Capítulo 58

El sol incidía en oblicuo sobre las grandes cristaleras amarillentas de la biblioteca del palacio del arzobispo. La primavera explotaba con esplendor, concediendo ya días de descanso al largo invierno cuyo frío, en esas latitudes, duraba más que la estación propiamente dicha. Encima de la mesa de mármol, pequeña y redonda, una bandeja de plata labrada contenía los diferentes elementos que conformaban un suculento ágape: fruta seca, salmón ahumado, pan blanco, mantequilla, leche, confitura… A su lado, colocada en un montón ordenado de legajos, la correspondencia y las informaciones que los secretarios de su excelencia tenían interés en hacerle llegar.

La silueta oronda del arzobispo arremolinaba el aire a su paso por el suelo pulido. Los faldones de su largo atuendo, de seda de Oriente y coronado por unos ribetes de martas del Kurdistán, resbalaban con suavidad de reptil sinuoso. Se sentó en un butacón y empezó a degustar la fruta seca, con una extraña mezcla de deleite y frugalidad. Comía como un pajarillo pero lo hacía constantemente, sin parar. Su voracidad no conocía límites, aunque se escondiese bajo unas maneras atemperadas.

De entre los documentos del día, algo le llamó la atención. Apartó los pliegos lacrados con las cartas que siempre le reclamaban pagos con palabras zalameras y levantó un pequeño libro de flamantes tapas de cuero. Parecía una curiosidad inocente, una humilde novedad de las muchas que los copistas de allende el Sacro Imperio Romano Germánico le enviaban para que otorgase su visto bueno. Empezó a hojearlo con interés inocuo, como quien comienza a leer las fábulas de Esopo.

De repente, el pulso se le aceleró y de sus ojos empezó a destilar algo parecido a la rabia si es que tan alta dignidad se permitía tales concesiones. El libro contenía una edición traducida al alemán de los Evangelios, algo nunca visto hasta entonces. Ciertamente era una petición a menudo reclamada por muchos de los críticos con la oficialidad romana, pero jamás nadie la había llevado a cabo con éxito. Solo de un caso tenía noticia, allá en las islas del oeste, aunque el culpable no quedaba vivo para contarlo. Dejó el libro en la mesa, contuvo la furia y rebuscó entre los papeles. Recordaba haber dejado de lado la carta de la que iba acompañada el volumen; su rápida lectura le confirmó que se trataba de un breve anónimo de denuncia. Los documentos que se amontonaban sobre la mesa resbalaron al suelo en un desorden exasperante.

Airado, el más alto dignatario eclesiástico del Imperio estiró con fuerza un cabo de cuerda que colgaba junto a la butaca. El canónigo que en el palacio hacía las funciones de asistente personal llegó raudo y esperó a que el arzobispo se dirigiera a él. Algo ocurría: su excelencia jamás toleraba intromisiones cuando estaba comiendo. Miró la bandeja y apenas había tocado los higos de Siria, los primeros cada día en desaparecer. Sostenía un pequeño libro entre las manos y lo miraba ensimismado como si estuviera muy lejos de allí.

Su voz tronó en la amplia estancia del palacio.

—Que venga el alcalde. Rápido.

Heller Overstolz avanzaba de mal humor conducido por un lacayo vestido de uniforme. Lo habían arrancado de una audiencia sin más explicaciones que la urgencia de la petición del arzobispo. Ahora debería adecuar el resto del día a aquella nueva injerencia de la Iglesia en su gestión. Esas intervenciones solían significar quebraderos de cabeza; las toleraba porque no le quedaba más remedio. Se consolaba al pensar en que llegaría el día en que no necesitaría hacer caso a los caprichos del arzobispo, pero ese día aún quedaba lejos.

Heller fue anunciado por el criado, que abrió unas grandes puertas mientras él esperaba fuera. Sin dilación, con un gesto sutil, el criado se retiró un ápice y le franqueó la entrada. Cuando el bürgermeister hubo entrado, cerró las grandes hojas de madera labradas y adornadas con oro. El arzobispo enarcó ligeramente las cejas al verlo.

Heller avanzó decidido. Pero su ímpetu se fue diluyendo al percatarse de la mirada dura y reconcentrada del príncipe elector, el gran Dieter von Morse, arzobispo de Colonia. Cerca ya de él, un libro, girando en el aire, cayó plano contra el suelo bruñido; el estruendo sonó a espadazo en el agua. Le llegó resbalando hasta golpear con suavidad sus pies enfundados en unos zapatos puntiagudos de piel marrón. Lanzó una última mirada de desconcierto al arzobispo antes de agacharse a recogerlo. Cuando abrió la boca para iniciar el saludo preceptivo, la voz del arzobispo lo interrumpió, cortante:

—¿Acaso eres tú Heller Overstolz, el alcalde de la ciudad? ¿Acaso eres tú el responsable de la seguridad de Colonia, ciudad libre? —Su voz tronó por toda la estancia.

