La mano le duele, y la alarga al talego que está en el asiento de al lado para buscar las pastillas, pero lo que encuentra es la bolsa de plástico en la que metió el extremo del meñique. La carretera es recta, y el coche continúa sin desviarse mientras Temple levanta la bolsa a la luz del parabrisas para examinar su contenido.
Lo asombroso es que sigue pareciendo un dedo. O sea, es como si fuera parte de un truco de magia, y fuera a aparecer de repente el resto del cuerpo de detrás de la cortina y volverse a pegar al dedo con toda la pompa que suelen utilizar en los espectáculos de prestidigitación. La uña sigue pintada de color rosa algodón de azúcar, en tanto que la piel del borde de la herida se está secando y arrugándose ligeramente.
Resulta extraño comprender que aquello era parte de todo lo que ella hizo en su vida, y ahora es independiente. Se dispone a dejarlo donde estaba, en el talego, pero cambia de idea y lo mete en la guantera.
Parcelitas con su vivienda unifamiliar. Esos magníficos hogares color blanco roto que se repiten fila tras fila en cuadrículas que parecen crecer como cristales con la nitidez y precisión de la artesanía divina, con aceras suavemente inclinadas y zonas cuadradas de hierba de crecimiento desbordado, y puertas de garaje que parecen sonrisas de dientes deslumbrantes. Le gustan. Le gusta la manera en que las casas encajan unas con otras como las piezas de un rompecabezas. Cuando oye la palabra comunidad, ésa es la imagen que le acude a la cabeza: familias que anidan en cubos de idéntico espacio, unidos por el mismo color del estuco. Si viviera en otra época, le gustaría vivir allí, donde todo es igual para todos, hasta los buzones.
Allí, entre aquellas bonitas casas, en una carretera de cuatro carriles con una ancha mediana de hierba en el medio en la que están plantados los ficus a intervalos regulares, encuentra una acumulación de pellejos, en fila, unos veinte, que trotan con torpeza en la misma dirección. Después de pasarlos detiene el coche, al frente de la línea: allí se encuentra un hombre grande que intenta huir de aquella congregación. En sus brazos lleva el cuerpo de una anciana, no mayor que el de un niño.
Detiene el coche a su lado y baja la ventanilla.
—Eh, amigo —dice ella—, has reunido a toda una multitud. Te vas a ver en un buen apuro si te cansas de andar antes que ellos.
El hombre la mira con inexpresivos ojos grises, vacíos de comprensión, y sigue caminando.
—Vamos —dice ella—, es un triste desfile el que llevas detrás. ¿Por qué no dais la vuelta tu abuela y tú y entráis en el coche? Si te gustan tanto las carreras, lo menos que puedo hacer es darte un poco de ventaja de partida.
El hombre vuelve a mirarla. Es grande, con un sucio pelo color paja que le cae en greñas y cara de palangana con ojos lentos, de párpados pesados, que parecen demasiado pequeños para la anchura de sus planos pómulos. Hay algo en su frente que parece como hollín, y respira por la boca, sacando el labio inferior. Se le enredan los pies, y Temple tiene la impresión de que lleva mucho tiempo caminando. La anciana que lleva en los brazos está muerta, pero parece una muerta reciente.
—Eres un bobo, ¿no? Un poco lento de entendederas… De acuerdo, bobo, lo haremos a tu manera.
Detiene el coche nada más pasar al hombre, apaga el motor, busca en el talego el rifle AR-15 con mirilla, encaja un cartucho en él y sale del coche.
El hombre pasa caminando a su lado, sin pararse, y ella pone una rodilla en tierra, se apoya contra el coche para estar más firme, y empieza a disparar. La detonación no suena como las de los rifles más viejos que ha usado en otras ocasiones. Ésta es un arma militar, y produce un estallido apagado en cada disparo, como el cigüeñal de un motor.
A los primeros dos les da en la cabeza, cosa de la que está segura por la profusión de sangre y hueso que sale y la manera en que caen, inmóviles y muertos ya antes de llegar al suelo.
Al tercero, que es una mujer en camisón, le da en el hombro, lo que la hace girarse, y necesita dos disparos más para acertarle en la parte de atrás de la cabeza.
