Las calles están desiertas, excepto de babosas y perros salvajes. La ciudad es demasiado grande para cercarla con vallas, y sus avenidas demasiado serpenteantes para patrullarlas, pero, razona Temple, la electricidad la mantiene alguien que no son las babosas. Los habitantes deben de estar escondidos.
Se sube a una valla publicitaria que hay junto a una vía de acceso a la autovía, y se zampa un paquete de galletas de mantequilla de cacahuete mientras otea el horizonte.
En su camino hacia el norte, Temple había pasado por una comunidad costera, donde todos los edificios eran elegantes, pintados de colores pastel. La principal arteria estaba llena de restaurantes que en otro tiempo habían contado con terrazas en las amplias aceras, lugares donde debían de haberse tomado sus cócteles los ricos, vestidos con camisas color crema. Ahora, sin embargo, la mayor parte de aquellos escaparates de vidrio pulido estaban rotos, y el resquebrajado reflejo blanco del sol iluminaba todos los picos del cristal, como colmillos que rodean la abertura del negro interior. La pintura de color pastel se descascarillaba y dejaba al descubierto el quebradizo cemento que había debajo. Delante de algunos de los restaurantes, las mesas de hierro forjado y las sillas habían sido apiladas formando barreras defensivas, en las que hacía mucho tiempo se habían abierto brechas.
Aquel era un barrio bonito, piensa Temple, pese a estar vacío. Tal vez regrese a él algún día. Pero era un barrio bajo, pues ninguno de los edificios tenía más de seis pisos de altura. A diferencia de la ciudad que contempla ahora, cuyo centro, desde donde lo observa, parece un castillo alzado sobre una colina, lleno de chapiteles de plata y de metálica majestuosidad.
Se baja de la valla y camina otros quince minutos hacia los altos edificios del centro, donde las largas sombras cruzan la calle de una acera a la otra y resultan agradables en su piel recalentada. Encuentra una joyería y se queda largo rato contemplando el escaparate. Hay bisutería polvorienta que cuelga de cuellos de terciopelo artificiales, y anillos guardados en el interior de pequeñas y bonitas cajas. Un sinsentido: en otra época, esos objetos tenían valor; ha conocido gente en el pasado que coleccionaba tales chismes, acaparándolos a la espera de que el futuro restaurara la gloria de una economía de baratija. Las coleccionaban en cajitas que metían en cajas más grandes, y éstas en otras aún más grandes, que cuidaban y protegían como si fueran miembros de una aristocracia temerosa.
Pero hay una cosa que a Temple no le importaría meterse en el bolsillo para rodearla con los dedos y palparla de vez en cuando: un pendiente formado por un rubí en forma de lágrima, la misma forma que tenía su isla. Incluye un engaste de oro sujeto a una cadena, pero si el pendiente fuera suyo le arrancaría los trozos de metal y se quedaría sólo con la piedra, para darle vueltas y vueltas entre los dedos.
Mientras lo mira, percibe un movimiento reflejado en el cristal del escaparate de la joyería: algo que se acerca a ella por detrás.
Sin pensarlo, saca de la funda la daga de los gurkhas y se da la vuelta. Levanta la daga por encima de la cabeza, dispuesta a hundirla de arriba abajo.
Pero entonces ve el cañón del rifle, que le apunta directamente a la cara.
—Alto ahí, señor mío —dice ella bajando la daga—. Estaba a punto de cortarlo en trozos pensando que era una babosa. ¿Por qué se acerca a la gente a hurtadillas?
En cuanto la oye hablar, el hombre baja el rifle.
—Creí que eras uno de ellos —dice—. Llevabas ahí demasiado tiempo sin hacer nada.
—Mis excusas por quedarme examinando el escaparate.
Él observa a su alrededor. Es un hombre apuesto de treinta y tantos años, diría ella, de pelo rubio y liso que le cae en los ojos. Está bien afeitado y tiene una mirada despierta que a ella le recuerda la de un gato o un roedor: un animal encorvado, listo para echar a correr.
—Éste no es un lugar seguro —le dice a Temple—. Ven con nosotros.
—¿Quiénes sois vosotros, rubio?
Entonces él se lleva dos dedos a la boca para lanzar un silbido. De las esquinas de los edificios y de los callejones sale a toda velocidad un pequeño ejército de hombres, tal vez doce en total, que la rodean.
Un hombre que lleva gafas se le acerca y empieza a examinarle los brazos y la piel del cuello.
—¿Estás herida? —le pregunta—. ¿Te han mordido en alguna parte?
—Estoy impoluta, déjame en paz.
Él le pone ambas manos en los lados de la cabeza y le mira las pupilas de los ojos. A continuación se vuelve hacia el hombre rubio.
