Esa noche, a la luz de la lumbre, saca por la trampilla que hay en el suelo las cosas que guardó en el sótano el día que llegó: la nevera, la cantimplora, la pistola a la que le quedan dos balas dentro en buen estado… Después, coge su daga de los gurkhas y una piedra pequeña de afilar, se las lleva con ella a la playa, y se sienta en la arena a afilar la daga mediante largas y suaves pasadas de la piedra. Se toma su tiempo para hacerlo, sentada bajo la luna durante casi una hora, hasta que es capaz de comprobar en la lengua el filo de la hoja. Es un buen cuchillo, con sus treinta centímetros de longitud y curvado hacia dentro. Cuando corta el aire con ella, se oye un silbido.
Esa noche duerme a pierna suelta, pero se despierta justo antes del alba para coger sus cosas.
Coloca el cuchillo, la pistola, la cantimplora y el sombrero panamá dentro de la nevera, y lo arrastra todo hacia la playa. A continuación regresa al faro para decirle adiós.
Es triste dejar la casa de uno, y aquella ha sido una buena casa para ella. Se siente como un guisante en la base de aquella alta torre. Sube por última vez la escalera que lleva a la pasarela, y se contempla en los mil diminutos espejos bajo la luz mortecina. Tiene el pelo largo y greñudo. Coge una goma y se lo recoge por detrás.
Entonces alarga la mano para arrancar con los dedos uno de aquellos espejitos diminutos, y se lo guarda en el bolsillo, como recuerdo del tiempo que ha pasado allí.
A decir verdad, Temple no es aficionada a la introspección. Pero hay secretos que merodean la mente, y no quiere que ninguno de ellos la sorprenda de pronto. A veces merece la pena mirar dentro de uno mismo aun cuando los rincones oscuros te produzcan mareos.
Vuelve a la base de la torre, sale y cierra la puerta. La deja bien apretada para que no la abra el viento y remueva todo lo que hay dentro. Es reconfortante imaginarse que todo sigue igual aun después de que uno se haya ido lejos.
Permanece al pie de la torre y estira el cuello para mirar a lo alto.
—Adiós, mi vieja torre —dice. Sigue ahí, firme—. Espero que protejas al próximo que se cobije aquí, sea vivo o muerto, santo o pecador.
Asiente con la cabeza. Piensa que ha sido una cosa bonita lo que ha dicho: parece como una bendición o un brindis o un deseo de cumpleaños o un sermón de funeral. Y ella sabe que las palabras son capaces de hacer realidad las cosas, si se dicen como se deben decir.
En la playa, se desnuda y mete la ropa y las zapatillas en la nevera, con todo lo demás. Cierra la tapa lo mejor que puede, pisando en ella varias veces. Tira de la nevera hacia el agua, hasta que empieza a mecerse en las olas. A continuación la gira para situarla delante de ella, y la empuja sobre las olas que rompen en la orilla hasta que quedan atrás.
Va nadando hacia el continente, manteniéndose a una distancia prudencial del bajío para que la corriente no la estrelle contra las rocas. Rodea la nevera con las manos y se impulsa con los pies, y cuando se cansa se detiene y flota, y no pierde de vista la tierra firme, para saber hacia dónde la empuja la corriente. La brisa corre sobre la superficie del agua, y le pone carne de gallina en la piel mojada, pero es mejor eso que intentar hacer el trayecto a mediodía, cuando tienes el sol directamente sobre la cabeza y te quema la piel.
No tiene modo de contabilizar el tiempo, pero no es una nadadora rápida, y le parece que transcurre como una hora hasta que alcanza el continente y arrastra la nevera hasta la orilla. Se sienta sobre una piedra para escurrirse el agua salada del cabello y secarse la piel bajo la brisa de la mañana.
La playa está desierta, y Temple abre la nevera para sacar un catalejo en miniatura. Sube una escalera de hormigón resquebrajado hasta un apartadero de grava desde el que se domina la playa, con intención de examinar los alrededores. Hay un par de coches aparcados en la carretera, y varias casuchas en la distancia. Recortadas contra el horizonte, distingue varias babosas. No han captado su olor, y siguen andando a su modo azaroso, cojeando y dando a veces pequeños saltos. Temple no levanta la cabeza, y vuelve a dirigir el catalejo hacia los dos coches: uno de ellos es un jeep, y el otro es un coche pequeño, rojo, con dos puertas. A primera vista, todas las ruedas parecen intactas.
