Capítulo 53

El palacete de Nikolas llevaba varios días alborotado. Pronto empezaría la fiesta que había organizado para la noche de San Silvestre, el último recuerdo pagano dentro de las doce noches navideñas que abarcan desde Navidad hasta la Epifanía. Para algunos, ese día señalaba también la despedida del año, mientras que otros aún tenían por costumbre ubicar el inicio del año nuevo en marzo, con la llegada de la primavera y su espíritu de renovación.

Los romanos dedicaban el mes de enero al dios bifronte Janus. Con dos caras mirando en sentidos opuestos, una anciana con barba y la otra joven, representaba el cambio y una metáfora del año que se iba y del que llegaba. Durante ese periodo solían intercambiar miel con dátiles e higos con los seres queridos para que el año entrante fuese dulce. La costumbre fue abriéndose paso en Europa, hasta que la Iglesia se opuso a ella por su paganismo. No consiguió eliminar, sin embargo, las ansias de celebración de la noche de San Silvestre.

Nikolas era muy consciente de lo que implicaba tal evento: la mayor parte de los ornatos árabes de la casa debían ocultarse bajo insignias y símbolos religiosos cristianos. No podía permitirse alentar los prejuicios de sus invitados. Precisaba hacer de esa noche una reunión agradable y, sobre todo, fructífera.

Los invitados no tardaron en llegar de forma progresiva. Se esforzaban por ocultar su admiración ante el buen gusto del copista. Donde antes hubiera cerámicas ahora había tapices con detalles dorados. Los murales coloridos cedían el primer plano a lienzos sobrios y píos, y las lámparas de bronce en forma de vaso habían sido sustituidas por complicados candelabros. Ante el temor de la curiosidad mal entendida, también se había ocultado un extraño prototipo de reloj sin pesos, arena ni agua que Nikolas había traído de uno de sus viajes a Núremberg y de cuya incierta procedencia nunca habló. Tampoco se respiraba ya la esencia de aloe humeando en los pebeteros, sino las lociones de plantas maceradas y hervidas en vino empleadas por las invitadas que, aferradas a los brazos de sus maridos, arrastraban las colas de sus largos vestidos por el patio. Enfundadas en sus mejores galas, las esposas de los prohombres de Colonia lucían orgullosas los escotes de pecho y espalda de las sobrevestas sujetas por cinturones. Sus brazos se balanceaban lentos ajustados en largas mangas que alcanzaban los dedos. El tocado de aguja o hennin, en forma de cono, cubría las cabezas de casi todas ellas. Sobresalían por entre el panorama general como las agujas de la catedral de Colonia en el paisaje.

—Tenéis una casa maravillosa —expuso Roderica, la mujer de Otis Wolff, que, de entre los invitados, era el señor feudal con más tierras en los alrededores de la ciudad.

—Gracias, pero de sobra sabéis, meine Frau, que la vuestra no tiene nada que envidiar —respondió agradecido Nikolas antes de besar la mano de la invitada.

Desde la puerta de la sala principal, el copista daba la bienvenida a sus visitantes. Sin dejarse a nadie, adulaba a los hombres y ruborizaba a las damas. Excepto Ilse, sus mujeres se habían convertido por ese día en sirvientas de sus invitados. Sumisas, acompañaban a los recién llegados y les ofrecían refrigerios.

—Siendo, Nikolas, la primera vez que os visito en vuestra casa, confieso que hasta hoy había pensado que vivíais en el interior de vuestro obrador —soltó Otis, mirando a un lado y a otro en mitad de una carcajada; tenía por costumbre reírse de sus propias bromas.

Nikolas le siguió el juego:

—Puede que sea una buena idea, Otis. De esa manera los días me serían mucho más largos y los aprovecharía mejor.

Nikolas se separó del matrimonio Wolff para saludar a Heller Overstolz y a su familia, que llegaban justo detrás. Acompañaban al bürgermeister su mujer Agripina, la prima de esta y su viejo amigo Raynard.