—Parece que está bien. Podemos hacerle un examen completo cuando volvamos.
—No si quieres seguir respirando —dice ella.
—Ven con nosotros —dice el hombre rubio—. Cuidaremos de ti. Estarás bien.
—¿Tenéis hielo?
—¿Qué?
—¿Tenéis cubitos de hielo para echar a la bebida?
—Sí, tenemos congeladores.
—Entonces vale. Por donde diga usted, señor mío.
La guían por entre las elevadas torres del centro, y por el camino disparan a un par de babosas en la cabeza.
—Para mantener baja la población —explica el rubio, que se llama Louis.
Louis va al frente del grupo, y los demás van detrás, escudriñando la zona en todas direcciones.
Temple lo sigue, pero apartada a un lado y guardando un espacio fijo entre ella y los demás. En particular, hay un hombre cuya mirada no le gusta. Es flaco y tiene una melena de pelo grasiento que sujeta bajo una gorra de béisbol. Y él parece trastornado con ella. Reflejada en los oscuros escaparates de las tiendas, Temple percibe la intensa mirada del hombre fija en su cuerpo. Empieza a ir más despacio y se queda en la parte de atrás del grupo para alejarse de él, pero él hace otro tanto hasta que vuelven a encontrarse juntos, al final de la fila.
—Me llamo Abraham —le dice él—. ¿Cómo te llamas tú?
—Sarah Mary.
—¿Sarah Mary qué más?
—Sarah Mary Williams.
—¿Cuántos años tienes, Sarah Mary?
—Veintisiete.
Él la mira de arriba abajo, y sus ojos se demoran en cada parte con un cierto desdén.
—Tú no tienes veintisiete años —dice.
—Demuéstralo.
—Mi hermano Moses dice que tengo intuición para distinguir la verdad de la mentira. Dice que huelo a un mentiroso a cien metros. Es mi talento secreto. Y puedo olerte a ti, Sarah Mary.
Ella mira al frente, rechinando los dientes y pensando en un vaso alto de Coca-Cola lleno de cubitos de hielo, y con una pajita flexible.
—Veamos —sigue él—. Yo diría que tienes dieciséis años, diecisiete como mucho.
—Ya he vivido unos años, no importa cuántos.
—¿De dónde vienes, Sarah Mary?
—Del sur.
—¿Ves?, por eso sé que no me dices la verdad. Al sur de aquí no hay nada. Es territorio de los horripilantes desde aquí a los Cayos.
Temple nota sus ojos clavados en ella, que parecen penetrar bajo su ropa y apretarle la piel.
—Entonces, ¿cuál es tu historia, Sarah Mary? ¿Te has escapado de algún novio? ¿Buscas a alguien que te cuide? A mí me lo puedes contar. Me encargaré de que estés bien.
Ella se muerde el labio para no decir nada, y acelera para acercarse al que parece el jefe, Louis.
—¿Adónde vamos? —le pregunta.
—Levanta la mirada —contesta él.
Por encima de ella se elevan cuatro torres idénticas, cada una de las cuales comprende una manzana entera. Hay tiendas al por menor en los bajos, y seguramente oficinas en el resto de los pisos. Los cuatro edificios están conectados a la altura del sexto piso más o menos mediante pasarelas cerradas, creando una enorme unidad. En semejante construcción se podría albergar con seguridad a un millar de personas.
Louis marca el camino rodeando uno de los edificios hasta el callejón de detrás, donde el hormigón desciende hasta un muelle de carga. Se acercan a una pequeña puerta que hay junto a la verja de acero y miran a su alrededor para asegurarse de que no los sigue ninguna babosa. A continuación, Louis abre rápidamente la puerta e invita a pasar a los demás.
—¿Ésta es vuestra fortaleza? —le pregunta Temple.
Cuando han entrado todos, él cierra la puerta, gira la llave en la cerradura y pasa una barra.
—Ésta es nuestra fortaleza —responde.
La confían a una mujer llamada Ruby, que le da de comer, le proporciona ropa nueva que proviene del departamento comercial bien cerrado que hay en el bajo de uno de los edificios, y le enseña un lugar en que puede dormir en el piso decimosexto, donde las oficinas han sido convertidas en residencias.
Ruby intenta vestirla con un vestido de algodón azul cielo a cuadros, pero Temple insiste en ponerse unos vaqueros como los que lleva, sólo que sin rasgar y sin manchas de sangre seca. Ruby los examina cuando Temple se los entrega desde el probador, mueve la cabeza hacia los lados en señal de negación, y chasquea la lengua como hace cierta especie de pájaros del desierto:
—Pobre chiquilla —dice Ruby—. El camino hasta llegar aquí tiene que haber sido muy duro.
—El camino estaba bien —responde Temple—. El problema eran los pellejos.
