Capítulo 60

Cuando la tarde empezaba a declinar, el gran copista Nikolas Fischer galopaba a lomos de su caballo hacia el palacio del arzobispo. No tenía por qué temer nada, pero la visita de Heller le había dejado un poso de incertidumbre que no acababa de quitarse de encima. El palafrenero retuvo al animal y Nikolas Fischer descabalgó con soltura. Se colocó bien el tocado y echó a andar hacia el edificio.

Un eclesiástico lo acompañó y lo dejó frente al arzobispo. Nikolas se arrodilló, tomó su mano y besó el anillo. La mano del arzobispo no estaba tan fláccida como en otras ocasiones. El copista lo notó y se obligó a estar alerta, más que de costumbre.

—Supongo que has recibido ya la visita de nuestro insigne alcalde —dijo el arzobispo.

—Las noticias corren como la pólvora.

El eclesiástico echó mano de un pequeño libro que reposaba sobre su falda. Parecía un misal, un pequeño y humilde ejemplar que contrastaba con el fasto de los anillos y la vestimenta. Tenía las cubiertas intactas.

—Este libro —lo sostuvo en alto. Entre sus manos parecía algo inofensivo, un juguete demasiado pequeño— es la mayor agresión que he sufrido desde que soy arzobispo de Colonia. Supone un desafío para mí y para mi persona.

Se lo pasó a Nikolas, que lo observó con detenimiento. Tras el tiempo necesario para un pequeño vistazo, el arzobispo le preguntó sin rodeos:

—¿Quién lo ha hecho?

Nikolas maduró la respuesta.

—Alguien que sabe lo que se hace. Es un libro barato, pero bien ejecutado. La plantilla de las páginas es exacta. El responsable es bueno en su trabajo.

—¿Quién en Colonia tiene capacidad para hacer algo así?

—Solo yo.

La mirada del arzobispo se afiló. Sus pequeñas pupilas parecían teas ardientes. Se levantó y empezó a caminar a paso lento hacia el ventanal a su derecha. Llevaba las manos enlazadas a la espalda. Poco quedaba de la apariencia beatífica que prodigaba en sus homilías.

—Eso imaginaba.

—Pero yo no lo he hecho —negó el copista—, así que, en realidad, no tengo ni idea. El cosido no es profesional, se notan las puntadas y hay alguna hoja suelta, producto quizá de la prisa. Al pasar las páginas, el texto está perfectamente alineado. —Pasó el pulgar por ellas y una ligera brisa le llegó a la cara—. No hay marcas de agua en el papel, pero bien podría provenir de Venecia. ¿No os une una franca amistad con el Dux?

—Prefiero lavar la ropa sucia en casa —indicó el arzobispo—. No me preocupa tanto encontrar al culpable como poder controlar aquello que se publica en mis dominios. Y ese interés nos une.

—Muy cierto —asintió el copista. Y luego preguntó—: ¿Seguro que proviene de Colonia?

—No hay duda de ello. Por eso, tal vez se haga inevitable un nuevo golpe de timón en el gobierno del consistorio. —Y se volvió hacia Nikolas. El mensaje le llegó de improviso, a bocajarro.

—Heller ha comenzado buscando en el sitio equivocado, pero él y sus sabuesos seguro que darán con el rastro.

—Yo también lo creo, Nikolas. Aunque he sido yo quien le ha tenido que pasar por el hocico el olor del fugitivo. Y eso no me gusta.

—Entiendo.

—Vos, Nikolas, tenéis el don de las sombras. Nadie sabe demasiado de vuestro pasado, de vuestra familia. El poder del que disponéis es grande. Sin embargo, siempre os mostráis como un firme aliado del orden.

—Y este sería un buen momento para afianzar ese papel… —dijo el copista, esperando que fuera el arzobispo quien completara la frase, quien confirmara sus sospechas.

—Seguro que, a no tardar, sabréis extraer la lectura más adecuada a nuestra conversación.

Nikolas tragó saliva antes de iniciar la siguiente pregunta:

—¿Queréis decir…?

Von Morse atajó la pregunta al estirar la mano; el envés de ella se presentó firme ante Nikolas. Ya había enunciado lo más aproximado a lo que quería decir. Los actos del copista a partir de entonces debían depender de la «lectura adecuada» de aquellas palabras. Se acercó y volvió a realizar una genuflexión ante el arzobispo para besar el anillo que le tendía. El religioso colocó otra vez la mano a la espalda, junto a la otra. Continuó inmóvil mientras Nikolas se alejaba de allí, caminando hacia atrás con la cabeza gacha.

El arzobispo todavía miraba por la ventana desde la penumbra cuando el asistente asomó la cabeza para ver si necesitaba algo más. Retiró la sempiterna bandeja de fruta seca y la infusión. Cuando ya se alejaba, oyó que le decía:

—Que enganchen los caballos. Saldremos para Bonn de inmediato.

Raynard y Agripina continuaban siendo cuidadosos. Pese a que llevaban un tiempo viéndose, no podían permitir que su relación se difundiera en los mentideros de Colonia. Por todas partes había gente dispuesta a dar tratamiento de verdad a un rumor y el ojo avisado siempre es más curioso que el distraído. Una palabra certera podía hacer que Heller Overstolz reparara en ciertas miradas, en algún gesto concreto. Pese a lo que pudiera parecer habían descubierto que era mucho más seguro verse en la propia casa de Agripina que en cualquier otro lado. Para un hombre era muy fácil justificar su presencia en ciertos espacios, mientras que el recato en una mujer era observado con detenimiento por un mundo masculino y hostil. Y más cuando esa mujer era la joven y bella esposa del alcalde.

