Capítulo 65

Pasó de nuevo una mano por las tablas y las vigas de madera. Esa era su obra, la misma a la que llevaba dándole vueltas casi una vida entera. Y aquel extraño se la había robado. Prefería no separar la mirada del artilugio, no quería enfrentarse a la realidad.

Tras él tenía a Nikolas, su mecenas en la sombra. Era a ese personaje a quien, de alguna manera, le debía sus últimos meses de trabajo. Sus pagos habían sufragado todo el material invertido: el papel con el que había hecho tantísimas pruebas, las ingentes cantidades de tinta y metal que habían sido necesarias… Estaba acostumbrado a que en los talleres, si alguien costeaba un encargo, se convertía automáticamente en su propietario. ¿En qué lugar quedaba él entonces?

Recordó cómo le había llegado la primera encomienda poco después de que Ernest le echara de su taller, cómo había gozado con aquella carta que le abría las puertas del mundo. ¿Era esa tal Ilse que había dejado de ser Olga la responsable también de este suceso? Se sintió como un monigote en las manos de un todopoderoso que lo había manipulado a su antojo. Sus monedas los habían salvado de la penuria a él y a su hija, pero no por eso le pertenecían sus vidas; ellos no eran ninguna joya de orfebrería.

Erika. Volvió a rogar a un Dios que había querido olvidar hacía mucho para que ella estuviera a salvo junto a Yago, de camino a Estrasburgo. Disimuló con la manga de la túnica una lágrima que surcó su mejilla. Erika. ¿Volvería a verla? Ignoraba qué destino le tenía preparado su mecenas.

Oyó cómo Nikolas susurraba algo a Ilse sin perder la sonrisa que tenía desde el principio. Vio cómo el copista pasaba su mano por el cabello de ella y el corazón se le encogió en un puño. Sufrió un arrebato de rabia, pero logró controlarlo. Olga o Ilse, qué sabía ya, también formaba parte de ese plan tan retorcido. Y aun así seguía sintiéndose unido a ella. ¡Qué imbécil! Cómo se había dejado engañar.

Respiró hondo esforzándose en ignorar la presión que sentía en el pecho desde que había despertado en ese horrible lugar. De soslayo vio cómo Nikolas gesticulaba con las manos. Le pareció enfadado. Quizá Ilse había salido en su defensa. Quizá todavía lo quería.

—Herr Block.

La voz grave del copista le hizo volverse hacia los dos intrigantes.

—No os preocupéis, no os deseo ningún mal. Es mejor que os marchéis algún tiempo, que las cosas se calmen por Colonia y luego, al cabo de dos o tres años, volváis y asumáis la dirección de este obrador y el mérito del invento. Solo os pido que, mientras tanto, guardéis silencio. Nadie debe saber que los libros que yo produzco no están hechos a mano. Ni son únicos.

Lorenz no pudo evitar que sus ojos se desplazaran a los de Ilse, esperando encontrarlos ahí, como antes. Pero no fue así. Ella lo evitaba con la mirada fija en el suelo, mientras sus pies jugueteaban con la arenilla que lo cubría.

—La situación ahora mismo es peligrosa para los que estamos a favor del progreso —se justificó el copista.

Lorenz lo observaba con gesto circunspecto. Le costaba mucho creer lo que ese hombre decía. Las palabras de Yago que lo alertaban sobre un traidor se repetían en su cabeza. El mismo responsable de destruir su sueño juvenil de convertirse en un gran copista le privaba ahora de seguir haciendo lo único que le importaba. Nikolas pareció escuchar sus pensamientos.

—Confiad en mí. Os admiro, y un admirador no daña a su maestro. Solo he querido contribuir secretamente al proyecto y participar de él. Podría haberos delatado sin más hace mucho y no lo hice, ¿no es así? Todo lo contrario. Os he traído aquí mientras las autoridades saquean la ciudad en vuestra búsqueda.

Lorenz notó afiladas puntas de cuchillos dentro de él. Nadie más que él tenía la culpa de lo que estaba sucediendo.

—Sí, Herr Block. Sois un fugitivo y debéis marcharos lejos. Si no tenéis a donde ir, yo os ayudaré, tengo muchos contactos. Pasado un tiempo, cuando los ultrajes sean olvidados, regresaréis y entonces os uniréis a mí en todo esto —dijo, alzando los brazos al aire—. Trabajaréis aquí, conmigo, y juntos cooperaremos para que este artificio se convierta en un triunfo. Quizá al principio deba mantenerse todavía en secreto, pero poco a poco se revelará. ¡Acabará rompiendo los barrotes de la represión! —La voz de Nikolas fue creciendo para expresar un optimismo desbocado, rebotando en las paredes su promesa de futuro.

