La lechuza ejercía su dominio espectral sobre el manto de la noche agujereado por las estrellas. A lo lejos, más allá del horizonte de Colonia, un ligero resplandor empezaba a emerger, aportando su promesa de futuro. Era el 1 de enero de 1437; el día de Año Nuevo. La jornada introducía el primer paso en el largo camino hacia un porvenir cuyo destino se presentaba halagüeño, al menos para los pocos habitantes que estaban despiertos a esas horas de la madrugada.
Uno de ellos era Lorenz Block, que en ese momento subía a un pequeño carro en la puerta de su casa. El caballo piafó con el leve traqueteo del cuerpo que se encaramaba por el buje de la rueda hasta el tablón que hacía las veces de pescante. Un ligero estremecimiento recorrió el cuerpo de Lorenz, que se volvió a la derecha en cuanto se hubo sentado. Miró a Olga, clavada bajo el umbral, y le dirigió una sonrisa que pretendía mostrar seguridad. Ella, con la frazada sobre los hombros, se la devolvió serena y callada, satisfecha.
Ambos habían pasado la noche en vela, primero ultimando las copias, que se les habían alargado más de lo previsto: siempre había alguna hoja que se arrugaba o que, tercamente aferrada a la prensa recién elevada, resbalaba ensuciándose en la tinta de las letras metálicas o en el suelo. Más tarde, cuando acabaron, compartieron la vigilia desperezándose en el lecho, hablando, haciendo planes de futuro que quizá nunca llegaran a buen término. Y, cuando se acercó el alba y las campanadas de la próxima iglesia de Santa Cecilia concluyeron el último toque de maitines, pertrecharon la desvencijada carreta alquilada el día anterior. Tuvieron suerte al encontrarla, puesto que, en el día de San Silvestre, multitud de carros y arreos eran requeridos para toda suerte de transportes, personas o alimentos. Por boca de todos había corrido el sonado banquete organizado por Nikolas Fischer, insigne prohombre de la ciudad, copista, comerciante y amo de diversos negocios, todos ellos florecientes. El sonido lejano de la música de fiestas como la suya había acompañado a la pareja, haciendo más ameno el rato de la carga. De vez en cuando, Lorenz y Olga se cruzaban en sus idas y venidas y se fundían en un nuevo beso, olvidado ya el último.
Esa noche se sintieron muy cerca el uno del otro.
Erika observaba la escena desde la ventana del piso superior, preocupada por la suerte de su padre. No dejaba de pensar que aquello debía ser peligroso, puesto que el origen del encargo había sido totalmente clandestino. Desde el principio, su padre había hablado de los recelos que podría provocar la escritura artificial. El librero Johann Buchmann y sus amigos criticaban una y otra vez el monopolio exhaustivo que ejercía la Iglesia sobre todo lo que tuviese que ver con la cultura o con cualquier modo de difusión de las ideas, y aquel invento de su padre abría un nuevo campo de expectativas sobre el que debatir. La reproducción ya no sería tan pesada y costosa. Los libros no se harían en tiradas cortas como hasta entonces: una o dos copias para el fondo de la biblioteca de un monasterio; o bajo encargo para un noble poderoso que quisiese demostrar su posición mediante una rica biblioteca con cientos de manuscritos carísimos que, seguramente, nunca leería. Su padre, en apenas un mes y con un mecanismo todavía sin perfeccionar, había sido capaz de realizar cincuenta copias con la simple ayuda de dos personas. Erika no sabía cuántos escribas hubieran sido necesarios para completar ese trabajo en el mismo tiempo, pero sospechaba que, seguramente, serían muchos, muchísimos.
Una especie de turbación nubló su vista unos instantes y pensó en cuántos intereses se escondían bajo las ambiciones de los adultos, cuántos odios y rencillas, cuántas amarguras enquistadas durante años. Y se sintió de repente insegura, como la muchacha que ya había dejado de ser, sus inmensos ojos castaños humedecidos por la incertidumbre y el desasosiego. Recordó a su madre y pensó en cuánto la echaba de menos y cómo necesitaba su apoyo en momentos como aquel.
