A la mañana siguiente, Lorenz pasó bien temprano por casa del librero. Este aún dormía cuando escuchó golpes en la puerta y una voz llamándolo.
—¿Lorenz? ¿Estás bien? —preguntó alarmado Johann mientras le abría.
El orfebre, encogido, pasó al interior:
—Sí, sí, solo que no he podido dormir en toda la noche. Es que… necesito verlo, saludarlo, rezar por él. Me siento traidor al no haber estado a su lado en esos momentos. —Articuló una larga pausa antes de continuar; parecía que iba a realizar una confesión—: Pero… preferiría no ir solo.
Johann asintió; tampoco él había dormido apenas. Se fijó en los ojos rojos y apesadumbrados de Lorenz y se vio reconocido en ellos. Tras pedirle unos instantes para vestirse, desapareció por las escaleras. Se le hacía un nudo en la garganta solo de pensar en lo que podían encontrarse. Entendió, sin embargo, que también para él era necesario.
Caminaron en silencio y con gesto serio, sin mirarse. De soslayo, Johann notó cómo en cierto momento los rasgos de Lorenz se tensaban. Alzó la vista y distinguió la catedral por encima de los tejados. Ya estaban cerca. Todavía emanaba de las frías calles una esencia extraña, una mezcla mareante de madera y carne quemada. En cuanto llegaron a la explanada, Johann se llevó una mano al rostro y se tapó la boca. Allí estaban las cenizas de la hoguera, todavía con algunos leños humeantes que no habían ardido del todo. Alrededor, algún que otro mendigo combatía la baja temperatura de la mañana con las brasas, y un puñado de mujeres y hombres rezaban arrodillados. No muy lejos transitaban un par de soldados, pendientes de lo que sucedía.
Lorenz cruzó su mirada triste con los que oraban; algunos de ellos bajaron la cabeza en señal de saludo. Se reconocían en su dolor. Johann se notaba terriblemente incómodo, temeroso de encontrar algún resto del que había sido su amigo. Al ver los despojos carbonizados le asaltó un vacío infinito. Lo que lo conmovió no fue tanto la repugnancia o el dolor sino la inexorable confirmación de la muerte del padre Martin. Le hizo sentir compasión por su terrible final y al instante le invadió una intensa sensación de vértigo.
Por su parte, Lorenz quiso imitar a los pocos fieles que allí se congregaban. Sus movimientos pesaban, igual que los del caminante agotado tras una larguísima jornada. Fue doblando las rodillas, cerró los ojos e intentó musitar una oración. Pero le sonó hipócrita. Optó por imaginar una conversación con el cura como si estuviera allí presente. Lo primero que hizo fue pedirle disculpas por no haber sido capaz de acudir a su lado el día anterior. Había decidido evitar ser testigo de la injusticia. Deseaba recordarlo siempre vivo. Tampoco quería albergar mayor odio en su corazón. Pero ¿qué otro sentimiento podía provocarle aquel asesinato?
Lorenz sabía muy bien que le debía la vida. Pese a las torturas y el horrible final, el padre Martin Wahrheit no había confesado su participación en las indulgencias. De haberlo incriminado, las cosas habrían sido diferentes. Por un segundo se engañó pensando que las autoridades podrían incluso haberse interesado por su invento y quizá mostrado algo de magnanimidad…
No, eso no era posible; el padre Martin hizo lo correcto hasta el último momento y estaría en deuda con él para siempre. Lorenz quería prometer que acudiría más a misa, que sería más y mejor católico que hasta entonces, pero se resistía a engañar al padre Martin. No estaba seguro de querer hacerlo. Descubrir la parroquia de San Miguel Arcángel le había aliviado en parte de las heridas del pasado. Pero todavía se sentía desvinculado de la Iglesia y de sus rituales. Saber que el máximo representante del cristianismo en Colonia y alrededores había sido el principal responsable de la muerte de su amigo en nada ayudaba. Solo la fe de las gentes sencillas como las que allí permanecían resistiendo el frío lo conminaba a no renunciar del todo a las creencias religiosas.
