Capítulo 66

El traqueteo del carro era molesto. La madera se quejaba con cada guijarro, con cada desnivel del terreno. Impregnados en las tablas, Lorenz detectó con melancolía los olores a papel, tinta y cuero. Miró furtivamente a sus acompañantes: los dos extraños jóvenes, Kay y Roth, parecían ignorarlo con tozudez; Alonso, sentado en la parte delantera con los pies colgando, se limitaba a guiar a la pareja de caballos sin mirar atrás.

Era noche cerrada. Lorenz se dio cuenta de que no tenía forma de saber cuánto tiempo había estado encerrado. Le habían dado un buen golpe, pero aun así veía poco probable haber estado inconsciente más allá de unas horas. Suspiró mirando a las estrellas. Logró escuchar a lo lejos el rumor del río. De nuevo confió en que Yago hubiera logrado sacar a Erika de allí, hacia Estrasburgo, a salvo de la locura fanática.

Se sentía agotado. No había comido ni bebido nada desde hacía bastante, notaba entumecidos los músculos de su cuerpo y solo deseaba dormir, aunque fuera un poco. Dormir y olvidar durante un rato todo lo vivido en ese día aciago. Se le escapó una sonrisa amarga al pensar en cómo habían cambiado las cosas. Por la mañana, recién levantado, todo parecía ir de maravilla. Se sentía dichoso, pleno, y con un futuro por delante. Ahora, su vida y todos sus planes habían terminado en el lodo como cuando se lanzaban los excrementos a la calle al grito de «¡Agua va!». No tenía la seguridad de que su hija estuviera a salvo; su mejor amigo tenía las horas contadas bajo el yugo aberrante del dolor; su amada lo había traicionado, y él… Se tapó los ojos con la mano. No era más que un soñador fracasado.

El murmullo del río desapareció a medida que el bosque se fue haciendo más y más tupido. La espesura cubría el cielo y dejaba entrar tan solo la luz de la luna por entre los huecos de las ramas. Lorenz estaba sentado contra un lateral. A su derecha, Alonso sacudía periódicamente las riendas para estimular a los caballos. A su izquierda, con su grotesca mueca facial, uno de esos inquietantes mudos, Roth. Y justo enfrente Kay, que mantenía la cabeza agachada y cubierta con la capucha. Lorenz miró hacia atrás. La luz blanquecina caía formando columnas en un entramado que a Lorenz se le antojó insólito.

El carro dio un pequeño brinco que le provocó un tirón en la nuca. El dolor lo apartó de sus pensamientos y le hizo doblarse sobre sí mismo en un gesto repentino. De reojo notó cómo sus acompañantes se ponían tensos en cuanto él se movía, como si fueran a abalanzarse sobre él en cualquier momento. Sospechó que no estaban ahí tan solo para hacerle compañía: también lo vigilaban.

De repente una duda lo asaltó: Nikolas había prometido apartarlo mientras todo se calmaba y que más adelante contaría con él, pero… Se mordió el labio inferior. Si tanto necesitaba colaborar con él, podía haberlo hecho desde el principio. Para Lorenz habría sido todo un halago que el mejor copista de Colonia, y probablemente de toda Renania, se hubiera ofrecido a ayudarlo. En vez de eso, Nikolas se mantuvo en la sombra urdiendo un plan para arrebatarle el invento.

A pesar del frío nocturno que calaba hasta en los huesos, Lorenz comenzó a sudar. En medio del cansancio, su mente aún tuvo una demostración de lucidez: estaba en peligro. Nikolas no iba a ayudarlo. Le estaban llevando hacia el sur a petición suya. Atravesaban bosques inhabitados, de noche, hacia un destino impreciso. Y esos extraños hombres, mitad tullidos, mitad fantasmas, lo custodiaban. No era más que un preso conducido al cadalso.

Pensó en la huida, pero no conocía esos bosques. Además, ellos eran tres y él estaba solo. Trató de contemplar todas las posibilidades. Si tenían como misión liquidarlo, lo llevarían a algún lugar apartado donde nadie pudiera ser testigo de su muerte. La idea de ser ejecutado y que su cuerpo fuera abandonado como si de un puñado de estiércol se tratara le puso los pelos de punta. Su respiración, por mucho que trató de evitarlo, se agitó. Los guardianes parecieron despertar de su letargo para mirarlo con fijeza.

