Colonia se desperezaba en mitad de un amanecer incendiario. Fragmentos de nubes rojizas traspasaban el cielo sobre la ciudad. El viento hostigaba con fuerza por entre las calles, buscando los espacios abiertos. Su silbido rompía el silencio tenaz al discurrir entre los aleros, entre los pórticos. Cuando los primeros habitantes empezaron a recorrer las calles, algo invisible los empujó a ir hacia la plaza de la catedral. Allí, los torbellinos azotaban con fuerza una cuartilla contra la madera vieja de la gran puerta. Estaba clavada con un cuchillo de mango redondo y humilde, sin labrar, y escrita con mano inexperta. En el pasquín se afirmaba que Heller Overstolz, el alcalde de Colonia, había muerto por sus pecados. Fue él quien ordenó a los piratas imponer su ley en el río; fue él quien sacó provecho de un alimento barato e infame; fue él quien retuvo su trigo de primera calidad en las bodegas hasta que quintuplicó su valor; sus crímenes no podían quedar impunes y habría de dar cuenta de ellos ante el Altísimo. La noticia golpeó la ciudad, mecida por ese viento que la recorría y que se llevó consigo la amargura y la pena. Nadie en Colonia lloró su muerte, ninguna boca emitió una oración por su alma.
Erika paseaba por el mercado seleccionando entre los diversos puestos la comida que ella y Olga prepararían más tarde. La primavera continuaba trayendo consigo jornadas más largas; una mañana tibia de no ser por ese viento perturbador. A pesar de haber llegado temprano, algunos madrugadores ya transitaban por la plaza del Altmarkt dispuestos a hacerse con las viandas más frescas. La noticia de la muerte del alcalde corría en boca de todos. Erika recordó a Matthias y a Frieda, y al difunto Penrod, y a tantos otros que habían ido cayendo. Pero ese recuerdo no ensombreció su ánimo aquella mañana.
Mientras el tendero le servía las codornices que había pedido, Erika sonrió. Cuán diferente era su menú actual del de tan solo unos meses atrás. Todo había cambiado. Su padre entraba y salía de casa a diario, dejando a un lado su tradicional aislamiento, convencido de que el esfuerzo de años empezaba a dar sus frutos. Olga había demostrado ser una buena mujer que cuidaba de los dos y se desvivía por hacer feliz a su padre. No podían pedir más.
Se entretuvo largamente en considerar qué comprar de acompañamiento. Sin darse cuenta, el Altmarkt empezó a llenarse con rapidez. Había olvidado que con el buen tiempo crecía la población. Era la época en que las reformas se multiplicaban por toda la ciudad, y se necesitaba mano de obra venida de todas partes, que compraba su sustento en ese mismo mercado.
Los empellones y las voces comenzaron a llenar el espacio convirtiendo la armonía anterior en una saturación de estímulos. Al alzar la mirada, la estatura de Erika solo le permitía ver capuchas y cabelleras. Debía luchar por abrirse camino entre el creciente gentío. Sabía que cuando el mercado se llenaba así, era el momento que aprovechaban los rateros para despojar de monedas a los más despistados. Escondió el saquito de cuero en una de sus manos y se abrió paso entre la multitud.
Los cuerpos inmóviles y apretados le impedían el avance. Se culpó de no haberse dado más prisa en acabar la compra. Cuando alguien posó una mano en su espalda, tuvo un sobresalto; pensó que sería uno de esos ladronzuelos que pretendía evitar. Estaba a punto de soltarle un manotazo cuando escuchó algo que le hizo cambiar de idea.
—Liebes Mädchen —le susurró al oído el extraño a la vez que la cogía de la mano, suave y delicado.
No podía creérselo, él estaba ahí. La conmoción la hizo temblar. Al fin iba a confirmar sus sospechas sobre quién era el anónimo A. F. El joven de la melena dorada, estaba segura. Tanta espera había valido la pena.
Después de todo ese tiempo fantaseando con ese momento, podría deleitarse con su límpido rostro, inspirar su dulce aroma y saborear sus labios. Estaba a punto de volverse para cumplir su deseo, su espalda ya había iniciado el movimiento, cuando, de repente, el desconocido le pidió que se quedara quieta. Aunque desconcertada, Erika obedeció. Sintió su aliento al oído que le susurró entonces algo:
—Te espero en la esquina detrás de tu casa.
