Lorenz terminó el encargo justo a tiempo para el primero de abril. Todo había salido a la perfección, a pesar de la tensión y los nervios que lo acompañaron durante el trabajo. A menudo se sorprendía pensando que hacer copias de una traducción de los Evangelios era como anunciar que deseaba arder en la hoguera. Trataba de aparentar calma ante Erika y Olga, pero muchas noches dormía mal y el resto del día lo pasaba más taciturno de lo habitual, incluso irritable. Le salvó el apoyo de Olga, la paciencia cariñosa de Erika y el entusiasmo de Johann.
La amistad entre ambos hombres se había estrechado aún más en las últimas semanas. Había ciertos temores que no podía o no quería comentar con Olga o Erika. Y tenía necesidad de que alguien de la reputación del librero le reafirmara en sus pasos. Precisamente esa noche, días después de la entrega, le había invitado a cenar. La excusa era celebrar que todo había ido estupendamente. Tenía también preparado para Johann un regalo muy especial que a buen seguro le encantaría, pese a que conllevaba cierta dosis de peligro, cual si estuviese impregnado de un veneno invisible.
Mientras ayudaba a las mujeres con los preparativos, rememoró aquella mañana en la que, semanas atrás, había acudido a Johann tras una noche de poco sueño. Lo halló en la parte posterior de la librería, sentado frente a una pequeña mesa, con sus inevitables anteojos, encorvado bajo una tenue luz natural y repasando concienzudamente unos libros.
—Son ejemplares que me ha vendido un estudiante cansado de estudiar medicina y necesitado de dinero para irse a conocer el mundo. Está claro que lo suyo no era estudiar, ¡porque están prácticamente intactos! —rio Johann.
Estiró la mano para saludar a Lorenz y, al ver el rostro serio y expectante del orfebre, comprendió enseguida qué le preocupaba.
—¿Es por el libro de los Evangelios? —le preguntó en tono confidencial. Su sola mención producía miedo. Incluso resguardados allí dentro, a salvo de oídos curiosos.
—Sí.
Lorenz suspiró.
—Sí, y no. No sé, Johann… No dejo de pensar en si estoy haciendo lo correcto.
El librero le alcanzó un taburete, señalándole que se sentara. En cuanto lo hizo, comenzó a hablar:
—Verás, Lorenz —se quitó los lentes—, como ya te expliqué, la propuesta que te han hecho es muy valiente. ¡Noble, sin duda!, pero muy…
—Arriesgada, ya me doy cuenta. Y quizá por eso me viene a la mente lo que le hicieron al padre Martin —prosiguió Lorenz—. A él, por mucho menos, lo mataron en la hoguera. ¿Qué pasará si me descubren? Estoy convencido de que lo torturaron para sonsacarle. ¿Y yo? Yo no tengo la fuerza ni la fe suficientes; me da pánico que pudiera acabar confesando que mi propia hija y Olga me han ayudado. Que incluso tú lo sabes. —Los ojos de Lorenz se entristecían por momentos—. Tengo miedo. Peor aún, siento auténtico terror al pensar que por mi culpa podrían acabar sufriendo mis seres más queridos, ¿entiendes?
Johann asintió comprensivo.
—Es un temor normal, Lorenz. También yo lo padecería si estuviera en tu lugar. —Se frotó nervioso la barbilla—. Si te sirve de algo, hablé en privado con varios conocidos de máxima confianza y ninguno sabía nada del anterior encargo, el de Aristóteles. Les he rogado que, de manera muy discreta, traten de averiguar de qué lugar te están llegando estos pedidos.
—¿Crees que puede ser de alguna ciudad cercana? ¿Quizá Maguncia? ¿O Bonn?
Johann meditó unos momentos antes de contestar:
—Querido amigo, confío en que Yago pueda indagar más; gracias a sus contactos y sus viajes, quizá consiga saber algo. Es perfectamente posible que se trate de alguien de bastante lejos, pues sería una forma de protegerte. Si se descubriese el libro en otra ciudad, tú estarías a salvo. Al menos a mí es lo que me dicta la lógica.
Lorenz cabeceó.
—Sí, tiene sentido… Eso explicaría también que el punto de encuentro sea siempre un lazareto; un lugar denostado y extramuros de la ciudad.