El siguiente disparo le da en el cuello a una obesa babosa que levanta las manos como un pájaro para detener el flujo de sangre. Acto seguido, le da en la frente.
Sigue disparando hasta que el cargador está vacío, y entonces va al coche a buscar la daga de los gurkhas para terminar con el resto y asegurarse de que no se levantan. A continuación se sale de en medio de toda aquella porquería, se abanica con el sombrero panamá, siente el aire en su rostro y respira el aire puro que llega de entre las palmeras que hacen fila en la calle.
Junto al coche, el hombre ha colocado delicadamente a la anciana sobre la acera. Se agacha a su lado, dirigiendo a Temple una mirada que expresa una lamentable indecisión.
—Debería haberte dejado morir, bobo —dice ella—. ¿En qué pensabas para llevar detrás semejante comitiva de babosas? No estás destinado a sobrevivir en este mundo. Lo más probable es que por salvarte haya ido contra la voluntad de Dios respecto a ti, de puro tonta que soy.
Él levanta la vista hacia ella y después la dirige a la carnicería que hay detrás.
—¿Hablas? —le pregunta—. ¿O eres del tipo de bobos que no dicen nada?
Él alarga la mano hacia el cadáver de la anciana, y utiliza los nudillos para retirarle el pelo del rostro. Se le escapa de la boca un suave gemido inarticulado, como el lloriqueo de un bebé.
—¿Cuánto tiempo lleva muerta tu abuela? No demasiado, me parece. Pero sería mejor que la dejaras antes de que empiece a arrastrarse por ahí. Porque cuando vuelva a moverse ya no será para traerte la sopa.
Temple se dirige al coche, abre la puerta y entra. El día es luminoso y por delante la carretera es amplia, y la brisa fresca, y le resulta agradable en la piel, y la mano no le duele. Pero sabe que no se le va a ir esa imagen de la cabeza: la imagen de ese hombre arrodillado junto a su abuela muerta, arreglándole el pelo. Así que vuelve a salir del coche.
—Maldita sea —dice—. Vamos, bobo, vamos a enterrar a tu abuelita.
En un garaje próximo encuentra una pala, dos pequeñas estacas y un ovillo de cuerda. Lo carga todo en los brazos del hombre, y le lleva a uno de los pequeños terrenos donde la tierra está suelta. Entonces le entrega la pala.
—Vamos, bobo: empieza a cavar, que no era mi abuela.
Temple indica dónde, y el hombre cava. Él le saca dos cabezas a ella, y sus hombros caen como si fuera difícil soportar el denso y torpe peso de su cuerpo. Temple tiene que enseñarle cómo utilizar la pala, cómo cogerla. Pero cuando él la aplica contra la tierra, la pala se hunde con seguridad hasta el fondo. Mientras tanto, ella coge las dos estacas, las pone en cruz, y utiliza la cuerda para atar la una a la otra.
—Ahora tienes que ponerla dentro —dice ella cuando el agujero es lo bastante hondo. Señala el viejo cuerpo huesudo y después el agujero.
Él la levanta y la coloca con mucho cuidado en la tierra arcillosa. Después mira a Temple como si esperara recibir nuevas instrucciones.
—Vale, eh… ahora tienes que coger algunas flores. Un ramo entero.
Temple coge una florecilla silvestre diminuta que hay junto a sus pies. Como ésta, pero más grande. Por la parte de delante de la casa hay suficientes para hacer un ramo. Por ahí. Vamos.
Él se va, y Temple saca la pistola que ha cogido del coche y se mete en la tumba. Examina de cerca a la mujer, tocándole los dedos y las muñecas. A continuación le levanta los párpados para ver los ojos. Están en blanco, pero ya empiezan a moverse, muy levemente.
Temple intenta abrirle la boca, pero tiene los dientes muy apretados. Coloca los dedos bajo la nariz de la anciana:
—Huele esto, abuelita —le dice—. Vamos, ahora abre la boca.
