesta contra el respaldo del banco. Temple bebe.

—Tu familia hace lo que sabe hacer, eso es todo.

—Como las babosas, ¿verdad?

—Supongo que no es la primera vez que se hace esa comparación.

Él vuelve a mirarla, y ella siente que se le tensa la piel.

—¿De dónde eres exactamente, Sarah Mary Williams? Y no me digas que de Statenville. He estado en Statenville: es una ciudad fantasma.

—He estado un tiempo en el sur. Encontré un sitio muy majo, pero me fui porque los pellejos estaban logrando entrar. Antes de eso me moví mucho: Alabama, Mississipí, Texas… En una ocasión llegué tan al norte como Kansas City.

—¿Y tus padres?

—¿Qué pasa con ellos?

—¿Dónde están?

—Es algo que me cabrea. Supongo que tendré padres, pero o bien se fugaron por ahí, o murieron antes de que pudieran dejarme ningún recuerdo.

—¿Y qué me dices de…?

Señala la casa.

—¿Es tu hermano de verdad?, le pregunta.

—¿Él…? No, no… No es más que un bobo que recogí hace poco. No habla mucho, pero obedece realmente bien. Me imagino que podría levantar un buen peso, con lo grandote que es. Sería un buen trabajador si alguien necesitara uno.

—¿O sea, que no tienes ningún familiar?

Temple se encoge de hombros y aspira hondo, pasándose el dorso de la mano por la nariz.

—No realmente. En otro tiempo tuve un niño a mi lado: Malcolm. Es posible que fuera mi hermano, pero no lo sé de cierto porque todos los papeles del orfanato se quemaron. Y estaba el tío Jackson, pero a ése lo llamábamos tío sin que lo fuera. No era nuestro tío de verdad ni nada parecido.

—¿Qué les sucedió?

—Al tío Jackson lo agarraron.

Ocurrió en la cresta de la colina, donde el tío Jackson iba a cazar conejos. Estaba agachado en un barranco, apuntando con mucho cuidado, cuando sintió unas manos sobre él, y unos dientes que se hincaban en la carne del antebrazo. Dijo que no había visto acercarse la cosa. Que debía de haber estado allí, entre las hojas, durante quién sabe cuánto tiempo, esperando que llegara algo de comida: como una planta carnívora o algo así.

Temple lo encontró después, lo vio cuando regresaba a la cabaña:

—Vas a tener que hacerme un favor, pequeña. No va a ser agradable. ¿Estás preparada para hacerlo?

Temple asintió con la cabeza.

Él la llevó hasta un árbol caído, se arremangó, extendió el brazo y le dijo que le atara bien fuerte el cinturón por encima del codo. Temple lo hizo. Entonces él le dijo que empleara su daga de los gurkhas para cortarle el brazo:

—Sólo un golpe rápido. ¿Crees que podrás hacerlo?

—Te va a doler mucho, ¿no?

—No dolerá tanto como la alternativa, pequeña. Ahora, vamos. Puede que sólo tengas trece años, pero tienes un brazo tan bueno para cortar como nunca he visto. ¿Podrás hacerlo?

Temple asintió con la cabeza.

El tío Jackson se metió en la boca el extremo suelto del cinturón para no gritar mientras ella lo hacía.

Ella bajó la daga con rapidez y firmeza, tal como él le había enseñado.

Después de eso él apenas podía caminar, así que Temple lo cogió del brazo que le quedaba, lo llevó a la cabaña y le hizo acostarse en su catre.

—¿Qué le ha pasado al brazo del tío Jackson? —preguntó Malcolm. Miraba al hombre que estaba tendido en la cama, al otro lado de Temple. Malcolm era de los que se preocupan por todo, y a veces se alteraba tanto que había que calmarlo haciéndole respirar dentro de una bolsa.

—Ha tenido un accidente.

—¿Ha sido un pellejo?

—Se pondrá bien. Ve al pozo y tráeme un poco de agua.

—Pero ¿dónde tiene el brazo?

—Haz lo que te he dicho.

