Son casi las cuatro en punto de la madrugada cuando llama a la puerta de Ruby.
—Qué ocurre —pregunta Ruby con instinto maternal y despertándose de inmediato.
—Tienes que coserme.
Temple entra en la habitación llevando un talego verde y pesado que hace mucho ruido cuando lo deja en el suelo. A continuación cierra la puerta y levanta la mano para que Ruby la vea.
—Dios mío, ¿qué te ha pasado?
—Me he herido.
—Tenemos que ir a ver al doctor Marcus.
—No vamos a ir a ver a ningún doctor. Ya he estado en la clínica y he cogido un poco de lidocaína. Me imagino que tienes un costurero, y sólo necesito que me ayudes en esto. No tienes más que dar una o dos puntadas, y después me voy.
—Cuéntame qué ha pasado.
—Te prometo que te lo contaré todo con pelos y señales cuando no esté manchándote la alfombra de sangre.
Ruby vuelve a mirarle la mano.
—Ven aquí a la luz —le dice, y acerca a Temple, la sienta en el borde de la cama, le coge la mano y se la coloca sobre la mesa, bajo la lámpara.
—Aquí tienes —dice Temple, entregándole a Ruby la lidocaína y la jeringuilla.
—¿Cuánta? —pregunta Ruby.
—No lo sé. Sólo un poco, porque necesitaré esa mano.
Ruby la inyecta en la parte carnosa de la palma, justo debajo del dedo.
—No entiendo por qué no puede hacer esto el doctor Marcus.
—En cuanto empiece el día, a los hombres de aquí no les voy a caer muy bien. Los hombres a veces tienen ideas curiosas sobre la hermandad. ¿Tienes aguja e hilo?
Ruby se acerca a un cajón y revuelve en él.
—¿De qué color? —pregunta, ofuscada.
—No creo que eso importe. No tardará ni un minuto en volverse negro de la sangre.
—Por supuesto. Qué idiota, es que no consigo pensar con claridad.
—Vamos, esto es igual que zurcir un calcetín.
Ruby coge la aguja y el hilo, y Temple siente su mano entumecida. Mete la mano bajo la mesita de noche para coger una de las revistas que hay allí apiladas y la pone debajo para no manchar nada de sangre. Entonces examina con atención el meñique. Ha desaparecido justo por encima del primer nudillo: un corte limpio a través del hueso que sobresale en el extremo, como una ramita amarilla. Emplea la otra mano para estirar la piel al final del hueso y cerrarla en forma de prepucio.
—Vamos —le dice a Ruby—. Ahora simplemente pasa el hilo varias veces a través y hazle un nudo. Quedará bien.
Ruby lo hace y Temple aleja la mirada, fijándose en un cuadro que Ruby tiene colgado sobre la cama, que representa una huerta. En medio de la huerta hay tres conejitos y una niña con sombrero. El dolor llega agudo pese al entumecimiento que provoca la lidocaína. Temple se marea un poco, pero aprieta los dientes para no perder el conocimiento. Se saca del bolsillo una de las pastillas de Vicodina y se la mete en la boca.
Cuando termina, Temple desenreda la goma del pelo que se había puesto alrededor del dedo, y observa a ver qué sucede. Por la costura, al final del dedo, rezuma un poco de sangre, pero no mucha. Envuelve el dedo en gasa y la sujeta con esparadrapo.
—Has hecho un buen trabajo, gracias.
—Es la primera vez.
—Bueno, creo que debería…
Pero cuando intenta ponerse en pie, la habitación le da vueltas. Apenas consigue mirar hacia delante, tiene el cuello flojo, y se le dobla, incapaz de aguantar la cabeza en su sitio.
—¿Te encuentras bien? —pregunta Ruby, pero su voz suena como apagada entre algodones. Como apagada por piruletas hechas con tela de camiseta. Como apagada por las colitas de todos los conejitos de todas las huertas del mundo.
Temple dice:
—Me sentaré sólo un seg…
Y es entonces cuando la oscuridad la alcanza y la envuelve por completo.
Lo siguiente que sabe es que está tendida sobre las mantas de la cama de Ruby, y el sol entra de lleno por el ventanal. No hay nadie más en la habitación.
—Maldita sea —dice echando los pies al suelo. La cabeza le sigue flotando en éter, y los ojos no llegan hasta donde ella intenta mirar. Tendrá que moverse despacio. Se pone en pie, se apoya contra la pared y se aproxima al ventanal y de vuelta a la cama. Durante unos minutos, se limita a caminar hacia delante y hacia atrás entre el ventanal y la cama, hasta que los ojos empiezan a distinguir correctamente y la cabeza se le sostiene sobre el cuerpo.
