Capítulo 59

Stein Rosberk se hallaba en su gabinete del taller de encuadernación haciendo un balance de los últimos ingresos. Se deleitó con el fuerte aroma a pieles y cuero que se expandía por el establecimiento; a pesar de los años no le cansaba. Su obrador contaba con buenos clientes; clientes de la envergadura del famoso copista Nikolas Fischer, que desde hacía más de un año se había convertido, además, por una disposición municipal, en su proveedor único de pieles curtidas.

Trabajaban con todo tipo de cubiertas. Según a quién fuera destinado el libro, la encuadernación que se solicitaba era más o menos sencilla. Casi todas las que Herr Fischer encargaba pertenecían a las del lujo más desorbitado. Las tapas se componían con marfiles labrados, metales como el oro y la plata, esmaltes y piedras preciosas.

La puerta del taller se vio sacudida por unos agitados golpes. Stein dejó de lado su tarea, el ruido no presagiaba nada bueno. Nervioso, se puso en pie. Sus pequeñas manos y su arrugada boca temblaban por igual.

—Emil, mira a ver qué pasa.

Uno de sus capataces, de estatura y volumen mayores, fue a abrir la puerta. Nada más hacerlo una manada de soldados se abalanzó hacia el interior del obrador. Al frente de todos ellos había un individuo con la cabeza descubierta vestido todo de negro, sin el uniforme propio de la guardia de la ciudad con el escudo de las tres coronas y las once llamas en su brigantina. Al verlo, Stein lo reconoció del ayuntamiento. Se trataba de Rolf Rysen, el recaudador, y no era precisamente famoso por su simpatía. Stein vio cómo Rolf se acercaba a él. De cerca pudo comprobar aquello que decían los que habían respondido antes a sus severas demandas: el escaso cabello lechoso desordenado encima de su frente, la nariz afilada que no dejaba de moverse y los ojos agazapados bajo unas frondosas cejas le concedían el aspecto de una auténtica rata.

—Cumplimos órdenes de nuestro excelentísimo alcalde Heller Overstolz. Debemos revisar todo el taller y asegurarnos de que los libros que estáis encuadernando se encuentran todos dentro de los límites que impone nuestra preciada ley —anunció sin esperar respuesta.

Stein se pasó la temblorosa mano por su pelo cano intentando encontrar la voz que parecía haberlo abandonado. No eran ningún secreto las maneras que el alcalde Heller empleaba para descubrir aquello que investigaba. Y, si Rysen estaba ahí, probablemente fuera algo muy serio. Stein había pensado al principio que, como recaudador, vendría en pos de nuevos impuestos. La noticia de los libros fuera de la ley lo había pillado por sorpresa.

—¿Sois vos Herr Stein Rosberk? —le preguntó el recaudador para asegurarse.

—Sí. Sí. Claro, adelante. —La voz temblorosa surgió por fin de su boca—. Buscad cuanto queráis. Aquí no trabajamos con ese tipo de libros. Yo jamás expondría mi buen nombre…

Rysen alzó un enjuto brazo y dio paso a todos los soldados. Se distribuyeron rápido por todos los rincones del taller y arrasaron con todo aquello que se interpuso en su camino. Sin el menor cuidado, comenzaron a tirar columnas enteras de libros al suelo. Abrían un ejemplar tras otro bajo la mirada atenta del recaudador. Stein se mordía el labio inferior y los dientes asomaban a la par que negaba con la cabeza.

Primero accedieron a los que más abundaban, aquellos que se envolvían en sencillas tapas de piel o pergamino. Cuando todos fueron revisados, Rysen les llamó la atención sobre un rincón que los soldados habían descuidado. En el lugar al que se refería el hombre de negro, una mujer, todavía con la aguja en la mano, protegía varias columnas de libros acabados que reposaban dispuestos para ser distribuidos en breve. Las manos irreverentes de los soldados empujaron primero a la mujer con violencia, tirándola al suelo, para después coger los ejemplares y abrirlos al tiempo que se los mostraban al recaudador. Stein acudió con su particular andar renqueante a ayudar a su joven trabajadora, que intentaba contener sus sollozos sin moverse del lugar en el que había caído. A pesar de no ser lo que buscaban, fueron varias las cubiertas arrancadas; los libros cayeron sobre la mesa, desprovistos en su mayor parte de las guarniciones.