Johann seguía de pie, con la mirada perdida. Esperó pacientemente a que Lorenz terminara. Echaba de vez en cuando un vistazo a los soldados, que paseaban con cierta indolencia parloteando entre ellos.
De repente, un hombre de cara colorada se acercó al grupo. Lorenz ya se estaba poniendo en pie cuando lo vio llegar. Creyó que pretendía unirse a ellos y lo saludó con discreción. El individuo respondió escupiéndole.
—¡No entiendo cómo no os apresan a todos! ¡Estáis rezando a un hereje! ¡Qué vergüenza!
Lorenz se quedó petrificado, sin saber qué contestar. Otro de los que oraban se levantó y, con gesto humilde y triste, le ofreció respuesta:
—Con nosotros fue un hombre benevolente y generoso, siempre presto a ayudarnos. Por eso estamos aquí y por eso le rendimos homenaje.
—¿Rendís homenaje a un hereje? —Volvió a escupir, esta vez al suelo—. ¿Acaso estáis en contra de la voluntad de la Santa Madre Iglesia?
Las mejillas del hombre se enrojecían cada vez más. Sus puños se apretaron, fieros. Los soldados se fueron acercando, por si tenían que actuar. Continuó con su diatriba:
—Creo que hacen falta más hogueras para limpiar esta ciudad de basura…
Johann sujetó del brazo a Lorenz, que había pasado de la perplejidad al enojo.
—¡Deja en paz a estas buenas gentes! —le lanzó.
El individuo sonrió satisfecho.
—Hombre, mira, uno que tiene sangre en las venas… ¿Qué vas a hacer, renegado? ¿Hechizarme con algún embrujo?
Johann cogía ahora con ambos brazos a Lorenz, que estaba a punto de perder los nervios.
—¡Lorenz, contente! ¿No ves que busca eso, provocarte?
—¡Suéltalo, cara de sapo! ¡A mí no me da miedo ningún adorador del demonio!
Otros ciudadanos que por allí pasaban se animaron a añadirse al hombre de la cara colorada.
—¡Largaos de esta ciudad! El que reza a un hereje reza al diablo. ¿Por qué lo quemaron si no? —chilló una anciana.
Los dos militares ya estaban al lado cuando comenzaba la pelea.
—¡Alto a la autoridad! ¿Qué ocurre aquí?
—¿Qué ocurre? ¡Que están rezando a un hereje, eso es lo que ocurre! ¿Cómo permite eso la fuerza pública, eh?
El soldado alto, de grandes hombros, se interpuso entre el hombre y el grupo próximo a los rescoldos. La mayoría había dejado su posición de plegaria para ponerse en pie; algunos con las miradas desafiantes, otros simplemente cansados y tristes. El soldado contestó:
—Tenemos órdenes muy claras de evitar alborotos. El hereje ya fue quemado. Vamos, sigan su camino.
El compañero del guardia, un hombre menudo, enjuto y nervioso, adelantaba su alabarda con los dientes apretados. Fue suficiente para detener cualquier movimiento en falso. Los viandantes empezaron a alejarse soltando algún que otro insulto. Lorenz se acercó al soldado.
—Gracias por vuestra intervención. Estas personas —dijo señalando a los oradores— son gentes sencillas a los que ese hombre ayudó. Están tristes y solo pretenden honrar su memoria.
El soldado pareció masticar algo antes de contestar.
—Pues poca honra puede tener alguien que ha sido condenado por herejía, ¿no creéis?
El rostro de Lorenz volvió a la perplejidad.
—¿Cómo…?
Asintiendo lentamente el soldado continuó:
—Creo que deberíais iros todos a casa. Allí podréis rezar todo lo que queráis. Hacerlo aquí es provocar a la gente.
—Pero… señor… el padre Martin… —quiso replicar una mujer.
—El padre comosellame fue condenado por las autoridades de esta ciudad, así que haced el favor de marcharos por las buenas si no queréis que os eche a patadas, ¿está claro? —masculló antes de darse la vuelta y seguir con la ronda junto a su compañero.
