Capítulo 63

Se despertó sobresaltado. Notó cómo la humedad enrarecida y viscosa le recorría el rostro. Al levantar la cabeza, un agudo dolor le taladró desde la nuca hacia la frente y le obligó a apretar los dientes hasta hacerlos rechinar. Gotas de saliva se le escapaban por las comisuras de los labios. Cuando el dolor empezó a remitir, pudo abrir los ojos. Oscuridad total. Estaba tumbado boca abajo sobre un suelo mojado y arenoso. Masticó algo de tierra. Entonces recordó.

Se palpó la nuca: tenía un bulto, pero no notó sangre, quizá algo que podría ser sangre seca, aunque no era seguro. Tal vez provenía de ese suelo insalubre. No sabía cuánto llevaba allí.

Se incorporó lentamente hasta quedar sentado y procuró mover despacio la cabeza que, tras el golpe, parecía rellena de agujas. Resopló. Sentía la lengua como si fuera un trapo sucio. Tenía sed. Se apoyó con las manos sobre el suelo. Notó en una de ellas cómo le rozaba algo en movimiento: ¿una cucaracha?, ¿una rata? Imposible saberlo, imposible ver nada.

Le habían golpeado cuando miraba por última vez su hogar ardiendo. Eso quería decir que estaba detenido y que se encontraba en una celda. Y, si lo habían detenido, era que Johann había hablado. Maldijo entre dientes al librero y a su grupo de insensatos. Sin embargo, no tardó en reconocer que no podía culpar a su viejo amigo y su fijación por los libros; nadie más que él mismo había conducido a Johann a apoyarlo en su proyecto suicida. Lorenz se sintió como un idiota consigo mismo.

Empezó a notar cómo la furia brotaba con virulencia. El dolor seguía ahí, clavado en la nuca, enganchado como una sanguijuela. Se llevó las manos a las sienes y empezó a hablar solo, fuera de sí:

—¡Malditos, malditos todos! ¿Qué me espera ahora? ¿Morir? ¡Por un miserable y estúpido libro!

Se sentía terriblemente culpable, se acusaba de haberse creído un héroe, de arriesgarse por nada, de enfrentarse a las autoridades cuando era mucho más sencillo obedecer…

Los pensamientos se agolpaban acelerando también su monólogo: una serie indefinida de frases sin sentido que mascullaba desesperado. El dolor viajaba por su cráneo, lo rodeaba como una inmensa tenaza. Hasta que gritó.

Rompió a llorar amargamente y recuperó el silencio. Se abrazó a las rodillas en posición fetal. Su cerebro era una hojarasca en pleno remolino de aire. Se meció mientras sus lágrimas se iban calmando y sus ojos abiertos miraban a la negrura. Poco a poco fue recuperando algo de serenidad.

—Pobre Johann… —musitó.

No le cabía otra posibilidad más que su amigo hubiera acabado confesando. Se reprochó el regalo del libro. Sus mayores temores, aquellos que lo asaltaron día tras día mientras realizaba las copias de los Evangelios, habían cobrado forma. Por lo pronto, seguro que al librero le habían torturado y que ahora le tocaba a él. ¿Y Erika? ¿Habría logrado escapar a tiempo con Yago? Dudar sobre eso hizo que su corazón latiera deprisa. ¿Y Olga?

Lorenz se puso de pie, inquieto. Quería caminar pero se dio cuenta de que no sabía ni siquiera el tamaño de su celda. A tientas, dio varios pasos titubeantes para explorar el sitio.

Sofocado por la tensión y la incertidumbre, logró hacerse una composición del lugar. Se trataba apenas de un cubículo sin ventana cuyas paredes eran de piedra, y con una puerta de madera que parecía vieja pero muy sólida y pesada. No había camastro, ni jergón, ni cubo, ni jarra de agua, ni alimento alguno. Escuchó atentamente y no oyó ruido de ratas. Sí que debía de haber cucarachas y tampoco albergaba dudas sobre chinches y otros parásitos.