—¡Qué mundo…!
Parece que Ruby tiene algo más que decir sobre el tema, pero se le corta la voz, como si la angustia no la dejara hablar.
—Oye, —dice Temple— aquí tenéis cubitos de hielo, ¿verdad? Estoy pensando que ahora sería perfecto tomarse una coca-cola muy fría en un vaso largo.
De manera que Ruby le lleva un vaso de Coca-Cola con cubitos de hielo, y las dos bajan para ver cómo juegan los niños en uno de los vestíbulos. De uno de los departamentos comerciales han arrastrado hasta allí un columpio y un tobogán de plástico, y han pintado en el suelo, con tiza, una rayuela.
—También tenemos una escuela —explica Ruby—. La dirige mi hermana Elaine. Funciona por las mañanas, seis días a la semana. Por supuesto, la educación es lo más importante para que podamos reconstruirlo todo cuando esto haya acabado. ¿Tú has ido a la escuela?
—He aprendido algunas cosas.
—Yo sólo era una jovencita cuando todo empezó. Supongo que tú no habías ni nacido.
—No, señora.
—Este mundo tiene que parecerte muy extraño.
—No, señora.
—¿No?
—El mundo te trata bien siempre que no intentes ir contra él.
Ruby mira a Temple y niega con la cabeza, suspirando. Es una mujer regordeta, con la cara redonda y ojos que se arrugan por los extremos cuando se ríe. Tiene arreglado el pelo en un estilo que Temple no había visto nunca: la mayor parte está recogido por arriba, pero parte le cae, suelto; lleva un vestido amplio y largo, sin forma; calza sandalias, y lleva pintadas tanto las uñas de las manos como las de los pies de un tono muy bonito de rojo burdeos. El mismo color, piensa Temple, que tiene la sangre derramada cuando han transcurrido unos veinte minutos.
El ruido de los niños que juegan retumba en las paredes de mármol del vestíbulo. Hay veinte en total, de diferentes edades. Los ventanales están pintados para que, supone Temple, las babosas no vean que están ahí y empiecen a congregarse en la parte de fuera. Por todo el perímetro del vestíbulo han instalado grandes focos amarillos para ayudar a difundir la luz del sol absorbiéndola a través de una fina y poco uniforme capa de pintura marrón.
Piensa en Malcolm, y se lo representa allí, entre todos aquellos niños. Sin duda él habría querido salir, y habría rascado la pintura de los cristales para ver lo que había al otro lado. Pero eso hubiera sido hace dos años. Ahora Malcolm sería ya mayor que la mayoría de ellos.
—¿Cuánta gente tenéis aquí? —pregunta Temple.
—Tenemos a setecientas trece personas repartidas por los cuatro vecindarios. Tú haces la setecientas catorce.
—¿Vecindarios?
—Me refiero a los cuatro edificios. Nos gusta llamarlos vecindarios.
—¿Y éstos son todos los niños que hay?
—La mayoría. Para la gente resulta duro tener niños aquí. Tenemos un médico, pero nuestros recursos sanitarios son limitados. Y, además, es que a la gente le resulta difícil ser… optimista.
—¡Ah!
Ruby le sonríe con una sonrisa de oreja a oreja, como si ella misma fuera la principal emisaria del optimismo.
—Me gusta tu sombrero —le dice, indicando con un gesto de la cabeza el sombrero panamá de Temple—. Aquí no tenemos sombreros como ése.
—Gracias. A mí me gusta tu pintura de uñas.
—¿Sí? ¿Quieres ponértela? Aquí la mayor parte de las mujeres no se preocupan de pintarse las uñas, así que queda mucha.
Ruby la lleva al departamento comercial, a la zona de cosmética, y le muestra una fila de frasquitos polvorientos de cien colores diferentes, y nombres en la parte de abajo que describen los colores. Temple se decide por un tipo de rosa que Ruby dice que se llama «algodón de azúcar». No tiene ni idea de qué es el algodón de azúcar, pero en su mente aparece la imagen de piruletas hechas de tela de camiseta.
Entonces Ruby sube con Temple en el ascensor hasta el piso decimosexto, donde se encuentra la habitación que le han adjudicado, una pequeña oficina con un colchón en el suelo, una mesa con una lámpara, y una planta artificial.
—El cuarto de baño está al otro lado del vestíbulo, junto a los ascensores —dice Ruby como disculpándose—. Tenemos que compartirlo.
—Gracias —responde Temple—. Por el refresco y la pintura de uñas, y por la comida, y por todo.
—De nada, espero que te encuentres bien. Me alegro de que estés aquí con nosotros. Te cuidaremos, Sarah Mary.
