Capítulo 62

La búsqueda de Olga por la ciudad se había convertido en una especie de contradicción. Lorenz no podía huir sin ella, pero, a medida que caminaba inmerso en su frenesí, se daba cuenta de que ya había iniciado el éxodo: cada vez se encontraba más alejado de su casa, errando por lugares que no solía transitar y en ambientes que no frecuentaba. Debería haberlos reconocido todos y en cambio se mostraban esquivos a sus ojos a través del cristal difuso del miedo. La ciudad se presentaba como algo amenazador y borrascoso, el escenario cambiante hacia una derrota en ciernes. Si esta acababa produciéndose, Lorenz sabía que podría ser la última, la definitiva.

Llegó al puesto de Gretchen en el mercado y la hija del pañero le dijo que Olga no había pasado por allí. Lorenz se quedó extrañado y entristecido: lo que pensaba que duraría unos minutos se estaba complicando. La joven Gretchen empezó un sufrido discurso acerca de la dificultad de colocar los nuevos paños que llegaban pese a que la calidad cada día era superior y los tintes más variados… El orfebre no esperó, no tenía tiempo que perder en mostrarse educado.

En mitad del espacio abierto que formaba el Altmarkt, rodeado por los demás habitantes de Colonia que atestaban el mercado, Lorenz pensaba en cuál debía ser su próximo paso. Echó un vistazo general por encima de las cabezas de los que colmaban la plaza en busca de un rostro familiar entre ellas. Olga era más alta que la media y su belleza la rescataría de la anodina muchedumbre que habitaba en la ciudad. Acostumbraba a llevar su larga melena rubia recogida en una trenza o un moño alto, que accedía excepcionalmente a soltarse cuando se quedaban a solas. Sintió en ese momento un pequeño cosquilleo y los rostros de los paseantes se tornaron borrosos, unas manchas amarillentas bailando en su pupila. Su mirada se centró en una muchacha al fondo, pasada la alhóndiga del trigo, en la parte de la plaza más cercana al río. Se acercó casi corriendo, golpeándose contra los compradores inmóviles. Ya casi la tenía, volvía a ser suya. Se habían separado un corto espacio de tiempo y, sin embargo, Lorenz pensó que en aquellas circunstancias le había parecido un siglo. Cuando estaba a punto de alcanzarla, la muchacha giró sobre sus pies y… no era tan bella, no era tan rubia, su espalda no tenía esa curva tan familiar que la mantenía erguida y orgullosa, señorial dentro de su humildad. Su piel no era tan blanca, tan suave y pura, y sus manos no eran, ni de lejos, de dedos tan largos y uñas tan brillantes. No se trataba de Olga.

Tras el fracaso, Lorenz siguió buscando con desesperación hasta llegar al río. Por un momento pensó que allí podría volver a inspirarse, como aquella vez en que, estando con Erika, le sobrevino la idea de la escritura artificial. Pero el bullicio de los muelles, los estibadores y los barcos era mayor incluso que en el mercado y no podía pensar con claridad. Un batiburrillo de personas y mercancías salía a su paso como el agua del torrente que acompañaba con su murmullo el jaleo de las llamadas y los gritos. Se detuvo de golpe y miró hacia atrás. Vio a un individuo que parecía contemplarlo con atención y se sobresaltó. Ya iban tras él. Pero, al instante, el individuo se subió una pesada caja a la espalda y la sujetó a su frente con una correa. Era un estibador. Lorenz respiró algo más tranquilo.

Una idea apareció en su mente como un candil en el fondo de una cueva y apretó el paso: El Faisán Dorado. Podía haberse encontrado con alguien y acabar allí tomando una cerveza. Volvió sobre sus pasos y se adentró de nuevo por el laberíntico trazado de las callejuelas de Colonia, en busca del mesón.