Lorenz llevaba demasiado rígidas las riendas que conducían al caballo. No estaba acostumbrado a manejarlas y se sentía torpe. La carga transportada se multiplicaba en peso sobre su cerebro, oprimiéndolo, y le impedía pensar. Los cincuenta ejemplares extendidos sobre el suelo de madera eran cincuenta losas de plomo que lastraban el lento avance del rocín. Una vez superada la plaza del Altmarkt embocó la Wilhelmstrasse. Cuando llegó a su final, el Rin se presentó majestuoso, una interminable lámina de plata que reverberaba la luz de la luna. Lo siguió paralelo, remontándolo por Leyenstäpel hasta llegar a las murallas de la parte sur. Allí, dos guardias reposaban apoyados contra la pared, uno a cada extremo del gran arco de medio punto. Tenían los cascos caídos sobre los ojos y estaban inmóviles. Lorenz pensó que parecían dormidos. Seguramente lo estaban. Atendiendo a las órdenes de su conductor, algo amedrentado, las pezuñas del caballo ralentizaron su marcha. Los soldados no dieron señal de apercibirse de su proximidad. Se adentró entre las paredes cóncavas de la puerta de la muralla, que estaba abierta, y el sonido se multiplicó, acrecentado el eco por la piedra.
Al salir por el otro lado, Lorenz mantenía todavía los ojos cerrados, igual que cuando se espera un golpe certero sobre la cabeza. Los abrió temeroso. Divisó el horizonte lóbrego, aunque al mirar al cielo vio que un azul no tan oscuro iba ganando terreno por el este. Se sobresaltó cuando una voz a su espalda resonó alta y clara. El peligro todavía no había pasado.
—Eh, tú. ¿Adónde te crees que vas?
El ruido hermético del metal acompañaba el caminar del soldado. Lorenz detuvo en seco el carruaje y se quedó petrificado, esperando lo peor.
—¿Por qué no te has parado ante la muralla? Todo el mundo debe esperar a recibir su permiso para entrar o salir.
—Pensé que como no me habíais dado el alto, no era necesario…
—Pensé, pensé… —se burló el guardia—. ¡Koller! —bramó—. Ven aquí y ayúdame, que tenemos a un espabilado.
—Siempre estás igual —refunfuñó el aludido—. Déjalo ir. Tiene pinta de muerto de hambre.
El soldado entonces se puso al lado de Lorenz y lo miró desafiante casi desde su misma altura dadas las escasas dimensiones de la carreta. Empezó a caminar sin perderle de vista y levantó la lona que tapaba la carga. Se sorprendió al ver lo que encontró.
—Koller, corre, mira —aulló.
—¿Qué quieres? Acaso te molesto yo, con mis… —iba diciendo el otro soldado mientras se acercaba con paso cansino. Cuando distinguió el contenido, su gesto se relajó y una sonrisa le cruzó el semblante. Tres dientes aparecieron, separados y negros, entre los labios—. Bien hecho, Bawer. Oye, tú, ¿qué es eso de no pararte frente a la autoridad?
Lorenz sentía cada vez más el peso de la culpa, pero una fuerza extraña le nació de dentro, como la única alternativa posible. Su réplica sonó impuesta pero no desafiante.
—Me dije que si lo que traía era muy del agrado de la autoridad, lo compartiría, aunque, claro, si podía evitarlo…
Los dos soldados se miraban con sendas sonrisas, pero al hablar Lorenz estas desaparecieron para dar paso al estupor. Un escalofrío recorrió el espinazo del orfebre, dispuesto en cualquier momento a azuzar al pobre caballo. Vendería cara su vida.
No hizo falta; Koller inició en ese instante una carcajada monstruosa, estentórea. Bawer, como parecía llamarse el primero, lo miró y también rio, aunque sin tantos aspavientos, como si no tuviera claro dónde estaba la gracia.
—¡Maldito seas! —bramó Koller—. ¡Así me gusta! Que me hablen con franqueza. Estoy harto de esos cachazudos, gordos y avaros que nos esconden la carne bajo la paja e intentan ahorrarse su peaje con astucias de tahúr. ¡Juro por Dios, carretero, que tienes un par de cojones!
Lorenz inició una sonrisa, pero no pasó de ahí porque enseguida notó cómo, bajo el nerviosismo que todavía le embargaba, las mejillas empezaban a temblarle. Prefirió mantenerse impasible, ajeno tanto a alabanzas como a descalificaciones.
El soldado levantó la lona completamente y desveló el contenido del carro: un cerdo abierto en canal y separado en sus partes descansaba allí, rosado y apetitoso bajo los ojos poco acostumbrados a la ingesta habitual de carne fresca. La maniobra parecía a punto de dar sus frutos.
—¿Sabes qué? Seré benevolente contigo. Cogeremos solo un costillar y este trozo del lomo; ya tendremos suficiente. Y tú podrás seguir tu camino, allá donde quiera que vayas —dijo el soldado, que no podía ocultar su desmedrada dentadura.
