Epílogo

Estrasburgo, 21 de marzo de 1442

Apreciado y siempre estimado padre, Me atrevo a dirigirme a vos tras estos años porque considero que os merecéis una explicación de mi comportamiento. Asumo que es posible que no deseéis saber nada de mí, así que entendería que os negarais a seguir leyendo esta misiva, e incluso que la destruyerais para no dejar rastro. Ojalá no suceda, ojalá continuéis con estas humildes letras, puesto que tengo noticias que daros y que, a pesar de los casi cinco años transcurridos y a pesar de la distancia que nos separa, entiendo que os incumben.

Siempre he sentido el deseo de escribiros. Pero la prudencia, el establecerme en un lugar nuevo y el miedo a que no pudierais comprenderme me frenaron. Ahora, pasado el tiempo, me siento más cercano a vos y sé que debo perder ese temor. Últimamente, mis recuerdos vuelven a los años que pasé a vuestro lado, todas las enseñanzas que me disteis y que me han convertido en el hombre que ahora soy.

Perdonad mi desorden, son muchas las cosas que quiero deciros y me falta la paciencia para organizarlas debidamente. Puede sobre mí el ansia, por qué no confesarlo, de teneros cerca y poder contaros esto de viva voz. Como eso no es posible, me enfrento a esta hoja en blanco, lo más cercano a esa conversación que tarde o temprano debería suceder.

Estoy tratando de evitar lo que es inevitable: explicaros el motivo de mi desobediencia y mi marcha de Colonia. No penséis que dudo porque me arrepiento: si una cosa aprendí de vos es a ser firme en mis decisiones. Temo más bien que interpretéis todas mis palabras como si fueran reproches, lo que no sería justo. Al menos, no del todo.

Desconozco si notasteis que llevaba ya meses un tanto en desacuerdo con ciertas formas de actuar. Estoy seguro de que a vos tampoco os complacían. El pirata Morgenstern quizá fuera la persona que más se merecía el destino que le dimos, pero aun así no veía nítida la luz al final de ese camino. Sé muy bien de vuestra preocupación por conservar los dos obradores, sobre todo el que fue siempre secreto, puesto que de él surgían los libros más osados, y porque en él pasaba yo la mayor parte del tiempo, junto a mis compañeros, verdaderos infortunados a los que vos disteis nueva vida. Supongo que os acercasteis demasiado al sol y se derritió la cera de vuestras alas. No me cabía en la cabeza que, tras años dedicados a elaborar belleza y sabiduría, comenzáramos a desviarnos hacia la senda del poder, tan tenebrosa.

A pesar de todo, seguí a vuestro lado, participando en todos vuestros planes, incluido el que finalmente nos separó: la vigilancia y la trampa a Lorenz Block. Es para mí prueba de que ha de haber un Dios porque solo su voluntad explica que gracias a ese asunto acabara conociendo a mi amada, mi destino. Aquí sí debo hacer una pausa para haceros llegar un respetuoso reproche: no considero justo que por mis limitaciones físicas o por vuestra experiencia con mi madre me condenarais a mí a no conocer el amor. Vuestra amargura fue para mí una venda hasta que conocí a Erika. Desde ese momento la venda cayó al suelo derrotada; ya podía amar y ser amado. Y os prometo que no he sido más feliz y dichoso que en estos años junto a ella. ¡Deseo tanto que podáis comprenderme!

Alonso detuvo su pluma y releyó esa última frase. Jamás tuvo claro si su padre había previsto para él una vida definitivamente en la sombra, más cercana a la de un monje, que otra donde cupiera el amor de una mujer y la creación de una familia. Sin embargo, siempre albergó esa esperanza. No podía culpar a su padre de que a menudo viera en él su defecto ni de que quisiera protegerlo para alejar el dolor que solo el amor puede provocar. No le echaba nada en cara puesto que, a pesar de todo, él se había desvivido para darle todo tipo de formación y esa había resultado ser la mejor protección posible.

Desde que se estableció en Estrasburgo gracias a Yago, pudo mantener contacto epistolar con Ilse. Ella se mostró encantada al enterarse de su consolidación como artesano en el mundo de los libros, desarrollando cada vez más su faceta de iluminador. Compartió con ella la dicha de su amor por Erika, el cual fue asentándose poco a poco de forma sólida e imparable. A Ilse le anunció su boda tras casi tres años en Estrasburgo. Pudo haber forzado las cosas, pero primero quiso labrarse un camino en un nuevo oficio que le dejara dinero suficiente; y, no menos importante, invirtió el tiempo necesario hasta ganarse la confianza de Lorenz. Cuando tuvo ambas cosas, celebraron las nupcias.

Su felicidad se vio empañada por el creciente infortunio de Ilse. Tras la marcha de Alonso, Nikolas agrió su carácter. La subida al trono imperial de los Habsburgo, una familia católica, pero al mismo tiempo profundamente respetuosa con los poderes locales, hizo que Von Morse y el nuevo alcalde, creyendo cada uno contar con los favores del nuevo linaje, utilizaran toda artimaña a su alcance para perjudicar a su rival. Y Nikolas participó de forma activa en esas disputas.