Temple no dice nada. Trata de imaginarse que se queda allí, en aquel lugar, con aquella gente, y le sorprende ver que la idea no le resulta completamente inaceptable. Se pregunta si eso querrá decir que se está haciendo mayor.
—Ah, y otra cosa más —dice Ruby—. Puedes ir a donde quieras, pero te recomiendo que evites el vecindario número cuatro. Ahí es donde están la mayor parte de los hombres, los solteros, como los que patrullan las calles y te han traído hoy aquí. La mayoría de ellos son muy agradables, considerados y caballerosos. Pero a veces, cuando están juntos, pueden volverse un poco burros. No quiero que te lleves una impresión equivocada sobre nosotros, no es más que eso. Somos una comunidad muy agradable.
Entonces Ruby se va, y Temple se queda sola. Localiza el cuarto de baño. Hay uno comunal, pero entra en el individual, que se encuentra al lado, y está preparado para gente en silla de ruedas. Deja la daga de los gurkhas en el borde del lavabo, se desnuda completamente y se lava en condiciones con el paño y la toalla que Ruby le ha dado. A continuación mete la cabeza en el lavabo, y deja que el pelo se empape con el agua caliente y jabonosa durante un buen rato. Después de eso, se peina y se mira detenidamente en el espejo.
Pelo rubio, rostro delgado con largas pestañas que enmarcan dos brillantes ojos azules. Podría ser guapa. Intenta adoptar un aspecto más femenino, colocándose como ha visto que se colocan las chicas: haciendo un mohín con los labios, bajando la barbilla y levantando las cejas. Sus pequeños pechos no son gran cosa, y tiene el culo plano, pero ha visto en las revistas mujeres atractivas que tienen cuerpos como el suyo, así que supone que no pasa nada.
Se pone las bragas nuevas que le ha dado Ruby. Son de algodón, todas estampadas de rosas. Ruby también le ha traído un sujetador, pero no se lo pone.
De nuevo en su habitación, se pinta las uñas de las manos y los pies con aquel esmalte rosa algodón de azúcar. Pero es descuidada y no tiene mucha paciencia y se llena de pintura toda la piel. A continuación se tiende para dejar que se le sequen las uñas, y contempla el cielo que se oscurece a través de la ventana. Las luces de la ciudad se encienden mientras ella mira. Algunas responden a un dispositivo automático que hace que se enciendan todos los días a la misma hora, según supone. Pero otras las da gente de verdad, gente como ella.
Se dirige a la ventana y ve que su aliento empaña el cristal. Da las buenas noches al mundo iluminado por el sol, y siente que la acomete la intensa gravedad del sueño, de manera que se tiende sobre el colchón, junta las palmas de las manos, susurra una oración y escucha el suave murmullo del edificio hasta que la mente se le amplía y los sueños la conducen al vasto laberinto exterior.
Al día siguiente pasea por los edificios, sonriendo cortésmente a los saludos que recibe por parte de los residentes. Están contentos de ver una cara nueva, contentos de ver sus filas engrosadas por otro ladrillo en el baluarte contra la marea que arremete contra ellos desde fuera. Algunos cuentan historias sobre el lugar del que proceden, y los mayores tejen relatos del mundo anterior. Temple ha oído muchas versiones de esta historia, pero la mayoría incluyen niños que bajan en bicicleta por las tardes por calles arboladas,picnicsen los parques, o encuentros con gente amable en la tienda de la esquina. O acampadas en las que uno no tenía de qué preocuparse, a excepción de las picaduras de los mosquitos.
A Temple esas historias siempre le han parecido sospechosas, siempre le ha parecido que estaban endulzadas por la nostalgia. Por su propia experiencia, ha aprendido que la felicidad y la tristeza encuentran su propio nivel sin importar qué sea lo que te muerda, si un mosquito o un pellejo.
Se ofrece a ayudar en la cocina, donde un grupo de mujeres prepara lo que parece una comida bastante elaborada. Le dicen que puede cascar un cuenco de huevos (en las azoteas tienen gallineros y jardines), pero cuando ven cuánto tiempo le lleva recoger del cuenco los trocitos de cáscara, la echan de allí, diciéndole que descanse y vaya a familiarizarse con el lugar y la gente. Ya tendrá tiempo de ayudar en la cocina.
Esa noche acude a la sala de conferencias que han acondicionado como cine y teatro, y se sienta en la oscuridad, con todos los demás, a ver una vieja película que proyectan sobre una gran pantalla. Es una película sobre naves espaciales y planetas que parecen desiertos, y ella la mira, y una niña que está junto a ella le entrega un cuenco con palomitas de maíz. Coge unas pocas y lo pasa.