Confundido, la respuesta del político sonó débil, como pendiente de un hilo:

—S… Sí. Yo…

—Ah, no. Creo que no. Tú eres simplemente un burócrata redomado y estúpido, que está tan ciego volcado en sus propios intereses que no es capaz de ver más allá de sus narices —siguió el arzobispo con un tono de voz desafiante.

Heller iba a replicar que él no era ningún burócrata y que tomaba sus propias decisiones, aunque finalmente calló. No permitía que nadie le hablara así, pero algo grave debía pasar. Cuando se solucionase, quizá tomaría represalias. Mientras tanto pensó que era más sensato esperar.

—¿No respondes? ¿Acaso debo ser yo quien haga tu trabajo? —insistió el religioso—. ¿Sabes qué es eso que sostienes entre las manos?

Desde que se dedicaba a la política, la experiencia le había enseñado a no quedarse nunca callado, pero esta vez, Dieter von Morse le tenía aturdido. No acertaba a enlazar las palabras adecuadas.

—Un libro.

—Un libro, un libro —se burló—. ¿No sabes nada más? ¿Has visto qué contiene?

Heller lo abrió y siguió varias líneas con los ojos.

—Parecen los Evangelios —acertó a decir.

—Efectivamente, pero ¿no te parece raro que los entiendas?

—¿Por qué no los habría de entender? Están escritos en nuestra lengua… —La reflexión se congeló en los labios del alcalde. Atendió entonces a ese pequeño detalle.

—Por todos los santos, ¿comprendes lo que podría pasar si esto llegara a convertirse en un libro popular, leído por todo el que lo deseara? Se creerían capaces de ser ellos mismos, esos estúpidos, los que buscaran a Dios… No necesitarían intermediarios, llegaría la confusión y consecuentemente la Iglesia perdería fuerza. Eso sería un caos. ¡Un caos! —bramó—. Nosotros somos los únicos capacitados para entender y amplificar la palabra de Dios. ¡Nosotros! —Se golpeó el pecho con rabia.

El alcalde miraba con cierto aire contenido. A pesar de la grandilocuencia distinguía a la perfección los temores del arzobispo. Heller pensaba cuán poco le importaban a él, un político, los privilegios de la Iglesia, la perpetuación de las circunstancias que la convertían en el principal órgano de poder en la sombra y no tan en la sombra. Precisamente a él, que pugnaba por desvincular de lo eclesiástico el aparato administrativo que representaba. El religioso pareció leer sus pensamientos.

—Pero ten por seguro que, si yo caigo, arrastraré a varios conmigo. No dejaré piedra sobre piedra en esta ciudad. Colonia soy yo, por mucho emperador Segismundo y por mucho papa Eugenio que se me ponga por delante —sentenció el príncipe elector.

—Entiendo. Dejadlo de mi cuenta, excelentísimo y reverendísimo señor arzobispo.

—No entiendes nada, Heller —matizó con desdén—. Ya estaba de tu cuenta desde el principio. Si no actúas, sabrás hasta dónde llega el largo brazo de la Santa Iglesia católica.

Y con un gesto de la mano ordenó al alcalde que se retirara.

El ademán bastó para que comprendiera el titular del ayuntamiento que la conversación había acabado. Agachó la cabeza a modo de despedida, pero, también en un gesto que compendiaba sus sentimientos, empezó a caminar hacia atrás, hasta que la puerta se abrió a su espalda y desapareció. El arzobispo, con la mirada diluida entre las aguas que formaban los vidrios translúcidos que separaban la biblioteca del jardín, echó mano de un buen puñado de higos secos. Los fue introduciendo en su boca, carnosa y rosácea, masticando concienzudamente cada uno de los pequeños frutos.

El canónigo que hacía las veces de asistente personal volvió a entrar. Inmutable, el arzobispo continuó llevándose la fruta seca a la boca, despacio pero con un ritmo constante. El asistente pensó que se había equivocado, que la señal de llamada que escuchó no había existido en realidad. Pero aguantó impertérrito. Al fin, el arzobispo habló sin cambiar de postura; tan solo sus labios se movían:

—Llamad a Nikolas Fischer. Lo recibiré a la caída de la tarde.

Heller salió del palacio arzobispal con un desagradable sabor a bilis en la boca. No toleraba que lo tratasen con desdén y el arzobispo incluso se había atrevido a insultarlo. Sin embargo, por el momento no podía permitirse ninguna venganza; al menos no contra quien él más deseaba. Entendió que su única salida era dirigir todo su rencor hacia el responsable de aquella delicada situación. Averiguaría de quién se trataba y entonces se cobraría con creces el agravio.

