Capítulo 55

Estimado Herr Block,

Cuánta alegría escribiros de nuevo. Ardo en deseos de ver vuestro trabajo. Conociendo vuestra tenacidad y el esmero que ponéis en cada uno de los encargos, sé que el resultado no me decepcionará. Por tal motivo os envío ya la siguiente propuesta.

A pesar de las precauciones tomadas con el primero, en este segundo pedido debemos ser especialmente cuidadosos. El alargado brazo de la Iglesia puede llegar hasta los más recónditos rincones. Y no queremos que la desventura del malogrado padre Wahrheit nos asalte en mitad de la plaza del Dom.

Espero inquieto la hora en que todas estas precauciones sean innecesarias y podamos, como los buenos aliados que ya somos, burlarnos del secretismo que ahora mantenemos en nuestros encuentros. Ansío el día en que vuestro invento pueda salir a la luz con naturalidad y ningún oscuro representante del Señor se atreva a alzar la voz ante vuestro indiscutible talento.

Pero basta ya de alabanzas. Pasemos a lo que realmente importa: la obra, la idea, la cultura; el libro. El siguiente encargo, como os adelantaba, es más peligroso por su naturaleza en sí misma. Se trata de una traducción a nuestra lengua de los Evangelios. La nunca suficientemente valorada lengua alemana no necesita de nuestro impulso para emerger, puesto que con hablarla a diario la reivindicamos en su más alto grado. Sin embargo, se nos plantea un oportuno desafío a la Iglesia, que nos aturde con explicaciones y visiones sesgadas del mito y la verdad de la religión: necesitamos entender en qué creemos todos. Y vos sois el único que puede sacar a la luz del juicio público todo lo que la Iglesia esconde en su seno.

Sé que no me defraudaréis. De igual manera espero no haberos defraudado yo con los emolumentos que vuestra dedicación merece. A la finalización del encargo obtendréis una cantidad equivalente a la que encontraréis en la bolsa. La entrega tendrá lugar junto al mismo lazareto de hoy en el nacimiento del primer día de abril y el número de copias será de doscientas. Sí, habéis leído bien: doscientas copias. Debemos ser ambiciosos, ahora ya sí. Quien desee una copia del libro la tendrá. Y, así, todos podremos opinar sobre la palabra de Dios, sin intermediarios, sin trabas.

Los aspectos técnicos los dejo en vuestras manos; solo os exijo una condición: esta debe ser una edición pequeña y sencilla. Su destino no son los grandes castillos ni las bibliotecas más floridas. Este libro está llamado a cambiar el destino de nuestro Sacro Imperio o, por lo menos, la conciencia de sus habitantes.

Seguimos confiando en vos, Herr Block.

Lorenz sostuvo la carta unos instantes más en la mano, pensativo. Erika y Olga lo contemplaban curiosas, expectantes por conocer su reacción. Pasado un tiempo que les pareció eterno, les devolvió la mirada casi sin verlas y les dedicó una sonrisa triste. Sabía que las estaba poniendo en peligro y sentía el peso de esa responsabilidad sobre sus hombros.

La carta había dejado al orfebre un regusto amargo, mezcla de confianza en el futuro y de pesadumbre por lo pasado. En su fuero interno, tendía a pensar que lo ya vivido siempre había sido mejor. Pero esa consideración era completamente falsa, puesto que la mayoría de las tragedias de su vida permanecían ancladas a ese tiempo. Cuanto más se separaba de ellas, más se condensaban, como si todas —la muerte de su esposa, la pérdida del trabajo, la muerte del amigo—, todas, hubieran sucedido en un mismo y aciago día.

El futuro podía ser mejor y, sin embargo, aparecía como un amplio abanico cuyas posibilidades se extendían desde la cárcel, la tortura y el cadalso, hasta la felicidad y el éxito. En los pliegues intermedios podía perder a su hija, a Olga, a las dos, sufrir el exilio, la ruina… De esas oscuridades pesimistas surgía en todo momento una figura que lo alentaba a seguir adelante con determinación: el padre Martin Wahrheit. El último hálito le había llegado con aquel viento de esperanza que les acarició el rostro y que ungió de confianza el futuro: la persistencia y la tenacidad siempre se veían recompensadas.

El primer encargo había acabado bien. Tras el extraño encuentro en el lazareto de la cañada, la vuelta había sido más bien tranquila. Por el camino paralelo al río, ya no quedaba ni rastro de la caterva de mendigos, de tullidos y leprosos que se había acercado al olor de la carne. La niebla se fue levantando poco a poco con el día y la campiña apareció plácida y suavizada por la leve bruma, con la escarcha simulando las huellas de un pavoroso incendio ya extinguido. El caballo se dejaba arrullar por el ritmo cadencioso del río, que ahogó con sus gorgoteos el ruido impertinente de los cascos.