Entra Ruby.
—Menuda la que has armado, Sarah Mary Williams. Han salido a buscarte. Dicen que sólo te quieren hacer unas preguntas para llegar al fondo de lo ocurrido, pero no me gusta la mirada de algunos de ellos. Ya la he visto antes.
Abre la puerta del armario y empieza a revolver entre la ropa que hay colgada.
—Dicen que has hecho un estropicio con Abraham Todd.
—No lo habría hecho si…
—A mí no me lo tienes que explicar. Esos Todd tienen el corazón más negro que haya visto nunca. Que Dios te ayude, estoy segura de que se merecía lo que le hayas podido hacer. El problema es que ahora su hermano Moses te tiene en la agenda, y a ése nada le aparta de su rumbo. Eso significa que tenemos que sacarte de aquí. Ponte esto.
A Temple le duele la mano, así que Ruby la ayuda a quitarse la ropa y la mete en el talego.
—¿Qué ha sido del sujetador que te dimos?
Temple no responde nada, tan sólo levanta los brazos para que Ruby pueda vestirla con un vestido de algodón amarillo con tirantes que ha cogido de su armario. Tiene puntillas que le pican en la piel.
—¿Por qué tengo que ponerme esto? —pregunta Temple.
—Llamarás menos la atención. Aquí todos los que no están persiguiéndote van vestidos para los oficios.
—¿Oficios religiosos?
—Hoy es domingo, cielo. Eso es lo que hacemos los domingos.
Hace mucho tiempo que Temple no distingue los días de la semana.
Entonces Ruby le restriega la cara con una toallita, coge una horquilla y se la pone en los labios, y hace algo con su pelo, y después se lo recoge con la horquilla.
—Ya está —dice Ruby—. Has quedado mona.
Temple se mira en el espejo: le devuelve la mirada una tierna muchachita.
—Parezco una ensaimada. ¿Dónde piensan esos hombres que me encuentro?
—Piensan que ya te has ido. Te están buscando por las calles. Por lo visto, alguien ha forzado esta noche el arsenal.
La mirada de Ruby se detiene en el pesado talego de Temple, que descansa junto a la puerta.
—Sólo he cogido una o dos, nada más.
—Está bien, Sarah Mary. Vas a necesitar ayuda. No quiero ni pensar en ello: tú por ahí fuera, con todos esos seres… Me encantaría que pudieras quedarte con nosotros, pero Moses Todd no lo permitiría. Vámonos ya. Sólo tenemos que llegar hasta el ascensor.
Temple usa la mano buena para echarse el talego sobre el hombro, mientras Ruby abre la puerta y mira a un lado y a otro del pasillo.
—Ya está.
De camino al ascensor pasan al lado de una familia, hombre, mujer y niño, que van hablando de aviones y de cómo se mantienen en el aire, y de si el niño verá alguna vez alguno en la vida real. Ruby y Temple sonríen y les dan los buenos días al pasar.
Están solas en el ascensor, y Ruby aprieta un botón que indica P2, y cuando la puerta se abre se encuentran en un aparcamiento sin gente pero abarrotado de coches. Temple sigue a Ruby hasta el final de una de las filas, donde se para detrás de un Toyota de tamaño medio que tiene rota la luz trasera.
—No te puedo dar uno de los bonitos —dice Ruby—. Pero pasarán semanas hasta que se den cuenta de que ha desaparecido éste. Lo importante es que funciona, y tiene el depósito lleno, ya lo he comprobado. Vamos, dame eso.
Le coge el talego a Temple y lo coloca en el asiento del copiloto.
—Ahora escúchame —dice Ruby, cogiendo a Temple por los hombros y mirándola directo a los ojos—. Conozco a gente maja al norte de aquí, más o menos a una hora de distancia. Ellos te cuidarán; diles que vas de mi parte. No tienes más que seguir las indicaciones para Williston y buscar una urbanización con rejas a la salida de la autovía. ¿Lo has entendido?
—Lo he entendido.
—Tendrás cuidado, ¿verdad?
Temple no sabe qué decir, pero el momento exige decir algo.
—Has hecho una buena obra —dice—. Es un acto de generosidad que se sale de lo común. Eres una buena persona: una especie de reina o algo así.