Stein empezaba a asfixiarse. Solía ocurrirle que, cuando se ponía nervioso, un calor exacerbado invadía su rostro y, sobre todo, sus delgadas orejas. Se esforzó por disimular la intensa ira, pues sabía que eso solo le traería problemas. Aun así, cuando Rysen volvió hacia él, ya era tarde para esconder su tez completamente encarnada.

—¿Os encontráis bien? —le preguntó como si sospechara algo.

—Sss… Sí —respondió, esforzándose por parecer convincente y rezando para recuperar su palidez habitual.

—¿Estáis seguro? —insistió empequeñeciendo los ojos.

—Estoy bien.

Rolf Rysen cerró la boca y la movió intermitente, al tiempo que abría las aletas de la nariz, como si así esperara olfatear aquello que perseguía. No dejaba de dar instrucciones a los soldados para que revisaran de nuevo las pocas secciones en las que se dividía el taller. Su voz se hacía autoritaria con cada nueva orden, sus ojos se entrecerraban intimidantes. Repetía una y otra vez que no debía quedar ni el más diminuto rincón por reconocer y sus súbditos cumplían obedientes sus palabras, reiniciando el saqueo en lugares por los que ya habían pasado antes. Rysen era el acicate de la agresividad de sus hombres, que continuaban malogrando inútilmente todo lo que tocaban.

Stein creyó percibir una sonrisa en la boca de ese cruel individuo. Estaba disfrutando.

Accedieron al despacho del propietario. Todos los documentos ordenados meticulosamente comenzaron a volar por el aire. Sellos, plumas, cajas y demás objetos que cubrían sus estantes hallaban su destino en el suelo y se rompían con los manotazos de los violentos soldados. Las puertas de los armarios se resquebrajaban por las patadas y los puñetazos, igual que las mesas e incluso unos pocos lienzos que decoraban el lugar.

Cuando no hubo quedado ni un solo hueco por inspeccionar, el recaudador anunció que había llegado el momento de marcharse. Como intentando encubrir el destrozo que habían provocado sin razón aparente, Rysen le soltó una última amenaza y poco le importó si devendría cierta o no, pues infundir temor formaba parte de su tarea:

—Esta no será la última vez que nos veamos.

El recaudador abandonó el taller a la cabeza de la guardia, que le siguió otra vez, callada y maquinalmente. Stein permaneció muy quieto mientras la tropa se marchaba. Cuando la puerta se hubo cerrado, cogió uno de los ejemplares rotos y, en silencio, empezó a recoger las hojas que se esparcían por el suelo. El color grana fue desapareciendo poco a poco de su rostro. Una mueca triste y afectada ocupó su lugar hasta el punto de que el artesano fue incapaz de contener las lágrimas.

El pequeño taller de copistas que dirigía el abad Fremont Watson estaba sumido en el silencio habitual. No eran muchos los monjes que allí había, pues la abadía de Santa Lucía no era de las más conocidas. Estaba situada en Deutz, en la orilla opuesta del río frente a Colonia. Una antigua disputa con un arzobispo de otro tiempo a causa de unas tierras la había alejado del centro neurálgico de la actividad cristiana de la zona, relegándola no solo en lo territorial sino también en lo económico. El abad disponía de muy pocos ingresos para mantener el monasterio y lo que componía aquel territorio.

Los encargos habían disminuido notablemente en los últimos años y, en consecuencia, también los recursos con los que contaba Fremont Watson. El papel y la tinta eran caros, y no siempre podían adquirirse a crédito, a pesar de la benevolencia de algunos comerciantes piadosos.

El último encargo que se había visto obligado a aceptar procedía de un acaudalado mercader que deseaba encandilar a su pretendida con un breviario muy lujoso. Aunque la dama no fuera a entender ni una sola palabra en latín, las tapas de oro con las que mandaría coser esas hojas valdrían más que cualquier joya. Aun así, y pese a todas las monedas que ese mercader poseyera, era bien conocida su dificultad para desprenderse de ellas; la mayoría del presupuesto iría destinado a las joyas de la cubierta, así que el precio que habían acordado resultaba irrisorio. Sin embargo, Watson había aceptado. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Se hallaba dibujando una de las miniaturas con total atención. Su vista ya no era la de antaño y le hacía difícil conseguir una imitación honorable. Quizá el resultado no fuera perfecto, pero no podía pararse a pensar en ello.

