Pocos días después, Colonia se levantó bajo una espesa cortina de niebla. Anchas y espesas pinceladas grises sombreaban las calles y perturbaban el ánimo de sus habitantes. Alguien clavó en la puerta de la parroquia de San Miguel Arcángel la copia de un documento oficial: era la condena al padre Martin Wahrheit emitida en el juicio.
Cuando los parroquianos se toparon con aquel anuncio, apenas pudieron dar crédito. El párroco Martin, aquel que siempre los había ayudado procurando comida al hambriento y cobijo al sin techo, que los consolaba y animaba con sus sermones, había sido condenado a algo terrible.
La parroquia había quedado cerrada desde el día en que el religioso fue detenido. Ante la imposibilidad de asistir a las misas, muchos visitaban otras iglesias cercanas, pero otros, acuciados por la indignación, permanecían fielmente ante sus puertas a la hora de la ceremonia. Se arrodillaban y rezaban. Tras la sentencia, todas las oraciones convergieron en pedir al Señor que se revocara la condena y que liberasen al cura.
La noticia de las reuniones frente a la iglesia llegó pronto a oídos del bürgermeister. Ante la posibilidad de enfurecer todavía más a los parroquianos, optó por no disolverlas. Pronto se ejecutaría la sentencia y temía convertir a un puñado de creyentes en un grupo de agitadores. Ordenó a varios soldados pasear por la zona solo para controlar que no se formara ningún alboroto y les dio instrucciones muy precisas de que no los interrumpieran.
Los militares cumplieron rondando a los arrodillados: un grupo de hombres y mujeres vestidos con harapos y sin apenas abrigo, cuya devoción superaba las bajas temperaturas; sus cuerpos sucios temblaban sobre el helado suelo mientras suplicaban a Dios misericordioso. Uno de los soldados tuvo que morderse los labios más de una vez al ver tan enorme tristeza.
El 21 de diciembre, Lorenz salió a caminar. Tenía unas ganas terribles de llorar, pero con Olga y Erika en casa, una mezcla de pudor y responsabilidad lo hacía contenerse. Las dos trataban de reconfortarlo, unidas.
Recorrió las calles de la ciudad, al principio con indolencia, sin un destino, pensando una y otra vez en la injusticia que se estaba cometiendo, en la impotencia de no poder evitarlo y en el dolor que le suponía la sola idea de dejar de ver a Martin. Las gentes transitaban a su lado y se volvían a mirar el rastro de desolación que dejaba. Una brisa helada le paralizaba la cara.
Sin darse cuenta, llevado por la rabia, fue acelerando el paso. También él tenía algo de culpa en lo que estaba sucediendo. ¿Acaso no había colaborado en las copias de aquellas indulgencias? Ellas eran la culminación del odio que Von Morse y los demás profesaban a Martin. Si él no las hubiera reproducido, si el cura hubiera continuado utilizando las de los monjes escribas, nada de eso hubiera ocurrido. Él merecía ser castigado tanto como Martin. El orfebre tuvo que detener su caminar para recuperar el resuello.
Pasó junto al mesón El Faisán Dorado e impelido por un impulso entró en él. También allí el ambiente era el de siempre, hombres y mujeres ataviados con sus coloridas túnicas bebían y reían despreocupados, ausentes a la tragedia. Se sentó en una mesa y sustituyó la suave cerveza por un fuerte aguardiente. Tenía la necesidad de castigar su cuerpo y a la vez de olvidarse de todo.
Cuando se sirvió el primer vaso a rebosar de alcohol, lo bebió de un trago. No tardó en sentir un molesto ardor que le provocó un pinchazo y lo hizo recogerse sobre sí mismo. Al rato, Meyer, el mesonero, se acercó a él preocupado. Le recomendó no seguir bebiendo, no era habitual en el orfebre, tan prudente y silencioso como solía ser. Lorenz posó en él sus ojos enrojecidos a punto de brotarle las lágrimas y le rogó sin palabras que lo dejara continuar. Ese era un día muy triste. Meyer aceptó.
Cuando volvió a la calle, sintió el efecto de la bebida. Las náuseas le atenazaban la garganta, y el frío se clavó de nuevo en su cuerpo. Cerca del puerto, se encaminó hacia el cauce del Rin y se introdujo por los improvisados callejones que habían creado los grandes fardos recién descargados de un barco mercante. Allí, aislado de todo, se dejó caer y dio rienda suelta a sus lágrimas. Lágrimas tristes y rabiosas que brotaron en abundancia, tras días de tensa espera y vana esperanza. Su cuerpo se convulsionaba por el llanto y el frío. El hedor de los residuos mezclados con las aguas se abría paso en su aliento. Las náuseas aumentaron. No le importaba, era lo menos que merecía.