Recordó el favor concedido a Nikolas hacía unos meses. Sabía de sus asuntos extraños con libros clandestinos, que él creía inocentes o, cuando menos, destinados al regocijo de muchos hombres poderosos. La duda asaltó entonces la conciencia despierta y ávida de sangre de Heller Overstolz. Había cometido un grave error, contraviniendo una de las máximas que le habían ayudado a llegar a donde estaba: no fiarse nunca de nadie. ¿Era posible que Nikolas Fischer, su cómplice en diversos asuntos poco claros, se hubiera atrevido a transgredir las normas más estrictas de la Iglesia? ¿Era posible que lo hubiera hecho a sus espaldas y aprovechándose de su buena fe? Si era así, lo averiguaría.

Se dirigió al Rathaus y se rodeó de un grupo formado por los mejores soldados de su guardia, la mayoría de los cuales con suficientes nociones para saber leer. Los pasos rítmicos y metálicos de las botas de los soldados chocando contra el suelo húmedo de la ciudad resonaban tras el alcalde. Toda Colonia supo en ese momento que un peligro se cernía sobre sus cabezas. Aún no se conocía el delito, pero en aquel día de abril, pronto alguien confesaría, arrepentido.

En el obrador de Nikolas Fischer, como siempre, reinaba el silencio apenas roto por algún chisporroteo de las velas y el sonido de los cálamos resbalando por el papel; se habría podido distinguir el zumbido de una mosca. Así que cuando escucharon los golpes en la puerta, hacía ya rato que todos sabían de quién se trataba. Los copistas miraban expectantes a Nikolas, sentado en su amplia mesa en el ábside de la nave, habríase dicho que esperando la interrupción. Tres nuevos golpes secos sonaron violentos. Nikolas dejó la pluma sobre el escritorio y señaló con una fina vara la página del libro abierto en el atril. Lo cerró e hizo un gesto a Helmuth para indicarle que él se ocupaba; se levantó y caminó con pausa hacia la puerta. Cuando la abrió, Heller lo miró directamente a los ojos. Notó su ira clavada en él como un dardo envenenado.

—No pareces sorprendido… —inició el alcalde, una vez dentro de la amplia estancia.

—Me alegro de tener el placer de recibiros en nuestro humilde lugar de trabajo. Todo el mundo es bienvenido aquí y la vuestra es siempre una grata compañía —respondió calmado.

Nikolas se percató de que Heller lo miraba de escorzo. Se permitió disfrutar un poco en secreto de la irritación que asolaba el gesto del alcalde.

—El arzobispo ha recibido una denuncia sobre la presencia de un libro harto peligroso circulando por Colonia. Tú tratas con libros de ese tipo —denunció sin bajar la voz—. ¿Qué sabes?

Nikolas se fingió un punto sobrecogido y arguyó sutil:

—Bajad la voz, por favor. Mis libros… especiales son conocidos por el arzobispo. No se va a alarmar por ellos a estas alturas.

—Pues este sí que lo ha alarmado. Y con razón. ¿Dónde están? ¿Dónde los guardas? No intentes engañarme. —Alzó un dedo amenazante, acercándolo a la cara del copista, que no se apartó.

—Mis libros siempre son bajo encargo. Y no entrañan peligro alguno.

—No te creo.

Nikolas comprendió enseguida que con palabras no se iba a resolver aquella situación.

—Entonces, ¿qué puedo hacer yo? Nunca os traicionaría. Gracias a vos, soy lo que soy —mintió—. Pero si no confiáis en mí… ¡Herr Gebel! —gritó—, acompaña a estos hombres y que registren lo que deseen.

Helmuth observaba en la distancia la situación, de pie, dirigiendo sus ojos a uno y a otro. Cuando escuchó su apellido, se sobresaltó. El capataz se acercó hasta su jefe. Luego miró al pelotón y cuando el primer oficial inició el paso se colocó ante ellos, inseguro. Alguna risilla afloró en la cara de sus subordinados, pero fue fugaz: todos comprendían la amenaza que se abatía sobre ellos. La caída en desgracia de un obrador ante la autoridad municipal significaba hambre para todos.

Por entre las mesas, los soldados cogían los libros que los escribas tenían desperdigados y hojeaban entre sus páginas, buscando escondrijos, desconfiando incluso de que no ocultaran alguno más pequeño en su interior. Se dividieron en dos grupos: los que se quedaron con los trabajadores y los que registraban las mesas y estanterías centrales que hacían las veces de almacén de material. Comenzaron a caer cuadernillos y objetos por el suelo.

—¿Qué pretendéis localizar, exactamente? —preguntó Nikolas—. Quizá podamos ahorrar tiempo y dinero si concretamos la búsqueda. Sobre todo dinero.