—Ahora vete —dice Ruby—, que parece preocupada y a punto de llorar. Me temo que te esperan más problemas por delante de los que has dejado atrás.
Va conduciendo hacia el norte durante una hora, pero no encuentra el lugar del que le ha hablado Ruby. Las señales no ayudan. En cuanto se halla a una distancia prudencial de la ciudad, detiene el coche a un lado de la carretera para estudiar un letrero. Encuentra el nombre de una ciudad que se halla a 66 kilómetros de distancia, y piensa que podría ser Williston porque eso sería más o menos una hora de viaje. Así que memoriza el aspecto del nombre y sigue los letreros, pero ahora está ahí, y no ve nada que se parezca a una urbanización.
Entonces empieza a llover y detiene el vehículo en el aparcamiento de un centro comercial, apaga el motor y escucha las gotas que tamborilean en el techo del coche.
La lluvia es mala suerte. Sería lógico, piensa, que la lluvia cayera para limpiar las impurezas del mundo. Una limpieza como la del diluvio, que se llevara consigo a los muertos y trajera dientes de león y mariposas que se reprodujeran por todos lados de la arruinada superficie del mundo. Pero no es así la cosa. En vez de eso, la lluvia sólo trae frío, humedad y escalofríos en el cuello. Y después, cuando el sol vuelve a salir de detrás de las nubes, no hay sino más moho y podredumbre de la que había antes, y de cada piedra y palmo de tierra se levanta un hedor como de gas.
La lluvia arrecia, y prefiere esperar fuera del coche, donde sea. En el centro comercial hay una juguetería del tamaño de un almacén, cuyo colorista letrero, sobre las puertas de cristal, conserva intactas todas las letras, lo que ella toma como buen augurio.
Mete la mano en el talego y saca una de las pistolas, una M9, y saca el cargador para asegurarse de que está lleno. Entonces sube el coche sobre la acera, bajo el voladizo de la tienda, justo delante de las amplias puertas de cristal, y sale.
El aire huele ya peor: a ozono mezclado con pus. La pestilencia gotea sobre la superficie y supura en el asfalto en charcos de podredumbre. Sobre el agua se forma una película, una piel cerúlea que se parte como gelatina al pisarla.
Dentro no funciona la electricidad, pero los altos ventanales de la parte delantera proporcionan una luz gris suficiente a la mayor parte de la tienda. Temple deambula por los pasillos toqueteando los polvorientos envoltorios y tratando de imaginarse una habitación familiar llena de muñecas y coches de plástico colorido, abstractos juegos magnéticos de construcción, naves espaciales adornadas con adhesivos, pianos de miniatura en teclas que se iluminan cuando se las aprieta. Qué estúpida la superficial y prescindible fantasía de tales objetos.
En uno de los pasillos encuentra un estante de miniaturas hechas con molde. Coge una, que representa un avión de caza, y rompe el plástico para sacar el objeto y colocárselo sobre la palma de la mano. Recuerda al niño de por la mañana, que les preguntaba a sus padres sobre los aviones. Y piensa en otra cosa de hace mucho tiempo:
Malcolm en el asiento del copiloto, en su camino hacia Hollis Bend, señalando algo a través del parabrisas.
—¿Qué es eso? —preguntaba.
Ella levantó la mirada y vio una raya en el cielo, como una astilla de nube, y un objeto en el extremo que parecía un diminuto rombo de metal.
—Es un avión —respondió—, un avión a reacción. Ya los has visto en la tele. Debe de ser de esa base militar que está requetelejos.
—Nunca había visto un avión de verdad.
—Bueno, pues ya has visto uno. No quedan muchos.
—¿Por…?
—Es muy difícil hacerlos volar. Cuesta muchísimo tiempo aprender.
—¿Cómo se sostienen en el aire?
—¿Qué…? Fíjate lo que preguntas. Los pájaros no tienen problemas para sostenerse en el aire. Lo hacen muy bien.
—Claro, pero los pájaros mueven las alas. ¿Cómo es que el avión no tiene que mover las alas?
—Porque el avión corre en el viento.
—¿Y cómo hace eso?
—Simplemente lo hace —dice ella—. Por la manera en que los fabrican.
—¿Y qué pasa si no hay viento?
—Si te mueves muy rápido, creas tu propio viento.
—¿Cómo?
—Mira, baja la ventanilla. Hasta abajo. Ahora pon la mano plana, así. Ésa es tu ala. Ahora mantén así la mano y saca el brazo por la ventanilla.