La cabeza de la anciana se inclina ligeramente hacia arriba y la mandíbula se abre intentando apresar con los dientes los dedos de Temple. Temple aprovecha para meterle en la boca el cañón de la pistola, apunta hacia arriba, y dispara. A continuación, echa unos puñados de tierra en la tumba, la coloca bajo la cabeza de la anciana para ocultar el estropicio, y sale del agujero.
Cuando el hombre aparece con aspecto de asustado por la esquina de la casa, ella le muestra la pistola y apunta a un árbol lejano.
—No hay de qué preocuparse —le dice—. He disparado al tuntún contra una ardilla. Se ha escapado. ¿Has traído las flores?
Tiene unas cuantas. Son flores pálidas y de tallo quebrado, con raíces y pegotes de tierra que les cuelgan.
—Con ésas valdrá —le dice ella—. Ahora ven aquí y rellena el agujero.
Él lo hace, y Temple contempla sus lentos movimientos, que le parecen como corrimientos tectónicos, glaciales y retumbantes, llenos de médula y mineral.
Temple coge la cruz de estacas y la clava en el suelo, a la cabeza de la tumba.
—Esto es para que Dios sepa dónde encontrarla cuando la venga a buscar —le explica—. Ahora adelántate y ponle encima esas flores. Vamos.
Él pone las flores y la mira.
—Vale, bobo, supongo que tendrás más posibilidades de que no te pillen las babosas ahora que te has deshecho de la abuelita. Sólo Dios sabe para qué has venido a este mundo, pero me imagino que encontrarás tu sitio entre los santos y los pecadores.
A mitad de camino hacia el coche ella se da cuenta de que él la está siguiendo. Aquellos ojos débiles y turbios la miran a las piernas, siguiendo la sombra que ella proyecta en la acera.
—¿Qué haces, bobo? No puedes venir conmigo. Yo no soy la encargada de cuidarte. No soy ninguna criatura angelical. ¿Me entiendes? Mira, te has equivocado de chica. No tendría nada de raro que te diera de comer a los pellejos. No necesito ningún memo del que preocuparme.
Mira al coche y después de nuevo al hombre.
—Maldita sea, bobo. Tú tienes un destino igual que yo, igual que todo el mundo. Tu vida y tu muerte no tienen nada que ver conmigo. No puede ser. Quédate ahí y deja de seguirme.
Temple levanta las manos para indicarle que debe quedarse, y regresa lentamente al coche. Entra en él, cierra la puerta y le mira una última vez: él se ha quedado allí, en medio de la calle, como el tocón de un árbol.
Entonces Temple arranca el coche y se va, apretando fuerte el volante, y el dolor regresa a su mano. Lo agarra y no lo suelta, pues le parece que es un dolor merecido.
Al pasar el siguiente tramo ascendente de la carretera, hay una tienda y una gasolinera. Los surtidores todavía funcionan, y Temple llena el depósito y después coge algo de comida. Encuentra unas galletas de queso, se las lleva fuera de la tienda y se sienta sobre el bordillo de la acera a comérselas, mientras a lo lejos, inconscientes de su presencia, deambulan algunas babosas de un lado a otro.
Recuerda cuando el tío Jackson se los encontró a ella y a Malcolm escondidos en una alcantarilla, sobreviviendo a base de ardillas y bayas.
—¿De dónde vienes, pequeña? —le había preguntado.
Ella no tendría seguramente ni diez años, y estaba allí gruñéndole, enseñándole los dientes como una alimaña.
—Eres una salvaje, ¿eh? —le dijo él—. No me convence. Veo algo que brilla ahí, muchacha. Tienes inteligencia, te guste o no. Mi cabaña está por ahí, a menos de un kilómetro. Podéis venir en cuanto os canséis de vuestra alcantarilla.
El tío Jackson le enseñó a disparar, a contener la respiración cuando se apunta en la distancia. Y le enseñó también a conducir un coche y a arrancarlo sin tener las llaves. Les dio de comer a ella y a Malcolm copos de avena en cuencos de cerámica.
Le preguntó:
—¿Cuánto tiempo llevas cuidando de ese niño?
—Un tiempo.
—¿Eres su hermana?