—Lo creo justo —concedió Lorenz, escueto.
—Bawer, ve a buscar leña.
—Pero si el carro lo he parado yo. No entiendo por qué debo ir yo a por la leña.
—Porque, si no vas, te haré merced de mi bendición mediante un par de hostias bien dadas.
—Está bien. ¿Por qué tienes que ser siempre tan brusco? Sí, claro, eres más fuerte y todo eso… Algún día lamentarás perder mi valiosa amistad —medio bromeó entre balbuceos.
Las voces de los dos soldados y el tintineo de sus armaduras fueron desapareciendo de espaldas a la ciudad, apagándose lentamente y mezclándose con el murmullo de la actividad incipiente en el cercano muelle.
Lorenz, algo más relajado, continuó avanzando por la campiña, que apareció barnizada por la escarcha. Ante él, un panorama desolador se desperezaba. Con las primeras luces del alba, la niebla empezaba a densificarse en torno al río y, a su vera, iba mostrando un miserable escenario, trasunto de un sueño o, tal vez, de la peor de las pesadillas. Las figuras que salpicaban el camino se movían maltrechas, cojeaban, escondían sus malformaciones bajo las túnicas de colores desvanecidos.
Un tanto elevado por encima de todos ellos, el orfebre se sentía afortunado y vulnerable. Por un lado, si esas personas decidieran atacarlo conchabadas, no tendrían mayor problema pese a su aparente debilidad. Pero, por otro, cuán superior frente a ellos, con una meta que alcanzar y con la posibilidad de sostener una vida normal junto a sus seres amados. No hacía tanto se veía como aquellas personas: apartado, incapaz de alcanzar la felicidad, de resistir un trato corriente con el resto de ciudadanos, de apaciguar su atormentada personalidad en las aguas mansas del amor.
A medida que avanzaba por el camino, los cuerpos se multiplicaban, sostenidos por largos báculos, rostros deformes por la lepra, vendajes de ropa que se confundían con la piel, bajo su misma capa de suciedad.
Lorenz conocía la existencia de grandes lazaretos fuera de las murallas, en las márgenes del río. Sin embargo, no había sido consciente aquellos últimos años de su crecimiento desordenado. Originalmente concebidos como infraestructuras destinadas a dar cabida a las cuarentenas necesarias en los puertos, habían acabado siendo instalaciones de perpetua reclusión para enfermos considerados contagiosos. Las ciudades se olvidaban de los lazaretos en el instante mismo de su creación. Muchos de ellos no habían visto religioso ni barbero alguno en todos sus años de existencia.
Ensimismado con el espectáculo de la desgracia ajena, no reparó en lo que pasaba tras él, hasta que un murmureo se lo delató. Alertados por el olor, varios mendigos habían avistado rápido lo que mostraba la lona descubierta; los soldados no la habían devuelto a su lugar. Cuando miró atrás, un indigente con la mano ya dentro del carro tiraba de un trozo de carne: había alcanzado una pezuña y estiraba con fuerza. Avanzaba junto al carro pese a una persistente cojera. Tras él, varios pugnaban por alcanzarlo en una carrera esperpéntica. Lorenz pensó que el gran número de menesterosos acabaría por ahogar los esfuerzos del raquítico rocín. Dio dos vueltas a las riendas sobre un clavo del pescante para fijarlas y saltó a la parte de atrás.
Con una flexible vara de avellano que descansaba en el asiento comenzó a golpear la mano del mendigo, pero este no cejaba en su empeño. Se le ocurrió entonces a Lorenz coger el costillar que quedaba y lanzarlo al borde del camino. El mendigo se abalanzó sobre la pieza. Varios de los perseguidores lo siguieron con movimientos lentos y torpes. El resto persistió. Lorenz volvió la cabeza para comprobar que el caballo no dejaba de avanzar. Empezó entonces a arrojar el resto de las piezas de carne a uno y otro lado del camino sobre la tierra helada. Por doquier, multitud de figuras aparecían y luchaban entre ellas por ser las primeras en alcanzar cualquier pedazo. Y, cuando lo hacían, una infinidad de manos y muñones se sumaban a la contienda. Caras sucias y agrietadas se contraían en muecas de esfuerzo, convencidas de que merecía la pena emplear al máximo sus posibilidades. Los grupos se escindían: aquellos miembros más alejados de la pieza se pasaban a otro grupo donde quizá lo tuvieran más fácil, mientras que los más cercanos abrían las bocas melladas para catar, aunque fuese crudo, un trozo de carne al que no tenían acceso desde hacía quién sabe cuánto tiempo.