De regresó a la puerta sur de la muralla, los dos soldados, Bawer y Koller, arrimados a una hoguera, alzaron sendos huesos que sostenían y le gritaron con las bocas llenas y la faz grasienta. La inversión en el cerdo había valido la pena. Al pensar en ello, recordó la lucha de dos de los menesterosos, seguramente los peor parados de aquella prolija muchedumbre pues apenas pudieron alcanzar las vísceras. Su pelea había sido por un despojo del cerdo que había rodado una y mil veces por tierra, rebozado en hierba y arena. Aquellos dos seres estaban tan hambrientos y desesperados que su lucha había sido animal, instintiva. Ese mísero trozo de asadura alargaría probablemente su agonía unos días, quizá unas semanas, pero tarde o temprano ambos acabarían sucumbiendo a la dureza de las circunstancias. Y él, Lorenz Block, preocupado por la difusión de la cultura.

De nuevo, cuando los pensamientos bullían, el padre Martin aparecía para salvarlo y en ese momento se acordó de una frase que un día le mencionara: «A veces es más necesario alimentar el espíritu que el cuerpo. Con la sopa, damos simplemente dignidad».

Volvió a persuadirse de que el encargo no podía venir de nadie que no formara parte, de manera directa o indirecta, del entorno de Johann Buchmann. De hecho, había sido el librero quien le había contado que la popularización de la Biblia traducida al alemán era uno de los sueños frustrados del padre Wahrheit. Era perfectamente lógico que alguno de sus compañeros tuviera la voluntad de llevar a la práctica sus deseos como homenaje póstumo.

Decidió acudir raudo a su tienda.

Hojeando el libro original, Johann pudo comprobar que se trataba de una traducción al alemán de los Evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. El librero se mostró asombrado al tener entre sus manos aquel ejemplar del cual desconocía incluso la existencia. Lo acarició con cariño, con una mirada obnubilada que se fue convirtiendo en maliciosa antes de lanzar una pregunta al aire:

—¿Podría quedármelo?

Antes de que este contestara, él mismo dio la respuesta.

—Ya sé que no es posible. No te preocupes. Soy una tumba. —Pero el manuscrito seguía en sus manos y sus ojos mantenían el brillo de los de un niño con una golosina. Lo abrió de nuevo y siguió sus líneas con interés—. Se trata con toda probabilidad de una traducción a partir de la Vulgata.

—¿La Vulgata?

—La versión de la Biblia que nos ha llegado transmitida en latín vulgar en lugar del latín clásico preferido por la Iglesia. En tiempos de Carlomagno, te hablo del siglo IX, fue una prioridad recuperar y traducir los textos propios de esta versión, más exactos y fáciles de entender. Creo haber oído que la Vulgata se atribuye a una realización de san Jerónimo en el siglo V.

—Pero esto no es más que un fragmento de la Biblia.

—Cierto. Una pequeña parte, aunque de gran importancia puesto que es lo que tenemos como relato de la vida de Jesucristo. El movimiento cultural auspiciado por Carlomagno puso especial cuidado en las traducciones de los Evangelios y los Salmos. —Johann reflexionó unos instantes; al final enunció una última sentencia—: No puedo siquiera imaginar los excepcionales contactos que se precisan para haber conseguido una obra como esta. Este encargo, amigo Lorenz, se halla al frente de la Historia, no me cabe duda.

Tras casi tener que arrancarle a Johann el libro de las manos, se despidió. Lo dejó excitado y contrito a la vez. Lorenz volvió a casa temeroso. La traducción al alemán de los Evangelios era algo peligroso en sí mismo: ponía al alcance del pueblo llano unos textos que hasta entonces se habían conservado solo en latín para que la Iglesia pudiera acaparar su labor de traducción, interpretación y difusión. Esa obra era una ventana abierta por la que entraba aire fresco: podría prescindirse de la intercesión eclesiástica. Si alguien descubría esa posesión, representaría muy probablemente la hoguera para su propietario. Y, a diferencia de la historia de Wycliff, él no disponía de contacto alguno en las altas esferas del poder.

Lorenz llegó a casa con la frente bañada en sudor. Olga había salido. Después de toda la tensión por la entrega del trabajo, le había dicho a Erika que se iba a caminar para despejarse.

Sintió que la necesitaba.

Despojada de su falsa identidad, Ilse bajó las escaleras del obrador clandestino. Al cruzar el umbral de la sala de trabajo vio a Nikolas en el lugar que ocupaba durante sus fugaces visitas, sentado frente a su gran mesa con un libro desplegado. Solo él alzó los ojos intuyendo su presencia y la recorrió con la mirada de arriba abajo. Luego volvió a su labor a la espera de que se acercara. Ni un gesto, ni una palabra. Ilse sufrió sumisa el comportamiento distante del copista. Para ella, ese desdén suponía un triunfo. Si Nikolas estaba molesto, significaba que, pese a todas sus prevenciones de hombre libre de compromisos, Ilse Holz le importaba. Ella, que vivía con Lorenz algo parecido a una historia de amor, era consciente de que estaba pagando por ello; se preguntó si su dignidad sometida no sería un precio demasiado alto.

—Buenos días, Nikolas. —En el obrador clandestino, los formalismos sobraban, como en la intimidad del lecho. Nada de lo que allí ocurría salía al exterior.

Alonso, a un lado de su padre, la miraba curioso, expectante.

—¿A qué vienes? Dijiste la última vez que no podías venir cuando quisieras.