Ella asintió en silencio. Volvía a notar en su estómago el hormigueo que experimentaba cada vez que recibía una carta. Él soltó su mano y Erika percibió de soslayo cómo se marchaba por detrás de ella.
Empujó con más ansias que nunca para salir de aquella plaza enmarañada. Poco a poco fue haciéndose un pasillo por el que corrió sin parar hasta llegar a casa; sus pequeñas zancadas se sucedían rápidas. Antes de cruzar la puerta, se topó con Olga, que justo salía en ese momento. Le llamó la atención su rostro, enmarcado en un gesto de preocupación.
—¿Estás bien? —le preguntó de refilón antes de entrar. Tenía prisa por acudir a su cita.
—Ahora vuelvo, necesito comprar algunos paños en el puesto de Gretchen.
—¡Vengo del mercado, te los podía haber traído yo! —se quejó mientras abría la puerta.
—No tardaré. No te preocupes.
Erika habría deseado contarle que estaba a punto de conocer a su enamorado. En los últimos meses siempre la había animado cada vez que pensaba que ese momento jamás llegaría. Pero Olga no quiso entretenerse hablando y Erika pensó que ya se lo explicaría más tarde.
Atravesó la puerta dispuesta a dejar la compra y salir lo antes posible. Cuando vio que su padre estaba en la sala, sentado junto a la mesa con un libro, se puso todavía más nerviosa. No quería mentirle, pero sabía que era pronto para confesarle su relación epistolar con A. F. Esa era la peor de sus batallas, pues estaba convencida de que no reaccionaría como lo había hecho Olga. Por ahora, seguiría ocultándoselo.
—Hola, padre —saludó cautelosa al tiempo que se acercaba a él y le daba un beso.
Después corrió a la cocina.
—Vienes cargada, ¿te ayudo?
Erika ya había colocado casi todas las viandas en su sitio.
—Solo eran cuatro cosas —respondió sin mirarlo; le costaba disimular su respiración apresurada.
Lorenz había vuelto a sumergirse en la lectura, indiferente.
Erika subió rauda las escaleras y se sentó un instante en el camastro a recuperar el aliento. Tenía que pensar una excusa para su padre. Le diría que le apetecía dar un paseo, como tantas otras veces en esos últimos meses. Con un poco de suerte, si el libro le absorbía lo suficiente, no le haría preguntas. Se puso en pie, se atusó la túnica y se desenredó la larga melena con los dedos. Respiró hondo y descendió sin hacer demasiado ruido.
—Padre, tengo que salir un momento.
Erika apretó los puños y aguantó la respiración. Caminó decidida hacia la puerta. Entonces escuchó la tardía respuesta de su padre.
—Ve con cuidado.
Ya en el exterior, una sensación de euforia le hizo comenzar a correr, como si necesitara estirar todo su cuerpo, como si hubiera contenido demasiada energía que ahora debía gastar. Tenía ganas de gritar. Al llegar al lugar en el que su anónimo enamorado la había citado, aminoró el paso. Caminaba sigilosa, mirando a todos lados.
Entonces, de entre las sombras de un callejón, una figura surgió y avanzó hacia ella.
Erika se quedó muy quieta, perpleja. Ahí estaba esa cabellera rubia con la que tantas veces había soñado, y esos ojos oscuros que se habían grabado tan bien en su memoria. Era el joven del mercado, el que había visto aquel día en la librería de Johann y en otras ocasiones de manera fugaz, como una aparición; era el que le escribía desde hacía medio año las cartas más apasionadas, quien le dedicaba las palabras más bellas que jamás le hubieran dicho. Por fin. Se sentía tan contenta que no le costaba mirarle directamente a los ojos. Le pareció de una belleza arrebatadora.
Inmóvil frente a él, el rubor nació en su rostro desde las mejillas. Sus manos se aferraban a la túnica y la retorcían inquietas. Se había quedado en blanco.
Él fue quien rompió el duro silencio.
—No puedo creer que os tenga justo aquí delante.
Hablaba pausado y su acento sonaba extraño, como de un país exótico y lejano. Erika recordó el defecto del que le había hablado en una de sus últimas cartas y la invadió una profunda ternura.