Calentaron agua en la estufa de leña y le pusieron al tío Jackson trapos húmedos en la frente, tratando de hacerle beber. Durante mucho tiempo estuvo sufriendo pequeños ataques. Movía la cabeza a un lado y a otro, y con la mano que le quedaba se agarraba el lugar donde tendría que haber estado el otro brazo.

Al final se durmió, igual que Malcolm. Ella estaba sentada muy erguida, observando al tío Jackson a la luz de la lumbre.

El tío Jackson despertó pasada la medianoche, pero ya no era el mismo. Lo embargaba esa tranquilidad propia de alguien que se ha dado por vencido.

—¿Cómo te encuentras, pequeña?

—Estoy bien —respondió ella.

—A mí me ha agarrado —explicó él—. Lo noto.

—Pero, tu brazo… A lo mejor hemos llegado a tiempo. Puede que no te pase nada.

Él negó con la cabeza.

—Lo noto —dijo—. Eso está dentro de mí. Sea lo que sea, forma ya parte de mí. Tendrás que llevarte de aquí a Malcolm.

—No —repuso ella—. No lo puedes saber. Te encuentras mal, pero podría tratarse de otra cosa. Puede que te pongas bien. Podría no ser eso.

—Escúchame, pequeña. Tienes que comprenderlo, porque es importante. Cuando ocurre, uno lo nota. ¿Entiendes? ¿Me estás escuchando? Cuando ocurre, uno lo sabe.

—Pero…

—Pásame esa pistola que está en la mesa.

Ella le entregó la pistola. Él extrajo el cargador.

—Ahora quita todas las balas menos una.

—Podría ser…

—Vamos, pequeña. Haz lo que te pido. Deja sólo una bala. Necesitarás las demás.

Lo hizo.

—Ahora coge las pistolas y mételas en el maletero del coche. Llévate a Malcolm, y alejaos de aquí para no volver nunca. ¿Lo has entendido? ¿Me escuchas?

Ella se secó los ojos en la manga y negó con la cabeza.

—Temple, te estoy hablando —le dijo él. Su voz sonó brusca, e hizo que ella se pusiera bien tiesa—. Ahora harás exactamente lo que te diga, ¿de acuerdo?

—Sí, señor.

—Yo estaré bien aquí. Cuidaré de mí mismo hasta que eso se apodere de mí.

Apretó la pistola contra el pecho.

—Ahora tienes cosas más importantes en las que pensar. De algún modo, has hecho de este mundo tu hogar. No sé cómo lo has logrado, pero el caso es que lo has logrado. Y eso significa que puedes ir adonde quieras. El mundo entero es tu patio trasero. ¿Me comprendes?

—Sí, señor.

—No permitas que nadie te diga nunca que no perteneces al lugar en que te encuentras. Eres mi niña, y vas a llegar alto y ponerte por encima de todos.

—Sí, señor.

—Ahora, vamos: fuera de aquí. Ésa es mi niña. Te recordaré. Promesa de muerto. Adondequiera que vaya mi mente, te prometo que te llevará con ella.

—A todo el mundo le llega la hora de morir —dice Temple—. Aquella fue la suya. Supongo que Dios lo tiene todo escrito en alguna parte. Aunque no creo que nos haría ningún bien leerlo.

James le pasa la botella, y Temple bebe. El ardor se le extiende por el pecho y le llega a las mejillas. Toquetea con los dedos el terso tafetán de su vestido. El cálido aire nocturno le hace cosquillas en la nuca y le produce escalofríos.

—¿Cuánto tiempo estuviste con él?

—Dos, tres años —dice ella encogiéndose de hombros—. No se me da muy bien calcular el tiempo.

—¿Y estás viajando desde entonces?

—Más o menos.

—¿Qué me dices del niño? De Malcolm. ¿Qué le pasó a él?

Temple aprieta los labios y mira al frente, hacia el horizonte negro amoratado.