—Feliz día de San Silvestre, excelentísimo Overstolz —le saludó con una reverencia de cabeza y después besó la mano de su esposa.

—Igualmente, Nikolas —respondió el alcalde, con una nueva reverencia. El copista recibió complacido el gesto—. Ya conoces al nuevo miembro de nuestra familia.

—Sí, así es. —Nikolas saludó a Raynard con exquisita cortesía.

—Querido Nikolas. Permíteme que te presente a mi bella esposa, Galiana.

—Te doy la razón, Raynard. No me queda ninguna duda de que la belleza en persona te acompaña —sonrió Nikolas mientras cogía la mano de la dama para besarla.

La joven Galiana no fue una excepción y, como las demás, también se sonrojó al escuchar las lisonjeras palabras del copista, que, elegante y galán en su cotardía de terciopelo azul, era la viva imagen de un príncipe.

Siguiendo el orden preestablecido, de mayor a menor rango, los distintos componentes del patriciado fueron tomando asiento a lo largo de la mesa. En ella no se escatimaba el lujo. Excitados aunque cuidando mucho sus formas, los comensales se prepararon para recibir los manjares que Nikolas les tenía reservados. La aristocracia cortesana se mezclaba con la agraria y esta con los burgueses, comerciantes y artesanos poderosos. Aquella noche, todos compartían la mesa y la comida y se esforzaban en dejar a un lado las rivalidades que entre ellos existían. El menú pensado para el festejo era muy variado y se congraciaba con todos los gustos. En primer lugar, unas lentejas para asegurar la prosperidad económica del año que estaba a punto de comenzar. A continuación, los diferentes platos crearían un conjunto multicolor. Carpa, cerdo o pato a elegir en función de las preferencias de cada uno, sin olvidar las verduras de acompañamiento. Y finalmente los postres, Frankfurter Brenten, mazapán que endulzaría el estómago de todos. Por supuesto, también gozarían de vino a raudales con el que brindar una y otra vez. Nikolas sabía que el alcohol convertía a aquel grupo de poderosos en un rebaño más fácil de manejar y por esa razón no confió el néctar de Baco a una única copa que se paseara lentamente arriba y abajo, como era costumbre, sino a una por comensal.

Cuando llegó el segundo plato, tal como el copista había previsto, el vino ya había comenzado a hacer efecto entre los invitados y estos hablaban sin medir en demasía sus palabras.

—¿Queréis engordarnos a todos, Nikolas? Vamos a creer que nos cebáis como a un cerdo antes de su matanza. —La voz del mayor pañero de la ciudad, habitual en las clandestinas partidas de cartas, se rompió entre risas que los demás secundaron, algunos más entusiasmados que otros.

—Pues me temo que deberemos seguir las pretensiones de Nikolas. ¿Habéis visto cuántos ejemplares porcinos han muerto este año a causa del frío? —preguntó señalando la bandeja llena de cerdo uno de los mercaderes que aseguraban el aprovisionamiento alimenticio de Colonia.

—Si no los mata el frío, los matamos nosotros. ¿Qué más da? —sentenció Wolff, ajeno a preocupaciones tan prosaicas.

El tono de voz de los comensales iba creciendo a medida que avanzaba la cena. Los coloquios que buscaban ser ingeniosos o serios matizaban su efecto bajo el tono jocoso de un acento etílico.

—Ocurre que, desde según qué moral, se nos dicta que jamás debería sacrificarse a una criatura de Dios… o, por lo menos, antes de lo previsto, Otis.

Sin dejar de masticar, todos los asistentes se carcajearon divertidos con el comentario de Nikolas. En esas fiestas, los chistes tenían auditorio asegurado. Si se sabían anunciar, un coro de risas siempre los acompañaba, aunque muchos no entendieran la gracia.

—Hablando de moral y de criaturas de Dios, veo que hoy no nos acompaña nuestro querido arzobispo —agregó Heller, dando un trago a su copa de vino. Presidía el extremo principal de la mesa.