—Tampoco yo —respondió tímida.
Su gesto titubeaba entre la sonrisa y el semblante serio. Sentía cómo los ojos de él se posaban en sus labios y retenían cada uno de sus movimientos.
—Es un placer hablaros por fin en persona. —Tomó una de sus manos, como si no pudiera estar frente a ella sin tocarla.
Erika la soltó de su túnica y le permitió que se la besara. Sus labios acariciaron la piel y le provocaron un largo estremecimiento.
—Veréis. —Se acercó un poco más a ella y bajó la voz. Su expresión también se hizo más grave—. Me encantaría poder llevaros a pasear mientras hablamos de todo lo que las cartas no nos han permitido…
—A mí también —interrumpió ella. Cuando se dio cuenta de su descortesía, se disculpó—: Perdón. Continuad.
Alonso sonrió. Después se aclaró la voz y recuperó su prudencia:
—Sin embargo, debo deciros algo muy importante y no tenemos mucho tiempo.
—Me asustáis. Hablad, por favor —rogó Erika.
Alonso comenzó a caminar sin soltarle la mano y se adentraron en la calleja sombría. Ella perdió el sentido de dónde se encontraban. El joven no alzaba la mirada del suelo y era evidente que le resultaba difícil hallar un inicio a su explicación. Pasó un rato hasta que se detuvo en seco y habló:
—Uno de los Evangelios que vuestro padre copió ha llegado a manos de la autoridad municipal y religiosa.
El corazón de Erika sufrió un vuelco. Sus ojos se dirigieron a Alonso desconcertados y temblorosos.
—Lo encontraron anoche en la librería de vuestro amigo Johann Buchmann. La han cerrado y a él se lo han llevado a la Arresthaus para juzgarlo. Ahora es vuestro padre quien está en peligro. Y vos también.
Solo entonces Alonso alzó su rostro y la miró directamente.
—No puede ser. ¿Cómo han podido…?
Erika cabeceaba, como si no acabara de creerse lo que ese joven le decía. Alonso sujetó sus mejillas con ambas manos y volvió a hablarle muy cerca. Podía sentir su aliento acariciándole los labios.
—Escuchadme bien. Debéis marcharos lo antes posible. Abandonad Colonia y no volváis jamás.
Erika apartó su rostro de las manos del joven, no era esa la réplica que había esperado. No podía pensar con claridad.
—¿Por qué me pedís eso? Acabamos de conocernos…
—Porque por encima de todo no quiero que os ocurra nada malo.
Llegó el turno de Erika de mirar al suelo, como si allí fuera a localizar su respuesta. Alonso le levantó la barbilla. Ella cerró los ojos para sentir mejor ese contacto mientras los dedos jugueteaban en su piel. Los abrió después buscándolo. Él inclinó su rostro lentamente hasta alcanzar el de la joven, y dejó que sus labios se fundieran en uno, como si tuviera que haber sido así desde el principio. Una lágrima de Erika descendió rápida. Alonso se percató y se separó un poco.
—No quiero irme, me gustaría quedarme así eternamente. Pero, si lo que decís es cierto, debo advertir cuanto antes a mi padre.
Alonso lo confirmó con un gesto afirmativo. Ya eran varias las lágrimas que hacían brillar la fina piel de Erika y él las limpiaba con ternura, mojando sus delicados dedos.
—No os preocupéis, todo va a ir bien.
Erika lo creyó.
—¿Cuándo volveremos a vernos?
—Yo os encontraré.
Le costó soltar sus manos. Estaba deseando permanecer junto a su amor, pero la vida de su padre peligraba y sabía muy bien qué debía hacer. Empezó caminando lentamente en la dirección opuesta a la de Alonso, para luego acelerar el paso. Entonces se dio cuenta de algo y se volvió hacia donde había estado el joven.
—No me habéis dicho vuestro nombre —gritó.
Pero la espalda del joven ya se confundía de nuevo entre las sombras de las casas.
Lorenz disfrutaba de una de las lecturas que se había visto obligado a postergar durante los últimos meses. Los encargos anónimos le habían mantenido demasiado ocupado y apenas le dejaban tiempo para hacer nada más. Mientras esperaba uno nuevo, podía tomarse las cosas con mucha más calma.