Se encogió de hombros:
—Nos criamos en el mismo lugar —dijo—. Todo estaba revuelto. Nadie estaba seguro.
El tío Jackson asintió.
—Ven aquí —le dijo—. Tengo un regalo para ti. Es un khukuri.
—¿Qué es eso?
Revolvió en un baúl que había en un rincón de la sala, y sacó algo que estaba envuelto en una manta. Era una daga curvada hacia dentro, y brillaba con destellos rojos a la luz del fuego. Era bella, y Temple quiso tocarla. Se imaginaba que estaría fría, que transmitiría una vibración a los dedos.
—Es de Nepal —le explicó él—. En Nepal había unos guerreros llamados gurkhas, muy fuertes y muy fieros, capaces de sobrevivir por sí mismos. Como tú. Y llevaban dagas como ésta.
—¿Cómo lo has llamado? ¿Cuqui?
—Khukuri. Pero si no consigues recordar ese nombre, puedes llamarla simplemente daga de los gurkhas.
Recuerda que después Malcolm, tan sólo un par de años menor que ella, estaba dormido sobre un montón de mantas en un rincón, y el tío Jackson roncaba al otro lado de la sala, y la luz de las brasas que quedaban lanzaba un pálido brillo por toda la cabaña. Con los ojos cerrados, ella daba vueltas y vueltas a la daga en las manos, sintiendo el peso del arma y cómo estaba distribuido, cogiéndola para conocerla, arrimándosela a la piel de la cara y a los labios.
Era un regalo. Era el primer regalo que le daba nadie desde que podía recordar.
En el aparcamiento de la tienda, Temple se levanta y regresa al coche. Se queda un buen rato sentada frente al volante, pensando en un montón de cosas desaparecidas.
Al final arranca el coche y gira el volante para volver a las parcelitas con su vivienda unifamiliar.
Él sigue inmóvil donde ella le dijo que se quedara, tirándose de las puntas del pelo grasiento y mirando con ojos entrecerrados bajo el sol.
Ella detiene el coche cerca de él y baja el cristal de la ventanilla.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte ahí, bobo? —le pregunta—. ¿Qué intenciones tenías, esperar ahí hasta que las babosas te dieran un motivo para moverte? Nunca he visto un bobo como tú. Y mira que los he visto incomparables…
Los ojos tristes y abobados de él miran al interior del coche. Temple intenta seguirle la mirada, pero hacia donde él está mirando realmente es al interior de su propia cabeza. Tiene cara de sartén y cuerpo de árbol, ojos mansos y lentos, y una mente sin puertas ni ventanas.
Ella alarga la mano y abre la puerta del asiento de al lado. A continuación echa el talego en el asiento de atrás.
—Bueno, entra si quieres —le dice—. Pero no te prometo que vayas a sobrevivir.
Él sigue tirándose del pelo y rascándose, y Temple no tarda en darse cuenta:
—Tienes bichos en la cabeza, bobo.
En la siguiente ciudad, donde las tuberías siguen teniendo agua, encuentra una casa que dispone de un grifo en el patio lateral, con una manguera enchufada a él.
—Desnúdate, bobo —le dice. Él no comprende, así que ella le tiene que enseñar desabotonándole dos botones de la camisa. Los ojos de él miran con atención sus dedos—. Vamos —le dice ella—, no seas vergonzoso. No tienes nada que yo no haya visto ya.
Se desnuda y se queda en el medio del patio lleno de maleza. Cierra los ojos con fuerza y sujeta el trapo que Temple le da, mientras ella, con la manguera, le echa agua por detrás y por delante.
—Ahora lávate —le dice, haciendo gestos para que él entienda. Él mueve el trapo alrededor de su cuerpo, intentando imitar lo que hace ella—. Más fuerte —le dice—, porque si no, no se te va a ir toda esa mugre.
Finalmente, Temple pierde la paciencia y le coge el trapo. Le frota la espalda y también por delante hasta la cintura, además de los brazos.
—Ahora sigue tú por ahí abajo —le dice señalando la entrepierna—. Esta chica no hace el servicio completo.