Lo hizo así, y la mano se le movía hacia arriba y hacia abajo.
—¿Notas eso? ¿Te das cuenta de que el aire te quiere levantar la mano? Pues así funciona un avión. Eso se llama aerodinástica.
—¿Qué es eso?
—Es el nombre de lo que acabo de explicarte.
—¿Cómo es que sabes eso?
—Pues no sé. Alguien me lo explicó alguna vez.
—¿Y te acuerdas?
—Claro. Por eso te lo he contado. Y ahora tú tendrás que encontrar a alguien a quien contárselo. Así es como funciona la cosa. Así es como se construye la civilización.
—Aerodinástica —repitió Malcolm para sí, en voz muy baja.—Aerodinástica.
—Vale, mi niño. Ahora sube el cristal, que nos estamos quedando helados.
Temple sigue perdida en sus recuerdos cuando oye un ruido al final del pasillo, y levanta la mirada para descubrir a un pellejo que avanza dificultosamente por el linóleo hacia ella. Está viejo y marchito, y su reseca piel se le pela alrededor de la boca y en los nudillos de la mano. Es probable que se haya quedado atrapado en la tienda durante años, sin nada que comer. Un chasquido seco surge de su garganta, y cuando intenta abrir la mandíbula, Temple ve cómo se le desgarran las delgadas mejillas. Le cuesta mucho tiempo aproximarse a ella.
Ella le apunta a la frente con el M9 y aprieta el gatillo. No sale sangre: sólo una polvareda como de papel cuando la babosa se desploma.
Cuando Temple vuelve a salir, ya no llueve tan fuerte. Según su reloj, lleva más de media hora caminando por la tienda. Se mete en el coche y echa el avión de miniatura en la guantera. Entonces coge una de las pastillas. No está segura de qué es, y tampoco le preocupa, pues lo único que quiere es sentirse de modo diferente a como se siente en aquel momento, y no le importa realmente en qué dirección ocurra esa diferencia.
Es esa noche, después de las diez en punto, cuando se encuentra con los cazadores. Cuanto más al norte va, más pobladas están las carreteras. Ahora parece que pasa un coche más o menos cada treinta minutos, y cada vez que eso sucede, ambos conductores aminoran la marcha y tratan de mirarse a los ojos, o de hacer un gesto con la mano, o de sonreír, o de hacer como que se levantan el sombrero, o ejecutar un saludo militar o lo que sea para reconocer la hermandad de los nómadas. Pero cuando cae la noche las calles vuelven a estar desiertas. De noche, la mayoría de la gente prefiere esconderse y esperar a que salga el sol.
Pero los cazadores… Temple ve la hoguera de su campamento desde la carretera. Es más que una hoguera, en realidad. La han hecho en el aparcamiento de una escuela elemental. Ella circula en su coche, viendo las cabezas de los tres hombres, que se giran para mirarla con el cuerpo encorvado e inmóvil.
Sale del coche y se acerca a ellos con cara inexpresiva.
Los hombres la miran de arriba abajo, pero no se inmutan. Están asando algo en un espetón, y la luz del fuego hace bailar sombras en la fachada de la escuela: un pequeño holocausto en una tierra borrada por la noche.
Uno de ellos lleva un sombrero de vaquero, y se lo retira ligeramente hacia atrás.
—Buenas noches, princesa.
—No soy una princesa —responde ella.
—Pues lo pareces. Has llegado un poco tarde para el cotillón, querida.
Temple sigue llevando el vestido de tirantes amarillo que Ruby le puso, y le da vergüenza.
Beben algo en vasos largos de metal, y comen alubias con carne en platos de hojalata.
—Vengo del sur —dice ella—. Busco un sitio que se llama Williston.
—¿Williston? Te lo has pasado. Está a más de treinta kilómetros por la dirección en la que vienes. Te encuentras ya cerca de Georgia.
—Mierda —dice ella, mirando el oscuro horizonte que ha quedado detrás—. Me lo temía.
—Clive aquí presente te puede dibujar un mapa en la tierra, pero será complicado verlo con esta oscuridad.
—No importa. Creo que seguiré hacia el norte. No merece la pena volver a un sitio por el que ya se ha pasado.
—¿Al norte adónde? —pregunta el que se llama Clive—. No es seguro para una chica joven andar sola por el campo. Bueno, no sé si te has enterado, pero tenemos un pequeño problema con los zombis.
Temple se encoge de hombros.