La puerta de la casa se abrió de un impulso y golpeó contra la pared. Tras ella apareció de nuevo Erika, esta vez con el rostro lívido y la respiración acelerada, como si se hubiera dado una buena carrera. Lorenz dejó el libro en la mesa y le preguntó apresurado.
—¿Qué ha ocurrido, hija?
—Es Johann —respondió cada vez más cerca de él.
—¿Qué pasa con Johann?
—Lo han detenido. Han cerrado la librería y a él se lo han llevado.
Los ojos de Lorenz se abrieron desorbitados. Solo acertó a pronunciar:
—Pero… ¿por qué?
—Encontraron tu libro. El que le regalaste.
Lorenz se quedó blanco. No podía ser. Otra vez no.
—Pero ¿quién iba a…? Nadie…
—Me lo ha dicho… —resolvió sin pensarlo más—: Un amigo.
—¿Quién?
El gesto de Lorenz se frunció extrañado mientras esperaba su réplica. Erika se resistía a contestar, y permaneció un momento en silencio con la mirada perdida.
—Erika, ¿quién es ese amigo? —insistió, cogiéndola del brazo.
De la boca de la joven surgió un hilo de voz apenas audible:
—Alguien con quien he estado escribiéndome desde el año pasado.
Lorenz no podía salir de su asombro.
—Pero… ¿cómo… te atreves? Me lo has ocultado todo este tiempo… —Sus tentativas por tratar de asimilar la información tomaban forma a través de frases inacabadas e inconexas—. Sea quien sea puede haberte mentido.
Erika le miró directamente a los ojos antes de responder tajante:
—No, papá. Yo le creo. Me ha avisado de que nosotros también debemos marcharnos enseguida. Que también estamos en peligro.
Las palabras de Erika quedaron en el aire. Lorenz se había levantado y ya salía a la calle. Su corazón estaba desbocado, el pecho parecía que le iba a estallar, sus pies se movían rápido. No veía nada ni a nadie, solo quería llegar allí, a ese rincón de Colonia en el que había pasado tan buenos momentos en compañía de su amigo. Tenía que ver si era verdad.
No tuvo que andar mucho. Al llegar a su destino, su cuerpo pareció hundirse en la tierra. La librería de Johann estaba cerrada a cal y canto; alguien había clavado un grueso madero de marco a marco de la puerta principal.
Caminó hasta la entrada para asegurarse de que no había nadie dentro; cuando la tuvo enfrente, sus dudas se disiparon. A sus pies llegaban hojas pisadas y rotas, y al asomarse al interior a través del ventanuco también destrozado encontró lo que tanto temía. Las estanterías estaban vacías; en el suelo, montañas de libros abiertos y sus páginas arrancadas tapizándolo todo. En una esquina divisó el birrete verde que siempre coronaba a Johann. Parecía suspendido en el tiempo, huella discreta de la tragedia consumada.
Erika estaba en lo cierto. Johann había sido detenido. Regresó a casa con rapidez. En el camino se cruzó con vecinos que comentaban los sucesos de la noche pasada. Unos se afligían por cómo los soldados se habían llevado a rastras al pobre librero; otros aventuraban que algo habría hecho para que se lo llevaran así. Lorenz aceleró el paso. A la vez se enteró de que el alcalde había muerto. Todo el poder recaía ahora sobre los hombros del arzobispo.
Al atravesar el umbral de su hogar, se encontró con que Erika no estaba sola. A su lado se hallaba sentado Yago Kaufmann. Nada más verlo, el comerciante se puso en pie y acudió a darle un abrazo.
—Amigo mío, qué desgracia —dijo compungido.
Lorenz cabeceó en silencio. Tenía miedo de que, si decía algo, pudieran desbordarse las lágrimas que tanto le estaba costando contener.
—Me he enterado a través de uno de mis criados.
Los hombres se sentaron junto a Erika, que los miraba en silencio.
—¿Lo has visto? —preguntó Yago.
—Sí. Lo han destrozado todo.
—Es terrible. Pobre Johann. —El comerciante se llevó la mano al rostro—. Parece ser que llevan desde ayer registrando a copistas, encuadernadores y libreros. Todos los que tenían algo que ver con un libro… Es vergonzoso. Mira el extremo al que hemos llegado.