Lorenz sintió que el pánico iba saturando su cuerpo como en un ataque de fiebre. No había esperanza, era imposible que saliera vivo, pero, si aguardaba, su muerte era segura. Debía escapar, y escapar ahora, sorprenderlos, correr por el bosque impenetrable y rezar por encontrar un hueco, un escondrijo que lo salvara de esos desalmados, porque eran eso, desalmados: estaba convencido de que habían de ser sus verdugos. Y no quería morir; no así, y no ahora.

Se encomendó a todos los santos y saltó del carro en marcha. La velocidad no era mucha y la suerte fue su aliada. Cayó de pie y no perdió del todo el equilibrio. Echó a correr a toda velocidad por la espesura. Oyó cómo tras de sí sus carceleros hacían sonidos ininteligibles y los caballos bufaban al ser detenidos bruscamente.

Lorenz notaba que el pecho le ardía y corría, corría por entre los árboles y matorrales a fin de dificultar la persecución. Movía los brazos y apartaba las ramas bajas que le golpeaban y arañaban el rostro. Su resuello, casi agónico por el esfuerzo y el miedo, se añadía a los ruidos de sus perseguidores. También los búhos y lechuzas, sorprendidos y molestos por esa intromisión inesperada en su territorio. Cayó de repente en el lecho de un arroyo seco, lleno de hojas resbaladizas. Ascendió la pequeña pendiente aferrándose a ciegas a las raíces que asomaban por el otro lado. Todo su cuerpo se llenaba de pequeñas heridas, pero eso no importaba ahora. Sobrevivir como fuera era el objetivo.

No tenía claro si estaba corriendo en línea recta o iniciando el trazo de un círculo; no sabía cómo orientarse. La poca luz apenas le servía para determinar por dónde iban sus pies. El corazón le latía cada vez más furioso. Las bocanadas de aire se iban abreviando. Sentía en un costado un dolor semejante a una cuchillada y sus piernas comenzaron a flaquear. Los pasos se volvieron temblorosos, dubitativos. Lorenz sabía que no aguantaría mucho más, que pronto caería desfallecido en el suelo. Pero, al mismo tiempo, no podía parar, no podía detenerse…

Quiso romper a llorar cuando notó a uno de sus perseguidores cerca de él. Casi le alcanzaba con la mano. Se sintió derrotado. Perdió pie y cayó de bruces sobre el suelo. El perseguidor le cogió del pelo y tiró de él con fuerza. De su boca sin labios salió un grito que no parecía humano. Lorenz entendió que avisaba a los demás. Aterrado, vio cómo empuñaba un largo cuchillo de caza con la otra mano. Roth estaba recuperando el resuello, agotado también por la persecución, con la cara congestionada, violácea. Lorenz, desfallecido, recibió varios puñetazos secos de su opresor, que le alcanzaron un ojo y la nariz. Entrevió cómo levantaba el cuchillo y supo que lo iba a degollar como si fuera una gallina. Quiso resistirse, protestar al menos, pero estaba agotado. Solo acertó a cerrar los ojos y musitar las primeras palabras de una oración.

Escuchó un sonoro y breve crujido, similar al que suena cuando se parte una nuez. Notó en el rostro gotas de un líquido caliente y espeso. Era sangre. Aspiró hondo y abrió los ojos a tiempo de ver cómo su verdugo se desplomaba sobre él boqueando. Se lo quitó de encima a patadas. El cuerpo inerte de Roth rodó hacia un costado y Lorenz pudo ver que tenía la parte posterior de la cabeza ensangrentada. No entendía nada. Miró al frente y vio al hijo de Nikolas de pie, sujetando una gruesa rama entre sus manos. Era él quien le había golpeado.

Un sonido le hizo volverse. Kay miraba perplejo la escena. A base de gestos nerviosos comenzó lo que parecía una discusión con Alonso. De pronto, Kay se quedó quieto. Tenía la capucha bajada y mostraba sin pudor su fea nuca. Se abalanzó iracundo sobre Alonso armado con una daga igual a la de Roth.

El hijo de Nikolas logró mantenerlo a distancia moviendo la pesada rama con rapidez, pero el rival estaba furioso. Esquivaba con habilidad los golpes de Alonso. En un ataque, logró acercarse y le hirió con la punta de la daga. Ambos hombres eran corpulentos, quizá Alonso algo más alto que Kay, y los dos demostraban ser inusitadamente ágiles. Lorenz se arrastró hasta recostarse contra un árbol y trató de incorporarse. No entendía muy bien qué estaba pasando, pero parecía que el hijo de Nikolas lo estaba protegiendo de los otros dos.