—Los zombis no son una gran molestia —responde—, siempre y cuando te mantengas a distancia de sus dientes.
Los hombres se ríen.
—Bueno, eso es cierto —comenta Clive—. ¿Qué le ha pasado a tu mano?
—Una pequeña pelea —explica ella, y esconde la mano tras la espalda.
—Escucha —dice el del sombrero vaquero—, ¿por qué no cenas con nosotros antes de regresar a la carretera? Hemos encontrado un poco de güisqui, por si te apetece. ¿Qué dices, guerrera?
Temple vuelve la vista hacia el coche, y después la dirige hacia donde se pierde la carretera.
—Bueno, de acuerdo —dice ella—. Pero sólo un rato. Quiero seguir.
—Son cazadores —le dicen—, que viajan de un lugar a otro viviendo de la tierra e intentando verlo todo a lo largo y ancho de aquella gran nación antes de que se termine de hundir. Aún quedan cosas grandiosas por ver —le aseguran.
—Yo nunca he ido más arriba de Greensboro —dice ella—. Creo que hay cosas allá en el norte, y no me importaría echarles un vistazo.
—Nosotros hemos recorrido todos los estados del norte y hasta hemos entrado en Canadá —dice el que se llama Lee, que es el que lleva el sombrero vaquero.
—Cuéntale lo de la catarata —dice Horace, que está sentado en el suelo y se recuesta apoyándose en las manos, y mirando el cielo estrellado.
—Sí, claro —dice Lee—: el Niágara. Antes iba allí todo el mundo en la luna de miel. Puede que lo hayas visto en alguna peli. Toda esa agua que cae por el precipicio, mil ríos cayendo todos a la vez, como si se hubiera cometido un error en la superficie de la Tierra y alguien se hubiera llevado la mitad del lecho de un lago. Y es impresionante: el agua chocando contra el agua tan fuerte que puedes notar cómo te rocía la cara a casi un kilómetro de distancia. Nunca he visto nada parecido. Mira, ése es el tipo de cosa que sigue ocurriendo, siglo tras siglo, sin importar lo que los insignificantes humanos hagan sobre la superficie de la Tierra con todas sus prisas.
Llenan un vaso con el líquido de la botella y se lo entregan. Ella bebe y siente cómo le baja el güisqui por el pecho. Le llega a la barriga formando una apretada bola de calor. Entonces les habla de su propia maravilla: el milagro de los peces. Y todos están de acuerdo en que es algo maravilloso.
Horace le sirve unas alubias en su propio plato de una cazuela que humea al borde del fuego, y después corta un poco de carne del espetón y le pasa el plato a Temple.
—Toma un poco —le dice—. Hay mucho.
—¿Qué es?
—Eso de ahí es carne de horripilante.
—¿Babosas? No me dirás que os coméis a las babosas.
—Claro que sí, guapa —dice Lee—. No tiene nada de malo. O ellos nos comen a nosotros o nosotros nos los comemos a ellos. ¿Qué prefieres?
—¿No es venenosa?
—No si está bien preparada. Llevamos cinco años aquí a la intemperie. Y hay demasiada carne dando vueltas, así que uno puede vivir muy bien simplemente cazando.
—Pero ¿la carne no está podrida?
—Cazamos a los más recientes: esos que no llevan mucho tiempo por ahí.
Ella observa su plato, inclinándolo hacia el fuego para verlo mejor. Las tajadas de carne están grasas por dentro y bien tostadas por fuera. Acerca la nariz.
—Huele a romero.
Los hombres sonríen. Horace parece avergonzado, pero encantado.
—Bueno —dice Lee—, sólo porque vivamos en el campo no tenemos por qué olvidar el refinamiento. Horace es todo un mago de la cocina. Lo que estás oliendo es una mezcla de especias de su propia invención.
—Qué demonios —dice ella—. Me voy a animar.
Temple se lleva la carne a la boca y mastica, dejando que los jugos se le desplieguen por la cavidad y por los dientes. Entonces se la traga y observa a los hombres que se inclinan hacia delante, esperando un comentario.
—Está bueno —dice ella—, y los hombres dan un grito de alegría. Sabe a cerdo.
—Siempre lo he dicho —comenta Lee riéndose—: la única diferencia entre el hombre y el cerdo es un buen adobo.
Temple come más, y se pasan la botella para rellenarse los vasos. Cuando distinguen una babosa que se acerca en la distancia, Clive le muestra lo bien que dispara con el arco, estirando la cuerda y acercándose la mejilla a la mano para apuntar y enviarle una flecha que le atraviesa un ojo.