Fue el gigante que se encuentra a las afueras de Tulsa. Allí fue donde sucedió. Bajo el gigante. Se trata de un hombre de hierro con casco que yergue orgulloso sus ocho pisos de altura. Tiene un brazo en jarras, el puño puesto en la cintura mientras el otro descansa en una torre de perforación petrolífera. Una cosa adusta y potente, que parece como un soldado de Dios que haría temblar la tierra con sus pasos. La gente de por allí le había hablado de él, le habían dicho que era un artilugio del pasado, un imponente homenaje a la industria del petróleo durante las pasadas décadas de esplendor.

Malcolm tenía que verlo.

Así que tomaron un desvío y fueron a detenerse allí. Lo contemplaron desde abajo y se sintieron diminutos.

—¿Quién lo construyó? —le había preguntado Malcolm.

—No lo sé. La ciudad, supongo.

—¿Para qué lo hicieron?

Temple se encogió de hombros:

—No lo sé —respondió—. A la gente le gusta construir cosas grandes. Me parece que se sienten como si estuvieran haciendo un gran progreso.

—¿Un gran progreso hacia dónde?

—Eso da igual. Da igual que sea para llegar más alto o más hondo o más lejos. Con tal de que uno se mueva, no importa mucho adónde vaya ni qué sea lo que está persiguiendo. Por eso lo llaman progreso. El progreso sigue por sí mismo, sin pararse.

—¿Siguen construyendo cosas como ésta?

—No muchas, me parece.

—¿Eso es porque ya no hay progreso?

—¿Qué estás diciendo? Claro que sigue habiendo progreso. Lo que pasa es que el progreso ya no consiste en hacer estatuas de hierro.

—¿Dónde está entonces?

—En un montón de sitios. Por ejemplo, dentro de ti.

—¿Dentro de mí?

—Claro. En toda la historia del planeta no ha habido nunca un niño como tú. Un niño que haya visto las cosas que has visto tú. Un niño que se vea metido en las peleas que te metes tú. Tú eres algo completamente nuevo. Un último modelo.

Malcolm pensó en ello mientras se rascaba el picor de la nariz. Entonces volvió a levantar la vista hacia el hombre de hierro.

—El caso es que me gusta —dijo—. No va a morir nunca.

Tenía razón. Él le hizo coger el desvío, y le hizo parar el coche para mirarlo. Y después todo sucedió como sucedió, y no hay nada que ella pueda hacer para volver atrás y cambiar las cosas, pero sobre el hombre de hierro él tenía razón. Era un gigante sobrecogedor que hablaba de la ingenuidad y el orgullo humanos, y del espectro inmortal de la evolución, un objeto de poder que proyectaba su sombra mucho más allá del otro lado de la carretera, hacia las fértiles llanuras de Estados Unidos. Un país de locura y maravilla, de magnificencia y perversidad. Sentirse como Dios cenando en el cielo, entre horizontes de color azul y rosa, una frontera abierta a base de aliento e industria, y parece que Dios mismo pudiera ahogarse en la belleza del lugar, pudiera hacerse un ovillo y morir contemplando su propia creación, con todos los rojos de navaja del oeste y el descompuesto sur, siempre inclinado en postura elegante, el aullido del coyote, el canibalesco kudzu y las polvorientas ventanas que no han visto un trapo del polvo desde…

—Eh —dice James Grierson—. ¿Adónde te has ido?

Se da cuenta de que lleva un buen rato sin decir una palabra. Hay cosas en las que no le gusta pensar, pues pensar en ellas le ocupa cada átomo de su mente y de su cuerpo.

—¿Eh…? —dice ella.

—Te preguntaba por el niño. ¿Qué le ocurrió?

—Ya no está conmigo.

—Pero ¿qué ocurrió?

James Grierson con su pálida piel y sus ojos oscuros. Es distinto ahora que antes, y podría flotar por los aires haciendo círculos.

Para que se calle, ella se inclina hacia él y le besa fuerte en los labios. La botella que está entre los dos se cae al suelo, y Temple prueba el aliento de James, que sabe como su propio aliento, y él le coge la cabeza en las manos y la besa como si quisiera consumirla.