Ilse, devota del copista y dependiente de su aprobación, siguió a su lado. Incluso después de que, de manera indirecta, hubiera condenado a Johann. Ilse había informado puntualmente a Nikolas de la copia adicional que realizó Lorenz para el librero. Solo lo hizo pensando en que estaba cumpliendo con su deber. Nikolas no dijo nada en aquel momento, pero por el brillo de sus ojos Ilse intuyó algo. No podía decir que Nikolas hubiera planeado la caída en desgracia del librero, pero sí que le importó bien poco. A Ilse le provocó la reacción contraria: los remordimientos por haber sido cómplice la acompañaron desde entonces. Aun así, no protestó ante su mentor; nunca se atrevió.

Desde hacía un año la había desplazado de su lugar privilegiado. La sustituyó una joven más bella y exuberante. Alonso notó en las últimas cartas de su amiga cómo su tono se tornaba cínico en vez de irónico; triste en vez de nostálgico; y cómo el enfado se iba transformado en amargura. Él creía que su padre se equivocaba: tenía frente a sí a una mujer maravillosa que lo amaba con locura y la estaba perdiendo por ese terco temor a sufrir ante la vida, el mismo que se había pasado años imponiéndole. Pero todo eso no se lo podía decir en la carta, ya que los contactos con Ilse se habían hecho en secreto, a sus espaldas.

Me atrevo a deciros lo anterior por una razón: vos fuisteis el responsable de mis decisiones. Sí, gracias a vos he tenido acceso a los mejores libros, a grandes sabios y artistas. He podido desarrollar un talento que, de otra manera, hubiera sido engullido por la mediocridad. Gracias a vos sé lo que es luchar, ser tenaz y constante. Gracias a vos sé tantas cosas que me duele que todo ese caudal lo tiréis al mar. A mí no podéis engañarme. Recuerdo cómo vuestros ojos se iluminaban cuando nos llegaba algún libro que era una joya. Y no os emocionaban los más bellamente encuadernados, sino aquellos cuyo texto era el más precioso. Tengo grabado en mi memoria cómo erais capaz de pasaros horas y horas embelesado en la lectura de esos libros. Y cuán metódico y paciente podíais ser a la hora de elaborar una copia, convencido de que perseguir la belleza era vuestro sino. Todo eso penetró en mi alma y le dio forma. De ahí que, llegado el momento, me negara a seguir vuestras órdenes. Veréis, no soy tan ingenuo como para asombrarme ante los juegos sucios, como la trampa que le tendimos a Lorenz, pero… vuestro deseo de asesinarlo… ¿Mi padre? ¿Ese espíritu tan refinado manchado por la brea de la codicia y la inmoralidad? Era más de lo que podía soportar. Debía impedirlo. Y actué en consecuencia.

No entraban dentro de mis planes las muertes de Kay y Roth, aunque sí estaba dispuesto a pelear. Mi plan era llevar a Lorenz a un lugar donde había acordado que lo esperaran amigos para ayudarlo a escapar con vida. Sabía que mis acompañantes te eran fieles hasta la muerte, así que tuve que asumir el posible enfrentamiento. Luego las cosas se desencadenaron y mis manos se ensuciaron de sangre. No estoy orgulloso de ello. Es la mácula que mi alma deberá soportar hasta el final de mis días, el tributo hacia mi nueva vida. Tras eso, no podía volver con vos. No quería volver con vos. No debía.

Sé que mis palabras parecen duras, pero más duro fue ver cómo inocentes murieron ahogados en un mar de ambiciones ajenas. Como el padre Martin. Como Johann Buchmann. O como pretendíais hacer con Lorenz.

La vela se apagó y Alonso quedó a oscuras. A tientas, salió de la habitación en busca de otra llama para proseguir la carta. En la estancia de al lado Erika dormitaba sobre un sillón bergère. Su mano derecha estaba posada dulcemente sobre su vientre de seis meses. Alonso sonrió. Desde hacía unas semanas, Erika necesitaba dormir varias veces al día. Estaba más hermosa que nunca: al mirarla se preguntaba si era posible querer más a alguien; le parecía que no. En silencio, localizó un candil, lo encendió y volvió para continuar con la misiva.

Relumbró la vela y mientras se sentaba le vino a la memoria la funesta noticia de la desaparición de Johann. Afectó tanto a Lorenz que estuvo un año sin ser capaz de acercarse a un libro. Johann no murió quemado en la hoguera. Su cuerpo apareció flotando en el río una semana después de su huida a Estrasburgo. Heller, conocida su afición a la tortura, seguramente quiso extraerle una confesión que lo redimiera ante el arzobispo. A ojos de sus admirados amigos, Johann se convirtió en un héroe y en un mártir, y se ganó el cielo.