De regreso en la playa, se peina el pelo con los dedos, y por debajo de la pantalla de cabello que se ha echado hacia delante consigue ver una figura en la playa, a lo lejos. No necesita mirar por el catalejo, pues lo ve claramente en la manera de avanzar pesadamente: es una babosa. Acaba de desenredarse el pelo y se lo recoje en una cola de caballo.
Entonces coge la ropa de la nevera y se viste.
La babosa la ha visto y se dirige hacia ella, pero sus pies no dejan de tropezar en la arena.
Temple saca el catalejo y mira por él.
La mujer muerta va vestida con uniforme de enfermera. La parte de arriba es verde hospital, pero la de abajo es de un color brillante, como unos pantalones de pijama. Temple no sabe muy bien cuál es el dibujo de esos pantalones, pero parecen piruletas.
Cierra el catalejo y se lo guarda en el bolsillo. Entonces regresa a la nevera y saca la pistola, comprobando las balas para asegurarse de que no se han mojado, se coloca la daga enfundada de los gurkhas, y se la ata al muslo con dos cordones de cuero.
Cuando ha acabado, la enfermera se encuentra a menos de veinte metros, y tiende las manos hacia delante, movida por un deseo instintivo. Hambre, sed, lujuria: todos los impulsos permanecen como vestigios, revueltos en un estómago perezoso.
Temple dirige una última mirada a la enfermera, y a continuación se vuelve y sube por la escalera de cemento hacia la carretera.
Las otras babosas siguen lejos, pero Temple sabe que no tardarán en descubrirla, y que la tendencia es a que unas pocas se conviertan rápidamente en un grupo, y el grupo en multitud. Así que se va derecha hacia los coches aparcados, y abre la puerta del pequeño coche rojo. Han dejado las llaves puestas, pero el motor no funciona.
Busca las llaves en el jeep y no las encuentra, pero hay un destornillador bajo el asiento delantero, y lo emplea para sacar la tapa del distribuidor. Entonces busca con los dedos el ruptor, aplica allí la punta del destornillador, y lo gira.
El motor carraspea un par de veces y arranca. Los indicadores del salpicadero resucitan.
—Vale, —dice Temple—. Esto es una gran ayuda. Y queda medio depósito. Prepárate, mundo, que ahí voy yo.
El mundo se parece mucho a lo que ella recuerda: todo está consumido y pálido, como si hubiera venido alguien con una esponja para absorber con ella todo el color y la humedad y lo hubiera dejado todo reseco y gris. Pero al mismo tiempo le alegra haber vuelto. Le han faltado este tiempo las construcciones humanas, que son realmente maravillosas cuando uno se fija: esos altos edificios de ladrillo, con todas sus pequeñas habitaciones y puertas y armarios, como colonias de hormigas o avisperos cuando rompes sus conchas de papel. Una vez, cuando era pequeña, estuvo en Orlando, y recuerda haberse quedado en la base de aquel edificio tremendamente alto, pensando que la civilización tenía alguna gente fuera de serie trabajando para el progreso, y dando patadas a la base del edificio para ver si el chisme entero se caía, y comprobando que ni se caía ni lo haría nunca.
En la primera ciudad a la que llega, ve en una esquina una tienda de esas que abrían hasta las tantas, y aparca el coche en la acera de delante. Estamos en pleno territorio babosa: hay pellejos pululando por donde quiera que se mire, pero están esparcidos, así que no deben de tener mucho que cazar por ahí. Y son lentos, algunos apenas se mueven. Llevarán mucho tiempo sin comer, supone Temple. Aquel es un lugar borrado del mapa: tendrá que seguir hacia el norte.
Pero antes entra en la tienda. Descubre una caja entera de esas galletas que le gustan, ésas de queso de color naranja en forma de sándwich con relleno de mantequilla de cacahuete. Abre uno de los paquetes y se las come allí mismo, en la tienda, de pie ante el escaparate por el que contempla a las babosas, que se acercan poco a poco.
Piensa en la dieta que ha llevado en la isla.
Ningún pez de los que nadan por el mar, se dice, podría mejorar estas galletas.