Unos minutos más tarde, su respiración se fue calmando y dejó de llorar. Sentía los ojos hinchados y le dolía la cabeza. Uno de los estibadores lo vio y lo echó de allí. Lorenz se levantó como pudo y se marchó. El sordo dolor continuaba, así como los ardores en el estómago.
Por fortuna para él, giró por una bocacalle justo a tiempo, evitando así encontrarse con un carro que se dirigía hacia la explanada que había frente a la catedral; un carro repleto de leña que engordó aún más la impresionante pira donde estaba previsto que ardiera ese mismo día el padre Martin Wahrheit.
Ayudado por un lacayo, Dieter von Morse, arzobispo y príncipe elector de Colonia, subió con su báculo al carruaje que lo esperaba. Se colocó bien la sobrepelliz roja sobre su hábito blanco y esperó a que el cochero iniciara la marcha. Ya sentado, se levantó el solideo y pasó un suave pañuelo blanco por la frente pálida, perlada de gotas de sudor. Respiró hondo. Ya estaba preparado. En breve tendría lugar la ejecución de ese sacerdote díscolo que siempre había estado ahí, como una sombra, poniendo en duda la jerarquía, poniéndole en duda a él. Miró al cielo y, viendo que el sol se escondía entre espesas nubes, rezó a Dios para que ese día no lloviera.
Él había sido el juez que dictara la sentencia y estaría en la primera fila en aquel momento tan importante, presidiéndolo. Aunque ya no residiera en Colonia, ese era su sitio. El carruaje dio un rodeo antes de acercarse a la plaza de la catedral donde se desarrollaría la ejecución.
Aprovechó para rememorar cómo había acontecido el juicio que se realizó a puerta cerrada. La actitud arrogante de Martin le había recordado a la de Jan Hus veinte años atrás, como bien le había advertido la condesa Berta von Kerff. Fue lo único bueno que salió del Concilio de Constanza: la condena de Hus por herejía. Esperaba que los seguidores de Wahrheit no fuesen tan tercos.
Próximo a la catedral, Von Morse podía escuchar los gritos de las gentes que atestaban los alrededores. Parecían ansiosos por que empezara la ejecución. Casi toda la ciudad estaría allí. El arzobispo se removió en su asiento: muchos sacerdotes jóvenes se conmovieron con la muerte de Hus y estaba convencido de que Martin había sido uno de aquellos.
Cuando la población vio llegar la guardia personal del príncipe elector, fue cediendo espacio poco a poco, agachando la cabeza y manteniendo la distancia con las alabardas que apuntaban a los estómagos.
Dieter von Morse salió majestuoso de su carruaje y se dirigió a la tribuna, al lugar de honor, elevado por encima del vulgo. Allí estaría junto a Heller y otras autoridades civiles y religiosas. Entrevió a un padre dominico al que había tratado poco pero quien siempre le provocaba una sensación de ahogo. Enfundado en su túnica negra, renegaba de los místicos dominicos alemanes del siglo anterior y se mostraba incluso más intransigente que él en cuanto a la ortodoxia. A Von Morse no le extrañó cuando pidió estar presente en las sesiones de tortura contra el padre Martin. Von Morse evitó acudir a ellas.
—Buenos días, excelentísimo y reverendísimo arzobispo —saludó Heller poniéndose en pie.
El rostro de Heller le resultaba tan peculiar, con los ojos saltones y las cejas mínimas enmarcadas por unas facciones afiladas, que era incapaz de discernir si en sus palabras había ironía. Le sonrió con simpatía delante de todas aquellas personas que rogaban que empezara el espectáculo. Le llegaba al arzobispo un olor sucio, a piel de cabra y sudor, tan fuerte que le resultaba difícil disimular la mueca de asco.
—Buenos días, bürgermeister —contestó—. ¿Tenéis todo bien dispuesto?
Heller asintió poco convencido.
—Llevamos varios días vigilando a los seguidores de ese cura. No parecen peligrosos, pero sí fervientes devotos. Eso no es buena señal.
—Vamos, ¿de verdad teméis que esos desharrapados puedan con vuestros soldados?
El alcalde forzó una sonrisa. Se le escapó un tic en un ojo, que guiñó un par de veces. No le gustaba acatar órdenes y en ese momento, aunque fuera tácitamente, lo estaba haciendo. De no haber sido así, varios prohombres de la ciudad le habrían pedido explicaciones.
—No debemos menospreciar la furia que infunde el fanatismo. Este tipo de actos a veces saca a relucir lo peor del pueblo.
Mientras Heller parloteaba, el arzobispo dejó de escucharle. Al fondo de la plaza, un carro avanzaba con el padre Martin atado de manos; el cura había estado esperando la muerte en la casona junto a la plaza. Cuando el príncipe elector hubo tomado asiento, el alcalde lo siguió. Como dos bultos, uno rojo y blanco y el otro negro, el religioso y el político contrastaban con todo el populacho que se extendía a sus pies, corroído y deshilachado. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes hablaban sin parar, atentos, agitados, creando un murmullo constante y ruidoso. El arzobispo se fijó en que un niño de unos diez años lo saludaba con la boca abierta. Su rostro estaba tiznado de barro. Se inclinó ligeramente sobre Heller para poder seguir conversando.