Unos gritos inesperados le hicieron salirse de uno de sus trazos. El abad soltó un chasquido molesto y alzó la cabeza. Detuvo su labor y observó con el ceño fruncido a los demás copistas, que acabaron por imitarlo. Esperó a oír otra vez aquel vocerío para asegurarse de que no provenía de su imaginación. Su rostro poseía unas facciones dulces; su cabello corto y castaño aparecía alborotado a pesar de la pulcra tonsura de la coronilla. Watson posó la cánula junto a su tintero y se dirigió a la puerta, pesado. Su vieja figura rechoncha caminaba lenta. Arrastraba los pies y parecía siempre a punto de tropezar con su hábito. Al abrir el portón, un individuo con aspecto de roedor se dirigió a él resuelto y escandaloso:

—¿Sois fray Fremont Watson, el abad de este monasterio?

—El mismo —respondió él, centrando sus ojos redondos y vivos en aquel desconocido—. ¿Quién sois vos? ¿Cómo habéis entrado?

—Me llamo Rolf Rysen, recaudador del ayuntamiento de Colonia, y tenemos órdenes explícitas de nuestro excelentísimo alcalde Heller Overstolz de revisar todos vuestros libros y asegurarnos de que todos ellos entran dentro de los límites de la ley cristiana.

—¿Qué otra ley creéis que me rige?

Rysen se movió inquieto, pasando su peso de una pierna a otra antes de responder:

—Yo solo acato órdenes.

—¿Del arzobispo? —quiso asegurarse.

—No. Ya os he dicho que nos manda el excelentísimo…

—Alcalde Heller Overstolz. Sí, sí, os he oído.

Fray Fremont estaba tranquilo. A pesar de sus dudas sobre la apropiada o inapropiada jurisdicción del político en la abadía, había vivido ya demasiados ultrajes provenientes del arzobispo a lo largo de su vida como para enervarse por algo así. Podían buscar lo que quisieran, no les daría más razones para acusarlo de nada. Se hizo a un lado para franquearles el paso.

—¿Buscáis alguno en concreto?

—Esa información no os incumbe.

—Está bien —respondió el religioso. Volvió a su sitio y retomó su labor.

Mientras los soldados tiraban y desordenaban las columnas de papel, los monjes permanecieron quietos en sus mesas, boquiabiertos. Solo el abad continuó con lo que estaba haciendo, ignorando la presencia de aquellos salvajes. No iba a retrasar más su trabajo.

Poco tardaron en registrar el contenido del taller, tan sobrio y modesto; no contaba con secciones ni habitáculos aparte. Era pequeño y estaba casi vacío, sin apenas muebles ni escondrijos en los que rebuscar.

—¿Solo disponéis de estos pliegos? —preguntó incrédulo Rolf.

—Así es. No gozamos de grandes medios, ya veis.

—¿Y la biblioteca? ¿Dónde la tenéis?

Intentando disimular la rabia que le producía ver repetido en la biblioteca el estropicio que la guardia había llevado a cabo en la sala de copia, el abad se ofreció a acompañarlos. Cuando les pidió que procuraran no destruirla pues no tenían con qué recomponerla, Rysen respondió de la única manera que conocía. Repitió como si fuera un conjuro:

—Solo acato órdenes.

Fray Fremont cruzó la salida a la cabeza de la tropa. Tras recorrer varios pasillos y subir unas escaleras, llegaron a la biblioteca del monasterio. Hileras de estanterías se extendían por las cuatro paredes del lugar. Su visión era penosa. Como si de una boca mellada se tratase, los huecos que se repartían entre los libros exhibían los espacios vacíos que otros dejaran en el pasado. Se habían visto obligados a vender muchos para sobrevivir en épocas de extrema carencia. Ahora solo quedaban los más sencillos, de tapas de cuero medio gastadas, con más valor emocional que intelectual. Aun así, para el abad Fremont Watson aquel era el lugar más valioso de la abadía.