Lorenz respiró un momento por primera vez sin el nudo en la garganta. El plan que ese hombre había pensado para él ofrecía más garantías que si le hubiera dejado libre y expuesto a las autoridades. Ilse había velado por él. Ahora estaba seguro. Podría marcharse y encontrarse con Erika en Estrasburgo.

—¿Me sacaréis de Colonia? —preguntó con voz trémula.

Nikolas soltó una carcajada.

—Claro que sí. ¿Tenéis un lugar donde ir?

—Lo tengo —respondió enigmático.

Se guardó para sí los demás detalles de su viaje.

—Entonces permaneced aquí. Voy a buscar a quien os acompañe. Os dejo solos para que os despidáis.

Lorenz esperó a que Nikolas abandonara la sala para acercarse a ella.

Ilse dio varios pasos hacia atrás, recelosa. Él estaba aturdido y furioso: el padre Wahrheit había muerto en la hoguera, Johann estaba preso, su hija se encontraba en peligro, él mismo… Demasiadas cosas se agolpaban en su mente luchando entre ellas para salir a empujones. Quería mil respuestas que lo ayudaran a comprender lo que estaba sucediendo. Ahí, frente a él, dulce y delicada bajo la tenue luz, seguía viendo a Olga; la misma que le había devuelto las ansias de amar mediante tiernas caricias, mimos que habían borrado las pesadillas que llevaban años asaltándole por las noches. La amaba, ¿qué podía hacer?

—¿Siempre has trabajado para él? —le preguntó sin más, con el rostro compungido.

—Sí.

La joven no alzaba la mirada del suelo y respiraba apresurada. Su pecho palpitaba visiblemente debajo de la seda que la vestía. Lorenz la conocía bien, o eso creía. Había vivido con ella durante largos meses y sabía que esa respiración indicaba desasosiego.

—¿Me has amado alguna vez?

Las palabras surgieron de su boca como impelidas por una fuerza incontenible. Necesitaba saber por lo menos eso.

Al principio la joven no dio señales de responder, pero entonces alzó la mirada del suelo y la centró en él. Sorprendió a Lorenz con esos ojos de un azul profundo que le llenaban el alma. Estaban enrojecidos por las lágrimas.

—Claro, claro que te he amado. Y todavía lo hago, Lorenz.

Él cabeceó.

—¿Por qué? ¿Por qué le obedeciste? ¿Por qué lo has hecho?

Ilse se apoyó en la pared de la sala y cogió aire. Miró al alto techo envuelto en sombras.

—Podría darte mil razones.

—Dame una —dijo Lorenz apremiante. Desconocía el tiempo que iba a tardar Nikolas en regresar y quería aprovechar al máximo esa última conversación antes de marcharse de allí para siempre.

—Él me lo dio todo cuando me quedé sin nada. Es un hombre generoso.

—¿Te pidió él que vinieras a mí? ¿Que durmieras conmigo? ¿Que hicieras que me enamorara de ti?

Ilse disimuló un sollozo.

—Sí.

—¿Cómo puedes querer a alguien tan vil?

—Tú no puedes entenderlo.

—No, no puedo entenderlo. No me cabe en la cabeza que hayas sido capaz de tantas mentiras. Es… —buscaba la palabra adecuada—, es casi inhumano, Olga… O Ilse, o como te llames… —dijo con amargura.

Un nuevo silencio se apoderó de Lorenz. Le dolía todo el cuerpo, como si en lugar de un golpe en la cabeza le hubieran apaleado durante días enteros. Esperaba que ella respondiera que nunca había amado a Nikolas; eso era lo único que deseaba oírle pronunciar. Sentía que las fuerzas lo abandonaban.

La voz de Ilse perdía fuerza, quebrada por la tristeza. Contemplaba ese techo como si este le devolviera la imagen nítida de aquellos días del pasado que lo justificaban todo.

—Lorenz, yo vivía abandonada en las calles, en los caminos: estaba condenada a morir. Él me salvó. Me formó, me dio una vida. Y, a su manera, me ama.

Lorenz suspiró. Tomó asiento en uno de los taburetes que había cerca de las prensas. Un peso terrible lo aplastaba. Ilse continuó con voz más firme, llena de convicción.

—Sin embargo, algo ha cambiado en mí. Y si tú me pidieras acompañarte…

Lorenz miró al suelo. No comprendía qué estaba diciendo esa mujer. Lo acababa de traicionar y ahora le reclamaba algo, a él. Como si no le hubiera dado ya suficiente, como si fuese él quien hubiese de enmendar sus errores.

—No puedo. —Negó con la cabeza—. No sé si podría llegar a perdonarte.