—No estaba disponible. Los deberes lo retienen en Bonn, según me han informado.

Heller asintió, disimulando una incipiente sonrisa antes de proseguir con su discurso:

—Una lástima. Esta noche echaremos en falta sus consejos divinos.

Los presentes le dieron la razón, convencidos de que las palabras de Heller eran auténticas. Solo Nikolas reconoció en ellas el toque de sarcasmo que el alcalde les había imprimido.

En las conversaciones que se sucedían, los hombres eran los protagonistas. Las mujeres permanecían casi todo el rato en silencio, a excepción de algún comentario que se permitían para alabar los manjares o para presumir de la última hazaña del esposo. Entre bandejas repletas de comida y jarras rebosantes de vino, los prohombres de Colonia hablaban educados y escondían sus auténticas intenciones: descubrir el secreto o la debilidad más íntima de quien se hallara sentado justo a su lado. Tiempo habría después de regodearse entre su séquito alardeando de según qué tropiezos que a ellos no les ocurrirían jamás.

—No olvidéis dejar algunos restos en el plato hasta la medianoche si queréis que vuestra despensa sea abundante durante el año que entra —anunció el mercader de alimentos.

—Esas ideas peregrinas son para otros. Nuestra despensa está perfecta —respondió Wolff—. Solo el trabajo y el esfuerzo aseguran la comida, no las supersticiones. Esas provienen del mismísimo diablo —concluyó, mirando a Roderica, que una vez más seguía orgullosa la intervención de su marido.

—No es ningún secreto que en estos últimos tiempos hemos vivido periodos algo difíciles, Herr Wolff. Algunos más que otros —habló un comerciante de pieles—. A mi modo de ver, las cosas están cambiando.

Varias fueron las causas por las que entre finales del siglo XIV e inicios del XV se vivió una época decadente en Europa. El fin del periodo caluroso medieval, durante el cual las altas temperaturas habían propiciado buenas cosechas, trajo consigo fríos severos que no hicieron sino influir negativamente en la agricultura. Las epidemias y la peste tampoco ayudaron. El crecimiento demográfico que se había ido sucediendo en los últimos cuatro siglos vivió una radical caída y la población europea se redujo a un tercio. Además, el sistema feudal empezaba a tambalearse. Comenzaron a surgir ejércitos profesionales, unidos a su señor no por un pacto de vasallaje, sino por una paga. El concepto de salario, pues, también se difundía rápido. Las ciudades eran cada vez más importantes y los centros de poder se fueron desplazando a ellas, a los burgos. Allí, la separación de riquezas entre la alta y la baja burguesía era abismal y las protestas en los gremios se sucedían a diario.

—Vos os referís a algunos problemas que se resolvieron rápida y eficazmente. Ya concedimos suficientes libertades a esos campesinos y ahora la agricultura vuelve a estar en auge. El mundo no puede cambiar así como así. Eso sería inadmisible —concluyó sin opción a disputa el señor feudal.

Él era el representante de aquella facción del patriciado que más estaba destinada a sufrir las consecuencias de la transición que había empezado a vivirse en Europa: el cambio de un sistema feudal, rural y rígido, al imparable poder dinámico de la burguesía.

La cena se cerró con los Frankfurter Brenten, la dulzura de cuyo sabor muchos degustaron anhelando en secreto que se transmitiera también a los demás sentidos.

—¿Qué delicia es esta, Herr Fischer? —se atrevió a preguntar la esposa del mercader de pieles, visiblemente interesada en su receta.

El comerciante la miró de soslayo indicando con su gesto la inconveniencia. ¿Cómo osaba hablar a un desconocido sin ser preguntada? Ni ella ni ninguna otra mujer debían tomar la palabra de esa manera; no estaba bien visto, y menos si interrumpía, como había hecho, la conversación de los hombres. Probablemente, el vino ingerido fuera la causa principal de tal desvergüenza. El mercader, su marido, le retiró la copa con descaro.