Al día siguiente, sin embargo, se encuentra aburrida e inquieta. Mira por los ventanales del tercer piso y ve a la patrulla, que abandona el edificio y hace su camino por la calle con movimientos tácticos y serpenteantes. Le gusta el modo en que se mueven esos hombres, como un solo cuerpo con distintas partes.
Esa noche no puede dormir, y se pasea por los mudos pasillos de los edificios, pensando que su insomnio es una especie de enfermedad.
Cuando el silencio llega a ser excesivo, atraviesa la pasarela hacia el edificio número cuatro, donde encuentra a los hombres jugando a las cartas apostando pastillas. Están en el sexto piso, reunidos en un espacio grande que comprende dos pisos y amplifica en ecos sus risas estridentes y sus voces graves. Sería el vestíbulo de la sede de alguna empresa, supone, alguna de esas empresas monolíticas que ocupaban varios pisos en el edificio.
Al principio los hombres la miran con desdén, como si su presencia los hiciera avergonzarse. Las escandalosas risas se apagan rápidamente a medida que, uno a uno, se van percatando de su presencia. Entonces ella dice:
—Seguid. No consigo dormir, no es más que eso. No he venido aquí a jorobarlo todo.
De manera que el juego prosigue, al principio con incomodidad, pero creciendo en volumen y en vulgaridad a medida que pierden sus recelos y se olvidan de su presencia. A ella le gusta el aroma de sus cigarrillos, el tintineo de las botellas de licor y el lenguaje crudo que se desprende como rocas de la cantera de sus bocas peludas. Llegan otros hombres que vienen de hacer su ronda nocturna, y ella los ve pasar a través de una puerta de metal reforzado que hay a un lado, con sus pistolas y rifles AR-15 del calibre 20, y volver a salir con las manos vacías. Entonces se dirigen a una mesa preparada a modo de barra, donde un hombre con delantal les sirve una copa.
Louis, el jefe de la patrulla, se da cuenta de su presencia.
—¿Te gusta el juego? —le pregunta.
—Estoy estudiándolo —responde ella—. Es como póquer mezclado con un poco de pooch.
—¿Pooch?
—Un juego al que jugaba yo de pequeña.
—¿Y lo sigues?
—Como digo, lo estoy estudiando. ¿Qué hay en el bote?
—Anfetas. Somníferos. Algún analgésico. Pero anfetas lo que más.
—¡Ja, ja! ¿Dónde puede encontrar una chica unas monedas de ésas?
—¿Quieres jugar?
—Una mano o dos.
Louis se ríe con una carcajada rotunda y amable. Entonces rebusca en el bolsillo, le coge la mano a Temple, y le planta en ella tres pastillas azules.
—Eh, Walter —le dice a uno de los hombres de la mesa—. ¿Por qué no te tomas un descanso? La pequeña tiene ganas de probar.
Los hombres se ríen y ella ocupa su lugar, diciendo:
—No sé qué os hace tanta gracia. Cualquier imbécil puede darle la vuelta a una carta.
—Aaah —responden ellos.
Temple pierde una de las pastillas azules en una infortunada primera mano, pero diez manos después le tienen que dejar una bolsita de congelados para que meta todas sus ganancias: tres Nembutales, cinco Vicodinas, doce oxicodonas, siete Dexedrinas y cuatro Viagras que emplea para pagar a Louis su ayuda.
—¿Cómo decías que te llamabas…? —le pregunta Louis.
—Sarah Mary.
—Bueno, Sarah Mary: estoy impresionado. Impresionado a más no poder.
—Vale, entonces ¿me dejaríais patrullar mañana con todos vosotros?
Él vuelve a reírse con una risa alegre y afectuosa.
—Eres tremenda —dice—. Pero ¿por qué no nos dejas a nosotros el trabajo sucio?
—Por lo que veo, no os mancháis mucho.
—Sarah Mary, déjame que te invite a algo.
La hace sentarse a la barra y le pide una Coca-Cola con hielo. Ella se queda allí un rato, observando el juego hasta que aquella especie de flaco roedor, Abraham, llega y se sienta al otro lado de ella y empieza otra vez a quitarle la ropa con los ojos. Está acompañado por alguien enorme, a quien presenta como su hermano Moses. Moses le estrecha la mano y casi le rompe los nudillos con su gran puño. Los dos juntos parecen como el antes y el después de algún tipo de pócima para engordar. A Moses no le interesa charlar. Se sienta a la barra y bebe y mira al frente como si pudiera ver el lado oculto y desagradable de todas las cosas. No es hombre con el que se pueda coquetear, Temple lo sabe. Ha visto antes otros como él, peligrosos porque están de vuelta de lugares que los otros, los hombres cordiales, no han visto nunca, y los recuerdos que se han traído de esos lugares están en todas las partes de su persona, en sus ojos húmedos y encarnados, bajo las uñas, y en la pátina oscura de su propia piel.