Su tono de voz resonó duro, contundente. La joven inició entonces un llanto que le arrebató el sosiego. Todas las lágrimas que había contenido en ese tiempo de falsedades surcaron sus suaves mejillas hasta disolverse en gemidos sofocados.

—Lo siento… —susurró aún entre sollozos.

Lorenz le acarició el cabello como tantas veces había hecho, tan sedoso y brillante. Trató de consolarla y ella se arrodilló y apoyó el rostro en su regazo.

Se quedaron así, Lorenz en silencio y ella postrada, como expiando todos los pecados que había cometido. Ilse fue abandonando los sollozos poco a poco. Su lugar lo ocupó una respiración tranquila y confortada. Lorenz sabía que esa sería la última vez que vería a Olga y cerró los ojos. Se dejó llevar por la intimidad del momento, paradójicamente, el más real desde que se conocieran.

Nikolas decidió que ya había escuchado suficiente. Dejó su escondite y se dirigió sigilosamente hacia la sala de la fundición. Se encontró de nuevo con los trabajadores que manipulaban la fragua y moldeaban a cientos los caracteres móviles. Sonrió al pensar en lo que le deparaba el futuro: en lugar de cánulas en sus manos, ahora habría metal. A partir de ese momento, prensas y trancas romperían con sus crujidos el silencio sepulcral y hasta entonces perenne de ese lugar recóndito. No más errores, no más repeticiones inútiles.

Se dirigió a su hijo, que trabajaba junto a los demás. Alonso se detuvo al verlo llegar.

—¿Qué ocurre, padre? —preguntó preocupado.

—Tranquilízate, todo va bien. —Le pasó el brazo sobre los hombros para acercarlo más a él y se lo llevó a una esquina de la sala—. Solo que debemos añadir un detalle más a nuestro plan inicial.

—¿Cuál?

—Te veo nervioso, Alonso. ¿Por qué?

Alonso bajó la mirada.

—No tienes nada de qué preocuparte. Todo va a irnos mejor incluso que hasta ahora. Es por eso por lo que vengo a verte. —Nikolas dejó pasar un breve silencio y después agregó—: Toma asiento.

Alonso obedeció y el copista lo imitó. Cogió un taburete y se puso justo a su lado.

—Veo a Herr Block demasiado inseguro. Tengo la impresión de que no soportará todo esto. Y mis impresiones no suelen fallar. —Se aclaró la voz antes de continuar—: Creo que es preciso… deshacernos de él.

Los ojos de Alonso se abrieron turbados; su expresión se ensombreció. Era evidente que la decisión no le satisfacía.

—Pero ¿por qué? —se le ocurrió preguntar.

—Sé que esto no es lo que habíamos hablado, pero tienes que comprender. Sabes que mi plan tenía sus peligros, aunque eran necesarios. Yo no podía implicarme directamente en ese invento, debía apoyarlo desde la sombra, como todo lo que hemos conseguido, Alonso. En este mundo has de ser más listo que los demás, pero sin que los demás lo sepan. Por eso lo espiaste. Y, por eso, una vez descubrimos que vivía sin mujer, mandamos a Ilse y logramos colarla en el taller de orfebrería. Debíamos estar informados. Y, cuando entendimos la grandeza de lo que estaba haciendo, le animamos a que siguiera adelante mediante los encargos. Cuando tuvimos nosotros las máquinas, ya no podíamos dejarlo fuera, ahí, al alcance de cualquiera. Debíamos conseguir que solo nosotros fuéramos su salvación. Hemos de agradecerle que él mismo quemara su imprenta, es un trabajo que nos ahorró. Como bien sabes, la idea era que Lorenz, una vez acorralado, sin hogar, sin imprenta, aceptara trabajar para nosotros. Pero acabo de escuchar su conversación con Ilse y no aceptará. Dirá que sí para que lo dejemos ir, pero nos traicionará. Estamos en peligro, Alonso.

El joven reflexionó un instante, asimilando lo que su padre acababa de transmitirle.

—Pero habéis sido vos quien ha querido mostrarle a Lorenz lo que habéis hecho —dijo con cierto reproche.

—Ese ha sido mi error. Creí que lo convencería. No ha sido así —se excusó.

Nikolas estuvo un momento callado. Le había abierto sus puertas a Lorenz, era cierto. Se decía a sí mismo que era para enaltecerlo y mostrarle lo lejos que podría llegar con su invento. O quizá estaba en juego su propio orgullo y necesitaba que el orfebre supiera cómo lo había manipulado hasta conseguir lo que pretendía. Lo que no esperaba era la reacción de Ilse, que estuviera dispuesta a abandonarlo, después de todo lo que había hecho por ella. Se convenció de que no debía decírselo a Alonso para no crearle más inquietud, pero en su fuero interno todavía le ardían las entrañas cuando recordaba la imagen de Ilse confesándole su amor al orfebre.