Coge el resto de la caja y un paquete de veinticuatro latas de Coca-Cola y algunas botellas de agua y tres latas de Pringles y algunas de chile y sopa y cajas de macarrones con queso y otras cosas: una linterna con sus pilas, una pastilla de jabón por si encuentra ocasión de lavarse, un cepillo de dientes con un tubo de pasta, un cepillo para el pelo, y un pinchapapeles lleno de billetes de lotería, porque le gusta ver lo millonaria que hubiera podido ser en los viejos tiempos.
Mira detrás del mostrador por si encontrara una pistola, o balas, pero no ve nada.
Entonces ve que las babosas se acercan, así que carga todo el botín en el asiento del copiloto y vuelve a ponerse en marcha.
Tras salir de la ciudad, durante un largo trecho de carretera de doble carril, abre una lata de Coca-Cola y otro paquete de galletas de mantequilla de cacahuete, que saben ligeramente a paraíso anaranjado.
Mientras come, piensa en lo atinado que anduvo Dios al hacer que a los pellejos no les interesara la comida de verdad, para que se la dejaran toda a la gente normal. Recuerda un viejo chiste que la hace sonreír, aquél sobre un pellejo al que invitan a una boda, y al final de la boda ha quedado el doble de sobras de lo normal, pero la mitad de invitados.
Se ríe. La carretera es larga.
Sigue durante un rato la carretera de la costa, que está rodeada de palmeras greñudas, y por cuyas grietas crece desmesurada la hierba de playa. Después gira hacia el interior, por cambiar. Cocodrilos. Nunca había visto tantos. Toman el sol sobre el negro asfalto de la autopista, y cuando ella se acerca se apartan del camino sin muchas prisas. Hay otras ciudades, pero siguen sin mostrar signos de vida normal. Empieza a imaginarse que ella es la única persona que ha quedado en el planeta, rodeada de todos esos pellejos. En tal caso, lo primero que haría sería buscar un mapa y recorrer el país para hacer turismo. Empezaría por Nueva York y después se aventuraría a recorrer todo el camino hasta San Francisco, donde tienen esas empinadas calles. Podría encontrar un perro callejero o domesticar un lobo y hacerle que se sentara a su lado y sacara la cabeza por la ventanilla. Podrían conseguir un coche con asientos cómodos y cantar canciones mientras van en el coche.
Asiente con la cabeza. Eso estaría bien.
El sol desciende, y ella da las luces. Uno de los faros aún funciona, así que puede ver la carretera delante de ella pero no para los dos lados. Se ven luces a lo lejos, un resplandor en el horizonte que debe de ser una ciudad. Se dirige hacia allí.
Pero en la carretera, de noche, uno empieza a pensar en cosas desagradables. Recuerda un día, debe de hacer cinco años, que iba conduciendo por Alabama, con Malcolm en el asiento al lado del suyo. Entonces ella era muy pequeña. Tenía que serlo, porque recuerda que había echado el asiento a tope para delante, y aun así había tenido que sentarse en el borde para alcanzar los pedales. Y Malcolm aún era más pequeño.
Malcolm llevaba un buen rato callado. Le gustaba masticar aquel chicle que a ella le parecía demasiado dulce, y le encantaba meterse dos en la boca a la vez. Durante un instante lo estuvo oyendo masticar a su lado. Después se hizo el silencio. Malcolm simplemente observaba por la ventanilla la enorme nada negra.
—¿Qué le pasó al tío Jackson? —preguntó Malcolm.
—Ya no está —respondió ella—. No lo volveremos a ver.
—Dijo que me iba a enseñar a disparar.
—Te enseñaré yo. Además, no era tu tío de verdad.
Para quitarse el recuerdo de la cabeza, Temple baja el cristal de la ventanilla y deja que el viento juegue con su pelo. Como eso no funciona, decide cantar una cancioncilla que se aprendió una vez. Le cuesta un rato recordar todas las palabras:
Ya ta dará, ta dará, naña harmasa,
ta dará ana casa, ana casa qua ya sala sá:
¡Cafá!
Ye te deré, te deré, neñe hermese,
te deré ene quese, ene quese que ye sele sé:
¡Quefé!
En un largo tramo de carretera rural el motor se apaga, y ella coloca el coche a un lado, frena y levanta el capó para echar un vistazo. Seguramente es la bomba de combustible, pero no puede estar segura sin meterse bajo el coche para fisgonear un poco, y el motor está demasiado caliente para tocar nada durante un buen rato. De todos modos, no tiene ninguna herramienta con la que ponerse a fisgonear, aunque ve una casa algo apartada de la carretera a la que se llega por un pequeño camino de tierra. Tal vez haya herramientas en ella.
