Capítulo 52

Lorenz parecía estar algo más animado, al menos así lo indicaba su paso rápido. A Johann, acostumbrado a la vida sedentaria de la librería, le costó seguirlo, pero no quiso decir nada. La curiosidad era mayor que la falta de aliento. Llegaron a casa del orfebre y se encontraron con Erika.

—Buenos días, papá, ¿cómo estás? —preguntó prudente.

Temía ver reaparecer en su padre la tristeza de la noche anterior. A cualquier hijo le resulta embarazoso el llanto de su progenitor; le desalienta asistir al derrumbe de la mayor protección con la que creía contar.

—Bien, Erika, lo superaré. He invitado a Johann porque quiero que vea lo que estamos haciendo.

—Ah… —La hija se sorprendió al advertir la figura del librero tras su padre—. Sed pues bienvenido, Herr Buchmann —añadió respetuosa. Los ojos castaños de la joven miraban interrogativos a su padre. Este insinuó un gesto asertivo, casi imperceptible, pero suficiente para indicar su confianza en su amigo.

—¿Dónde está Olga? —preguntó Lorenz.

—Acaba de salir a comprar algo para comer. La despensa está casi vacía y queda todavía mucho trabajo por delante. He compuesto ya la siguiente página. ¿Quieres ver la muestra?

El orfebre revisó rápido al papel que su hija le ofrecía. Se dio la vuelta y se encontró con los ojos asombrados del librero. Johann apenas podía dar crédito a lo que estaba presenciando. La estancia en nada se habría distinguido de un pequeño y afanoso taller: la prensa, los restos de metales, multitud de páginas impresas por todas partes… Lorenz tomó con cuidado un pliego de hojas ordenadas y se lo pasó.

—Pero… Lorenz, esto… ¡esto es increíble!

Apoyó las páginas sobre la mesa, sacó sus lentes de un bolsillo y se agachó para observarlas con detenimiento. A medida que recorría las líneas, el rostro se le iba iluminando.

—La copia es fabulosa, las letras son nítidas y regulares… Parecen dignas de un gran copista pero… las has hecho con la máquina, ¿verdad?

Lorenz siguió el dedo del librero que señalaba a la prensa. Sin poder ocultar su satisfacción, sonrió.

—Sí, así es. Continúo avanzando. Ahora pretendo copiar un libro entero. Bueno, no solo yo lo pretendo. Es lo que te quería mostrar. Siéntate, por favor.

No hizo falta repetirlo. Johann tomó asiento, ávido de que le informara con detalle. Lorenz rebuscó entre los papeles la carta que en su día recibió con el encargo. Se la mostró y esperó su opinión.

—Vaya, Lorenz… Cierto que has sabido ocultar este encargo, porque no sabía absolutamente nada. La verdad es que resulta extraordinario. El libro que te han encargado copiar es una auténtica joya. ¡Aristóteles! Quien quiera que te lo haya hecho llegar, o tiene acceso a una vastísima cultura, o tiene mucho dinero… Viendo el montante que te pagará, probablemente ambas cosas. ¿Puedes decirme quién es el mecenas?

—No.

La parquedad de la respuesta desconcertó a Johann. Lorenz matizó:

—Esperaba que pudieras decírmelo tú.

El librero miró la carta, consultó de nuevo el texto y respondió:

—A fuer de ser sincero, no. No tengo noticia de quién pueda estar detrás de todo esto.

—¿He de sospechar algo, entonces? ¿He de desconfiar? —titubeó Lorenz.

Johann se quitó los lentes y enarcó las cejas.

—La verdad, Lorenz, es que a partir de tu entrega de las indulgencias algunos de nosotros difundimos el potencial de tu invento entre aquellos que eran dignos de nuestra confianza. Como ya sabes, hay mucha más gente que comparte nuestras ideas, por supuesto también más allá de los muros de Colonia. No somos un grupo organizado, ni tenemos la voluntad de serlo. Tan solo buscamos difundir el conocimiento cada uno en su terreno.

—El padre Martin me dijo que las indulgencias solo eran el principio, que pronto habría más por lo que luchar. ¿Crees que pudo ser él quien…?

El librero suspiró.

—Lo desconozco, Lorenz, aunque tengo mis dudas. Los contactos que nuestro amigo tenía se reducían a sus feligreses, y no creo que ellos estén en posición de hacer una oferta así. Sé que había algún artesano fiel seguidor de su manera de entender el cristianismo, pero poco más. De hecho, a Martin lo conocimos a través de Yago. Un cliente modesto le habló tan bien de los sermones de Martin que no pudo dejar de acudir a conocerlo. Quedó fascinado por su integridad y desde entonces acudía a nuestros encuentros. No siempre, claro, ya sabes que sus parroquianos estaban por encima de todo, incluso de nosotros.

Johann se llevó los dedos índice y pulgar hacia el puente de la nariz, donde tenía la marca que el uso frecuente de los lentes le había dejado. Continuó:

—Lo que sí recuerdo con claridad era su sueño de que algún día…

La voz de Olga dando los buenos días le interrumpió. Confundido, se puso de pie. Olga miró sorprendida al desconocido.