Los soldados se abalanzaron sobre los anaqueles y comenzaron a abrir ejemplares. Se movían impacientes, como aves carroñeras peleando por su sustento. Mostraban siempre a Rysen los que consideraban dudosos antes de descartarlos. El abad permanecía quieto en la puerta, callado y esperando a que terminaran de destruir lo poco que les quedaba. Pensó que debía ser sin duda voluntad de Dios ponerlo a prueba una vez más.

Johann Buchmann soñaba con un mar ancho y azul, apacible. Tumbado en una butaca junto al hogar en la planta superior de la librería, dormía plácidamente la siesta con un libro caído a su lado. La mano que lo había sostenido colgaba inerte justo encima.

De pronto y sin razón aparente, ese espacio hipnótico se fragmentó en mil pedazos. Desconcertado, abrió los ojos y se topó con un individuo al que no conocía de nada. Tras él, una columna de soldados que llegaban hasta las escaleras y más abajo lo miraban ceñudos. Se preguntó si aquella imagen sería una alucinación del propio sueño. Cuando sintió la mano del extraño abofeteándole, se dio cuenta de que la vigilia era dolorosamente real. Pero ¿qué hacían aquellos soldados en su casa? Nada bueno, eso seguro.

Johann dio un respingo en su butaca y se puso en pie al instante. Se frotó los ojos para acabar de despertarse al tiempo que, sumiso, preguntaba:

—¿Qué… en qué puedo ayudaros?

—La puerta estaba abierta —anunció un individuo magro vestido de negro señalando el piso de abajo—. Soy Rolf Rysen. Cumplimos órdenes del alcalde. Debemos registrar todos los libros y asegurarnos de que ninguno infringe la ley.

Johann arrugó el ceño a la vez que su espalda se tensaba. Se esforzó por aparentar calma, sabía que en ese momento era imprescindible que no afloraran los nervios. El crepitar de la leña provocó un sobresalto al extraño hombre de negro, que se movió impaciente esperando la respuesta de Johann.

—Será un placer poder ayudaros. Los libros que vendo están en el piso de abajo. Podéis buscar cuanto gustéis —se apresuró a decir.

Rysen descendió las oscuras escaleras seguido de sus hombres. El ajetreo llegó rápido al piso de abajo, cuando la guardia comenzó a arrasar con todos los ejemplares que llenaban la tienda. A Johann se le encogió el corazón al imaginar el desastre en que podía resultar aquello; páginas y páginas abiertas tiradas en el suelo, manchadas y rotas. Sin embargo, no fue esa la principal causa de su desazón.

Se asomó por las escaleras para asegurarse de que aquellos hombres continuaban absortos en su tarea. Con paso rápido aunque sigiloso, se acercó a un cajón que tenía bajo su mesa en el pequeño espacio que hacía las veces de gabinete y, al abrirlo, el pecho comenzó a palpitarle con tal fuerza que sobrepasaba la túnica. Las manos le temblaban. Sin pensárselo, cogió el libro de los Evangelios que Lorenz le había regalado y lo apretó con ambas manos sobre su torso, como si así pudiera acallar la respiración agitada. Había estado leyéndolo ese mismo día. Había sido poco cauteloso al guardarlo en ese simple cajón en lugar de esconderlo. Alzó la cabeza a un lado y a otro y escrutó todo su alrededor en aquel piso, las estanterías, las mesas, la cama… Volvió a asomarse a las escaleras para comprobar que todavía tenía tiempo suficiente. Evitando al máximo los crujidos de la madera se dirigió a una esquina de su dormitorio. Ahí, junto a la pared, reposaba un pesado arcón herrado. Dejó el libro un instante encima de él y, aferrando con ambas manos el arcón, lo levantó del suelo con gran esfuerzo sin hacer ruido. Paso a paso, fue separándolo de la pared, aguantando la respiración para evitar que por el peso cayera al suelo con el consecuente estruendo. Cuando creyó que el espacio entre la pared y el mueble era suficiente, lo dejó resbalar muy poco a poco por entre sus dedos. Al hacerlo, los salientes de algunos remaches surcaron su piel. Ahogó el dolor y se limpió la sangre con la túnica. A continuación, eligió una de las piedras que componían la pared hasta entonces tapada por el mueble y la extrajo sin apenas esfuerzo. Estaba a punto de coger el libro de encima del arcón cuando una mano de delgadas articulaciones lo atrapó antes que él. Al alzar la mirada se encontró con el mismo hombre que lo había despertado de un manotazo hacía un rato.