Durante un rato Temple lo besa con fuerza, y es como si fueran dos lobos que se mordisquean el uno al otro.

Temple levanta su cuerpo y lo balancea para sentarse a horcajadas sobre él, en el banco. Entonces alarga la mano y le desabrocha los pantalones.

—Eh —dice él, apartándose de sus besos—. Espera. No podemos… tú eres…

—No pasa nada —dice ella sintiendo en el cuello la humedad de sus labios—. No puedo tener niños.

Alarga la mano y lo aferra. Está caliente, como si estuviera bien guisado. Y ella se aprieta con fuerza hacia abajo, contra su pierna.

—Pero, espera —repite él—. Esto no está bien. Yo tengo veinticinco años y tú eres…

—Cállate —le dice ella—. Y hazlo. Ya está bien de pensar. No tienes más que hacerlo.

Temple le tapa la boca con la suya. Mete la mano bajo el vestido, se aparta a un lado la ropa interior, se levanta y se coloca encima de él, y las rodillas empiezan a dolerle en las tablas de madera del banco, pero lo que tiene dentro de ella es una cosa viva, y le gusta el modo en que su cuerpo la agarra. Y le gusta pensar cómo será la sensación que él siente al contacto con esa parte de ella que la constituye en mujer. Y la palabra le retumba en la cabeza: mujer, mujer, mujer, mujer, y ella se la cree, sabe que es verdad. Mierda si no se la cree con el estómago y los dedos de los pies y hasta con los dientes.

Al día siguiente despierta cuando el sol todavía está muy bajo en el cielo. Se dirige a la ventana y contempla el liso camino de los coches, el barranco cortado hasta lejos en la tierra, y más allá, como una superficie plana, el cielo.

Abre la puerta que comunica con la habitación de al lado y ve aquella forma corpulenta hecha una maraña con las sábanas y mantas de la cama. Las dos almohadas han caído al suelo, y una mano descansa en la mesita, donde ha derribado el despertador.

—Eres lo más inútil que he visto nunca, ¿a que sí, bobo?

Coloca en su sitio el despertador e intenta cubrir con las sábanas el cuerpo dormido, pero al hacerlo se sueltan las mantas dejando los pies al descubierto, así que se dirige al otro lado de la cama e intenta volver a taparle los pies, pero sólo puede encontrar una punta de la manta, y con eso no se puede hacer gran cosa. Al final suelta la manta y se queda mirando al bobo con los brazos en jarras.

—Menos mal que te hemos encontrado este lugar, bobo, porque una cosa está clara: para mamá no valgo.

Llega música desde el salón del piso de abajo.

La señora Grierson está sentada en una silla con respaldo en forma de abanico, escuchando discos y tejiendo algo de color azul claro y largo.

—Te levantas tempranito —comenta la señora Grierson.

—No duermo mucho.

—Siempre tienes que estar haciendo algo, como yo.

—Supongo que sí.

Se sienta al lado de la señora Grierson y le cambia los discos cuando llegan al final. No había visto nunca un tocadiscos salvo en las películas, y le gusta contemplar el delicado mecanismo. La música es rápida y alegre, con muchos instrumentos de metal, y suena como algo que se podría estar bailando en un salón lleno de gente con faldas y jerseys.

Más tarde hay un desayuno formal, que incluye galletas, mermelada, café, y a todos los Grierson sentados en torno a la mesa, con Richard y su madre tratando de enzarzar una conversación agradable mientras James mira a Temple sólo cuando ella no lo mira a él. Pero ella lo ve por el rabillo del ojo.

Después de desayunar, Temple se lleva un plato lleno de galletas a la habitación contigua a la suya, y Maisie le ayuda con aquella especie de oso lento, levantándolo, dándole de comer y vistiéndolo. Maisie es buena con él y le habla como si fuera un bebé de cien kilos. Él parece responder a su voz.