Él da vueltas alrededor de sus genitales con el trapo, varias veces, de modo superficial.
—Más o menos valdrá así —dice ella—. Espero que encontremos un sitio donde dejarte, para que alguien pueda enseñarte higiene personal.
En un centro comercial que hay unas manzanas más allá, Temple encuentra una peluquería. Rompe el cristal y le hace entrar en la parte de atrás, donde hay una pila, y le enseña cómo lavarse el pelo. Durante un buen rato él simplemente se queda sentado, con el cuello apoyado en una pila que tiene una hendidura semicircular, dejando que el agua le caiga por el cuero cabelludo.
Tampoco a ella le puede hacer daño empaparse durante un rato, así que se pasa el tiempo lavándose su propio cabello y peinándoselo y utilizando las tijeras para cortar las puntas que han crecido desordenadamente.
Cuando él ha acabado en la pila, Temple lo coloca en una de las sillas giratorias, ante un espejo, coge la maquinilla para cortar el pelo y se lo corta al uno. Entonces le afeita la barba, y encuentra una crema que huele bien para echarle en abundancia.
—Mírate ahora, preciosidad. Ya no apestarás por el camino.
Por la calle, ve un edificio de oficinas que es más alto que ningún otro en aquella zona. Cruzan, encuentran un lugar por el que entrar, y suben en el ascensor lo más alto que los puede llevar. A continuación recorren los pasillos vacíos hasta que encuentran lo que ella andaba buscando: una escalera antiincendios que conduce al tejado.
Temple se encarama a un gran aparato de aire acondicionado, y él se sienta a su lado. Entonces ella saca su pequeño catalejo y repasa el horizonte. El sol está bajo en el cielo. Las nubes son de un naranja intenso, quemadas por los bordes.
—Vamos a estudiar el paisaje durante un rato, ¿te parece bien, bobo?
Ella lo mira: es un hombretón físicamente denso; una densidad de cuerpo y forma. Sus ojos parecen mirar desde un profundo pozo en la tierra. La piel de su cara está curtida.
—Por cierto, ¿qué edad tienes tú, bobo?
Él mira el sol que desciende por detrás de las nubes.
—Me supongo que tendrás tus buenos treinta y cinco. Eso significa que ya estabas aquí antes de que empezara todo este follón de las babosas.
Él se lleva la mano a la cara recién afeitada.
—Me pregunto si te acordarás. ¿Todavía te ronda aquel pasado por ese cráneo de bobo? ¿Te acuerdas de la primera vez que viste un pellejo? ¿Lo reconociste como algo diferente, o te pareció igual que cualquier cosa que ande sobre dos pies?
Lo mira a los ojos, que parecen escudriñar la nada.
—¿Sabes una cosa? Conocí a otro bobo antes que a ti. Fue en el orfanato en que crecí. Tenía mi edad, pero no era un bobo mudo como tú. Hablaba, aunque no muy bien. Y era un alfeñique: nacido para convertirse en carne de babosa, si quieres que te dé mi opinión. Nada que ver contigo, que pareces un oso o algo así. Un tremendo fuertote, eso es lo que eres. De cualquier modo, a Malcolm y a mí nos gustaba llevarlo por ahí con nosotros. Especialmente a Malcolm: siempre estaba intentando enseñarle cosas, como a hacer burbujas en el refresco con la pajita.
Ella se mira las manos, la pintura rosa de las uñas, el muñón del meñique izquierdo envuelto en gasa. Le duele, y el dolor parece un símbolo de algo.
—En cualquier caso —dice ella—, no quiero hablarte de Malcolm. Olvida que te lo he mencionado. Lo que tenemos que hacer es encontrar un lugar donde dejarte a salvo. Porque acompañarme a todas partes es el modo más seguro de que te coman. Ésa es nuestra misión, bobo: encontrarte un nuevo hogar.
Temple mira por el catalejo al horizonte. En la distancia alcanza a distinguir un coche negro que se acerca por la misma carretera por la que ha llegado ella a la ciudad.
—Mira por donde —dice—, ya sabía yo que algo no iba bien. Hay que confiar en el instinto, ésa es la primera lección.