Temple aplaude con admiración.
Horace tiene una guitarra, y canta sobre lunas y mujeres y soledad, y Temple se adormece escuchándolo y respirando aquel aire denso y ahumado.
Le afectan a la cabeza el güisqui y el cansancio y la charla sobre la gran tierra de Dios. Le dicen que puede ocupar hasta por la mañana una de sus esteras, ya que ellos duermen por turnos. Temple los mira con recelo.
—No te preocupes, Sarah Mary —dice Lee—. No vamos a hacer el tonto. Conocemos sitios a los que ir cuando es eso lo que queremos. Además, tú eres de los nuestros. Te vendrá bien un buen sueño. Tengo la sensación de que por la mañana querrás seguir tu propio camino.
De manera que ella se acuesta y se extiende en el camastro, de cara al fuego para no tener frío.
Comienza a adormecerse, pero antes de quedarse dormida del todo recuerda algo y se levanta sobre un codo:
—Escuchad —dice—. Mi verdadero nombre no es Sarah Mary Williams. Es Temple.
—Y nosotros estamos encantados de conocerte, Temple —responde Lee.
—Bien —dice ella—. Todo bien entonces.
Se vuelve a tender, mirando las estrellas. Y, cuando cierra los ojos, sigue viéndolas.
Cuando despierta por la mañana, encuentra allí dos hombres nuevos, que no estaban por la noche. Se apoyan en un camión, y los cazadores de Temple consultan con ellos. Ella se incorpora en el camastro, se rodea las rodillas con los brazos, y lamenta seguir llevando aquel ridículo vestido de tirantes.
Los dos hombres nuevos llevan cazadoras y pantalones vaqueros, y tienen rifles que sostienen en el hueco que forma el brazo con el costado. La conversación parece bastante amistosa.
Lee la mira y se acerca a ella. Parece preocupado, y mueve mucho la boca, como si le picara el interior de las mejillas.
—¿Quiénes son? —pregunta Temple.
—Gente amiga, nada más —dice Lee.
—Entonces, ¿por qué pones esa cara?
—Me han estado contando que se encontraron con alguien en la carretera. Un tipo grande de aspecto rústico y dientes podridos. Dicen que el tipo buscaba a una chica de pelo rubio, pero no saben por qué, aunque se figuran que no se trataba de nada bueno.
—¿Dónde fue eso?
—Entrando en Williston.
—Ajá.
Temple se pone en pie y se dispone a dirigirse hacia su coche.
—No creo que haya muchas chicas de pelo rubio que viajen solas por aquí —dice Lee.
—Yo tampoco lo creo.
Temple abre la puerta del coche y descorre la cremallera del talego en el asiento de al lado del conductor para sacar unos pantalones y una camiseta. Entonces se quita el vestido por la cabeza y lo echa al asiento de atrás.
Lee se tapa los ojos y se vuelve. Desde lejos, los otros cuatro hombres observan cómo se queda sólo con sus bragas de algodón.
—¿Me quieres contar lo que le hiciste a ese tipo para que te persiga?
—Maté a su hermano —dice ella, metiéndose la camiseta por la cabeza y poniéndose después los pantalones.
—¿Se lo merecía?
—Se merecía algo. La muerte es una cosa que simplemente sucedió. Ya te puedes volver.
Lee se vuelve y la mira. A continuación aguza la vista mirando a la distancia.
—¿Adónde piensas ir?
—Al norte. Simplemente hacia el norte. No podrá seguirme eternamente, y yo tengo mucha paciencia para los viajes.
—Ya —asiente con la cabeza, da una patada con el zapato en el asfalto, y vuelve a aguzar la vista mirando a la lejanía. Entonces dice—: Deberías pensar en venir con nosotros.
Es un hombre por lo menos veinte años mayor que ella, aunque posee la intensa fragilidad de un niño.
—Lee, eso es realmente amable. Quiero daros las gracias a ti, a Clive y a Horace por ser tan amables conmigo. Está bien lo que hacéis. Estáis viendo las maravillas de este amplio país. Pero yo, yo tengo un problema de cacería. Siempre estoy cazando o siendo cazada por alguien. Y no creo que estuviera bien haceros correr la misma suerte y sacaros de vuestro camino.
—Bueno —dice Lee.
—Ajá.
—Supongo que hasta ahora has cuidado de ti misma.
—Supongo que sí.