—¿Qué tenéis aquí? —preguntó. Abrió las páginas y empezó a hojearlo.

La boca de Johann tembló prieta.

No tardó en ver cómo los labios de aquel hombre comenzaban a pronunciar los Evangelios traducidos al alemán. Cuando este clavó su mirada torcida en él, sintió cómo las tripas se le encogían y le provocaban náuseas.

—¿Cómo osáis? —le espetó el recaudador con una mueca nauseabunda. Su recta nariz se arrugaba formando numerosos pliegues en señal de asco.

Johann relajó su gesto. Siguió mirando a aquel hombre sin responder, en silencio.

La expresión iracunda del recaudador se agravó. En un primer grito atrajo a sus guardias al piso de arriba y en el siguiente hizo que se llevaran al librero consigo. Pese a no oponer resistencia, lo apresaron por los brazos como si del criminal más peligroso se tratara; lo arrastraron por las escaleras golpeándolo contra escalones y paredes, y lo subieron a uno de los carros que esperaban ansiosos en la puerta. Johann se preguntó si aquel sería el mismo trato que había recibido Martin Wahrheit. Con el frío y el miedo incrustados en el cuerpo, supo que todo había terminado.

Cuando el transporte paró frente a la Arresthaus, Johann se arrugó en un estremecimiento. Aquella construcción de piedra era como una tumba colosal. Muy pocos hombres entraban en la prisión y volvían a ver la luz del sol. Arrastrado por dos de los soldados, cruzó la puerta de aquella fortificación y se adentró en el infierno más absoluto. Nada más atravesar el patio de armas, recorrieron el extenso pasillo de teas ardiendo. Quejidos de dolor y voces delirantes llenaron el espacio junto a la humedad opresiva y angustiosa. No había suplicado ni una vez a los guardias, pero aquel ambiente perverso le despertó la posibilidad de hacerlo.

Apenas caminaba por sí solo; los soldados agigantados apresaban sus delgados brazos dejando el resto de su cuerpo balanceándose débil en el aire, como un muñeco de trapo. Llegaron a la sala octogonal y, sin atisbo de duda, se dirigieron a una de las puertas que la cercaban.

Al otro lado, Johann reconoció dos rostros. Uno lo había visto a lo lejos en algunos parlamentos, el otro hacía tan solo un rato.

—Traedlo aquí —ordenó el alcalde Overstolz. Tras escrutar su expresión, se dirigió a Rolf Rysen, justo a su lado—. ¿Es él?

—Sí, excelentísimo. Es él —respondió con ojos aviesos—. Encontramos este ejemplar justo cuando intentaba esconderlo, como un animal asustado. Es igual al que me describisteis.

Johann se irguió en un escalofrío. ¿Cómo había llegado a conocimiento del alcalde ese otro ejemplar? Era una de las copias hechas por su amigo Lorenz. Entonces cayó una vez más en la cuenta de que jamás averiguaron de dónde procedía el encargo que había recibido el orfebre. Quizá lo habían utilizado. Quizá todo había sido una trampa.

—Dejadnos a solas. Solo quiero a uno de vosotros aquí —anunció Heller a los soldados—. Tú también puedes irte —indicó después a Rysen.

Cuando aquellos hombres salieron por la puerta, el alcalde se dirigió a una mesa en la que reposaban una serie de herramientas. Sus manos dudaron un momento antes de coger las tenazas.

—Sentaos, maldito. Me vais a decir de dónde habéis sacado ese libro y de paso… me vais a pagar los agravios que he sufrido.

Johann no opuso resistencia. Se sentó donde el soldado le obligó. Algo en el suelo empapó rápido sus borceguíes y al agachar la cabeza para ver de dónde provenía la humedad descubrió que era sangre de los infelices que lo habían precedido en ese mismo asiento. Sin mentar palabra alguna, esperó su destino.

Ni siquiera intentó alegar algo en su defensa. No hubiera servido de nada. Dedicó un último pensamiento a Martin Wahrheit y rogó a Dios tener fuerza suficiente para no traicionar a nadie antes de morir.