Vuelve a mirar por el catalejo: el coche desaparece tras una colina.
—Mira, es posible que sea cualquiera, pero ¿sabes lo que me dice el instinto? Pues que ése es mi querido amigo Moses Todd, que se ha impuesto la tarea de acabar conmigo. Es increíble que me haya seguido hasta aquí, pero de esos chicos del sur no me extraña nada. Se sientan a esperar a que alguien les mate a su hermano para poder emprender una venganza. Para ellos es como una puta vocación.
Pliega el pequeño catalejo y se lo vuelve a guardar en el bolsillo. Echa una última mirada al crepúsculo, que es realmente digno de ser contemplado.
Toma la carretera que sale de la ciudad en dirección norte y conduce rápido durante una hora, esquivando a las babosas que deambulan por en medio del asfalto. Tararea canciones a boca cerrada, cosa que parece gustarle al hombretón que se encorva en el asiento de al lado. No sonríe. Temple ni siquiera sabe si él sabe sonreír, pero sus ojos adquieren el aspecto de los de un niño arrullado y a punto de dormirse.
La siguiente ciudad a la que llega es una ciudad grande, que ha crecido como un ser vivo. Llena de maleza, ha regresado al estado salvaje de antaño a la sombra de los altos y flacuchos robles. A los árboles les han brotado barbas de musgo español que alcanzan casi al suelo y mecen en la brisa sus viejas colas blancas. Saliendo de las avenidas principales como salen las ramas pequeñas de las grandes, las calles de asfalto resquebrajado dan paso a callejones de ladrillo, a chiringuitos medio derruidos, con puertas mosquiteras rasgadas y techos que se desploman, metidos en callejones detrás de grandes casas coloniales blancas ocultas tras verjas de espesa hiedra, que quedan bien escondidas, a su vez, tras los distritos comerciales de amplias tiendas y aparcamientos de pocas plantas. En el centro de la ciudad hay una plaza que debe de haber sido el escenario de algún enfrentamiento final: en ella hay una enorme fuente de mármol, seca desde hace mucho tiempo, llena de cadáveres eviscerados que se han ido convirtiendo en hueso y materia oscura. En medio de la fuente se encuentra la estatua de mármol de un ángel, cuyas alas apuntan aún enteras hacia el cielo, y un hombre muerto cuelga del cuello del ángel, como si fuera volando con él hacia el cielo, pese a que toda la mitad inferior del cuerpo, por debajo de la cintura, ha desaparecido, cosa que le hace parecer una absurda marioneta que alguien hubiera arrojado de modo irreverente contra una imagen sagrada.
La densidad de población de las babosas es grande. Temple tiene que ir más despacio para no atropellarlas, y no puede parar el coche ni un momento, si no quiere que se empiecen a reunir.
En el centro, la ciudad está invadida y constituye un paisaje grotesco. Caminan, algunas de ellas, en grupos de dos y de tres, en ocasiones incluso cogidas de la mano como enamorados, avanzando de ese modo pesado, lentas y torpes, con manchas de sangre incrustadas en la frente, tropezando con los restos esqueléticos de cadáveres consumidos. Sus gestos están desprovistos de significado, pero escuchan con atávico instinto la vida precedente. Una babosa vestida de negro y alzacuello levanta la mano hacia el cielo como invocando al dios de las cosas muertas, mientras una mujer en estado de descomposición, vestida de novia, se sienta contra un muro con las piernas abiertas, frotándose la mejilla con el ribete de encaje del vestido. Aquí se encuentran cosas retorcidas y monstruosas como Temple no ha visto nunca: una babosa sin brazos acurrucada contra el vientre hinchado de un cadáver reciente, devorándole las vísceras como un lechón ante la teta de su madre. Más allá, un enjambre de pellejos, desesperados, enfermos, forzados a consumir más allá de lo normal, desgarra el cuerpo de un caballo con las manos, utilizando los dientes para arrancar los despojos de la parte interna de la áspera piel. Algunos llegan a tal punto de abominación que se vuelven contra sus semejantes, haciendo presa por instinto