Lorenz realizó las presentaciones sin saber muy bien cómo. ¿Esposa? De alguna manera, sentía que era así, pero no estaban casados. No fueron necesarias más explicaciones.

—Creo que nos hemos cruzado en alguna ocasión. Lorenz habla maravillas de vos, Johann. Es un placer poder saludaros. —Olga sonreía resplandeciente.

Johann se sonrojó. Se le notaba un tanto azorado. Se quitó el birrete verde que coronaba su cabeza.

—También yo me había fijado en vos… Quiero decir que me había dado cuenta de… eh… —Tosió nervioso—. Es difícil no darse cuenta de tanta belleza, ¿no es cierto?

Olga abrió más los ojos al tiempo que sus mejillas se arrebolaban. Johann sacó un poco de pecho y dejó escapar una risita feliz no solo por haber sido capaz de articular un piropo, sino por haberlo hecho con éxito.

—Bueno, he traído comida, voy a preparar algo para almorzar —añadió Olga mientras miraba divertida a Lorenz—. Johann, nos haréis el honor de acompañarnos, ¿verdad?

—Por supuesto, será para mí un placer. —Y se agachó en una reverencia. Olga le correspondió flexionando levemente las rodillas. Erika se tapó la boca para ahogar una risa. Ambas mujeres se acercaron al hogar para cocinar.

Johann guiñó un ojo al orfebre y le murmuró:

—¡Menudo bribón! Te felicito y me alegro mucho por ti.

—Eh… gracias, supongo… —contestó, rascándose inquieto la coronilla.

—Por cierto —el librero se acercó aún más al orfebre—, ¿podemos hablar con total tranquilidad de… bueno, de cualquier tema?

—Sí, sí, tanto Erika como Olga están al tanto de todo. Es más, sin ellas no habría podido sacar adelante nada de esto.

El librero asintió, pero no dejó de echar una última mirada suspicaz a Olga. Agitó la cabeza y, recuperando su semblante sereno, continuó hablando.

—Todavía no me has enseñado cómo funciona el artilugio, Lorenz, ¿serías tan amable?

El orfebre se levantó y se dirigió a la prensa. Mientras las mujeres preparaban la mesa, no encontró mejor manera de explicar a su amigo aquel invento que imprimiendo unas hojas. Le mostró los diferentes tipos móviles, cómo los había confeccionado, la modificación de la prensa, la composición de una página, los intentos fallidos con los diferentes tipos de tinta…

—Me costó muchos disgustos conseguir esta calidad. Una vez resueltos los caracteres, al principio de utilizar la tinta tradicional de los copistas pensé que todos los esfuerzos no habían servido para nada. Sometida a presión, corría por la trama del papel como una condenada. Al final probé disolviendo el negro de humo en ingredientes de mayor consistencia que el agua. Acerté con la grasa; el sebo mantiene la tinta sobre los caracteres incluso cuando el papel recibe la presión de la prensa. Tarda más en secarse, claro, pero el resultado es óptimo.

El entusiasmo se fue contagiando y pronto los dos hombres se enfrascaron en la producción de páginas del nuevo libro.

—¡Esto es fantástico! —clamó Johann—. Cuando lo comentaste el otro día me costaba imaginarlo. Pero ahora que lo veo, la velocidad con la que copias y la perfección conseguida harán bajar los costes de forma vertiginosa, Lorenz, ¡vertiginosa!

—Bajarán los costes y aumentará el número de volúmenes, sí. Era lo que intentaba explicaros en tu casa. Mira este libro, por ejemplo. ¿Cuánto tardaría un copista en hacer cincuenta copias?

Johann hizo una mueca.

—Según se trate de Nikolas o no…

—¿Nikolas Fischer?

—Sí, Nikolas Fischer, veo que has oído hablar de él. La fama de su obrador es sobresaliente; capaz sin duda de realizar copias mucho más rápido de lo habitual aunque… ¡aunque no tanto como esta máquina! Por cierto, ¿sabes cómo se van a distribuir estos ejemplares? Porque si te han encargado tantos será para venderlos, ¿no?

El orfebre se encogió de hombros.

—No sé más que lo que te he mostrado. Cuento con que se distribuyan, pero no sé a quién ni dónde. Supongo que Merrill no estaría muy de acuerdo con eso…

—No le hagas caso. Cuantos más ejemplares haya, más posibilidades habrá de que lleguen a las manos adecuadas. Ojalá consiga yo también alguno… —admitió resignado—. En cualquier caso, falta encuadernarlos, tampoco sabes quién se ocupará de eso… Ya, ya sé —añadió manoteando—, perdona mis preguntas, pero es que todo esto es tan emocionante para mí… Llevo toda la vida trabajando en libros y nunca antes había visto nada igual.

Lorenz lo contemplaba entre divertido y extrañado.

—¿No estás exagerando un poco?

—Es cierto, Lorenz. Jamás.