Mientras seguía la danza frenética, Lorenz se puso en pie, algo mareado por la carrera y los golpes recibidos. En un impulso, se agachó sobre el cuerpo tumbado de Roth y tocó su mano blanda. Le quitó el cuchillo con aprensión. Con el arma firmemente agarrada, observó a Alonso y a su rival. Apretó las mandíbulas en un esfuerzo por comprender qué ocurría. Ya no se fiaba de nada.

De pronto, Alonso perdió la rama, que se escapó de sus manos. Kay dibujó una mueca atroz de triunfo y se lanzó sobre él. Alonso se dejó caer. Levantó las piernas y le pateó en el pecho. Frenó la embestida pero no logró detenerla. Kay continuó el ataque. Blandía la daga e impedía al joven incorporarse. Le obligaba a concentrarse en ese brazo que, amenazante, se acercaba a su cuello a punto ya de atravesarlo.

Lorenz miraba su cuchillo. Con la respiración fatigada, estuvo unos instantes sin saber qué hacer. Jamás había atacado a nadie. Tenía que decidirse y no podía esperar. Si Alonso moría, el siguiente sería él. Caminó vacilante varios pasos hasta situarse tras los dos hombres, que forcejeaban. Lorenz agarró el cuchillo con las dos manos, con la punta hacia abajo, como si fuera una estaca. Tan solo tenía que dejarse caer sobre la espalda de Kay y todo habría terminado.

Una patada estuvo a punto de hacerle caer. En el forcejeo, uno de los pies de Kay chocó contra el de Lorenz, que se quedó sobresaltado. El mudo, congestionado por la ira, dejó a Alonso en el suelo y se incorporó de un vigoroso salto para enfrentarse a Lorenz. El orfebre dejó caer el arma con todas sus fuerzas al tiempo que lanzaba un alarido fruto del miedo y el ansia por sobrevivir. Notó cómo el cuchillo se escapaba de sus manos.

Lo había clavado en la base del cuello, justo por encima de la clavícula. El mudo, con los ojos abiertos como platos, logró mirar de reojo y ver la empuñadura, que rozaba su mandíbula. Empezó a manar sangre de su boca. La herida se rodeaba de una mancha oscura que le empapaba las ropas. Quiso gritar, pero solo logró escupir una burbuja sanguinolenta antes de caer de rodillas y, a continuación, de bruces contra el suelo.

Lorenz dio un paso atrás como quien esquiva una esquirla de carbón encendido. Miró horrorizado el cuerpo sin vida de Kay. Jamás se había peleado con nadie y ahora, a sus pies, había un hombre muerto por sus propias manos.

Alonso miró a Lorenz, que seguía con ojos febriles. El hijo de Nikolas se acercó y apoyó sus manos en los brazos del orfebre. Se fijó en sus heridas y vio que no tenía nada importante: algo de sangre seca bajo la nariz y un ojo hinchado. Lorenz fijó su atención en él con expresión interrogativa.

—Gracias —dijo Alonso con su extraño acento.

Lorenz se limitó a preguntar:

—¿Y ahora?

—Ahora estáis a salvo. Acompañadme. Hemos de irnos —contestó Alonso y se dio la vuelta.

—¿Adónde?

Alonso seguía caminando. El orfebre acabó por dar varios pasos rápidos y tiró de su manga. Lo intentó de nuevo.

—¿Adónde?

—Nos esperan amigos. Confiad en mí. —Y sonrió.

A Lorenz no se le ocurrió mejor opción que seguir a aquel extraño muchacho que, por lo pronto, le había salvado de ser ajusticiado en medio del bosque. Marchó tras él hacia el carro mientras todo el cansancio del mundo se acumulaba sobre sus hombros.

En cuanto deshicieron el recorrido antes frenético, Alonso le señaló la caja del carro y le dijo:

—Tumbaos y descansad un poco. El camino es largo.

Lorenz quiso preguntarle por qué debía fiarse de él, adónde iban, quiénes eran esos amigos que los esperaban, qué había pasado con los que hasta hace un rato eran sus compañeros de viaje, por qué habían iniciado una pelea, por qué había tenido que matar para sobrevivir… Mas Alonso se mostraba sereno, desprendía tranquilidad, y eso era precisamente lo que Lorenz más necesitaba. Se dijo a sí mismo que trataría de mantenerse despierto, vigilante, pero tras los primeros vaivenes, acabó cerrando los ojos y se quedó dormido. Pese al traqueteo y los baches, no despertó hasta que Alonso le meció el hombro con la mano.