Moses se limita a sentarse y observar con atención, pero su hermano Abraham tiene ganas de hablar, y comienza a contarle lo de aquella chica a la que casi ahoga uno de los otros hombres porque ella lo provocaba y lo había llevado a uno de los almacenes, pero no le dejaba hacerle nada. Al contarlo, desliza la lengua por los labios, y Temple puede verle la saliva blanca y reseca en las comisuras de la boca.
Así que ella se levanta y se va al otro lado de la sala, se sienta en el borde de un macetero de mármol, y observa el juego intentando ignorar la mirada de Abraham, que aún puede sentir, tratando de morderla.
Quince minutos después, uno de los hombres del juego acusa a otro de guardarse pastillas de la apuesta inicial, y empieza una pelea en la que los dos hombres se agarran uno al otro por encima de la mesa y otros intentan sujetarlos, hasta que la mesa cae derribada y por el suelo de mármol se esparce un colorido muestrario de pastillas. Cada uno intenta agarrar lo que puede.
Temple ha visto ya suficiente. Abandona el vestíbulo y sube unos cuantos tramos de escalera, hasta quedarse sin aliento, y llega a un piso silencioso y oscuro donde nota una curiosa brisa que reconoce como auténtico aire de la noche, diferente del aire viciado del sistema de ventilación. Sigue la brisa hasta que descubre de dónde proviene: es una abertura en el propio edificio. En la parte de atrás de una de aquellas oficinas plenamente abiertas, hay un ventanal que va del suelo al techo, de unos dos metros y medio de ancho, que está completamente roto. Han puesto algunas sillas delante de la abertura para convertir el lugar en un observatorio.
No hay nadie por allí, así que se dirige a la abertura y, sujetándose con ambas manos, contempla los tejados de la ciudad. Debe de estar a unos veinticinco pisos de altura, y eso le produce vértigo, pero se obliga a mirar de todos modos. Allí abajo, en los focos de luz amarilla de las farolas que no están todavía rotas ni fundidas, ve a los muertos moverse letárgicamente, sin dirección ni propósito. La mayor parte de ellos se mueven aun cuando no tengan nada que cazar, pues sus piernas, como su estómago y sus mandíbulas, no son más que instinto. Levanta la mirada y los ojos se le empañan al fresco viento, y las luces de la ciudad se le multiplican, así que se frota los ojos y se sienta en una de las sillas, y dirige la vista más allá de la periferia de las luces, donde la oscuridad se extiende como un océano. Es un lugar que conoce. Lo conoce más de lo que podría explicar.
Debe de haber descendido muy al fondo del pozo de su cerebro, porque no es consciente de la presencia del hombre hasta que éste se sienta a su lado: es un cuerpo enorme y barbudo, que hace chirriar la silla con un sonido metálico al descansar su peso en ella: se trata de Moses, el hermano de Abraham.
—Sólo estaba echando un vistazo, —dice ella— mirando a su alrededor y viendo que están solos los dos. No hacía nada.
El enorme tipo se encoge de hombros. Saca un cigarro del bolsillo de la chaqueta, le arranca la punta de un mordisco, la escupe para que caiga por la abertura, prende una cerilla con la uña del pulgar, y chupa el cigarro para infundirle vida. Cuando ha terminado con la cerilla, la lanza también por el ventanal, y Temple observa cómo desaparece en la oscuridad el rescoldo rojo pálido.
Mira a Abraham, sin saber si debería escapar. Pero él no le presta atención, tan sólo chupa su cigarro y observa fijamente la noche.
Al final, Temple pregunta:
—¿Qué quieres?
Y por primera vez Moses se vuelve hacia ella, como si fuera una simple mariquita que se le ha posado en los nudillos o algo así.
—Quiero muchas cosas —responde—. Pero nada que tú puedas darme.
Temple lo mira un instante más aguzando la vista. Llega a la conclusión de que la amenaza no es inmediata, de modo que se sienta.
—Eso está bien —dice ella.
Y durante un rato, sus miradas sobre la ciudad son perfectamente paralelas. Él chupa el cigarro y a continuación le hace una pregunta:
—¿Has visto alguna vez una babosa sin piernas?
Temple no puede comprender a qué viene la pregunta, pero no duda en responderla:
—Varias veces —dice—. Al andar no parecen más que brazos y codos, como un saltamontes.
—Ajá. —Vuelve a chupar el cigarro y sigue—: ¿Sabes?, he oído hablar de una comunidad, allá en Jacksonville, que ha decidido defender todo su perímetro con un fuego suministrado por tuberías de gas, para que no pasen las babosas. ¿Qué te parece la idea?
—Creo que esa comunidad ya habrá cambiado de idea a estas alturas.