—Ellos ya saben lo que buscan —respondió el alcalde sin devolverle la mirada—: un libro pequeño, de tapas de cuero fino y flexible. Pero tienen orden de no pasar nada por alto.

—Pues dejad de preocuparos, porque ese tipo de libros no son habituales aquí.

En la sala, ante ellos, el espectáculo de la destrucción proseguía. Los tinteros rebotaban en las losas y esparcían su oscuro contenido al romperse en mil pedazos. Las plumas se despuntaban al caer y los pliegos perdían hojas, que caían mecidas por los resuellos agrios de los soldados. Los aprendices no se atrevían siquiera a levantar la vista; los oficiales sí, dispuestos a protestar mientras miraban a Nikolas. Esperaban una palabra suya, pero se contenían al percibir la negativa en los ojos del maestro. En cuanto terminaron con su cometido, los soldados que habían registrado el almacén central bajo la mirada irritada de Helmuth ayudaron al resto de sus compañeros a hurgar entre las ropas de los trabajadores. Quien se mostraba reticente a colaborar recibía aviso en forma de algún gesto violento, simple y eficaz advertencia de algo peor.

Nikolas contemplaba aquello un tanto entristecido. Le vaciaba el estómago; era como contemplar las miserias de la incultura del ciego poder. Pronto se dirigió a Heller para aclarar las dudas sobre su persona.

—¿Alguien me ha acusado? Os juro que yo… —Iba a continuar cuando el alcalde le interrumpió.

—Nadie te acusa de nada. Pero, por si no lo recuerdas, fuiste tú el que me pidió permiso para introducir una carga anónima en Colonia. ¿Quién me dice que no fueron libros imprudentes lo que introdujiste?

—Te lo digo yo, Heller. —Nikolas se atrevió a tutearlo por primera vez—. No había ningún libro en los cargamentos recibidos. Tienes mi palabra. El nuestro no es un comercio a gran escala. Siempre nos hemos centrado en la calidad por encima de la cantidad. Suministramos a las élites, no a la chusma… —argumentó el copista, utilizando el mismo desprecio que en alguna ocasión había oído en boca de la autoridad municipal.

El que parecía estar al mando del destacamento se presentó ante el alcalde sin cuidar de no interrumpir a Nikolas. Su frialdad era total y la entrega a su jefe, ciega. El copista pensó al contemplar la mirada deshumanizada de aquel esbirro que, si se lo pidiesen, no dudaría en clavar su afilado puñal en el corazón de cualquiera de los presentes, incluido él mismo. Y luego, como un último ultraje, limpiarlo en las ropas del caído.

—No hemos encontrado nada, excelentísimo.

El alcalde mantenía sus ojos centrados en el maestro copista, que había dejado su discurso a la mitad.

—Necesito algo, Nikolas. No me iré con las manos vacías. Dime lo que sabes —pronunció firme.

La mirada del político persistía helada. Nikolas recordó la imagen del reo, en la Arresthaus. Un grito desgarrador acudió a su mente y se aupó a su garganta, atenazándola con firmeza.

—Buscas un ejemplar que nosotros no hemos copiado. En Colonia hay más personas que se dedican a la manufactura y al comercio de libros. Además, los mayores problemas los tiene la Iglesia con su propia gente. ¿Para qué quiero yo problemas? Las cosas me van bien, tú lo sabes.

—Todos queremos más, Nikolas.

—Indaga en la ciudad, en las bibliotecas, los monasterios, los encuadernadores, los libreros… Busca ahí. Entre ellos debe estar el culpable. Aquí no hallarás nada.

Heller Overstolz calló. Su primera decisión había sido un fracaso. Pensó que no era oportuno cerrar más la soga alrededor del cuello de Nikolas Fischer, aunque no acababa de estar seguro de su total inocencia, o al menos de su ignorancia. Era demasiado listo y demasiado poderoso; nada se publicaba en Colonia sin que él lo supiera.

—Está bien, Nikolas. Creo que eso sí te lo debo. Buscaré entre el resto de sospechosos, pero no creas que estás a salvo —advirtió—. Si no encuentro lo que busco, regresaré. Y entonces tendrás que persuadirme de tu inocencia. Hoy solo me has convencido de posponer mis sospechas, nada más.

De nuevo, el grito desgarrador del torturado aulló fuerte en la mente de Nikolas. El conflicto en manos del alcalde tenía todo el aspecto de requerir un desenlace contundente. Le recordó su marcha de al-Ándalus, cuando la vuelta atrás no era ya posible. El curso de algunas vidas se decidía en hechos puntuales, inesperados. Por su cabeza cruzaron las imágenes de su hijo, Ilse, Ava, su lujosa casa, sus posesiones… Luego solo quedó el vacío. Los pasos acompasados de los soldados se alejaron y el obrador quedó asolado. Costaría superar aquel rastro de destrucción.