Meyer, el mesonero, andaba atareado; se dirigió a él con mal humor. «Ni la he visto, ni sé quién es», le dijo y sirvió a una mesa las dos inmensas jarras de cerveza que portaba en una bandeja. Los gritos espesaban el ambiente pese a que todavía faltaba un poco para mediodía. La llegada del buen tiempo siempre suscitaba la celebración de otro invierno superado. Lorenz miró a su alrededor y vio que, salvo dos camareras, ninguna otra mujer se hallaba en el local. Se dio cuenta de que la idea de buscar a Olga en aquel lugar había sido equivocada. Quizá, pensó, había estado dando una vuelta por el mercado, disfrutando del ruido, de los colores, del día… de la vida al fin y al cabo, celebrando, ella también, el buen tiempo. Y luego, tras un rato, había regresado a casa y se habían cruzado, él desesperado y ansioso, animosa y relajada ella. Decidió entonces dirigirse a su hogar lo más rápido posible. En la calle, la algarabía se diluyó al cerrar la puerta del mesón y desapareció completamente tras separarse unos pasos.

Cuando hubo andado cierta distancia, con el ánimo más templado, notó una sensación extraña. Ya no estaba preocupado por Olga, puesto que la imaginaba a salvo, pero una especie de inquietud comenzó a sobrevolarle como un pájaro de mal agüero. Se detuvo en seco un instante y todavía oyó unos pasos a su espalda. No estaba seguro de si había sido el eco de los suyos, o un caminante despreocupado que por azar también se había detenido. O si realmente lo seguían.

Evitó pasar por la librería de Johann y su itinerario se convirtió en algo irregular. A duras penas podrían perseguirlo por aquellas callejuelas sin que él se diese cuenta. Para asegurarse, se detuvo en el zaguán de una casa: los pasos no eran su propio eco. Continuaron lentos pero seguros, cada vez más cercanos, cada vez más amenazadores. Temía que cada uno de ellos fuera el definitivo antes de ver aparecer a su rastreador. Y entonces pensó en qué posibilidades tenía cuando eso ocurriese: estaba indefenso. Se dijo para sí que era un estúpido: su única salvación era la huida, de nada le servía descubrir que lo seguían. Pero ya era demasiado tarde. El faldón de una capa apareció por la esquina y un individuo embozado bajo ella se dirigía lentamente hacia él.

Pronto notó lo insólito de la figura: llevaba un largo cayado con el que rozaba la pared que delimitaba la calle, evitando andar por el centro. Cuando pasó a su lado, Lorenz, inmóvil por completo, contuvo la respiración. Percibió con claridad la razón por la que caminaba de ese modo, despacio, cuidadoso. Aquel individuo vivía bajo una oscuridad permanente: era ciego. Esperó a que avanzase hasta el final de la vía y cuando dejó de verlo, más sosegado, salió para dirigirse a su hogar.

Al llegar a casa, todo seguía igual. Ni rastro de Olga. Empezó a pensar en ella como si ya la hubiese perdido. Contemplaba la cocina, el albañal por donde desaparecía el agua que Erika iba a buscar a diario, la chimenea con apenas unos rescoldos exangües, la mesa ajada, apartada a un lado para dejar sitio a la prensa, el cajón con los tipos metálicos y el montón de marcos de madera con los que había compuesto e impreso las últimas páginas. Miraba todo aquello y comprendía que su vida había cambiado a causa de aquel invento que ahora le parecía un monstruo insólito, una barca varada en mitad de un páramo a mil leguas de la costa más cercana.

Y entendió que no podía quedar vestigio de aquello. Era la prueba de su delito. Nadie sabía todavía que los libros eran obra de aquel extraño aparato y, pese a todo, comprendía los reparos del mundo a aceptarlo. Incluso él podía llegar a estar en su contra, puesto que dos amigos habían caído, uno quemado en la hoguera, el otro en espera de un juicio que no presentaba mejores augurios. Si no hallaban a ningún otro culpable, Johann sería el cabeza de turco que parase el golpe de aquella herejía incipiente. Podían incluso atreverse a esconder el hecho. Pero ¿cómo podrían?: doscientas copias más circulaban o circularían tarde o temprano por la región… A no ser…

A no ser que todo fuese una trampa. Y que las copias estuviesen en ese mismo instante a salvo de miradas inoportunas en algún oscuro rincón inaccesible. Lorenz agitó la cabeza para salir de esas elucubraciones que no conducían a nada. El mal ya estaba hecho y ahora tocaba plegar velas para evitar que más seres queridos pagasen por él.