Mira al oscuro horizonte, hacia las luces de la ciudad. No es fácil determinar la distancia de noche. Tal vez pueda ir andando hasta allí por la mañana.
Pero esa casa… Tal vez haya en ella algo que merezca la pena.
Hace tiempo que no entra en acción, y se siente osada. Además, quiere algo que la distraiga de sus recuerdos nocturnos. Así que se ata al muslo la daga de los gurkhas, y se mete la pistola en el cinturón de los pantalones: dos balas, sólo para usar en caso de emergencia. Coge la linterna y recorre el camino de tierra batida hacia la casa, donde se dispone a darle una patada a la puerta. Pero no hace falta, porque está abierta.
En la casa hay un olor apestoso, y ella lo reconoce: es carne podrida. Podría ser un cadáver o una babosa. De cualquier modo, decide respirar por la boca y darse prisa.
Encuentra el camino a la cocina, donde hay una mesa de cocina volcada y herrumbrosa, y un papel pintado en la pared con dibujos de plantas trepadoras de fresas. A causa de la humedad, crecen por todas partes las zonas invadidas por un aterciopelado moho verdegrís. Temple abre los cajones de uno en uno, buscando el de las herramientas, pero no encuentra nada. Mira por la ventana de atrás: no hay garaje.
Hay una puerta en la cocina, la abre y encuentra una escalera de madera que desciende bajo tierra.
Aguarda por un instante en lo alto de la escalera, intentando distinguir algún sonido en la casa, y a continuación empieza a bajar lentamente.
En el sótano hay un olor diferente, como de amoniaco, y pasa el haz de luz de la linterna por una mesa que hay en medio de la estancia, con botellas, quemadores, tubos de goma, y una de esas viejas balanzas que tenían un largo brazo a un lado. Algunas de las botellas están medio llenas de un líquido amarillo. Ya ha visto antes ese tipo de tinglado: es un laboratorio de meta. Fueron muy populares hace unos años, cuando algunos se aprovechaban de que todo el mundo estaba tan sólo pendiente de las babosas.
Encuentra un banco de trabajo puesto contra la pared, y revuelve en busca de un destornillador de cruz y una llave inglesa, aunque lo que de verdad necesita son unos alicates.
Deja la linterna sobre la mesa, pero empieza a rodar y cae al suelo, donde la luz parpadea, pero permanece. Menos mal: no le apetece nada tener que volver al coche a tientas.
Pero al volverse, ve otra cosa que antes se le ha pasado por alto: junto a la escalera hay un pequeño retrete, y mientras está mirándolo, la puerta del retrete, iluminada por el débil halo de luz de la linterna, tiembla primero y se abre después de repente, como si alguien se hubiera desplomado contra ella.
Entonces lo huele, el olor de la carne podrida, que ahora es mucho más fuerte: antes estaba disimulado por el olor de amoniaco del laboratorio.
Salen a trompicones del retrete. Son tres: dos hombres en mono de trabajo, con el pelo largo, y una mujer vestida sólo con una combinación de satén, que ha quedado rasgada por delante, mostrando un pecho reseco.
Temple ya no se acordaba de aquel olor tan desagradable, esa mezcla cenagosa de moho y putrefacción, petróleo y mierda rancia. Ve un excremento que cae húmedo de detrás de las piernas de la mujer. Deben de haber comido recientemente, así que estarán fuertes. Y se encuentran entre ella y la escalera.
Se lleva la mano a la pistola y medita: son sus dos últimas balas.
No merece la pena.
En su lugar, saca la daga de los gurkhas de la funda y le da una patada al hombre que tiene delante, y lo derriba contra la placa de cemento del suelo. Blande la daga y la hunde en el cráneo del segundo hombre, cuyos ojos se cruzan de modo ridículo antes de caer al suelo. Pero cuando intenta retirar la daga, encuentra que está atascada en suturas de hueso húmedo.
Entonces la mujer la agarra de la muñeca apretándola con su carne. Temple nota las uñas quebradizas que se le hunden en la piel.
—Suéltame el brazo —le dice.
No consigue extraer la daga de la cabeza del hombre, así que la suelta y ve cómo el cuerpo cae hacia atrás con la hoja atascada en la cabeza.
