Capítulo 64

La sortija.

Y su dueño, Nikolas Fischer, el copista.

¿Era él quien le había hecho los encargos y también el que le había denunciado?

Lo miraba fijamente, con insistencia. Lorenz creyó ahogarse cuando descubrió que el desafío se había jugado entre ambos. Uno había tenido las cartas marcadas y se sentía poderoso y seguro, el vencedor certero del duelo. El otro se daba cuenta de que en su vida casi todo se había sustentado sobre humo, la misma naturaleza de la niebla que a menudo rodeaba el río. Y la figura de Olga, que se le presentó en un principio temerosa, incomprensiblemente tranquila y fría luego, secundando al hombre que le había hecho actuar como un títere.

Olga. Ya ni siquiera estaba seguro de si ese era su verdadero nombre. Los momentos que quedaban en su mente se convertían en punzadas dolorosas que le recordaban cuán estúpido había sido. Todo en su vida parecía un sueño que había acabado tras el golpe en la cabeza. Se permitió dudar y un amasijo de incertidumbres le golpeó de forma rítmica con cada latido del corazón. ¿Realmente había acabado su invento con éxito? ¿Su hija estaba en peligro y había huido con Yago a un lugar seguro? ¿Su mujer había muerto? ¿Había existido alguna vez en realidad? La desconfianza se había extendido por su mente como un reguero de aceite en llamas y cada dato merecía su cuarentena.

Lorenz perdió de golpe toda la seguridad. Su aspecto se apocaba por momentos, como si cada vez fuese más pequeño, más insignificante. Su deseo se concretó en una única premisa: desaparecer, desvanecerse.

—Siento que hayamos tenido que conocernos así, Herr Block —lanzó Nikolas.

Lorenz recibió sus palabras con sorpresa. Parecía una disculpa y eso era lo último que esperaba.

—Tuvimos que actuar de esta manera por discreción —continuó el copista—. No sabíamos quién podía acecharos detrás de cada esquina y para todos hubiese sido un gran problema que cayeseis en manos de la autoridad. Vos sois, seguramente, el primero en no desearlo.

La voz de Nikolas decantaba la información con claridad. No era amenazadora, ni condescendiente. Parecía sincera y, sin embargo, a Lorenz le daba la sensación de que ocultaba algo enigmático. El tono era demasiado regular, una especie de letanía aprendida y ensayada mil veces hasta conseguir pulir las irregularidades y convertirla en algo monolítico, sin fisuras.

—Y, para nosotros, vuestro invento era extremadamente importante.

Las palabras quedaron rebotando en la cabeza de Lorenz. Conocía a Nikolas Fischer. Todo el mundo en Colonia conocía al gran copista Nikolas Fischer. ¿Por qué habría él mostrado interés en el desarrollo de un invento que golpeaba de lleno en la línea de flotación de su negocio? Si el mecanismo prosperaba, la concepción del libro se transformaría de manera meridiana y ya no serían necesarios sus servicios. Los libros se replicarían mecánicamente sin necesidad de escribas. Y, en cambio, confesaba haberlo ayudado.

—Supongo que, ahora, intentaréis que ni el invento ni yo sigamos adelante —logró argüir Lorenz.

—Nada más lejos de la realidad, Herr Block. Pero quizá sería mejor que ahora nos preocupásemos de conocernos.

—Yo ya os conozco. Sois Nikolas Fischer. Vuestra fama se extiende más allá de las murallas de la ciudad. Sois vos también quien me engañó con los encargos. De eso ya no me queda ahora duda. Y yo… yo no soy más que un estúpido.

—No seáis tan duro con vos. Sí que os engañé, pero era la única manera de teneros inmerso en la investigación, despreocupado del resto del mundo.

—¿Con qué objeto? ¿Por qué querríais vos que el invento prosperase? ¿Para luego denunciar a Johann? Porque Johann es de momento el único que ha caído. Olga y mi hija, aparte de mí, son las únicas que conocían la existencia del ejemplar adicional. Y en mi hija confío ciegamente.

—Ilse —remarcó Nikolas— quizá haya realizado el papel menos agradecido en esta historia. Pero yo jamás señalé al librero —aseguró—. También a mí me destrozaron el obrador. Por suerte, fui más prudente que vuestro amigo. Y que vos. Nunca debierais haber entregado a nadie, y menos de esa manera, una copia de un libro tan peligroso. Además, ¿por qué no denunciaros a vos directamente? Hasta hace bien poco, no os podíais ni imaginar siquiera que yo estuviera implicado. Y en cambio no he hecho nada de eso.

«Ilse —pensó Lorenz—. Así que ese es tu verdadero nombre». Ilse se mantenía con la cabeza gacha. Evitaba cruzar su mirada con la suya y se mostraba a la vez sumisa con Nikolas. Una mezcla de sentimientos contradictorios afloraron en el orfebre. Necesitaba creer que una parte de ella no había fingido cuando se llamaba Olga y sí lo estaba haciendo ahora. Vio en ella, sin embargo, la aceptación de las palabras de Nikolas y se obligó a odiarla. Aun así, eso no era posible; para él siempre sería Olga, la muchacha rubia que había revivido y conquistado su corazón. Le lanzó una mirada fugaz que ella no recogió. Lorenz estaba a punto de desmoronarse. Solo faltaba el golpe de viento preciso. Las piernas no lo sostenían; de espaldas a la pared se dejó resbalar hasta apoyarse en el frío suelo.