Lorenz no respondía.
—Johann adoraba ese libro —dijo Yago, dándose cuenta del estado de su amigo.
Pero el orfebre continuaba en silencio. En su mente solo una palabra se repetía insistente: culpable. Él era el único responsable de toda esa tragedia, y ahora su hija, Olga y él también estaban en peligro. No quería ni pensar en los horrores de la tortura. Solo podía esperar a que las autoridades vinieran a por ellos. Sentía cómo cada vez más el pecho se le cerraba y la respiración se volvía dificultosa.
Los rayos del sol se colaban en la estancia a través de la estrecha ventana, transmitiendo un calor que recordaba a días felices, una época que había terminado hacía tan solo un momento. El cuerpo de Lorenz se estremeció en un espasmo.
Yago se puso en pie de un impulso. Comenzó a hablar, como si ese breve lapso hubiera sido suficiente para asumir las circunstancias.
—Lorenz, primero el padre Martin y ahora Johann… —Se movía impaciente por la sala—. Es mejor que nos pongamos a salvo, al menos durante una temporada. Algunos de nuestros amigos ya han empezado a dispersarse. Ocupémonos de ti y de Erika. No debes preocuparte. Lo mejor será que os vengáis conmigo. Embarcaremos en el puerto hoy mismo. Tengo una casa en Estrasburgo en la que podéis vivir el tiempo que deseéis…
Las palabras de Yago se sucedían nerviosas.
—A Erika la han advertido de que corremos peligro —le interrumpió el orfebre—. ¿Quién te ha informado? —le preguntó a ella directamente.
—Alguien en quien confío plenamente.
—Eso nos basta —respondió Yago—. ¿Qué más pruebas necesitas? Tenemos que ponernos en marcha, Lorenz.
—Pero falta Olga.
—No hay tiempo que perder.
—Tengo que encontrarla, Yago. No puedo abandonarla. También ella corre peligro.
Los tres callaron mientras pensaban en cómo resolver la situación. Olga solo había ido a hacer un recado, pero tardaba ya demasiado. Yago seguía dando vueltas por la estancia, clavando los pies en el suelo, marcando el paso del tiempo. Entonces Lorenz anunció la solución que todos sabían y ninguno deseaba:
—Marchaos vosotros primero. Os alcanzaré en el puerto.
—No sé, Lorenz… —respondió Yago.
—No pienso marcharme sin ti. —La voz de Erika sonaba enfadada.
—Aquí soy yo el que toma las decisiones. Por eso soy tu padre. Te irás con Yago. Recoge lo que puedas.
Erika lo miró disgustada y se levantó de la mesa sin decir nada más. Subió a la habitación y comenzó a hacer su hatillo. Lorenz se dirigió a Yago, esta vez en un tono más íntimo.
—Si a mediodía no he llegado, marchaos. Ya os encontraré en Estrasburgo.
—¿Estás seguro? No deberías…
—Estoy seguro —le interrumpió Lorenz.
—Está bien —respondió resignado. A continuación, como si hubiera estado esperando el momento adecuado y fuera aquel, agregó—: ¿Y qué me dices de eso?
El comerciante señaló la prensa, aletargada, dispuesta a seguir copiando infinitos libros más.
—No puedes dejarla aquí. Es una evidencia de que eres culpable —insistió.
El orfebre posó su mirada en aquella máquina que tanto esfuerzo le había costado construir. Jamás pensó que por ella moriría gente, ni que se vería obligado a huir de Colonia, su ciudad. Creía que ayudaría a difundir la cultura y solo había encontrado destrucción y muerte.
—Sé lo que tengo que hacer.
Erika bajó las escaleras con el ceño fruncido y el mismo revuelo que a la subida. Su padre se le acercó. Debía comprenderlo; solo quería que se pusiera a salvo. Si ella moría por su culpa, jamás podría perdonarse. Rodeó con los brazos a su hija, que al principio se resistió a aceptarlo. Después cedió y se aferró fuerte a él. Parecía que ambos quisieran retener un poco del otro durante la breve separación.
—Todo va a salir bien —le susurró al oído antes de apartarse.
Entonces Erika le sonrió:
—Lo sé, papá.