Heller era hombre de costumbres y no había querido perder la autonomía con que contaba de soltero, así que el matrimonio vivía separado pese a compartir techo. Raynard entraba en las estancias de Agripina con asiduidad, escudado en la oscuridad de la noche y en la discreción de la única doncella de confianza de la joven esposa. Era sorda de nacimiento; Nikolas se la había recomendado a Raynard en cuanto este le hizo sus confesiones y Agripina no tardó en contratar sus servicios. También por ello debía estar agradecido al copista.

Con el ruido de los cascos de un caballo sobre el fino empedrado, Raynard se tensó en el lecho: el esposo volvía a casa. A su lado, Agripina dormía profundamente. Le acarició el cabello y se estremeció un poco. Emitió un leve gemido que le recordó los del principio de la noche, cuando le había hecho el amor. Después se arrodilló en esa misma estancia: agachó la cabeza frente a su espada, apoyada en la pared de piedra formando una cruz, y comenzó a rezar.

Heller abrió la puerta de entrada con un ligero temblor dominando su cuerpo. Pocos reos se le habían resistido tanto. Había tenido que emplearse a fondo hasta bien entrada la madrugada, y aun así no había obtenido ningún resultado. Johann Buchmann se obstinaba en afirmar que el libro le había llegado por los cauces habituales y que ni por un momento pensó que pudiera haber más copias. Desde luego, él no las tenía. Enseguida se dirigió a sus aposentos, donde escanció algo del vino que siempre le dejaban preparado en un ánfora de plata. Vació la copa con avidez y la volvió a llenar, varias veces. No buscaba el placer ya, como había hecho durante la tortura. Ahora solo buscaba colmar su sed, vaciar su mente de pensamientos. Cuando se acostó en su lecho, estaba completamente ebrio.

Raynard concluyó sus oraciones. Recogió sus armas y se las colocó. Se embozó en su capa y salió al pasillo. No sabía el tiempo que había pasado pero todo estaba oscuro y tranquilo. Había recorrido ese camino con la mente millares de veces. En la puerta del alcalde se oían unos suaves ronquidos. Empujó la hoja con precaución y esta emitió una leve queja. Instintivamente, se aferró a la empuñadura de su espada y aguzó el oído. Los ronquidos continuaron su cadencia imperturbable. A continuación cerró la puerta y, cuando lo hizo, aflojó el puño sobre la espada y lo llevó al otro lado de la cintura, donde guardaba la daga. Se deslizó con sigilo hasta llegar a las columnas del dosel de la cama. Heller parecía derrumbado sobre el lecho, completamente estirado con las palmas de las manos hacia arriba y la copa caída a su lado. Tenía la boca abierta. Raynard apretó la empuñadura de la daga, con la hoja hacia abajo. La sopesó en la mano. Nunca antes había atacado a un hombre a traición, inerme bajo un sueño narcótico. Se quedó contemplándolo unos instantes, como el padre que mira a su bebé recién nacido y no acaba de comprender el milagro de la vida.

De repente, los ojos de Heller se abrieron, como si notaran el peligro. Y Raynard se abalanzó sobre ellos, raudo perro de presa. Había aprendido el arte de la guerra y sabía que la mejor manera de acallar un grito era hundir el metal entre las costillas. Los pulmones se encharcaban y el grito moría ahogado en la garganta. También tuvo la prevención de tapar su boca con la mano, pero eso solo hizo más evidente el horror en la mirada del alcalde. Aunque no gritó, sus ojos emitían un brillo estridente, que Raynard tardaría en borrar de su cabeza. Cuando la víctima cesó en la lucha y sus brazos volvieron a reposar inermes, sacó la daga del cuerpo. La limpió en los ricos ropajes del difunto Heller Overstolz. Se dirigió a una ventana que dejó abierta y salió de nuevo al pasillo.

Todo allí seguía igual. Deshizo sus pasos y llegó de nuevo a la estancia de Agripina. Estaba boca abajo, desnuda en el lecho. Raynard se desnudó y se tumbó a su lado. Empezó a acariciarle la espalda y ella se removió como en un sueño, tremolante. Bajó su mano y siguió acariciando sus muslos. Volvió hacia arriba hasta llegar al sexo. Ella seguía agitándose al compás de sus caricias, todavía en sueños. Y Raynard sintió la llamada de la sangre palpitando en sus sienes. Se tumbó sobre ella y la penetró.

Agripina se despertó de golpe. Se aferraba a la almohada con fuerza, la mordía. Ya no sentía placer; sentía las embestidas de su amante como un azote cruel. Raynard necesitaba colmar su ansiedad, acallar el terror que acababa de contemplar, que solo su instinto determinara sus actos. Se convirtió por unos instantes en una bestia. Acabó por fin y se abrazó rendido sobre Agripina. Cuando recuperó el resuello, se confesó:

—Mis manos están manchadas de sangre.

Raynard esperó una mirada, una respuesta: anhelaba su aprobación. Pero Agripina continuó de espaldas a él. Al momento comprendió que estaba llorando en silencio. Estuvo así largo tiempo y Raynard se removió inquieto, sin atreverse a hacer nada. Quizá todo había sido demasiado precipitado, demasiado improvisado, se reprochó. No pudo evitar lanzar una maldición contra Nikolas Fischer. Antes de la llegada del alba, Raynard se vistió. La criada acudió a la hora convenida y esperó con el candil junto a la puerta, dentro de la estancia. Raynard se arrodilló ante el lecho. Le cogió las manos y miró a Agripina a los ojos. Los tenía enrojecidos.

—Te quiero, amor mío —susurró Raynard con fervor.

Y Agripina respondió con un abrazo. Un abrazo que le devolvía el te quiero y le entregaba su alma, que reafirmaba su amor con fuerza, más allá de ese tiempo y de ese lugar. Por encima de crímenes, pecados y vilezas.