Llevaba demasiado rato esperando a Olga y ya no podía aguantar más. El tiempo se acababa y estaba a punto de cumplirse la hora de la cita en el puerto. Antes de decidir si se quedaba a encontrar a Olga o le dejaba un recado mediante alguno de sus conocidos tenía que acometer un último sacrificio: eliminar el rastro de su paso por Colonia. Aquella casa tampoco sería segura para Olga, si regresaba. Así que decidió iniciar un último fuego en la chimenea.

Hizo un montoncito con pequeños troncos e introdujo bajo ellos un puñado de paja. Cogió eslabón y pedernal e inició la chispa que prendería la lumbre. Mientras el fuego comenzaba a tirar bajo unas teas dispuestas en cruz, Lorenz, movido por la rabia, empezó a golpear la infernal maquinaria de su creación, primero casi sin nervio, con desgana, después con mayor odio. Empujando con todas sus fuerzas, logró volcar la prensa, que hirió el suelo con sus aristas. Agarró una tea del fuego y prendió sus entrañas: la base donde se depositaban los marcos con los tipos móviles. La llama pronto creció, alimentada por la madera y los restos de tinta. Llevado por la visión del incendio, furibundo, empezó a recorrer la estancia y a avivar el fuego con todo aquello que encontraba.

Los estantes caían al suelo, junto a lo demás, que desparramado servía fielmente a su propósito. Las tinajas con el sebo para enriquecer la tinta se rompieron en mil pedazos y extendieron las llamas a las vigas, a las paredes; los pliegos de papel, algunos impresos, otros vírgenes aún, ayudaron también a elevarlas, y los tipos sin usar, que esperaban el momento de ser compuestos, se desplegaron como dados arrojados en busca de su propio azar. Pronto no le quedó a Lorenz ya nada por lanzar y el fuego comenzó a ejercer peligrosamente su atracción, su mirada perdida en él.

No pudo evitar recordar la otra vez en su vida en que estuvo presente en un incendio, en una casa parecida que también fue su hogar… Volvió a ver a Ebba, a su amada esposa, dormida y a salvo, como si aquel terrible accidente no hubiese sido más que una pesadilla, como si hubiera podido rescatarla y ponerla bajo un árbol de jugosos tallos. Arropados por un cielo azul, Ebba descansaba plácidamente entre sus brazos. De repente, el cielo se nublaba, pero no con nubarrones de tormenta, amenazadores y oscuros, sino que se alejaba y quedaba oculto, refractario a las llamas que parecían brotar del suelo. Una barca se acercaba a ellos desde una laguna brillante y plácida y el barquero los reclamaba, levantando las manos en su dirección. Una vez en ella, notó que su sueño era muy pesado y que Ebba no se despertaría nunca. Las llamas crecieron absorbiéndola para siempre.

Entonces un estrépito sonó a sus espaldas, escupiéndolo de la barca. El calor se acrecentó a su alrededor y se hizo palpable. Volvió a la realidad y se dio cuenta de que estaba rodeado por las llamas que él mismo había creado. Sintió un extraño dolor en la cicatriz de su espalda.

Una viga caída que ardía por un extremo le cerraba el paso, impidiéndole la salida. Pensó en Erika. Se sobrepuso al miedo y saltó el madero por el costado que no había prendido. Reptó y llegó hasta la puerta. La abrió y, desde fuera, una bocanada de aire avivó las llamas con furia. Lanzó una última mirada al interior. Al fondo, la prensa y los tipos móviles ardían, insalvables, destrozados, casi fundidos en una masa informe. Infinitas horas de esfuerzo y dedicación se esfumaban de manera definitiva. Pero no había remordimiento, ni impotencia; una vaga sensación de redención le recorrió el cuerpo. Podría al fin liberarse de dos fantasmas que llevaban persiguiéndolo desde hacía demasiado tiempo: su obsesión por la escritura y la muerte de su esposa. Lo superaría y se convertiría en un hombre nuevo.

Salió a la calle, a primera vista desierta. Al alejarse un poco escuchó las voces de los vecinos, que se acercaban cargados de cubos de agua. Se apostó en una esquina para observar por un momento la escena y asegurarse de que nadie lo hubiera visto salir. Sin embargo, no pudo ver nada.

Un fuerte golpe en la cabeza hizo que todo se volviera negro.