Todas las amistades del librero abandonaron Colonia. Yago fue el único que no rompió relaciones con la ciudad. Gracias a que vivía fuera de sus muros, a los contactos comerciales y a su astucia, pudo mantenerse al margen de toda sospecha. En Estrasburgo ayudó a conseguir a Alonso los primeros encargos y a Lorenz su puesto de orfebre. En ese taller donde volvió a trabajar, Lorenz hizo amistad con un germano como él, de Maguncia, quien resultó ser una especie de alma gemela. Mostraba interés por los libros, y un entusiasmo desmedido cuando supo de la invención de Lorenz. Estrasburgo tenía también su círculo de gente inquieta, hombres interesados en la difusión de la cultura con quienes el orfebre y Alonso encajaron con facilidad.

Recordar todo eso le dio materia para continuar su carta.

Como bien dije antes, espero que en un futuro podamos conversar cara a cara. Si os interesa, deberéis tener un poco de paciencia. Deseo estar al lado de mi esposa y los siguientes meses los pasaré atendiéndola a ella y a nuestro retoño. Sí, nuestro hijo. Hoy os puedo anunciar con gozo y alegría que vais a ser abuelo.

Después, me aventuraré a viajar a Colonia para veros. Quiero que sepáis que mis primeros pensamientos en cuanto nazca el bebé serán para vos. No tratéis de encontrarme, seré yo quien os busque.

Por último, me gustaría informaros sobre la máquina que inventó Lorenz. Sé que ya se están construyendo otras. En poco tiempo, si no está ocurriendo ya, aparecerán por todo Occidente copistas que la usarán. Os lo digo para que estéis al corriente de que la difusión del invento es imparable. Hay, por fortuna, muchos que desean que este mundo vaya a mejor; que trabajan cada día para lograr difundir la cultura, el respeto y la libertad. Ese ingenio será su palanca, sin duda.

Estoy convencido de que en el fondo de vuestro corazón está también ese deseo de un mundo nuevo. A vuestro corazón apelo, padre, para que esa dulce ambición no quede tapada por la ciénaga del poder.

En vos confío y a vos me encomiendo.

Vuestro hijo,

Alonso Fischer

Repasó cada frase con detenimiento. Le acompañó durante toda la lectura la sensación de que faltaban cosas por decir, que quizá enfatizaba algunas que no tenían tanta importancia y se callaba otras que no aparecían por ningún lado. Dejó el cálamo a su izquierda y se dispuso a preparar el lacrado. Era la primera carta que dirigía a su padre y no quería darle ya más vueltas. Si se dejaba carcomer por las dudas, acabaría aplazando aún más su decisión de comunicarse con él y terminaría por perderlo de forma definitiva. Como expresó al principio de la misiva, era posible que su padre no quisiera leerla, pero él debía intentarlo. Ilse le informaría sobre la reacción de Nikolas y, en función de eso, escribiría más y planearía la visita que le anunciaba. Si su padre renegaba de él, cerraría silencioso la puerta. Pero algo en su interior le decía que eso no sería así.

Se levantó del asiento y desentumeció el cuerpo. El día había sido largo y activo. Tras terminar una ilustración que le habían encargado, se fue a visitar a Lorenz para echarle una mano con los planos que estaba dibujando. Sus dedos habían paseado por las hojas que el orfebre tenía sobre la mesa: de pie, las revisó con cautela. Desde hacía un tiempo, Lorenz había vuelto a mostrar interés por su antigua invención. Comenzó a dibujar planos, a escribir instrucciones e incluso le puso nombre: imprenta.

El amigo de Lorenz le había confesado que estaba ahorrando dinero para volver a su ciudad natal, a Maguncia. No le escondió su interés en poder hacer copias de libros en cuanto se estableciera allí. Lorenz le explicó toda su historia, no tanto para desanimarlo, sino para que estuviera al corriente de los peligros. A su amigo no le importó el riesgo. Ya había vivido situaciones parecidas. Alonso recordaba claramente aquella conversación por haberla presenciado. El hombre, entusiasmado con la idea de poder fabricar su propia imprenta, negó con la cabeza y declamó: «Nadie puede detener el progreso. ¡Y menos al testarudo de Johannes Gutenberg!». Después soltó una risa sonora. Al verlo tan convencido, Lorenz se puso manos a la obra con los planos. Decía que su invento era para todo el mundo, así que no le suponía ningún problema compartir sus conocimientos con quien fuera: no perseguía más gloria que hacer que la imprenta fuera útil. A pesar de la alegría con la que Lorenz se entregó al trabajo, Alonso notó que el futuro retorno de su amigo a Maguncia le había provocado cierta melancolía. Quizá llegara un día el momento de volver a Colonia y conseguir aquello que se le había negado.

Apagó la vela y tomó el candil. Cerró la puerta tras de sí y sonrió al ver despierta a Erika. Estaba leyendo un libro en voz alta mirando a su vientre.

Estaba leyéndole a su hijo.