Nikolas se percató e intervino rápido para suavizar las tensiones:

—Lo he traído de Fráncfort exclusivamente para hoy. En cuanto a su preparación, lamento no saber responderos. Pero me halaga mucho vuestra pregunta y, por supuesto, intentaré satisfacer vuestra amable curiosidad tan pronto como me sea posible.

La esposa del mercader, todavía un tanto abochornada, recuperó un principio de sonrisa.

A continuación, Nikolas se puso en pie y anunció a todos que podían ir pasando cuando gustasen a la sala contigua, donde disfrutarían de música y baile. Poco a poco, los comensales fueron levantándose para acudir a ella.

Al son de la tonada que en ese momento reproducían un grupo de instrumentos compuesto de un arpa, una flauta, un salterio y varios címbalos, además de un coro joven, los patricios fueron trasladándose de estancia. La melodía llenaba la dependencia provista de enormes alfombras, que no dejaban de admirar embelesados. Sus dibujos eran sutilmente arábigos, pero ninguno de los invitados se percató de ese detalle. Mientras la mayoría se disponían a bailar cogidos de las manos, creando círculos y formas geométricas en movimiento, el caballero Raynard se separó de su esposa para hablar a solas con Nikolas. Dejaron a un lado las formalidades mantenidas durante la cena ante los demás comensales.

—Te veo muy bien, Raynard. La vida de casado te sienta de maravilla.

—Gracias. La verdad es que hasta el momento no me puedo quejar.

Por el tono, Nikolas se dio cuenta enseguida de que el caballero buscaba algo más que una conversación amable entre amigos. La mirada de Raynard se dirigió a Agripina, que bailaba y reía ausente. No le costó nada al copista entenderlo todo; las palabras que el arzobispo Von Morse pronunciara días atrás sobre la esposa del alcalde tomaron de repente la forma de una incómoda certeza.

—¿Tienes algo que contarme? —preguntó cauto.

Raynard escondió un gesto inquieto.

—No me hagas hablar, Nikolas… —Bajó el tono de su voz y la convirtió casi en un susurro, buscando que nadie más pudiera oírle.

—Eres tú quien se ha acercado a mí, ¿me equivoco? —sonrió Nikolas. Era evidente que estaba gozando de aquella situación.

Raynard cabeceó indeciso. Entornó sus ojos hacia su esposa Galiana, que lo saludó alegre. Él la correspondió esforzado. Después se llevó a Nikolas al rincón más alejado de la sala.

—Agripina es una mujer mucho más contundente de lo que aparenta. No puedes negarle nada cuando te lo pide…

El caballero parloteaba rápido entre excusas y justificaciones. Evitaba mirar directamente a Nikolas, temeroso.

—¿Me estás diciendo que entre la esposa del alcalde y tú existe un idilio?

Raynard alzó la vista. Con los ojos de Nikolas clavados en los suyos, acabó por reconocerlo. Su gesto no reflejaba orgullo por lo ocurrido. El copista sabía muy bien por qué:

—¿Sabes que Heller tiene mil ojos?

Raynard volvió a asentir.

Nikolas ya había empezado a entretejer mentalmente lo que aquel dato le aportaba. El caballero, su viejo amigo, le había confesado un secreto que ponía en peligro incluso su vida. Si alguna vez le negaba sus favores, sabría cómo obtenerlos.

Trató de calmar a Raynard sin demasiada insistencia y le recordó cuáles eran sus deberes. Tras algunos consejos, se alejó de él entre disculpas: tenía otros invitados que atender.

Se unió a los que danzaban al ritmo de aquellas notas agudas y simuló estar tan ebrio como ellos cuando en realidad era el único sereno. Habían olvidado el recato y reían a carcajadas, sin apuro. También las mujeres, casi todas las cuales bailaban aquel ritmo tan alegre.

—¿Estáis disfrutando de la velada? —Nikolas siguió a Heller, que había abandonado la danza para llenar su copa de vino en la sala de al lado.