Calló. De haber salido algún sonido de su garganta, habría sido un sollozo.

Pasados unos instantes, Nikolas lo cogió del brazo y lo ayudó con suavidad a levantarse. Un dolor sordo le nubló la vista y le hizo cerrar los ojos un momento. El bombeo de su propia sangre empezó a aporrearle las sienes con la contundencia de un martillo sobre un yunque. Recordó su viejo oficio de orfebre y alzó de nuevo los párpados. No sabía cuánto rato había estado inconsciente en aquella celda y sentía el golpe aún reciente. Sin embargo, agradeció que sus recuerdos se hubieran recompuesto y le ofrecieran un mínimo lugar al que aferrarse.

—Venid con nosotros. Ilse no tiene la culpa. Yo he sido el guía y el inductor, el ideólogo y el instigador. Espero que no le guardéis rencor a ella. Y espero también, contando con vuestra benevolencia, que tampoco me lo guardéis a mí. Acompañadnos, quiero enseñaros algo.

Nikolas les cedió el paso y comenzó a andar detrás de Lorenz; Ilse encabezaba el grupo. El oscuro pasillo, iluminado únicamente por el hachón que portaba el copista, mostraba aberturas a diferentes espacios. Ilse cogió una tea que colgaba de una anilla en la pared y se la acercó a Nikolas, quien la prendió con la suya mientras mantenía la mirada fija en el rostro de la mujer. Bajo la nueva luz, el camino entonces se volvió más claro y se adentró por estrechos recovecos irregulares. El corredor que caracoleaba envuelto en la eterna humedad se abrió de pronto a una extraña sala donde, junto a una pared, se apilaban diferentes pliegos de hojas a modo de columnas de papel. A tenor de que no les había atacado todavía la herrumbre ni la humedad de aquel antro oscuro se deducía con facilidad que estaban allí desde hacía poco.

Bajo la atenta mirada de Lorenz, Nikolas confirmó sus sospechas:

—Son los Evangelios que vos imprimisteis. También el libro de Aristóteles. Ingente trabajo el vuestro. Cuento algún día con recuperar la inversión que hice en ellos. Estoy seguro de que nos sorprenderá el precio que muchos conocidos estarán dispuestos a pagar por estas maravillas únicas, aunque no creo que ahora sea el momento. Sobre todo en lo que respecta a los Evangelios. —Interrumpió su discurso para coger con delicadeza uno de los pliegos—. Debo felicitaros por el ingenio demostrado en el homenaje al padre Wahrheit. Delicioso —dijo, arrastrando la palabra mientras acariciaba suavemente la primera página—. Pero no nos demoremos aquí. Es otra cosa la que quiero mostraros.

Reemprendieron el paso y el pasillo volvió a estrecharse de manera irregular. Lorenz sentía que lo llevaban al matadero. Una vez saboteado el invento, solo quedaba eliminarlo a él, el último vínculo, el testimonio directo de su propia creación. Lo estaban tratando con respeto; no llevaba grilletes ni lo habían maltratado más allá del golpe que lo dejó inconsciente. Sin embargo, ese deambular, esa reclusión en aquel laberinto de pasadizos le comprimía el pecho a cada nuevo paso, con cada palabra que pronunciaba aquel hombre alto y refinado.

Hasta que Ilse se detuvo. Ante ellos un umbral, esta vez bien delimitado y regular, anunciaba la llegada a una habitación espaciosa. El primero en traspasarlo fue Nikolas. Ilse se quedó ante la puerta, vuelta hacia Lorenz. Una mirada se cruzó entre ellos. En la de ella había turbación, como si pidiera indulgencia a quien se había creído amado. Lorenz se sorprendió. Notó incluso un ligero temblor en los labios turgentes de ella. ¿Una pequeña muestra de flaqueza? Se acercó anhelante. Deseaba abrazarla y decirle que la perdonaba, que seguro que todo había sido una equivocación y que comprendía la lealtad que le había mostrado a su antiguo patrón, pero que había cosas que no se pueden fingir y lo que había habido entre ellos era fuerte y sincero. Esa sensación se esfumó de pronto cuando, silenciosamente, Nikolas apareció de nuevo en el umbral.

—Pasad, por favor. Hemos llegado —dijo.

Ilse se adelantó y desvió la mirada del orfebre, que se quedó a oscuras en mitad del pasillo. Al final, agitó la cabeza y pasó a la vasta sala.

Escudriñó entre la semioscuridad una extraña construcción que se alzaba ante él. Mientras tanto, Nikolas iba encendiendo las teas que salpicaban la pared, y lo que antes eran sombras y masas oscuras informes fueron adquiriendo una consistencia sólida. Lorenz no podía creer lo que estaba viendo. Una máquina igual que la suya se desplegaba ante él en toda su dimensión. Se diría que alguien había entrado en su casa, apagado el incendio y encontrado intacto el artilugio de su invención.