La mujer se inclina para arrancarle un mordisco del hombro, pero Temple lanza con toda su fuerza su puño contra la cabeza de la babosa, una vez, luego otra, y aún una tercera vez, intentando aturdirle el cerebro para que deje de obedecer a sus impulsos instintivos.
Pero ahora el otro hombre se ha vuelto a poner en pie y se acerca a ella, así que Temple hace girar el cuerpo de la mujer para colocarlo entre ellos, y el hombre choca contra ambas con un abrazo tremendo que la derriba a ella y la impulsa contra el banco de trabajo.
El olor, cuando chocan contra ella, es insoportable. Los ojos se le empañan, y las lágrimas le emborronan la visión.
Busca con las manos detrás de ella, y encuentra un destornillador, que agarra con toda su fuerza para clavarlo en el cuello del hombre. Él la suelta y se tambalea hacia atrás, pero el ángulo en que ha penetrado el destornillador no es el adecuado, y le penetra hasta el cerebro, de manera que empieza a caminar en círculos, gorgoteando al abrir y cerrar la mandíbula.
La mujer, que tiene agarrada la muñeca de Temple, abre de nuevo la boca como para morderla en la mejilla, pero Temple vuelve a girarla y le golpea el brazo contra el borde del banco. El brazo se rompe, y la mano afloja su presión contra la muñeca.
Entonces Temple se agacha y se acerca al cadáver, le pone un pie en la cara para hacer palanca, y extrae la daga de los gurkhas con ambas manos.
La mujer está muy cerca, detrás de ella, pero eso no importa. Temple blande la daga con fuerza y acierto. La hoja pasa limpiamente por el cuello, segándole la cabeza.
El último hombre está trastornado, agarrando con torpeza el destornillador que tiene clavado en el cuello. Temple se va detrás de él para recuperar el aliento. El hombre tiene el pelo largo y greñudo, con trozos de pintura en él, como si la casa se le hubiera caído encima a trozos. Entonces levanta la daga y la baja con fuerza para asestar dos golpes rápidos, tal como aprendió hace tiempo: uno para romper el cráneo y otro para partir el cerebro.
Coge la linterna del suelo, que ahora está resbaladizo a causa de la sangre y los excrementos. Encuentra un trozo limpio en la combinación de la mujer, y lo arranca para limpiar la daga de los gurkhas con él.
—Un tango macabro —dice—. Menudo asco que da todo esto.
Mira, hay una música producida por el mundo, y hay que estar escuchando, o de lo contrario uno se la pierde, eso está claro. Como cuando ella sale de la casa y el aire nocturno le da en la cara, frío y maravilloso, y huele a la pureza de una tierra nueva recién estrenada. Como cuando algo viejo, roto y polvoriento, se retira de un estante para hacer sitio a una cosa nueva y reluciente.
Y es el alma de uno mismo la que desea moverse y ser parte de ello, sea lo que sea, para salir fuera a las llanuras requemadas donde los vivos caen y los muertos se levantan, y los muertos caen y los vivos se levantan: como el ciclo de la vida que una vez intentó explicarle a Malcolm.
—Es una cosa natural —le dijo mientras él intentaba hincarle el diente a uno de esos caramelos como piedras que tenía a un lado de la boca—. Es una cosa natural, y la naturaleza nunca muere. Tú y yo también somos naturaleza, incluso cuando morimos.
Hay almas y cielos abiertos y estrellas brillantes por dondequiera que uno mire. Temple toma la decisión de coger algunas cosas del coche y hacer a pie el resto del camino en dirección a aquellas luces que se ven en el horizonte. No tarda en ver un letrero, y enfoca la linterna hacia él. No puede descifrar las letras, que no se parecen al nombre de ninguna ciudad que conozca y recuerde, pero el número es el 24.
Si produce en el cielo un brillo que puede ser visto a 24 kilómetros, entonces no puede tratarse de una ciudad pequeña. Ése es el lugar adecuado para ella, un lugar donde pueda conocer a alguna persona y ponerse al corriente de lo que ocurre en la verde tierra de Dios. Y tal vez tomar un refresco con hielo. Veinticuatro kilómetros, eso no es nada: no son más que tres o cuatro horas de paisaje nocturno y pensamientos profundos y serenos, procurando no dejar paso a las ideas tristes.
Llegará a la hora de desayunar.