—Lo cierto es que sí. Tu fiesta está siendo… todo un éxito. Enhorabuena.

Nikolas sonrió satisfecho. También el alcalde había bebido vino suficiente y su dicción lo ponía de manifiesto.

—Esa era mi intención.

Heller dio un trago a su copa y se alejaba ya cuando Nikolas se le interpuso.

—Heller. Me gustaría hablaros un momento.

—Claro, Nikolas. Tus deseos son órdenes para mí —dijo travieso.

—Me conformaría con tener aunque solo fuera un poco de ese poder —bromeó—, pues debo pediros un favor.

—¿Sabes que las palabras «favor» y «deber» no pueden ir nunca juntas en la misma frase? Tú que vives en tu mundo de libros y doctas sentencias… tendrías que saberlo.

—Cierto. Entonces os diré que necesito que me concedáis el favor que os pido.

—Está bien, te escucho. Si me permites…

Heller recuperó el asiento que durante la cena había ocupado. Nikolas le imitó y se sentó justo al lado.

—Vos tenéis control sobre los barcos que atracan en el puerto.

—Claro. No solo tengo control… tengo el control de absolutamente todo lo que entra y sale de esta ciudad —dijo, alzando los brazos con grandilocuencia.

—No lo dudo. De ahí mi petición.

—¿Y cuál es? —preguntó entrecerrando los ojos, curioso.

—Necesito vía libre a una descarga que tendrá lugar dentro de poco tiempo.

—¿De qué se trata? ¿Son más libros secretos de esos que vendes tan caros? —preguntó burlón—. Porque si son más relatos picantes, me gustaría que me regalaras uno a cambio. Últimamente me encuentro un poco solo, ya me entiendes —le guiñó un ojo.

Nikolas no pudo evitar pensar en lo que Raynard le había contado. Respondió con rapidez; estaba convencido de que el estado en que Heller se hallaba inhibiría sus recelos.

—Permitidme que no os lo diga. Son solo cajas grandes y pesadas. Pero sí os diré que, por supuesto, en nada perjudicará al esplendor de Colonia —sonrió el copista, ufano.

Deseó con todas sus fuerzas que no le hiciera más preguntas. Él jamás cuestionaba los auténticos motivos de los favores que el alcalde le sugería y sabía por experiencia que siempre había mucho más de lo que le explicaba. La oscuridad en los planes de Heller era hermética, aunque si en ese intercambio de favores había algo cierto era que su palabra había sido hasta ese día inquebrantable. Y eso era lo único que le pedía.

Nikolas se detuvo a observar cómo los ojos saltones del corregidor se fijaban en el techo. Tras un momento de dudas, al fin resolvió:

—De acuerdo. Te doy mi palabra. Pero ten por seguro que me cobraré este favor cuando más me convenga. —Sin apenas equilibrio, el político se puso en pie—. Y ahora, si me disculpas, voy a regresar con mi esposa. Esta noche está especialmente bella y promete demasiado como para pasarla contigo. No te ofendas, pero ni tus manos, ni tu cutis, ni el olor a tinta que desprendes me sirven —pronunció mientras se marchaba riendo a la otra sala.

Nikolas se quedó quieto estudiando cómo el alcalde Heller se alejaba tambaleante y esperanzado; esa noche Agripina no se escaparía de satisfacerle. Con la promesa del político todavía en sus oídos, suspiró aliviado. En su rostro, una amplia sonrisa. Ya podía dejar de fingir. Vio cómo Raynard se asomaba desde la otra sala y lo miraba, expectante, temeroso. Al cruzarse con Heller, agachó la cabeza.

Era muy tarde. Nikolas decidió que por su parte había llegado la hora de retirarse. Tenía lo que necesitaba; ahora solo le quedaba esperar. Esperar, por supuesto, sin desatender ni por un momento el trabajo pendiente.

Evitó despedirse de nadie y desapareció tras una puerta en dirección a sus aposentos mientras una punzada de añoranza llamada Ilse le hacía presagiar una noche inquieta.