—¿Por qué?
—Porque es demasiado tonta. A los pellejos no les asusta el fuego: lo atraviesan sin inmutarse. Así que todo lo que conseguirán es un montón de teas andantes intentando comerles las entrañas.
Moses asiente despacio con la cabeza, y Temple comprende que él ya sabía eso del fuego y los pellejos. Tan sólo la estaba probando.
—Sarah Mary Williams —dice, pronunciando cada nombre como si lo leyera en una valla publicitaria, a lo lejos—. Mi hermano Abraham no se cree que hayas venido del sur. Así es de receloso. Yo sí te creo.
—Sigue. Podéis creer los dos lo que queráis. Éste es un país libre.
Se quedan un rato callados. Ella aspira el humo del cigarro de Moses, y lo encuentra dulce en los pulmones. Cuando le parece que él no tiene nada más que decir, se levanta de la silla y se vuelve para marcharse. Entonces él vuelve a hablar, sin mirarla, sin prestar atención a si viene o se va.
—Esta abertura de aquí, —dice, indicando con un gesto el oscuro espacio de cielo nocturno en las fauces del cristal desaparecido—, ya estaba cuando llegaron. Alguien saltaría. Cuando se instalaron aquí, simplemente lo agrandaron y lo convirtieron en un mirador.
—¿Quiénes son ellos? ¿No eres tú uno de ellos?
—Yo soy un viajero nato. He estado en muchos sitios. A los que son como yo, nos basta con lo que ofrece la Tierra. A Abraham le gusta este lugar, pero yo no lo tengo tan claro.
—¿Y eso?
—En este preciso momento, este lugar es una fortaleza. Pero si a alguien le viniera en gana, podría abrir una de esas puertas de los muelles de carga en medio de la noche, y de pronto nos encontraríamos en una casa de muerte.
Es entonces cuando levanta la vista hacia Temple. Sus ojos están al nivel de los suyos, pese a que él está sentado y ella de pie. La mira con los ojos entrecerrados a través del humo que desprende el cigarro. Sus dedos recogen de la barba laminillas de tabaco caído.
—¿Sabes lo que pienso? —pregunta ella.
—¿Qué piensas?
Ella señala a través de la abertura la negra garganta del paisaje enfermo.
—Pienso que tú eres más peligroso que lo que hay ahí fuera.
—Bueno, pequeña —dice él—, es curioso lo que acabas de decir. Porque en este momento yo estaba pensando justo lo mismo de ti.
Temple lo deja allí sentado, y mira atrás sólo una vez, antes de pasar por la puerta de la escalera, para observar cómo sale por la negra abertura en el cristal la nube de humo de su cigarro, como si fuera su alma, que, demasiado grande para su enorme continente, se desbordara por los poros de su piel y vagara en un indirecto regreso a la tierra salvaje donde se sabe uno más entre los violentos y los muertos.
De nuevo en su pequeña habitación, Temple se toma un Nembutal y cae dormida casi de inmediato. Seguramente es la pastilla lo que hace que le cueste tanto comprender lo que ocurre una hora después, cuando una llave penetra en la cerradura de la puerta. Está tan amodorrada en las profundidades de sí misma, que le resulta difícil subir por la escalera hasta la superficie, donde ocurren las cosas de la realidad. La llave en la puerta, el ruido, el pomo de la puerta que gira, y el aire que chilla cuando la puerta se abre hacia dentro y después se vuelve a cerrar. Asciende con dificultad hasta la superficie de la conciencia, llegando a ella y despertándose con un temblor brusco justo al mismo tiempo que se enciende la luz de la habitación.
—Abraham —dice ella.
—Vengo a darte las buenas noches.
Temple entrecierra los ojos, y se los frota ante la repentina luz. Él está de pie, pero encorvado y balanceándose ligeramente, borracho. Su mirada lasciva la hace darse cuenta de qué es lo que ella lleva puesto: sólo una camiseta y las bragas.
—Sal de aquí, Abraham.
—Eh —dice él mirando a su alrededor—, ¿este cuchillo es tuyo? Es una chulada.
Coge la daga de los gurkhas de la mesa y la desenvaina. Entonces la blande varias veces en el aire, haciendo sonidos con la boca, como los niños jugando a espadachines.
—Déjala donde estaba.
Él vuelve a dejarla en la mesa, pero no porque ella se lo haya pedido.
—Esta noche has tenido unas buenas manos. Eres una de esas niñas bravas, ¿verdad? Una de esas chicas de rompe y rasga. Te gusta jugar con los hombres…
Ella se incorpora en el colchón, con la espalda contra la pared. Su cabeza sigue confusa.
—Más vale que… —dice ella.
—Pero sigues siendo una chica para lo que importa.