—Bien, pero no nos desviemos de la cuestión que nos ocupaba. —Alzando los ojos en un intento por recordar, preguntó—: ¿Por qué crees que debes entregar esas copias si temes que pueda traerte peligro? No te he oído decir que no lo vayas a hacer, a pesar de todo.
Lorenz apoyó las manos sobre las rodillas y estiró los brazos al tiempo que tomaba aire.
—No te voy a negar que la cantidad de florines que acompaña al encargo es golosa, realmente necesito el dinero.
—Sé que no aceptarías solo por eso —le interrumpió el librero, condescendiente.
Lorenz negó con la cabeza.
—Por supuesto, el dinero solo es necesario para comer y vestirse, ya sabes. Se trata de otra cosa.
Guardó silencio con la mirada abstraída. De pronto, pareció despertarse y prosiguió:
—Era el sueño de Martin, ¿recuerdas? Me parecía un deseo bonito; no he acabado de entenderlo hasta que he tenido esos textos en mis manos. Los he leído, Johann, y te puedo asegurar que leer los Evangelios en mi propia lengua ha sido una experiencia maravillosa. Fue como si hubiera establecido un diálogo directo con Dios, como si los evangelistas estuvieran sentados a mi lado explicándome la historia de Cristo. Quiero enseñarte algo.
Se levantó de su asiento para rebuscar entre sus ropas. Sacó un pequeño pliego de papel y se volvió a sentar.
—Mira aquí —dijo, señalando con el dedo—, es este versículo.
Johann se agachó apenas y leyó en voz alta:
—«… la verdad os hará libres». Sí, lo conozco.
Los ojos de Lorenz estaban ligeramente empañados en lágrimas.
—¿No te das cuenta, Johann? Ese es el motivo; por eso es por lo que merece la pena hacer este libro y todos los del mundo. Estoy cada vez más convencido de que la máquina necesitaba ser inventada; yo solo he sido el canalizador de esa necesidad. Un mundo lleno de libros, ¡de todo tipo y en cualquier lugar! Ese es el mundo que quiero para mi hija: un mundo donde la verdad esté al alcance de todos.
El librero miró con cariño al orfebre. Por sus palabras deducía que no había venido a pedirle consejo sobre qué hacer: al contrario, lo tenía muy claro. Simplemente había acudido a un amigo con el que desahogar sus cuitas. Tras las encendidas palabras de Lorenz latía brioso el corazón de un hombre implicado, un hombre comprometido con la libertad. Quizá más incluso que cualquiera de los que conocía. Le vino a la mente otro versículo de la Biblia: «Los últimos serán los primeros».
Siguieron hablando, aunque ya de otros temas más relajados. No aceptó Lorenz la invitación del librero a un vaso de su schnapps ni de otra bebida, puesto que le esperaba trabajo por delante.
—¿Me lo enseñarás cuando hayas terminado? —le preguntó Johann no sin cierta melancolía.
—Haré más que eso —sonrió Lorenz—, te invitaré a comer en casa con nosotros y lo celebraremos todos juntos. Ya sabes que eres bienvenido. Erika y Olga también estarán encantadas de verte. Ambas te tienen ya mucho cariño.
—Gracias, Lorenz.
—A ti, Johann.
Estaban dándose un fuerte apretón de manos cuando un cliente entró en la librería. Instantes después, la silueta de Lorenz pasó por uno de los ventanucos y luego desapareció. La luz de la ciudad entró sesgada y blanquecina por esa pequeña ventana.
Copiar un manuscrito doscientas veces exigió mucho tiempo. Durante las restantes semanas de trabajo, Johann, atendiendo a los deseos de Lorenz y, sobre todo, a su irrefrenable curiosidad, había acudido en más de una ocasión a visitarlo. Siempre con algún presente, como una jarra de vino, un pescado o un colgante para Erika. El orfebre atendía con gusto a su invitado y aprovechaba para hacer un descanso. El librero no cesaba de mostrar su entusiasmo por la calidad de las copias resultantes y por el libro en sí, el cual inevitablemente hojeaba durante largos ratos, como si lo estuviera leyendo por partes. Cercano ya el día de la entrega, le sugirió a Lorenz si podría consultar a su misterioso mecenas el precio de uno de esos ejemplares a fin de adquirirlo para su colección privada.