Alonso lo seguía mirando. Esperaba más. Su padre continuó con la explicación.

—Hacer pasar por copias artesanas ejemplares copiados con ese artilugio ya es peligroso de por sí. No puede haber riesgos adicionales, Alonso. Eres muy joven para comprenderlo, pero ya lo descubrirás. Llevamos mucho tiempo evitando lances a fin de hacer el bien, ¿no crees? —Señaló a su alrededor, a aquellos personajes espectrales que no dejaban de trabajar, ajenos a la conversación que estaban manteniendo.

A pesar de los precedentes, Nikolas sabía que en su fuero interno ninguno de aquellos individuos era un asesino. Era consciente de que estaba pidiendo mucho. Pero con la muerte de Lorenz todo volvería a su cauce: nadie más tendría la imprenta, nadie le haría sombra; e Ilse seguiría a su lado.

—Lorenz es un gran riesgo, Alonso —concluyó—. Y no olvides que todo esto es para ti: es y será tu reino.

Pasó un momento sin que ninguno de los dos hablara. Nikolas vio cómo la cabeza de su hijo comenzaba a moverse lentamente. Arriba y abajo. Estaba asintiendo. Nikolas sonrió breve, complacido. Alonso bajó la mirada a sus manos, que, enrojecidas, retorcían los dedos con fuerza.

La voz de Nikolas rompió el silencio con una orden más.

—Kay, Roth, venid aquí.

Dos de los trabajadores que se hallaban cincelando caracteres a la luz de las velas se pusieron en pie y acudieron obedientes al mandato de Nikolas. La boca del menudo Roth consistía en una delgada y afilada línea, como si le hubieran borrado los labios. Al alzarse el segundo de ellos, se le había bajado la oscura capucha de su atavío dejando al descubierto una cicatriz que le partía en dos la nuca lampiña. Se apresuró a cubrírsela de nuevo.

—Vosotros iréis con él.

Los dos hombres cabecearon sumisos.

—Y eliminaréis al orfebre.

Nikolas se preguntó al instante cuál era la auténtica razón por la que había mandado a Kay y Roth acompañar a Alonso. Por supuesto, porque no quería que su orden sufriera imprevisto alguno, pero además, consciente o inconscientemente, porque no, no deseaba que su hijo se manchara las manos de sangre.

Cuando notaron un ruido de pasos, ambos se sobresaltaron. Ilse se puso en pie de inmediato y el orfebre la siguió. Nikolas apareció acompañado de tres individuos que a Lorenz se le antojaron peligrosos; quizá empujado por el hecho de que dos de ellos estuvieran cubiertos por la capucha de sus túnicas oscuras y ajadas. Un atavío que, sin embargo, ya comenzaba a resultarle familiar.

—Perdonad la interrupción —pronunció Nikolas.

—Si no me necesitas, me marcho ya —anunció Ilse con la cara cubierta por las sombras.

—Está bien. Despídete de Herr Block.

Ella ofreció su mano firme como único gesto de despedida. Lorenz se aferró a ella y la acarició sutilmente dibujando un pequeño trazo con la yema del pulgar en su dorso, permitiéndose sentir por última vez ese calor, esa delicadeza que jamás olvidaría.

—Mucha suerte en vuestro nuevo destino —dijo Ilse. Y, soltando de modo abrupto un presente que ya era pasado, desapareció en la oscuridad.

Lorenz se dio cuenta de que se había quedado solo con esos cuatro extraños y sintió un estremecimiento.

—En tu viaje te acompañará mi hijo Alonso. Es un buen chico. —Alonso hizo una reverencia a Lorenz—. Y dos de sus trabajadores, Kay y Roth.

Al acercarse a observar a aquellos hombres cubiertos, bajo la capucha de uno de ellos pudo identificar una boca sin labios; su figura enjuta le recordó vagamente al individuo sombrío que le había entregado aquella primera misiva anónima; la primera causante de que ahora estuviera metido en ese embrollo.

—Os lo agradezco —respondió Lorenz.

—Id con ellos. Partiréis ahora.

Nikolas hizo un gesto con la cabeza a aquellos hombres al tiempo que señalaba la salida. Estos comenzaron a andar sin decir ni una palabra. Cuando Lorenz se disponía a seguirlos, Nikolas le ofreció su despedida:

—Volveremos a vernos, Herr Block. Confío en que sea pronto. —El copista giró entonces sobre sí mismo y puso fin al encuentro.

Solo pensar en volver a ese lugar le provocó un escalofrío. Lorenz rezó para que el deseo del copista no se cumpliera jamás.