—No es la primera vez que acudo a un «acto», como vos decís, y me temo que no será el último. Os puedo asegurar que, ahora mismo, todos los presentes —acompañó la frase con un gesto de su mano, abarcando la explanada— están temerosos; ver a alguien morir y además de forma tan dolorosa asusta a cualquiera. Pero también les despierta la morbosidad, la cual se alimenta básicamente de dos cosas: la contemplación del horror, de lo que puede ser el infierno, y la constatación de que ellos siguen vivos. ¿Sabéis lo que en el fondo pensarán cuando todo haya terminado?
Heller negó y esperó la respuesta del religioso, que en su lujoso asiento y con la mano apoyada en su báculo adoptaba una pose majestuosa.
—Pensarán qué fortuna la mía que no fui yo el ejecutado. Y hasta aquel que padezca la más miserable de las vidas volverá a su lugar feliz y contento. Confiad en mí, alcalde, nada mejor para confortar al pueblo que una buena ejecución.
No pudo contestar el alcalde ya que el griterío aumentó cuando el padre Martin llegó ante el patíbulo. Dos soldados lo llevaban sujeto por los brazos, casi lo arrastraban. Su rostro revelaba las marcas de las torturas que había sufrido. Aun así, se mantenía sereno, la barbilla alta. Caminaba tambaleante. Los espectadores más cercanos empezaron a insultarlo, algunos levantaban el puño de forma amenazadora, otros escupían al suelo mientras lo miraban. Von Morse observaba serio aunque por dentro se sintiera satisfecho. Miró de soslayo al alcalde.
Heller repasaba con ojos nerviosos la muchedumbre. Localizó en un rincón al fondo de la plaza a un grupo de hombres que llamaron su atención. Eran los únicos en toda la zona que permanecían inmóviles y en silencio. Vestían oscuros ropajes. Tamborileó con sus delgados dedos sobre el brazo de su asiento esperando a que sus soldados se colocaran cerca de ellos. Pero los militares, como el resto del pueblo, se hallaban pendientes de lo que estaba a punto de ocurrir. El griterío no le permitía dar órdenes tampoco. Estaba poniéndose nervioso.
Junto al padre Martin se situó otro sacerdote con un pergamino en la mano. Una vez los soldados se aseguraron de que la víctima estaba bien atada, el sacerdote pidió silencio a los asistentes para poder leer la sentencia.
—Martin Wahrheit, hijo de la ciudad de Maguncia y residente en la magna ciudad libre de Colonia. Siguiendo la ley habéis sido condenado por aprovechar vuestro cargo como sacerdote de la iglesia de San Miguel Arcángel de esta ciudad para, con palabras vanas y corruptas, incitar a vuestra parroquia a la desobediencia de los dogmas de la Santa Iglesia católica, cometiendo con ello el gravísimo pecado de herejía.
La mayoría de la población no dejaba de bramar con las acusaciones. Algunos seguidores del castigado rezaban, y el grupo distinguido del final de la plaza se mantenía callado y expectante. El alcalde creyó ver algo puntiagudo y sobresaliente bajo el manto de uno de ellos. ¿Y si era un arma?
—Martin Wahrheit, se os concede la última oportunidad para que confeséis vuestros pecados ante el pueblo y ante Dios que os contempla. Si os arrepentís, seréis decapitado para después ser vuestro cuerpo quemado. Si mantenéis vuestro obstinado silencio y negáis la verdad, la condena será morir quemado vivo, para que las llamas de la hoguera purifiquen vuestra alma y la salven del infierno eterno. ¿Qué respondéis, Wahrheit?
Un silencio sepulcral invadió la plaza de repente. Se oían las respiraciones agitadas.
—¡El padre es inocente! ¡Vais a matar a una buena persona!
Heller dio un respingo en su asiento. La voz no procedía del grupo del fondo de la plaza. Aquellos hombres de semblante serio continuaban silenciosos. El grito procedía de alguien que estaba camuflado entre el gentío.
—¡Él me dio de comer cuando tenía hambre! —gritó otro.
—¿Qué estás diciendo? ¡Es un hereje! —le replicó el que estaba a su lado.
Se enzarzaron en una discusión que enseguida halló respuesta entre la muchedumbre. Las voces se unían a un bando o al contrario, aumentando la violencia de las palabras y de los actos. No tardó en producirse el primer empellón.