A medida que el maestro copista iba prendiendo las antorchas cada pocos pasos, el espacio mostraba sus verdaderas dimensiones. Y Lorenz no sabía si estaba viviendo un sueño o una pesadilla. Con cada nueva luz, una nueva prensa emergía de entre la oscuridad como si hubiera sido creada en aquel instante para que él las viese. Cuando toda la sala estuvo iluminada, multitud de máquinas quedaron expuestas, inmóviles y amenazadoras como un ejército de hierro y madera en formación, a la espera de la orden concreta que les permitiese ponerse a trabajar. Le parecía imposible que aquel panorama fuese real y estuviese ante él. Tanto le extrañó que tuvo que acercarse y acariciar la primera de las máquinas, pasar su mano por sus formas ásperas y angulosas, llenas de aristas. Y entonces comprendió que cada integrante de aquel ejército se parecía a su original y a los demás como dos gotas de agua.

Al fondo del gran espacio, se abría un umbral sin puerta, igual al que acababan de traspasar, y de allí surgía un resplandor diferente al de la sala iluminada por las teas. Era más nítido, más amarillo, como si la fuente de luz fuese mucho más potente. También brotaba de ella el ruido de un yunque en el que no había reparado hasta entonces. El trabajo parecía frenético y contrastaba con la quietud extraña del ejército de prensas inmóviles.

Nikolas dejó que Lorenz observara todo lo que quisiera. Al cabo de un rato se apostó ante la entrada que comunicaba las dos salas. Ilse se colocó junto a él, seria, atenta; libre de agravios, aunque sin la confianza de antes. Ella ocupaba su lugar no contra el orfebre sino como lo haría un hijo cerca de su padre o un alumno de su mentor.

Por fin, lentamente, Lorenz se acercó a ellos. No podía dejar de mirar atrás.

—¿Qué os parece? ¿Creéis que lo hemos hecho bien? —preguntó Nikolas.

Lorenz no sabía qué decir. Estaba completamente desorientado. ¿Para qué querría el mejor copista de Colonia unas máquinas como aquellas?

Entraron en la sala de la que surgía el intenso resplandor.

—Aquí tenemos la fundición. Oh, es muy modesta. No es más que una fragua de reducidas dimensiones, pero estamos consiguiendo buenos resultados utilizando la composición de vuestra mejor amalgama: dos partes de estaño por una de plomo. —Nikolas cogió unos diminutos lingotes metálicos de una caja y mostró los extremos con las letras a Lorenz, a quien sin duda deberían resultarle muy familiares—. Necesitaremos muchos de estos cuando todas empiecen a funcionar.

—Pero… ¿qué…? —se entrecortó Lorenz.

—Supongo que os preguntaréis por qué alguien como yo, con un sólido negocio de copistas, quiere hacerse la competencia a sí mismo —arguyó Nikolas con una sonrisa—. Es bien fácil: siempre he corrido al lado de los tiempos modernos. Cuando yo era joven, solo la Iglesia controlaba las obras que se escribían y fui de los primeros en romper ese monopolio. Vos también habéis sido un pionero, pero no creáis que no habrá otros que conseguirán lo mismo que vos. Y no tardarán mucho. Cuando ese momento llegue y el invento se conozca, que se lleven el mérito otros, no quiero esos laureles. Seguramente os correspondan a vos —dejó entrever—. Pero mientras eso ocurre, necesito unos años para poder adquirir ventaja y mejorar mi posición.

—¿Y qué creéis que será de vuestros artesanos? ¿No habéis pensado en eso? Se dice por ahí que vuestra gente os importa. ¿Se trataba acaso de otro engaño?

—Herr Block, el mundo va a cambiar les guste o no a mis empleados; su destino es adaptarse, no resistirse. Llevo años surtiendo de obras prohibidas las bibliotecas más selectas de Colonia, siempre desde la modestia de este obrador clandestino. —Señaló a los grotescos operarios que se afanaban en llenar de metal fundido los moldes dispuestos en una peana. A Lorenz le recordaron las oscuras figuras de los intercambios del lazareto de la cañada—. Por lo tanto, nada cambiará. Mis hombres ya han empezado el proceso de un nuevo aprendizaje, al igual que vos lo hicisteis sin daros cuenta. Es precisamente para conseguir ese buen fin por lo que necesito de vuestra complicidad.

—Ya la habéis tenido sin mi permiso —dijo Lorenz con rabia. Por primera vez, mostraba su enfado.

Se volvió, entró de nuevo en el recinto de las prensas y se mantuvo en silencio. Se puso a caminar por entre ellas, frotándose las sienes, pensando. No tenía escapatoria. La furia acumulada le pesaba hasta la exasperación. Necesitaba tiempo para que Erika y Yago consiguiesen escapar definitivamente de la amenaza del cadalso. Esperaba por lo menos haber conseguido eso, pero ¿sería suficiente? ¿Qué más sobresaltos le esperaban?