Erika les avisó de que el almuerzo estaba preparado. Ahora que disponían de algo de dinero, Olga no había escatimado al hacer las compras: pan blanco, leche, miel, panceta e incluso huevos de gallina. Johann se relamía ante tan apetitosa visión y Lorenz estaba encantado de poder invitar a su amigo, repartiendo miradas cómplices de agradecimiento tanto a Olga como a Erika.

La jornada anterior había estado totalmente ocupada por el desánimo, y ni uno ni otro habían probado bocado. Ahora, con el espíritu exaltado por los avances de Lorenz, volvieron a sentirse vivos. Erika y Olga se mostraban asombradas ante el voraz apetito de ambos hombres. La pena seguía ahí, tercamente aferrada al corazón, pero las ganas de seguir adelante habían hecho acto de presencia con fuerza.

Cuando la mesa estuvo recogida, el librero se palmeó la barriga satisfecho.

—Te debo una comida, Lorenz. Este almuerzo no merece contrapartida menor que esa.

—No me debes nada, Johann, si acaso venir con más frecuencia a visitarme.

—Con estos argumentos —hizo un gesto con las manos abarcando la mesa—, acabarás convenciéndome.

—Johann —retomó Lorenz—, antes me estabas explicando el sueño del padre Martin…

Los ojos de su amigo perdieron algo de su luz y su sonrisa se tornó un tanto melancólica. Desvió su mirada de Olga y la centró en el orfebre. A continuación pareció recordar:

—¡Oh, sí! Verás. —Miró a izquierda y derecha como vigilando que no hubiera extraños cerca, en un acto reflejo inútil en el interior de una casa—. No sé si has oído hablar de Wycliff…

—Recuerdo haber escuchado el nombre en boca del propio padre.

—Es más que probable. Wycliff fue un teólogo inglés del siglo pasado que pretendía renovar el cristianismo. Naturalmente fue condenado por hereje en el Concilio de Constanza, aunque —ahí se vio dudar a Johann— gracias a sus contactos no lograron asesinarlo.

Hizo una pausa que Lorenz respetó, circunspecto.

—La cuestión es que Wycliff fue el primero en traducir la Biblia a una lengua vernácula, a su inglés materno. Fue lo que provocó su condena, pero también fue su legado: la defensa de que la palabra de Dios tiene que llegar directamente al creyente, sin necesidad de intermediarios que la traduzcan.

—Eso suena fantástico.

—¿Sí, verdad? A pesar de que sus libros se quemaron, su herencia no. Muchos como Jan Hus o el propio Martin siguieron su estela. Y ese era el sueño de nuestro amigo, traducir algún día la Biblia al alemán. Él pensaba, además, que podría ser una herramienta fantástica para enseñar a leer.

Lorenz podía ver a Martin Wahrheit pronunciando ilusionado esas palabras. Se lo imaginaba haciendo todo lo posible por repartir Biblias entre sus parroquianos más pobres, y también impartiendo las clases. Seguro que lo habría hecho, seguro.

El silencio se adueñó de la estancia. Erika se mordió el labio, frustrada: quería ser capaz de decir aunque fuera una sola palabra de consuelo, pero no la hallaba. Finalmente se acercó y apoyó sus manos sobre los hombros de su padre. Lorenz agradeció el gesto y acarició suavemente una de ellas.

—No sé si algún día podremos ver cumplido el sueño del padre Martin, pero no lo descarto —aseveró Johann—, y menos después de conocer tu invento, Lorenz.

—Yo también quiero creerlo —afirmó el orfebre. Se volvió para mirar a Erika—: Tenemos trabajo; hay que seguir imprimiendo.

—Excelente obra, sí señor. ¿Necesitas que te ayude?

Lorenz negó con la cabeza.

—Gracias, pero no es necesario. Tú tienes tu librería y debes atenderla. Y yo tengo a mi equipo que, a Dios gracias, es infatigable.

Olga se acercó rodeando con su brazo a Erika. Johann las miró satisfecho.

—Te dejo en buenas manos, amigo mío. Gracias a todos por tan exquisitas viandas. No podéis imaginar cuánto me reconforta este ambiente hogareño.

Se puso de pie e inclinó la cabeza dispuesto a marcharse. Lorenz se levantó y lo acompañó. Ya en la puerta, le tendió la mano. Johann respondió con un rápido pero cálido abrazo.

—Mantenme informado, Lorenz. Y, por favor, no desfallezcas.

—No lo haré. Mi determinación es firme… Se lo debo.

Contempló cómo se alejaba el librero por entre las callejuelas. El frío intenso hacía que todos los viandantes caminaran encogidos, protegiendo el frágil calor de sus cuerpos. Lorenz miró al cielo y vio que estaba despejado, con un brillo azul y metálico. Entró en la casa y cerró la puerta. Se sacudió los brazos para quitarse el frío, como si se desprendiera de una fina capa de polvo.

Erika y Olga habían empezado sin él. Hacían subir y bajar la máquina con velocidad, sabedora cada una de su papel. Una oleada de cariño le embargó entero. Se subió las mangas y se dirigió resuelto hacia las dos mujeres que componían su vida. No había mejor manera de superar los problemas que enfrentándose a ellos. El padre Martin Wahrheit estaría orgulloso.