Heller, visiblemente intranquilo, alternaba sus miradas entre los sospechosos del final de la plaza, los que participaban en la pelea recién iniciada y sus soldados. Se le ocurrió que quizá todo formaba parte de una maniobra de distracción. Pero la guardia del alcalde acudió rápida al conflicto y lo sofocaron llevándose a los implicados.
El político no apartaba sus ojos de aquellos individuos que se mantenían circunspectos en su sitio sin perder detalle de nada: uno tenía una barba bien recortada que lo diferenciaba, otro era tan orondo que le resultaba imposible no verlo y un tercero parecía bebido, sus carrillos y nariz encarnados lo evidenciaban. Tenían pinta de ser hombres notables. Si les mandaba su guardia y no hallaban ningún arma, quedaría en ridículo. Decidió esperar.
El arzobispo se puso en pie y estiró el brazo reclamando silencio. La plaza entera calló e incluso el aire y el tiempo parecieron detenerse.
—Martin Wahrheit. —La voz de Dieter von Morse, por lo habitual suave y meliflua, tronó con fuerza—. Se os ha hecho una pregunta. ¡Contestad!
Todas las miradas se centraron en el cura. Alzó el rostro en dirección al arzobispo. Sus ojos hinchados por los golpes apenas podían abrirse; las mejillas con rastros de sangre seca le deformaban la cara. Sonrió fugazmente y contestó:
—Hoy me matáis a mí, pero no seré el último. Pronto, muy pronto, todo será más difícil de esconder. Ninguna culpa quedará en la sombra.
La respuesta causó la perplejidad de los asistentes, que esperaban ruegos o insultos. No así el arzobispo, que, mirándolo con fiereza, farfulló:
—Miserable.
Tomó asiento de nuevo. Y, con los puños apretados, ordenó que encendieran la hoguera. Heller lo contempló extrañado. El príncipe elector sintió aquel mensaje como una alusión personal al pasado común.
Las llamas, animadas por la abundante brea con la que habían sido bañadas las ramas, ascendieron rápidamente. Von Morse no apartaba la vista del padre Martin, deseando que este reaccionara como muchos hacían al verse rodeados por el intenso calor: que sus últimas palabras fueran exabruptos, barbaridades obscenas que dieran a entender al pueblo que se estaba quemando al mismísimo demonio. Pero no fue así. En su lugar, hubo rezos. Las exclamaciones y los aplausos del público volvieron.
El sonoro crepitar de las llamas y los gritos hicieron que apenas se oyera al condenado. Solo una cita de la Biblia se escuchó nítida: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen».
Pronto, un humo negro y denso empezó a expandirse por la explanada de la plaza haciendo toser a los presentes. La catedral, detrás de las autoridades, se oscurecía bajo esa nube sombría que se propagaba rápido.
El arzobispo había dado instrucciones precisas para que a los pies del padre Martin brotara una abundante llama. Quería que el fuego lamiera entero al cura, mostrar cómo sus ropas prendían al tiempo que el pelo, cómo sus ojos explotaban, y cómo la piel se iba encogiendo por el calor para dar paso a la carne ennegrecida.
Todavía permanecía vivo cuando el olor de su cuerpo quemándose empezó a llenar la plaza. La mezcla con la humedad espesaba el aire y dificultaba la respiración de los espectadores. Martin ya no podía hablar, con sus pulmones abrasándose por el oxígeno hirviente. Agachó la cabeza y empezó a sufrir convulsiones. Los tendones se retorcían y los músculos se tensaban por el calor. El padre Martin Wahrheit había muerto.
Los vítores y los gritos habían cesado.
Heller observaba distante el acontecimiento. Dirigía miradas furtivas al público ya silente, que contemplaba las llamas embobado. Echó otro vistazo a los hombres del final de la plaza. Su preocupación se desvaneció al distinguir sus rostros entre la humareda. Ya no había enfado en sus ojos, sino lágrimas que brotaban incesantes. Su llanto surgió entre la multitud silenciosa, como un brote en tierra yerma, la última esperanza de una comunidad ofuscada por el miedo.
El bürgermeister miró a sus acompañantes en la tribuna y se colocó bien en su asiento. Aún tardarían un rato en apagarse las llamas y hasta entonces, nadie se movería. Al menos, no hasta que el arzobispo se levantase.
Von Morse no dejó de mirar el fuego. Tampoco cuando las cuerdas que lo sujetaban al madero desaparecieron y el cuerpo cayó como un fardo, engullido por las llamas. Pronto, solo quedaron las cenizas. Una ráfaga de aire hizo que se elevaran y alcanzaran al arzobispo, posándose levemente en su elegante atavío. El religioso se sacudió molesto. Incluso muerto el cura volvía a importunarlo. Se levantó con un gesto de hastío y bajó con la cabeza alta las escaleras de madera. Camino del carruaje una ligera sonrisa afloró a su rostro. La lucha de Martin Wahrheit por fin había terminado.