—Ya estamos llegando —le dijo.

Lorenz se sentó sobre las tablas y, somnoliento, miró a su alrededor. Empezaban a abandonar la zona boscosa. El cielo comenzaba a perder su oscuridad y una mancha malva crecía por Oriente. Estaba a punto de amanecer. Miró hacia donde se dirigían y vio un cruce de caminos. No había nadie allí. De pronto, el carro se detuvo.

Alonso saltó al suelo e hizo señas a Lorenz para que hiciera lo mismo.

—Pero aquí no hay nada… no hay nadie —alcanzó a balbucear el orfebre.

—Deben de haber dejado los caballos a resguardo en un pequeño claro que queda cerca de aquí. Estarán al llegar, no temáis.

Lorenz descendió quejándose quedamente. Le dolía todo el cuerpo, en especial el ojo izquierdo, que sentía ardiendo. De nuevo se hallaba en una situación inesperada. Se abrazó para espantar el frío húmedo que la escarcha le había dejado sobre las ropas.

—Mirad. Allí. Ya vienen.

Alonso le señalaba un espacio entre dos árboles justo en una esquina del cruce. Lorenz miró detenidamente y vio una sombra que se acercaba a pie. Por sus ropajes, parecía una figura femenina que, al verlos, comenzó a correr.

—¡Papá!

—Dios mío, Erika.

Erika, con los brazos ya abiertos, dio varios pasos rápidos al frente. Se abalanzó sobre su padre y le abrazó con todas sus fuerzas. El orfebre, feliz, no pudo evitar un quejido.

—¡Por Dios, papá! ¿Qué te han hecho? ¡Mira cómo tienes la cara!

Le besó con ternura el ojo hinchado.

—No es nada, cielo… Pero… ¿estás bien? ¡Cuánto te he echado de menos, hija mía!

Iba a preguntar por Yago cuando lo vio aparecer sonriente siguiendo los pasos de su hija.

—Sabía que podía confiar en este muchacho —dijo el comerciante—. ¡Aquí estás, sano y salvo!

—Yago… Erika… ¿Estamos en Estrasburgo acaso? —La expresión del orfebre era perpleja.

Yago cabeceó.

—No, mi querido Lorenz, pero pronto. Estamos de camino. —Señaló con un ademán a Erika—. Creo que es mejor que ella te lo explique.

Erika se deshizo del abrazo, aunque dejó sus manos aferradas a las de su padre. Miraba de reojo a Alonso. Sus mejillas estaban arreboladas.

—Verás, papá… ¿Recuerdas que te hablé de un amigo con quien me escribía? Aquí lo tienes. —Arqueó las cejas apuntando a Alonso.

Lorenz se quedó boquiabierto.

—¿Él? ¿El hijo de Nikolas? —Frunció el ceño para añadir—: ¿Acaso no sabes lo que nos ha hecho ese… ese indeseable? —Su voz se agrió. Lo primero que le vino a la mente fue la imagen de Olga, ahora Ilse. Erika asintió comprensiva.

—Sí, lo sé. Alonso me puso ayer al corriente. Al principio le ayudó con todo su plan: era su padre y a él se debía. Nació sordo y cualquier otro hubiera encerrado a su hijo en un monasterio. Pero Nikolas le dio una formación exquisita y contó con él para sus negocios.

Lorenz quiso llevar aparte a su hija. Ya le pareció en un principio muy rara esa relación epistolar para que ahora encima le dijera que era con el hijo del hombre que le había utilizado y que había pretendido matarlo. Pero Erika no se movió de su sitio. Hablaba con voz calma, con una serenidad impropia de su edad. Lorenz notó una punzada cada vez que los ojos de Erika se desviaban hacia Alonso y sus labios apenas podían disimular una sonrisa feliz.

—En cuanto Alonso entrevió el final del plan de Nikolas, se puso en marcha sin decirle nada. Me avisó del peligro. Y, cuando los esbirros de Nikolas te capturaron, fue Alonso, con la complicidad de Olga, quien lo preparó todo. Olga salió de casa pero estuvo siempre cerca, vigilándome. Tan pronto me vio salir con Yago siguió nuestros pasos. Al vernos esperar en el puerto, fue quien se acercó a explicarnos lo ocurrido. Acordamos citarnos aquí. Alonso se comprometió a traerte a este lugar sano y salvo.