—No creo que quien acuda a los encuentros sea quien hace el encargo, sino alguien mandado por él. Pero, descuida, lo intentaré.
Johann hizo chasquear la lengua. Asintió apesadumbrado. Probablemente, Lorenz tenía razón.
—¿Tanto te interesa tener un ejemplar? ¿A pesar de los riesgos? —le preguntó el orfebre.
—Soy librero, ¿recuerdas? —contestó divertido—. Es mi trabajo.
Lorenz sonrió. En el caso de Johann Buchmann, oficio y pasión se confundían en un único motivo. Claro que lo estaba deseando. Se obligó mentalmente a buscar una solución para complacer a su amigo, aunque no le dijo nada.
—Además —Johann continuó hablando—, está tu preciosa «dedicatoria» encubierta, un motivo más para querer uno de esos ejemplares…
Johann se refería a la frase que había incluido Lorenz justo al final de la primera página, no muy lejos del título. Allí, en el lugar donde habitualmente se escribiría el nombre del copista o del obrador de procedencia, Lorenz había reproducido un versículo. Como la cautela debía dominar todo el trabajo, y puesto que no podía consultar con su mecenas la inclusión de una mención directa al padre Martin, había ingeniado algo distinto. El versículo elegido era el treinta y dos del capítulo ocho del Evangelio según san Juan: «(…) und werdet die Wahrheit erkennen, und die Wahrheit wird euch frei machen».[2]
El apellido del padre Martin aparecía con su significado; por eso este versículo le pareció el más idóneo. Quiso que la referencia fuera mayor, así que pensó en hacer resaltar de alguna manera la palabra «Wahrheit». Para ello decidió fundir unos cuantos caracteres especiales con un nuevo diseño, imitando la escritura oblicua que había aprendido en su infancia. De esa manera, resaltaba de forma clara por contraste con la letra gótica que componía el resto del texto. Y supo que había acertado cuando vio los ojos emocionados de Johann al leer esa frase: no hizo falta decirle nada, entendió perfectamente cuál era la intención.
—Quien no haya conocido al padre y no haya sabido de su destino no lo captará —le comentó un tanto apenado el librero.
—No importa. Aun así quedará el mensaje, su mensaje y lo que a mí me ha conducido a trabajar en este libro. ¿Crees que molestará a quien hizo el encargo?
—Apuesto a que no. —Johann negó moviendo la cabeza con tal contundencia que el resultado fue casi cómico.
Consiguió arrancar a Lorenz una sonrisa triste. Pero una sonrisa al fin y al cabo.
La entrega había sido casi un calco de la anterior. De nuevo un carro misterioso, seis individuos e infinito silencio. Lorenz se deshizo en el último momento del nudo en su garganta para preguntar en voz alta si se encargarían de vender algunos ejemplares a colonienses interesados. El jefe ni siquiera volvió la cabeza hacia él; fustigó al caballo y desapareció tras el brillo solitario de su anillo. En las manos del orfebre quedaron el dinero prometido y otra misiva en la que se le informaba de que pronto recibiría otro encargo. No le pareció mal la espera, agotados como estaban después de tres meses de trabajo ininterrumpido. Los florines cobrados le permitirían vivir con tranquilidad durante una temporada y tenía ganas de disfrutar de la compañía de Olga y de su hija. También ellas se merecían un descanso.
—¿Qué os parece —comenzó a decirles a la mañana siguiente de la entrega— si celebramos en casa el final de las doscientas copias? Uno de estos días podríamos comprar un buen trozo de carne y cerveza, e invitar a algún amigo, como Johann…
Olga sonrió.
—Tienes ganas de dárselo ya, ¿verdad?
Lorenz se ruborizó:
—No tendría paciencia para esperar a su cumpleaños.
Olga se acercó y le dio un sonoro beso en la mejilla. Le rodeó el cuello con sus brazos en un gesto de afecto que turbó un poco a Lorenz, ya que se hallaba presente Erika. La hija apartó la mirada pero sonreía. Había superado su recelo inicial y Olga se había convertido en una especie de cómplice de su amor epistolar.