en los débiles, derribando a los niños y a los viejos, hundiéndoles los dientes primero en las partes más carnosas para dar después satisfacción a sus garras. Un grupo de pellejos acorrala a una muchacha de cara pálida contra el zócalo de hormigón de un edificio. Ella abre la boca para defenderse e hinca los dientes en el brazo de uno de sus atacantes, pero hay más de uno: toda una multitud que gruñe y aúlla como coyotes en la explanada de cemento. Y, además, un carnaval de muerte, un parque de hierba cerca del centro de la ciudad, un carrusel que gira incesantemente hora tras hora, con su calíope de los viejos tiempos que exhala notas oxidadas mientras las babosas se desencajan sus propios brazos intentando subirse a la plataforma giratoria, que arrastra algunos miembros desgarrados por la tierra en una vuelta y otra, manos que siguen aferradas a los mástiles de metal. Y aquellos que logran subirse al carrusel montan sobre los caballitos de madera, uniéndose al perpetuo movimiento de la máquina, aturdidos hasta la imbecilidad por instintivos recuerdos de velocidad e ingenuidad humanas. Y las hordas, en la oscuridad de la noche urbana iluminada sólo por los faros del coche, descienden por todas partes y chocan unos contra otros como gusanos en la panza de un gato muerto, la más penosa y degenerada manifestación de una humanidad asolada en una Tierra asolada: bestias de perdidos pretéritos que salen en desbandada de cualquier infierno que hayamos creado para ellos, como un ejército de condenados furiosos, ahogados, podridos, desmenuzados y patéticos. Sí: brutal, conspicua, ultrajantemente patéticos.
Las hordas se reúnen, y Temple pasa con el coche por entre ellas, empujándolas para quitarlas de delante o pasándoles con las ruedas por encima, entre crujidos de miembros y torsos. Si se detiene, si el coche se para, morirá, eso lo sabe. Ir más rápido podría suponer un riesgo para el coche, así que avanza a ritmo firme, mientras el hombre sentado a su lado observa con ojos inexpresivos la multitud de cuerpos andantes iluminados por los focos.
—Es curioso de ver —dice Temple—. Tenemos un apocalipsis en cada dirección que miremos. Parece que aquí ha habido una plaga de pellejos, ¿no? No sé tú, bobo, pero yo hacía mucho que no veía nada que recordara tanto el fin de los tiempos.
Temple se inclina hacia delante en el asiento y agarra con más fuerza el volante.
—Pese a todo —comenta ella—, esto tiene algo bueno: el amigo Todd pasará un rato de pesadilla siguiéndonos a través de todo este follón. Especialmente después de que nosotros los pongamos nerviosos, que es lo que estamos haciendo.
Temple avanza con el coche, y la ciudad de los muertos bulle a su alrededor, en sacudidas y remolinos.
Cuando sale el sol, han llegado ya a las afueras de la ciudad, constituidas por una serie de colinas tapadas por casas de varios pisos y tejados a dos aguas, con entrada de piedra y escalera de mármol. El coche ha salido de la carretera principal y ahora se dirige hacia el oeste, o hacia donde Temple calcula que se encuentra el oeste. Las babosas son ya mucho menos abundantes.
Pasados los racimos de casas, la carretera entra en campo abierto, y se encuentran de pronto en una zona de casas señoriales: amplias extensiones de césped con mansiones al fondo. La mayor parte de los campos están cercados con recias vallas blancas para los caballos. Muchas de las vallas están rotas o caídas por algunos sitios, y por donde antes retozaban los caballos ahora lo hacen las babosas.
La carretera asciende una colina para mostrar un valle que se encuentra al otro lado. Al sur de la carretera hay prados abandonados, pero al norte se encuentra la hacienda más grande que Temple haya visto nunca. Incluso desde aquella distancia puede apreciar su gran tamaño. Construida en la cima de la colina, como coronando majestuosamente la misma Tierra, la mansión se regodea en su blancura.
Aparca el coche a un lado.
—Eso parece algo importante —comenta—. Vamos a echar un vistazo.