Después, se encuentra con que no tiene nada que hacer. La señora Grierson hace solitarios en su salón, y Richard practica al piano la misma canción una y otra vez sin ninguna diferencia que ella consiga apreciar. En cuanto a James, no lo ve por ninguna parte. Se pregunta cómo puede la gente vivir aquel tipo de vida, encerrada en una casa llena de ventanas que le muestran a uno dónde podría estar.

Sale y camina alrededor de la casa, baja por el camino del coche y vuelve a meterse en el bosque que domina la casa. Encuentra el alambre electrificado y sigue recorriendo los límites de la propiedad, intentando no llenarse los pies de barro. Se trata de una propiedad de buen tamaño, y le lleva media hora recorrer todo el perímetro. A un lado de la casa hay una pérgola, y un columpio de madera cuelga de la rama de un árbol. Se sienta en el columpio y se impulsa varias veces hacia delante y hacia atrás con las piernas.

—¿Qué haces?

James Grierson aparece por detrás de ella, apoyado contra un árbol.

—Nada —le dice—. Sólo probando este columpio. Chirría, pero funciona.

—No es eso lo único que haces. Has dado la vuelta a la propiedad dos veces ya esta mañana. ¿Estás haciendo un reconocimiento?

—No. Sólo me estaba asombrando de que el mundo se haya vuelto de repente tan pequeño que se puede recorrer dos veces en una mañana.

Él asiente con la cabeza.

—De todas formas, ¿qué haces tú siguiéndome? —le pregunta ella.

—Escucha —dice él—. Anoche… yo no debería haber… yo no pretendía… Creo que fue un error.

—¿A qué te refieres? ¿Quieres decir que no estás enamorado de mí? ¿Quieres decir que no me vas a poner un pomposo vestido blanco para llevarme al altar?

Temple se ríe.

—De acuerdo —dice él, bajando la mirada al suelo—. Sólo quería dejar las cosas claras. Yo sólo estaba…

—¿Quieres decir que he mancillado mi floreciente doncellez con un hombre que no tiene en mente nobles planes para nuestro futuro?

Temple vuelve a reírse. Él parece abatido.

—¿Cuándo me presentarás a tu padre para que pueda conseguir su aprobación?

—Ya basta —dice él, con una mirada feroz.

—Vale, vale. Sólo te estaba tomando un poco el pelo. Los Grierson sois gente muy susceptible. Todo son galletitas y barquitos en miniatura, y un minuto después el ultraje y el espanto. Tu familia vive en los extremos, mientras el resto del mundo ha tenido que hacerlo en los medios.

—Lo siento. Has hablado de conocer a mi padre…

—Está enfermo, ¿no? ¿Desde hace mucho?

—Cosa de un año.

—Eso es mucha enfermedad. ¿Qué es lo que le ocurre?

—Lo que le ocurre es que nació Grierson. Esta familia es una enfermedad.

—Ah, vamos… No sois tan malos. Puede que un poco chiflados, pero tenéis buen corazón.

—¡Corazón! —dice él burlándose—. ¿Quieres ver un buen corazón? Déjame que te lo muestre. Vamos… Te voy a presentar a mi padre.

—Pero bueno —dice ella—. Yo lo decía bromeando. No necesito conocer a más gente de tu familia. Tengo suficiente con los que conozco ya.

—No, con mi padre disfrutarás. Es distinto: mucho más tratable que nosotros.

La agarra de la muñeca y se la lleva de regreso a la casa, pero una vez dentro no suben por la escalinata, sino que penetran por una puerta de la cocina que desciende al sótano. Huele a humedad, y hay también otro olor que ella reconoce. Al darle al interruptor, se encienden las luces y ve una jaula hecha de alambrera y madera sin tratar. El suelo de cemento está cubierto con alfombras de pelo largo.

Al principio parece que no hubiera nada en toda la jaula. Después lo ve, acurrucado en un rincón.

—Te presento a Randolph Grierson —anuncia James—: el patriarca de la familia Grierson, el preciado hijo de Edna Grierson, un auténtico monumento a la aristocracia estadounidense, y mi padre.