Las cartas no habían cesado y cada vez eran más encendidas. Olga le había dicho que, a cambio de un par de florines, la hechicera no presentó inconveniente en anular su conjuro, y Erika se lo agradeció con lágrimas en los ojos. Las misivas eran como diarios de sus propias peripecias. Era como si A. F. la observara, e incluso la espiara, pero su manera de explicarse era tan dulce, tan respetuosa y tan amorosa, que Erika no pudo sentir en ningún momento suspicacia alguna. Su pretendiente aludía de forma velada a un complejo que lo atenazaba: por lo visto tenía dificultades a la hora de hablar. Pero eso no le importaba a Erika; lejos de afear a su amado, le daba un aire de vulnerabilidad que la enternecía: en cuanto lo tuviera delante le daría el abrazo más cariñoso del mundo, se repetía una y otra vez.
Las peticiones de Erika no cayeron en saco roto. En una de sus misivas, el chico le anunció que pronto se verían en persona. Solo le suplicaba un poco más de paciencia. A partir de entonces, podrían estar juntos. Siempre.
Con las mejillas encendidas y el pulso inquieto, le enseñó la carta a Olga, sonriendo de felicidad. La abrazó y le deseó lo mejor. Ambas lloraron.
Erika no percibió la desoladora tristeza que apareció en los ojos claros de Olga. Achacó sus lágrimas únicamente a la emoción del momento, pero durante ese día y los siguientes, su amiga y confidente caminó como si fuera un fantasma arrastrando la más pesada de las cadenas. Lorenz notó algo, pero, inmerso como estaba en la dicha por haber logrado su propósito, lo achacó al cansancio y no le prestó mayor atención.
Johann acudió a la cena llevando consigo una jarra de vino y una generosa hogaza de pan tierno. Olga y Erika se habían vestido con sus mejores ropas, no tanto para recibir al librero sino por complacer a Lorenz, ansioso por la celebración. Habiendo transcurrido casi una semana de la entrega, su misterioso mecenas no le había hecho llegar queja alguna, por lo que daba por sentado que todo había quedado a su gusto.
Lorenz preguntó a Johann si contaba con alguna obra peligrosa entre sus últimas adquisiciones, cosa que hizo que el librero mirase a un lado y a otro disimuladamente mientras le contestaba. Divertido por la situación, Lorenz siguió con el interrogatorio y prolongó el momento de descubrir el motivo por el que lo había invitado esa noche.
Erika y Olga eran cómplices descaradas. Conocían la intención de Lorenz y mantuvieron sus labios sellados. Disimulaban sus sonrisas cada vez que el librero bajaba el tono para hablar de títulos comprometedores o manifestar alguna opinión poco ortodoxa.
Cuando el librero sacó a relucir la pregunta de si había consultado lo de comprar una de las copias. Lorenz hizo un gesto ya ensayado y Olga sacó un paquete de un arcón, paquete que pasó a Erika, esta a Lorenz y el orfebre, ceremonioso, a su amigo.
—Olvídate del cliente y sus misterios; me limité a realizar una copia más. Esta es la doscientos uno. Exclusiva para ti, Johann.
Lo recibió con tanta alegría que en ese momento bien se podían haber ahorrado candiles y velas: la dicha del librero bastaba para dar luz a la estancia.
Mientras todos comían y conversaban alegremente, Johann, en su interior, no pudo borrar una duda recurrente. La única que se coló en esa deliciosa velada: a pesar de sus gestiones, todavía no sabía de dónde procedían los encargos. Ni tan siquiera de qué ciudad. Con el libro en el regazo, bien sujeto, trató de espantar toda angustia. Silenció sus preocupaciones, brindó junto a sus amigos y, aun a sabiendas de que algo se le escapaba, sonrió mostrando los dientes.
En cierto momento de la sobremesa, el librero fue el único que se percató de la mirada extraviada de Olga. Los ojos de la joven se posaron repentinamente sobre los suyos, suplicándole que hiciera como si no hubiera visto nada. Incapaz de enturbiar el festejo, Johann asintió de modo casi imperceptible. Miró de reojo a la chimenea. Las brasas lucían ardientes y, a pesar de ello, se estremeció.