Era descorazonador, lo habían encerrado en un agujero infecto, en algún sótano escondido cuyo suelo supuraba humedad. Pero… ¿por qué no lo apresaron los guardias? Recordó haber oído a los vecinos decir que Johann había sido detenido. ¿Por qué a él le golpearon por detrás sin ni tan siquiera intentarlo? No tenía aspecto de ser peligroso y su delito había sido copiar un libro, no asaltar o matar a nadie…

Pensó que las autoridades debían estar furibundas. Pero ¿cómo se enteraron de la existencia del libro?

—¡Dios mío! —se tapó la boca.

¡Un traidor dentro del grupo de amigos de Johann! Agitó la cabeza negando, a pesar del molesto dolor. No podía creer que ninguna de esas figuras respetables fuera un traidor. Él era el nuevo, el recién llegado; el resto se conocían desde hacía años. ¿Para qué traicionar? ¿Por qué inculparse a ellos mismos? Otra posibilidad era que hubieran arrestado también a los esquivos personajes que acudieron al lazareto a recoger las copias. Pero esos solo lo conocían a él. En caso de haber sido capturados hubieran dicho su nombre, no el de Johann.

Se apoyó contra la pared. Se sentía mareado y débil. El muro estaba cubierto de una pátina mezcla de agua y polvo, como una capa aterciopelada de mugre que parecía filtrarse por los poros de la piel. No le importó. No tenía ganas de pensar, tan solo de tumbarse y dormir, dormir… Pero le era imposible frenar su mente. Rogó con todas sus fuerzas que Erika estuviera a salvo. Y Olga… ¿Qué le sucedería a Olga?, ¿qué sería de ella cuando hallara la casa ardiendo o en cenizas?

El fuego. Las pupilas de Lorenz se empequeñecieron al recordar las llamas brotando por la puerta y las ventanas. Su intento de borrar todo tipo de pruebas, desesperado por huir y salvar la vida, no había servido para nada. Ahora estaba encerrado en aquella cloaca. Golpeó con el puño la pared.

—El fuego. ¡Siempre el fuego! —clamó.

Decían que era purificador, pero para Lorenz solo significaba una constatación de la desgracia: este le arrebató a su mujer; se llevó la vida de un amigo, y había devorado sus dos hogares y su invento tras tantos esfuerzos. Y ahora… ahora le tocaría a él. Era como si se hubiera pasado la vida caminando sobre el mismísimo infierno. Miró inútilmente al suelo y por un instante se imaginó que en cualquier momento se abriría una fosa y aparecerían las llamas del averno. Olisqueó el aire turbio de la celda: ¿era azufre?

Volvió a reunir toda la atención posible y escuchó bien. Contuvo la respiración para percibir el más leve sonido. Nada. Tan solo las ligeras patitas de los insectos que lo acompañaban. Se dio cuenta de que había gritado varias veces y nadie le había respondido, nadie le había mandado callar. Vociferó preguntando si había alguien, primero con timidez, como procurando no importunar; después elevando el tono; y, finalmente, chillando enfadado. ¿Era acaso esa su condena? ¿Morir abandonado como si fuera peor que un animal? Apretó los puños y los dientes. No podrían con todos. Seguro que Yago había escapado con su hija, y el resto había huido también. A él lo matarían, y a Johann, si no lo habían hecho ya, pero poco importaba. El mundo cambiaría, eso era imparable.

Deambuló por la celda con pasos enérgicos. Se sentía henchido de rabia y de valor. ¿Ese era su final? ¡Pues lo aceptaría! ¿Querían torturarlo? ¡Que lo hicieran! ¿Querían quemarlo vivo? ¡Él mismo prendería la hoguera! No había hecho nada malo, y no pensaba arrepentirse. Se disculpó a sí mismo por su arrogancia; se justificó en el miedo, el golpe y la desorientación.

Dejó caer los brazos, derrotado. Si su destino era morir ahí, de inanición, ¡qué ridículo verse como un héroe! Y aunque lo ejecutaran en una plaza pública siempre habría quien pensara que se lo merecía, porque nadie le daría derecho a defenderse. No lo tuvo el padre Martin, no lo tendría él.