La cabeza se mueve lentamente, elevándose para exponer unos labios resecos y unos ojos hundidos, además de la piel gris que está desprendida a trozos y ennegrecida por los bordes. La mirada misma parece turbia, como la de un ciego cuyos ojos siguen el sonido más que la luz.

—James, ¿cuánto tiempo lleva muerto tu padre?

—Ya te lo he dicho, como un año. Ya ves que a los Grierson les cuesta mucho desprenderse de las cosas. Puede que te refirieras a esto cuando dijiste que la familia tenía buen corazón.

Randolph Grierson tiene una mirada que Temple no ha visto nunca en un pellejo. Con las yemas desgarradas se toquetea en la cabeza y se le desprenden escamas de piel, pero sus ojos son rojos y húmedos, llenos de un líquido de vitalidad y decisión. Mira inquisitivamente a las dos figuras que lo estudian a través de la alambrera, como si pretendiera hacerles las preguntas más simples y fundamentales: qué forma tiene la Tierra y en qué parte de ella nos encontramos nosotros.

Se arrastra por el suelo y pasa los dedos por el alambre intentando alcanzarla. Temple vuelve a mirarlo, sopesando esa mirada confusa.

—Él nunca ha visto a otro pellejo —conjetura ella.

—No, efectivamente —confirma James.

—No sabe en qué se ha convertido —comenta ella.

—Supongo que no. Dios…

Niega con la cabeza.

Temple alarga la mano y toca con sus dedos los de Randolph Grierson.

—Comprende que algo no está bien —explica—, pero no sabe qué es. Tiene la sensación de que ha hecho algo incorrecto pero no sabe cómo corregirlo.

—Eh, ten cuidado. Te morderá en cuanto le des ocasión. De vivo era la imagen misma del honor y la nobleza, pero de muerto es igual que cualquier otra babosa.

—Me lo imagino —dice ella cruzando los brazos—. Está débil. ¿Con qué lo alimentáis?

—Ése es el problema. Mi hermano piensa que puede engañarlo y hacerle comer carne de cerdo, de vaca o de caballo. Pero el gran papá Randolph Grierson ni la prueba.

—He visto que a veces ocurre, que coman carne de animal, pero no mucha. Para eso tienen que estar desesperados, y además uno de ellos tiene que estar bastante loco para lanzarse y enseñar a los demás cómo hacerlo.

James la mira atentamente.

—Sabes mucho de ellos —comenta.

—He viajado. Cuesta mucho evitarlos cuando se va por la carretera.

—Bueno, ¿habías visto alguna vez que alguien tuviera uno de mascota?

—No, eso nunca.

—Pues ya ves que los Grierson conservan todavía la capacidad de sorprender. En cualquier caso, me maravilla que mi abuela no te haya utilizado para alimentarlo.

—Bueno, le tiene cariño a su hijo.

—Éste no es su hijo.

—Ya.

Es una casa grande. Temple aprende a llamarla por su nombre, Belle Isle, y le gusta explorar todos sus rincones, porque por todas partes hay cosas que descubrir: casas de muñecas de color verde pastel con gabletes blancos y cocinita de plomo completa, con sus juegos de sartenes; estanterías de viejos álbumes de fotos que puede coger y abrir sobre la alfombra y examinar detenidamente con alegría. Los pasillos del piso superior están abarrotados de puertas y habitaciones, y nadie le dice que no pueda entrar en ellas.

En cierta ocasión, al abrir una puerta encuentra una sala que parece un taller. Bajo la ventana que está al otro lado de la habitación, hay una mesa abarrotada de diminutas herramientas, pinzas de metal, pequeños tornos de banco, espigas de madera ligera, astillas y virutas de latón… En el centro de la mesa hay una maqueta de barco puesta boca abajo sobre un soporte, con el casco a medio cubrir con tiras de cobre que tienen el tamaño de mondadientes. Una delgada capa de serrín lo recubre todo, y Temple dibuja en ella una cara sonriente sobre la mesa antes de soplar para borrarla. Las paredes están cubiertas de mapamundis, en los que hay lugares marcados con una cruz roja, y líneas de puntos que son rutas marítimas trazadas de una punta a otra de azules océanos. Temple utiliza la yema del dedo para seguir una de las líneas de puntos desde una cruz a la otra, a través de los bien perfilados océanos del mundo.