Lorenz, desolado, apartó los ojos y mantuvo el equilibrio hasta alcanzar el tablón delantero. Cuando se sentó, recogió las riendas y azuzó al caballo. Por suerte, la niebla se espesaba cada vez más y, aunque hubiera querido, ya no habría podido distinguir a sus espaldas el cruel espectáculo de supervivencia. La bruma pudo con todo, mas un regusto amargo se quedó en su boca como cuando las lágrimas quieren salir y no se está dispuesto a ceder a ellas. Tensó las riendas y fustigó nuevamente al caballo con más rabia, pagando con el animal la injusticia de la vida.
Poco después, en un recodo del camino, apareció ante él el lazareto de la cañada, el último del macabro recorrido. Envuelto en silencio, el edificio cuadrado de piedra desnuda tenía cierto aire fantasmal. Lo sobrepasó y detuvo el carro a una distancia prudencial. Un aleteo a sus espaldas le hizo volver la cabeza. Un cuervo negro se posó en la parte posterior del carro. Parecía mirarlo y lanzar sobre él su mal augurio. Lorenz se había resistido siempre a las supersticiones pero en ese momento notó que le flaqueaban las fuerzas; aquello no presagiaba nada bueno y se reprobó a sí mismo por la insensatez de haber acudido solo a la cita.
De pronto, un dardo rasgó la neblina y el ave cayó entre graznidos. Lorenz se agachó en un gesto reflejo e inútil; si ese dardo se hubiera dirigido a él, muy probablemente no habría fallado. Los aleteos se amortiguaron y los graznidos cesaron con el cuervo ya en el suelo. No divisaba a nadie en lo que la vista le alcanzaba. Ni siquiera se veía el edificio del lazareto. Permaneció en su sitio.
Al rato, la niebla empezó a deshacerse con rapidez. Descubrió entonces a un individuo ataviado con una túnica negra con la capucha levantada; apoyaba su ballesta contra el hombro. Tras él, inmóvil, un robusto carromato con otro sujeto vestido de la misma guisa. Lorenz sintió que la saliva se le prendía a la garganta y el miedo lo invadió de nuevo. Se repitió que nada sabía sobre quién le había hecho el encargo y que estaba a su merced, alejado de la ciudad, de su hogar.
Esa impresión aumentó cuando el de la ballesta empezó a caminar hacia él. Le sobrepasó sin mirarlo y se subió a la parte posterior de la carreta para descubrir su contenido. Cuando alzó los cueros, el suelo estaba formado por páginas liadas con cordeles; cincuenta bultos. Otras tres figuras se acercaron y recogieron los atadillos que el que estaba arriba les iba pasando. Lorenz no osaba moverse. Frente a él, a unos pasos, el individuo del carro permanecía inmóvil en su pescante, altivo bajo su túnica, resguardado en el anonimato por su séquito. Las manos descansaban sobre las rodillas sujetando las riendas con sutileza. Algo brillaba en ellas, seguramente una joya, aunque no la pudo distinguir a tanta distancia.
Cuando el cargamento hubo sido trasladado, un sexto individuo que en todo ese tiempo había permanecido oculto tras el conductor recogió de este un hatillo y un saquito de cuero. Se los llevó a Lorenz en una especie de sosegado y exasperante ritual.
El carro inició la marcha y recogió al mensajero. El orfebre se sintió como tras el grito del soldado al rebasar las murallas de la ciudad: el peligro todavía no había pasado. Siguió con la mirada las evoluciones de los seis personajes. En las manos del conductor pudo por fin distinguir el brillo antes intuido. Se trataba de una sortija ricamente labrada, con una piedra de un verde profundo engarzada en su cenit. Esa magnífica factura le llamó poderosamente la atención.
La bruma volvió a espesarse como si obedeciese a aquella gente oscura. Cuando se quedó solo, abrió la bolsa y estimó que dentro había no menos de doscientos florines. Los cincuenta del encargo ya realizado. Pero ¿y el resto? Abrió el hatillo que descansaba sobre sus rodillas y vio un nuevo libro. Intuyó que ese no sería menos comprometido que el anterior. Ya no había vuelta atrás. Se veía empujado a continuar avanzando pese a los peligros, motivado y anhelante. Aun así, sintió cómo le latía por todo el cuerpo una irrefrenable sensación de angustia.