Se llevó la mano al pecho. Su corazón latía ahora tranquilo. No podía hacer nada más que esperar. Pensó en la paz tan espesa que se siente cuando se tiene la certeza de la muerte. Apoyó la espalda en la pared de piedra y respiró profundamente. Cerró los ojos. Sus brazos colgaban relajados. Su cuerpo estaba empapado de sudor, pero no notaba calor. O sí, sí que lo notaba, pero como algo ajeno, como si entre su cuerpo y su mente se hubiese roto algo, como si se hubiera caído el puente que los unía.

De pronto, bajo la puerta, la rendija dejó pasar un rayo bamboleante de luz. Oyó pasos. Alguien se acercaba. La respiración se tornó agitada; su corazón se aceleró hasta parecer a punto de salir por la garganta.

Un crujido rebotó por los muros y se metió en el estómago de Lorenz. La puerta se abrió tras un breve chirrido. Una sombra amorfa se detuvo en el umbral. El orfebre entrecerró los ojos, deslumbrado por una antorcha. En cuanto sus pupilas se acostumbraron, distinguió a dos personas. Delante, una figura femenina a contraluz. Tras ella, un hombre encapuchado que sujetaba la tea. Lorenz sintió un espantoso escalofrío recorriéndole todo el cuerpo.

—¿Erika?

No podía ser, no podían haber capturado a Erika, ¡a su inocente hija! La sombra femenina dio dos lentos pasos. Lorenz, hasta hacía un momento aferrado a la pared, caminó hacia ella. El hombre acercó la antorcha por encima de la mujer. Pudo verle así el rostro. Olga.

—¡Olga! ¡Mi amor!

Lorenz se abalanzó sobre ella llorando. La abrazó suplicante.

—Perdóname, perdona por haberte metido en esto. No sabes cuánto lo siento…

La atrajo hacia sí, pero solo durante unos instantes. Lorenz acabó callando y se separó de ella lentamente. Olga no había hecho gesto alguno para devolverle el abrazo. Se mantenía firme, recta, con la mirada perdida y el rostro pétreo.

—¿Qué… qué te sucede? ¿Qué te han hecho? —preguntó perplejo Lorenz.

La miraba detenidamente mientras ella mantenía sus ojos clavados al frente. Olga estaba distinta. Se fijó en su largo pelo suelto bien peinado. En su lujoso vestido de seda. En su semblante, bellísimo como nunca, pero frío, inexpresivo.

—Olga… te prometo que te busqué por toda la ciudad, no me culpes, por favor… —pareció lastimero, pero con un asomo de duda. Lorenz no entendía ese vestido lujoso en una celda.

—¿Por qué no le contestas?

La pregunta la hizo el hombre que estaba detrás, cubierto por la capucha y por las sombras. La voz sonó grave, profunda, pero también irónica. Lorenz entrecerraba los ojos en un intento de vislumbrar a quién pertenecía ese rostro, aunque sin éxito. Volvió a fijarse en Olga. Ella lo miró; fue solo un instante. Separó los labios como si fuera a decir algo pero los cerró apretándolos mientras por sus mejillas rosadas empezaban a descender lágrimas.

Lorenz no pudo más y se acercó de nuevo a ella. Olga levantó las manos y dio un paso atrás, volviéndose para esconder su rostro compungido.

—Olga…

El nombre surgió de Lorenz como un suspiro ahogado. Se sentía mareado, con una náusea que le subía por la boca del estómago. El rechazo de ella, ese dolor contenido, lo estaban torturando. Quizá si Olga le hubiera gritado o insultado lo habría aceptado mejor. Pero esa indiferencia, ese menosprecio… La miró, tan hierática, tan distante y pálida que le pareció estar viendo un espectro.

El hombre dio un paso adelante y se situó justo al lado de ella. Levantó la otra mano dispuesto a quitarse la capucha. Fue entonces cuando Lorenz la vio.

En uno de sus dedos estaba, bellamente labrada, engarzada con aquella piedra verde, refulgiendo como las otras veces de madrugada, la misma sortija que tanto le llamó la atención en el lazareto de la cañada.