—¿Quién te ha dado permiso para entrar aquí? —le pregunta una voz a sus espaldas.

Temple se vuelve y descubre a Richard Grierson, que está de pie en la puerta, con los puños apretados a los lados. Tiene cinco años más que ella, pero es uno de esos jóvenes que no han terminado de cerrar el apartado de su infancia.

—Sólo estaba mirando —responde Temple—. Lo que tienes aquí parece la cabina del capitán de un barco.

Él depone su rabia y se alisa las solapas de la chaqueta.

—Perdona —dice con una formalidad que le proporciona un aire casi femenino—. Es que no estamos habituados a las visitas. Por supuesto que puedes entrar aquí siempre que quieras.

—Así que me imagino que tú eres el responsable de todos los barcos que he visto por la casa, comenta.

—Sí.

—Tienes buena mano —le dice ella—. Hace falta habilidad para tocar música y construir barcos tan chiquitines. Mis dedos, sin embargo, están hechos para cosas más grandes.

Y levanta sus manos, con el meñique cortado, para que las vea. Él se estremece ligeramente.

—Sí, dice. Bueno…

—¿También dibujas tú los mapas?

—No —responde él—. Me limito a encontrarlos en los libros. James me trae algunos también cuando los encuentra.

—Ya me imagino que no los cartografías tú ni nada de eso, pero las rutas ¿las has trazado tú?

—Sí.

—¿Qué son?

A Richard se le ilumina la cara. Se coloca a su lado y saca algunos libros de un estante bajo.

—Son los lugares que voy a visitar cuando todo vuelva a la normalidad. Navegaré por el mundo.

—¿De verdad? ¿Podrás hacer eso?

—La gente lo hacía. Mira, ¿has oído hablar de Nueva Zelanda?

—Yo ni siquiera sabía que hubiera una vieja Zelanda.

—Mira este —le dice él abriendo los libros para mostrar brillantes fotos de colinas redondeadas, altas montañas, cóncavas playas, mercados extranjeros poblados de tenderetes y personas vestidas de colores, postales de todo el mundo—: una auténtica colección de lugares hermosos. Y esto es Australia, y esto Tahití. Y Madagascar. Incluso Groenlandia, que aunque significa tierra verde, en realidad está todo el año cubierta de hielo.

—Caramba —dice ella—. ¿Podrías ir a esos sitios?

Richard cierra un libro y contempla la cubierta.

—Lo intentaría —dice.

—Entonces, ¿por qué no lo haces ahora? Groenlandia no vendrá a ti. ¿A qué estás esperando?

La mira con estupor.

—¿Con lo que hay por el camino? —pregunta—. Sería imposible. Pero un día, cuando el mundo vuelva a ser como tiene que ser…

—¿Qué sabes tú sobre cómo tiene que ser? Tú no eres mucho mayor que yo. Naciste en el mismo mundo que yo.

—Pero yo he leído sobre él —dice pasando la mano para mostrar los lomos desgastados de los libros de las estanterías—. Todos estos libros. Cientos. Sé cómo era… y cómo volverá a ser. Mi abuela dice que sólo es cuestión de tiempo.

Richard Grierson sonríe, pero se trata de una sonrisa que apunta hacia dentro, la sonrisa de alguien que se repliega en los coloridos rincones de sus propias fantasías infantiles. Temple observa los libros, cuyos títulos están semiborrados por la tenue capa de serrín; y contempla los barcos de juguete construidos para navegar en travesías imaginarias a lo largo de las líneas de puntos rojas del mapa de un niño; y observa las fotos exóticas de los libros que siguen abiertos delante de ella; y comprende que esos lugares son tan sólo lugares de la mente. Y quisiera poder exaltar aquellos sueños e imaginaciones desbocados haciéndolos suyos, pero hay algo en ellos que hace que le parezcan la cosa más triste que ha visto nunca.

