La niebla apenas permitía al insigne copista ver más allá de sus manos. Mientras una se aferraba a un candil, la otra se movía en el aire, de un lado a otro, dejándose rozar por el tacto húmedo de la condensación, como si eso fuera suficiente para avanzar.
Pero había algo más que transformaba la niebla en algo sólido. El olor se alzaba como un peso y le daba una consistencia firme. Los infinitos pozos negros que se filtraban hasta el cauce y la impresión de que la corriente se llevaba todo lo malo convertían al río en el depositario de las heces, de todo aquello que estuviera podrido en la ciudad. Y el majestuoso Rin se vengaba devolviendo al aire su pestilencia.
Eran muchos los barcos que se hallaban fondeados en el puerto de Colonia, aunque solo la punta de los mástiles consiguiera percibirse en determinados momentos, cuando alguna ráfaga de aire podrido apartaba la densa blancura de aquella noche del mes de febrero.
Nikolas esperaba ansioso la embarcación que pronto atracaría; transportaba un envío que había preparado con gran trabajo y esmero. Se detuvo a escuchar con cierta melancolía el suave discurrir del río recordando las veces que lo había navegado por un motivo u otro. Sin saber muy bien por qué, le vino la imagen de su abuela paterna. Había muerto cuando él era solo un niño, pero todavía se acordaba de algunos de sus cuentos, muchos de ellos protagonizados por ese torrente infinito. Como aquel que hablaba de las hijas del Rin Padre y su tesoro escondido en el lecho fluvial. Cuántas veces había escrutado con sus ojos aquellas aguas tratando de encontrarlo. Ahora tenía su propio tesoro, o al menos estaba a punto de descubrirlo; al final había resultado que no se hallaba en el fondo sino que se deslizaba por su superficie.
En aquel amarradero algo apartado del puerto no había nadie más que él, Alonso y algunos de sus hombres, fieles y silenciosos, ateridos, junto a unos pocos estibadores. Ninguna autoridad que vigilara las mercancías ni hiciera preguntas; soldados y administradores permanecerían en sus puestos sin ni tan siquiera acercarse a ellos. Heller había cumplido su palabra.
El sonido de las aguas que arrastraba el navío que esperaban puso en alerta a Nikolas. En su cubierta, los marineros se movían de proa a popa. Recogieron velas y sujetaron el timón para acercarse al dique. Cuando hubieron atracado, la tripulación bajó del barco dispuesta a disfrutar de la noche coloniense. Nikolas dio la orden a sus hombres para que trasladaran a sus carros —un total de cinco robustos carromatos de dos ejes dispuestos en hilera— los bultos que debían descargar. Las cajas eran tremendamente pesadas y, cuanto más rápido se hiciera todo, mejor. Pese a la connivencia de las autoridades, Nikolas no deseaba preguntas.
—Empezaremos por este e iremos llenándolos uno a uno repartiendo la carga entre todos ellos.
La voz gutural de Alonso se hizo audible para coordinar a los suyos. En su deambular, los estibadores se detenían a observar fisgones a aquellos individuos cubiertos por oscuras túnicas y capuchas que escondían sus pálidos rostros entre las sombras.
Ya con las primeras cajas de madera en el suelo, los hombres de Nikolas comenzaron a moverse ajetreados, como hormigas inquietas buscando el sustento para el próximo invierno. A través de la niebla, la negrura y el frío, solo eran siluetas agrisadas por partículas de agua sucia en suspensión, una cadena que empezaba en la nao y terminaba en la tabla rasa de cada uno de los carros. Los cinco se fueron llenando rápido.
—Cuidado. —Nikolas cogió el brazo de uno de los estibadores más descuidados—. El contenido es muy frágil y caro. —Su tono fue tenso, amenazante.
El estibador, un individuo de grandes proporciones, soltó el brazo molesto antes de responder:
—No es la primera vez que descargamos cajas pesadas.
Sus compañeros lo miraron asombrados por el atrevimiento. Solo un tonto osaría responder así a Nikolas Fischer.
—No te lo he preguntado —respondió con la boca rígida el copista—. Te he hecho una advertencia. Si algo de lo que vea después entre mis cajas demuestra que no la has tenido en cuenta, te arrepentirás.
El estibador debió de ver algo en el gesto de Nikolas que le hizo renunciar a contestarle. Regresó a su trabajo sin volver a mentar palabra.
La atmósfera irrespirable se agarraba a los pulmones y convertía en más pesadas las cajas. Únicamente se escuchaban los pasos arrastrados de los hombres sobre la arena y el murmullo constante del río.
Cuando todas las cajas estuvieron fuera del barco, uno de los trabajadores del puerto se dispuso a prestar su ayuda a los hombres de Alonso, convencido de que el físico de estos, a primera vista enclenque, no les permitiría manejar pesos de tal magnitud. Sin embargo, no halló acogida alguna. Los hombres a los que se había acercado no le dirigieron más réplica que la acción de levantar una de las cajas más grandes que había. Decidió que lo mejor era no meterse donde no lo llamaban.
La actividad no se alargó demasiado. Todos habían recibido instrucciones precisas. Nikolas vigilaba desde una posición distante junto a los carros. Alonso cargaba como uno más y dictaba alguna que otra instrucción sobre cómo disponer los bultos.
—Ya están todos —anunció al fin, asegurando una lona sobre el último de los carromatos.