Rodea la mesa, se sube al pie del colchón, y se coloca de pie encima de Temple. Ella encoge las piernas, pero no consigue acurrucarse completamente. Entonces él se baja la cremallera del pantalón y saca sus fláccidos genitales, que parecen un ramillete de globos de cumpleaños deshinchados.
—Métetelo en la boca, le dice. Haz que crezca.
—Será mejor que te guardes eso. No estoy bromeando, Abraham. Retíralo ahora mismo.
—Vamos, Sarah Mary. Por aquí todos somos como una familia. Todas las chicas buscan hacerse su nido. Los hombres muchas veces lo que buscan es un polvo antes de volver a matar horripilantes. Dime lo que quieres y yo te lo daré. ¿Pastillas? ¿Alcohol? Sólo tienes que hacerme este favor. Métetelo un ratito en la boca.
—Te he dicho que te guardes esa cosa. No hago tonterías con gente como tú. Y no las voy a hacer ahora.
Empiezan a despejarse las nieblas de su cabeza, y lo ve dando dos pasos hacia ella. Su entrepierna se acerca tanto que percibe su intenso olor a moho.
—Pero tú eres muy guapa —le dice él—. Y yo sólo quiero correrme un poquito en ti.
—Se acabó, dice ella.
Cierra la mano en un puño que lanza con fuerza contra su entrepierna. Es como darle un puñetazo a una bolsa de menudillos calientes. El puñetazo hace ruido, y derrumba a Abraham de espaldas. Los pantalones le caen por las rodillas mientras él se retuerce entre el suelo y el pie del colchón.
Pero sus gemidos se convierten en algo más parecido a gruñidos. Se vuelve a levantar, con la cara roja como un tomate, los ojos llorosos y los dientes apretados.
—No quería hacerlo —dice ella—. Vamos, Abraham, sólo intentaba arreglar esto. No lo estropees todo.
Él no escucha. Con una mano se protege los genitales y con la otra agarra la daga de los gurkhas.
—Te voy a cortar por la mitad, putita.
Embiste contra Temple, y ella se agacha y saca la mano para repeler el golpe. La hoja de la daga le pasa por encima de la cabeza, pero nota una repentina sensación glacial en la mano izquierda, y cuando baja la vista ve que la daga le ha cortado la mitad del dedo meñique. La sangre le cae por la muñeca y torna resbaladiza la mano.
Aún no siente dolor, sólo frío. Pero sabe que el dolor llegará enseguida, así que lo que haya que hacer, será mejor hacerlo rápido.
Temple se pega con la espalda al ventanal. Moses vuelve a acercarse a ella, pero cuando levanta la daga por encima de la cabeza para asestar el golpe, las manos de ella salen disparadas para agarrarle la muñeca y retorcérsela, de manera que todo su cuerpo cae hacia delante, boca abajo, y después, sujetando aún el brazo levantado en ángulo, le pone el pie encima, sobre el codo, hasta que lo oye astillarse como la rama verde de un árbol.
Ahora Moses lanza unos gemidos potentes y guturales, toda la sangre le ha subido a la cabeza, y le sobresalen, duros y largos, los tendones del cuello.
—Cállate —le dice ella—. Cállate ahora mismo, o te oirá todo el mundo.
Pero él sigue gritando. Temple le da la vuelta y lo abofetea como se hace con los histéricos, aunque sospecha que el problema en ese momento no es tanto la histeria como el insoportable dolor. Así que busca algo con lo que taparle la boca, y encuentra el sujetador que Ruby le dio, que es acolchado y con un poco de relleno, y se lo mete con los dedos entre los dientes.
—Deja de gritar —le dice—. Vamos, deja de gritar.
Le pone la mano izquierda en la boca y aprieta el sujetador. La sangre del dedo le cae a él en la mejilla y en el ojo, y le baja hasta la oreja. Temple se arrodilla sobre su pecho para hacerle callar, y le aprieta la boca intentando que la nariz quede libre, pero algo va mal, porque al cabo de un minuto Moses empieza a amoratarse y a tener convulsiones, y a continuación deja de moverse.
Ella le aparta la mano de la boca y observa sus ojos de pesados párpados, que ya empiezan a cegarse.
—Maldita sea —dice ella—. ¿Por qué la vida y la muerte tienen que estar siempre a un centímetro de distancia?
Va a la mesa y saca un bolígrafo del cajón, le mete la punta en una ventana de la nariz, y lo empuja fuertemente con el pulpejo de la mano para evitar que regrese.
Entonces se quita la goma del pelo, la enrolla alrededor del meñique para contener la sangre, y se vuelve a sentar apoyada en el ventanal para recuperar el aliento.
Mueve la cabeza hacia los lados, en señal de negación: también a ella le gustaba aquel lugar.