—Vengo a pedirte instrucciones —anunció Ilse.

—Solo queda esperar. Tú sigue con tu labor de amante dulce para que no se nos distraiga el pobre infeliz. Tú misma me dijiste que si lo abandonabas, eso podía ocurrir —respondió el copista, malicioso.

Ilse frunció la boca.

—Eso era antes, Nikolas, pero ahora no hay más que hacer. Tú ya tienes lo que buscabas y Lorenz ya no me necesita para terminar la máquina. El invento está acabado y no habrá nuevos avances. Las cajas son compatibles con diferentes tamaños de página y de letra, los márgenes y las pautas se amplían y reducen a voluntad para contener los caracteres, la prensa baja sobre la hoja de papel y transfiere la tinta homogéneamente… Incluso ha sustituido las brochas con las que esparcía al principio la tinta sobre los tipos por un rodillo de madera forrado de cuero fino que la reparte mejor y ahorra líquido, muy caro, bien lo sabes tú. ¿Acaso quieres que me quede siempre con él? Te advierto que puede ocurrir que al final no desee marcharme…

Una punzada de rabia afloró en la cara de Nikolas. Ella lo notó.

—Debemos esperar. Así de sencillo. No pierdas la compostura y ayúdalo en su siguiente trabajo. Que lo termine. Mantente a su lado y vigila para que no pierda su confianza y seguridad en el éxito de la empresa. El final está cerca, así que espera.

Ilse recogió la advertencia y vio que ya había tensado la cuerda lo suficiente. En su pecho latía el desconcierto, pero no estaba dispuesta a cerrarse ninguna puerta. Su futuro podría depender de ello. Por eso optó por despejar las incógnitas que Nikolas pudiera tener hacia ella.

—Está bien, Nikolas. Me conformaré de momento, pero debes saber que esta situación no me gusta. Espero que no se alargue demasiado.

—No te preocupes. Eso no ocurrirá. —Centró la mirada en el azul profundo de sus ojos a la vez que su voz sonaba amarga—: Y no confundas tu función en este juego.

Nikolas posó su vista otra vez en el papel. Ilse no sabía si debía despedirse ya. Una inseguridad repentina la embargó, como una ráfaga de aire sobre una hoguera. Pensó en si había llevado demasiado lejos aquella situación. Se volvió hacia las mesas movida por una especie de sugestión y vio cómo todos los allí presentes la observaban ahora con atención: algunos con deseo, otros con indiferencia, trasluciendo una mirada fría, ausente; otros con ternura infantil y alguno con serena inteligencia. Ilse, que en ocasiones había compartido con ellos horas de trabajo, se sintió agredida en su interior más profundo, hasta que no pudo aguantar más y salió en busca de oxígeno.

Ya en el pasillo superior, una voz tras ella la inquietó. Decidió no detenerse, pero una mano se aferró a su hombro y la sobresaltó. Se lanzó contra la pared de piedra desnuda, buscando protegerse como un animal que presiente un peligro cierto. Alonso la miraba desde sus ojos oscuros. La luz entraba por innumerables rendijas, hiriendo la vista al cruzarlas y dejando en penumbra todo lo demás. Solo la melena rubia de Alonso, refulgía con fuerza sobre un fondo negro.

—¿Estás bien?

—Sí, perdona. No sé qué me ha pasado —respondió Ilse con la respiración todavía alterada.

—Necesito pedirte un favor —dijo Alonso mirando al suelo—. Quisiera que cuidaras de Erika.

Ilse sonrió antes de responder, ya más calmada.

—Hago todo lo que puedo, Alonso. Es una muchacha maravillosa.

—Lo sé. —Tras una pausa, continuó—: A veces, cuando sale por la mañana y se recoge el pelo, ya en la calle, puedo notar en sus ojos la timidez y la ternura que tiene dentro. Cuando se cruza con alguien en el mercado, casi siempre baja la vista. Sin embargo, con los niños su mirada se transforma. Percibo las ganas que tiene de ir a cogerlos y jugar con ellos. La marcha del pequeño Matthias la afectó mucho. Pero es fuerte, muy fuerte. Y, aun así, puede sufrir daño. No quiero que eso ocurra.

—Veo que sabes mucho de ella…

El joven se azoró, pero insistió:

—¿Lo harás? ¿Cuidarás de ella?

—No me costará hacerlo, Alonso. Lo haría de todos modos. Te prometo que la protegeré.

—Gracias. —Y el joven se alejó hacia el fondo del obrador clandestino, avanzando por entre fardos de pieles, hasta desaparecer engullido por la oscuridad escaleras abajo.

Una vez fuera, el frío aguijoneó el delicado cutis de Ilse. Sus pensamientos oscilaban de Nikolas a Lorenz sin transición, sopesando circunstancias y futuros posibles, recordando momentos alegres unos, anhelantes otros. Por una simple cuestión de tiempo, había compartido muchos más junto a Nikolas, pero los vividos con Lorenz eran también intensos. Muy intensos. Envuelta en esas cavilaciones, su figura se perdió por entre las calles de la ciudad de Colonia en busca de su otra identidad.