Lorenz frunció el ceño.

—¿Y por qué no lo evitó? ¿Por qué dejó que todo ocurriera así? Nos podía haber salvado antes, ¿no crees?

Nada más decir esto clavó sus ojos en Alonso, que seguía atento la conversación. Lorenz, sin apartar su mirada, añadió con voz grave, abatida:

—Y Olga no es Olga, se llama Ilse, creo.

El dulce rostro de Erika se ensombreció.

—Sí, también lo sé. Ella misma me lo contó. Quizá tú no la creas pero yo sí. Sé que ella te quiere, pero no es fuerte, por lo menos no tanto como Alonso; no se siente capaz de dejar a Nikolas. Por eso no podían desbaratar sus planes antes de tiempo. Debían esperar al momento justo. Además, ese grupo de tullidos que tiene Nikolas, a pesar de que les impuso a Alonso como líder, son en realidad fanáticos seguidores del copista. Ellos obedecen a Alonso tan solo porque Nikolas lo ordena. Si Alonso se atreviera a contradecir a su padre, ellos no dudarían en elegir bando, como veo que has podido comprobar…

Le acarició con sus suaves dedos la hinchazón de la cara.

—Alonso no conocía el último detalle en el plan de su padre, no sabía que todo sería tan rápido. Además, necesitaba tiempo para esto…

Erika extendió la mano y Alonso extrajo unos pergaminos que había escondido entre los pliegos de una recia lona que se hallaba recogida sobre el carro. Se los dio a Erika, quien los mostró a su padre.

—¿Qué es esto?

Yago fue el que habló.

—Son copias exactas de salvoconductos del Sacro Imperio para entrar en cualquier ciudad de Occidente. Alonso no solo ha conseguido copiar el texto, sino usar el mismo papel, la misma tinta e imitar los sellos. Estas identidades os permitirán comenzar una nueva vida a salvo de todo peligro.

Yago apoyó su mano sobre el hombro de Lorenz. Erika se despegó de su padre y se abrazó tiernamente a Alonso. Los ojos de Lorenz mostraban recelo y cansancio, pero escuchó atentamente las palabras del comerciante.

—Escúchame, amigo mío. Ya te dije que podría conseguirte en Estrasburgo un buen refugio. Tengo quien podrá acogerte en su taller como orfebre. Y una casa donde vivir. La vida te ha castigado, cierto, pero te está dando una nueva oportunidad. Yo confío en la palabra de este muchacho. De hecho, la ha cumplido: estás aquí. Nos podía haber traicionado a todos y ahora mismo estar presos. O muertos. Has de entender que Alonso ha dado un paso enorme: ha renunciado al obrador, a su padre, a su vida en Colonia. Y todo por salvar tu vida. Y la de Erika, claro.

Lorenz miró de nuevo a su hija abrazada a Alonso. Así, entre los brazos de aquel joven, notó una cierta sensación de pérdida. Su niña se había convertido en mujer. Le costaba mirarla, pero debía reconocer que se la veía radiante. Y hacía tan solo un rato que había presenciado cómo ese muchacho arriesgaba su vida para salvar la suya.

—Ahora Alonso es también un fugitivo —añadió Yago. Se acercó a Lorenz y le susurró—: Y supongo que tú no deseas perder a tu hija, como Nikolas ha perdido al suyo…

Lorenz miró hacia el cielo. Los rosáceos dedos de la aurora apartaban las tinieblas de la noche y traían un nuevo día. No había nubes. Se oía el trinar de multitud de pájaros: el bosque también estaba despertando.

—¿Cómo llegaremos a Estrasburgo? —preguntó Lorenz.

Yago se apresuró a contestar sonriente y satisfecho:

—Nos embarcaremos en el primer puerto aguas arriba. Estrasburgo, amigo mío, queda apenas a dos jornadas.

Lorenz se encogió de hombros. Se rascó la cabeza y, en un tono que parecía jovial, dijo:

—Está bien, ¿para qué esperar más? En Colonia solo quedan las cenizas de lo que fue mi vida.

Erika pensó que su padre deseaba pasar página. Como ella, emprendería un nuevo camino. Miró a Alonso y sonrió; con serenidad, feliz. Parecía tenerlo todo bajo control y haberse acostumbrado ya a los cambios. Estaba ansiosa por establecerse en Estrasburgo, recorrer sus calles, conocer sus gentes.

Todos empezaron a caminar hacia un horizonte de esperanzas.