Hay ocho columnas en la fachada (puede contarlas desde el lugar donde se encuentra en la carretera), y un camino que sube directamente desde la cancela hasta la mansión. Delante de la casa hay una rotonda, y en medio de esa rotonda, una fuente que lanza el agua hasta una buena altura en el aire.
—Mira esa fuente, bobo. Que me aspen si no vive nadie aquí. Y me parece que ya sé cómo se las arreglan para que no les entren los pellejos.
La cerca que rodea la propiedad es diferente de las otras que se encuentran en la zona. En vez de estar hecha con estacas blancas de madera, consiste en alambres metálicos tendidos en horizontal, a unos quince centímetros de distancia.
—No te acerques a ella —le dice Temple—. Seguramente no sabes lo que es una alambrada electrificada, y creo que es mejor que no adquieras esa experiencia de primera mano.
Le dice al hombre que se quede junto al coche, y ella se acerca a la ancha cancela, pero descubre que también está electrificada.
—Maldita sea —dice—. ¿Cómo vamos a entrar? Espera, tengo una idea.
Se va al coche y coge una pistola del talego que está en el asiento de atrás.
—Tienes suerte de que yo sea el cerebro de esta operación.
Apunta al aire con la pistola y dispara tres veces, en una sucesión bien medida. Las detonaciones retumban en el valle.
—Esto llamará la atención de todo el mundo —dice ella—, pero esperemos que los residentes del Castillo Dienteslimpios sientan la curiosidad antes que los pellejos de los alrededores.
Unos minutos después, ve una silueta que sale de detrás de la casa, no de la puerta principal. Es un hombre negro vestido con blusón verde, uno de esos blusones que parecen baberos y se atan a la cintura. Es alto, pero ella se da cuenta, cuando se acerca más, tomándose su tiempo para recorrer el camino con paso meticuloso, que parece más alto de lo que es en realidad a causa de la sensación de orgullo que emana de él. En las sienes, su pelo muy corto se vuelve gris. Su media sonrisa es cortés pero distante.
—¿Puedo ayudarla en algo, señorita? —pregunta a través de la cancela.
—¿Cómo se llama?
—Johns.
—¿Johns? ¿Como John, pero en plural?
—Así es. ¿En qué puedo ayudarla?
—¿Ésta es su casa?
—Belle Isle pertenece a la señora Grierson.
—Bueno, no entiendo lo que acaba de decir, pero ¿qué tal si nos deja pasar a descansar un poco? Vamos de viaje, y parece que aquí tenéis con qué ser hospitalarios.
—Me temo que ésta es una residencia privada, señorita.
—¿Una residencia privada? ¿De dónde sale usted? Supongo que le han informado de que la ciudad está infestada de la peor plaga de babosas que yo haya visto nunca. Ya no hay residencias privadas, señor mío. Tan sólo hay sitios donde entran las babosas y sitios donde no.
—Lo lamento, tendrá que intentarlo en otra parte.
Y hace ademán de irse.
—Espere un momento. ¿Sabe usted la edad que tengo, señor mío?
—No.
—Tengo quince años. ¿Va a darles de comer a los pellejos a una indefensa chica de quince años, sólo para evitarse poner un par de cubiertos más en la cena? ¿Qué tal va a entenderse con eso su conciencia? Porque la mía lo llevaría mal.
Johns la mira durante largo rato, y ella hace todo lo que puede por parecer una niña abandonada.
Entonces él levanta un panel que hay en la columna de piedra e introduce un código. Los dos lados de la cancela se abren automáticamente.
—Gracias, señor mío: es usted un buen tipo.
—¿Y este caballero es…?
—No se preocupe por él. No es más que un bobo. No le robará nada.
En cuanto han pasado, Johns aprieta un botón y la cancela vuelve a cerrarse tras ellos.
Temple siente el impulso de correr hacia la rotonda y bañarse en la fuente y gritarle a la señora de la casa: «¡Yuju, señora Grierson! ¡He venido a hacerle una visita!». Pero decide ir a lo seguro y no poner nervioso a nadie. Esta gente parece tenerlo todo muy bien, y ella no los quiere asustar. Así que se pone las manos a la espalda como haría una señorita, y sigue a Johns de camino hacia la casa.