—Perfecto. Nos vamos.
Casi de forma simultánea a la orden de Nikolas, los encapuchados ocuparon sus posiciones sobre los cinco carros en una coreografía impecable. Los estibadores permanecieron quietos y callados mientras aquellos extraños personajes se marchaban.
El primer vehículo en salir del puerto fue el conducido por padre e hijo; los demás lo siguieron obedientes. La vanguardia marcaba la ruta y también el ritmo de la caravana clandestina.
Los caballos se adentraron con lentitud en la ciudad. Algunas ventanas iluminadas resaltaban bajo la oscuridad nocturna. La niebla era aquí menos densa pero difuminaba el resplandor en halos circulares y amarillentos. Nikolas y sus hombres seguían sin dificultad el camino, tan acostumbrados como estaban a moverse entre las sombras. Atravesaron callejas y plazas con el ruido seco de los cascos y el piafar de los caballos como único rumor perceptible. Había que procurar no llamar la atención.
Se cruzaron con algún viandante que, extrañado, se paraba a observar aquel singular desfile. Cuando eso ocurría, desviaban el camino y seguían por otro completamente vacío.
—Gira en la próxima esquina —indicó Nikolas a su hijo, sujeto a las riendas del caballo. Antes se aseguró de que ningún curioso los seguía.
Hablaba entre susurros apenas audibles, vocalizando como siempre hacía cuando se dirigía a él.
—Esta noche habéis hecho un buen trabajo.
Los ojos de Alonso se movían inquietos entre el paisaje urbano ante ellos y los labios de su padre.
—Gracias.
La mano de Nikolas palmeó el hombro de su hijo al tiempo que en su rostro se dibujaba una sonrisa. Había comenzado a relajarse.
—Si mi plan sale según preveo, vamos a conseguir tanto dinero que, aunque vivamos cien años, jamás se nos acabará. —Cruzó las manos sobre el regazo y adquirió una pose distinguida. Atrás quedaba ya la actitud sombría y recelosa del puerto. Aun así, se aseguró de que la capucha que coronaba su vestimenta no dejara entrever sus facciones.
Alonso asintió neutro, cerebral.
Estaban llegando al otro extremo de la ciudad, cerca de la muralla norte, y, por tanto, al destino de su viaje. Cuando la entrada del obrador secreto tomó forma ante los ojos de Nikolas, su rostro volvió a tensarse.
Los carros fueron parando uno tras otro en el callejón. La intensidad de las pisadas de los cascos descendió hasta dejar de oírse, como si los caballos se hubieran quedado sin energía para seguir tirando. Nikolas se puso en pie sobre el carro y miró a un lado y a otro. A pesar de que aquella era una zona normalmente solitaria, prefirió asegurarse.
—Adelante —anunció con un gesto de las manos para dar paso a la siguiente acción prevista.
Bajó de un salto y entró en el obrador. Un momento después, salió con un nuevo grupo de individuos que se unieron a la tarea que ocupaba a los demás. En un revuelo de sombras negras y rostros macilentos, la carga fue transportada al interior, como engullida por un cuerpo silencioso.
La ciudad entera dormía, ajena a ese ajetreo en el que aquellos hombres se esforzaban sin alzar los rostros de su carga y del suelo, a las órdenes de Alonso, fieles siervos de sus intenciones.
—Encárgate tú de llevar a la parte de atrás todos los carros conforme se vayan vaciando —le dijo a uno de sus compañeros cuya garganta estaba cruzada por una gruesa cicatriz—. Cuando acabes, ayudas a trasladar abajo la mercancía. Desengancharemos más tarde a los animales.
Su interlocutor asintió y se dispuso a cumplir la orden de inmediato. Se sentó en la plataforma y, al azuzar al caballo con las riendas, el carromato retrocedió por un instante asustando al animal que estaba justo detrás. El silencio que hasta entonces se había mantenido inmutable se vio agrietado de repente. Un estruendo inesperado procedente del segundo carromato sobresaltó a todos: una de las cajas yacía en el suelo con varias tablas de madera rotas; su contenido asomaba por el agujero. Piezas de metal con distintas formas caían todavía ruidosas sobre la tierra húmeda, piezas brillantes que contrastaban con el barro de la calle. Aquel no era su lugar.
—¡¿Qué ha sido eso?! —preguntó Nikolas, colérico, en un grito apagado.
Al momento llegó justo donde algunos de los hombres habían comenzado ya a recoger el contenido embarrado. Alonso acudió raudo para ofrecerle la explicación que buscaba:
—Se ha asustado uno de los caballos y ha empujado hacia atrás…
—Basta. —Miró a Alonso con ojos encendidos—. Recogedlo rápido y acabad ya.
Los hombres reanudaron su actividad y se dieron incluso más prisa que antes.
Nikolas buscó entre las sombras a algún curioso atraído por el ruido. No vio a nadie. Dio gracias a la niebla y al intenso frío de aquella noche, propicios a la discreción. Volvió al interior del obrador y esperó a que sus secuaces acabaran la tarea que se les había encomendado. No borró la tensión de su rostro hasta que todas las cajas hubieron sido trasladadas a donde él dispuso. Solo esperaba que no se hubiera estropeado nada. Todas y cada una de las piezas tenían un lugar muy preciso en el que encajar ahora que llegaba la última fase de su plan. Si quería que funcionara, el engranaje debía ser perfecto.