Temple permanece en la casa otra semana, que es más de lo que quisiera, caminando por la cerca durante el día y ayudando a Maisie en la cocina nada más que por hacer algo. La señora Grierson le enseña un juego de cartas llamado Pinacle, pero Temple empieza a ser demasiado buena y deja ganar a la anciana dama por pura gentileza. Por las noches toma el camino del risco, contempla la ciudad y cuenta las luces. A veces James Grierson sube con ella, y a veces va sola. A veces Temple pasa por el cuarto de él en medio de la noche y la puerta está abierta, y lo encuentra sobre la cama, aguardándola. Se dedican a sus asuntos privados cuando él no está demasiado borracho, pero ella no duerme con él porque no está acostumbrada a dormir con nadie, y tampoco quiere acostumbrarse. En la oscuridad, Temple se pregunta de dónde viene la luz que se refleja en la superficie de los ojos de James. Beben de la misma botella, y él la invita a acompañarlo en la siguiente ocasión que se escape en busca de provisiones.

Temple asiente con la cabeza, pensando que para entonces hará tiempo que se habrá ido. Se imagina la carretera, el coche, volver a estar sola, el largo y estrecho asfalto que penetra hondo en un país que no deja de extenderse, muerto y vivo.

Se pregunta adónde irá. Ya lleva mucho tiempo, casi todo el que puede recordar, en el sur, volando como un mirlo de un lugar a otro, de atrás hacia delante y de delante hacia atrás, a lo largo de la misma valla decrépita. Tal vez vaya al norte a ver las cataratas del Niágara, donde estuvo Lee el cazador, con toda esa agua que cae por el borde de la Tierra, y ese río que nunca cesa de ofrecerla. Es algo que le gustaría ver, de eso no le cabe duda. Y después tal vez podría seguir hasta Canadá, ya que nunca ha estado en otro país, salvo tal vez en México, y eso tan sólo porque la frontera no está ya muy clara y puede que sin saberlo la traspasara una o dos veces cuando se encontraba en Texas.

O a las playas de California, que ha visto en desgarradas revistas publicadas hace décadas. Puestas de sol entre palmeras, anchos y blancos meridianos de arena, embarcaderos que se proyectan hacia el horizonte, y agua que rompe con violencia contra los postes recubiertos de percebes. Ha oído que en California hay lugares para vivir: grandes zonas cercadas y seguras. Lugares donde se ha reanudado el comercio y se han restablecido gobiernos a pequeña escala. Oasis de civilización. Eso le hace pensar en un nuevo mundo. Tal vez le gustaría ver algo así.

O las montañas nevadas, donde podría construirse un castillo de hielo. Una vez vio la nieve en las montañas de Carolina del Norte. Se puede conducir durante horas por una carretera nevada sin encontrar una sola babosa, pues el frío no les va. No mueren, pero se van moviendo cada vez más despacio hasta que se quedan quietas y se congelan. Recuerda una pequeña ciudad construida en torno a una estación de esquí abandonada. En las calles había una comunidad de pellejos congelados como estatuas. Temple caminaba entre ellos y se preguntaba qué habría tenido que ver Dios con un cuadro como aquél, porque sin duda Él estaría al corriente de la existencia de semejante cosa.

Hasta Richard Grierson sabe que el mundo es un lugar amplio. Y en opinión de Temple, le pertenece a ella tanto como a cualquier otro. Pero sólo hay algunas cosas que van contigo vayas adonde vayas.

James se acerca para acompañarla en el risco una noche después de cenar en que no hay nubes en el cielo y las luces de la ciudad, allí abajo, parecen deslumbrantes reflejos de las estrellas.

—¿Qué sabes de alguien llamado Moses Todd?

Ella nota retortijones en el estómago.

—¿Cómo sabes ese nombre?

—Porque es el nombre que ha dado un hombre al que Johns ha encontrado en la cancela. En este momento está en la salita. Richard le está ofreciendo un recital.