Mujeres y hombres se miraron entre sí, resignados. Se santiguaron por última vez frente a la hoguera e iniciaron su marcha con lentitud. Una fugaz racha de aire les acarició la cara. Tuvieron una sensación extraña, reconfortante. Una mujer alzó la voz y sus palabras expresaron un sentimiento común:
—Es él. Nos está saludando —dijo.
Se miraron con los ojos empañados en lágrimas y sonrieron.
Lorenz aún se quedó unos instantes contemplando las cenizas en el suelo. Luego retomó el camino seguido de Johann. Sus hombros estaban encogidos por la pena y el enfado. El librero lo dejó marchar a solas durante un rato, sin cruzar palabra. Unas calles más allá, se puso a su altura y simplemente esperó a que el orfebre se desahogara.
—¿Por qué? ¿Por qué, Johann? ¿Cómo pueden tratar así a alguien como Martin?
—Es muy sencillo… Necesitan confiar en las autoridades.
—¡Pero las autoridades se han equivocado! ¡Es injusto! ¿Matar a una persona por unas hojas de papel? ¡Dios, Johann! ¿Qué harán con un asesino, si no puede haber castigo peor?
—Te entiendo, Lorenz. También yo me siento culpable… Quizá deberíamos haberle ayudado de otra manera…
Lorenz se detuvo. La culpa le carcomía por haber colaborado en algo que probablemente había llevado a la muerte a su amigo. Sus ojos deambulaban de un sitio a otro. De repente se centraron y su voz emergió clara:
—Martin me comentó que él y el arzobispo se conocieron de jóvenes. Ya desde aquel momento surgieron las diferencias entre ellos. El arzobispo tenía una especie de espina clavada.
El librero le puso las manos sobre el brazo.
—No te tortures, Lorenz. El arzobispo ha actuado por venganza, no porque nuestro amigo hiciera algo realmente malo. Dieter von Morse se ha mostrado como lo que es, un ser mezquino y rencoroso. Pero justo por eso hemos de conservar intacta la memoria de Martin Wahrheit. No ha muerto por nada, lo ha hecho para darnos ejemplo de lo que es amar la vida y ser fiel a unos principios. Su antítesis, el arzobispo, es un miserable que solo ama el poder. Para él, el sufrimiento y la decadencia. Para nosotros, el futuro. Estamos en el bando acertado, Lorenz, aunque a veces cueste trabajo creerlo.
Lorenz mostró un amago de sonrisa que contrastó con las gruesas lágrimas silenciosas que escapaban de sus ojos. Ambos hombres se fundieron en un fuerte abrazo. Las palabras del librero habían hecho mella en él: estaban en lo cierto. Experimentó la certeza de tener un centro de gravedad, de haber tomado partido y saberse en el lugar correcto. Era como si todo lo vivido hasta entonces hubiera estado más o menos desordenado y ahora, por fin, adquiriera justificación y equilibrio.
Siguieron caminando mientras Lorenz continuaba dándole vueltas: estaba en el bando acertado, sí, y una fuerza interior le conminaba a no abandonarlo. Había perdido el miedo.
—Johann…
—Dime, Lorenz.
—He de mostrarte algo. Es un encargo en el que estoy trabajando desde hace unos días y del cual no había dicho nada porque se me reclamó prudencia. Pero necesito que lo veas.
El librero enarcó las cejas.
—¿Y no puedes adelantarme de qué se trata? ¿Es acaso una joya?
—¿Una joya? ¡Oh, no, no! No se trata de eso. Es un texto, Johann, un libro. Aunque… es algo más que eso. Es un compromiso. Lo comprenderás cuando lo veas.
Johann lo miró expectante; había recuperado algo de su tono y buen humor habitual.
—¡Qué misterioso! No acabo de entenderlo; ¿compromiso? ¿Con qué o con quién?
Lorenz le dio una amistosa palmada en el hombro antes de contestar:
—Conmigo mismo, cuando menos… Con todos nosotros y con Martin Wahrheit, si todo sale bien.