Capítulo 49

Lorenz estaba abrumado. No comprendía el porqué de las últimas noticias. Cuanto más pensaba en ellas, más se evaporaba la sensación de zozobra y se abría paso el enfado. Sí, estaba indignado, enojado con cómo habían sucedido las cosas.

La sinjusticia sobre la que había leído en las páginas de la Ética a Nicómaco de Aristóteles tomaba forma ante él, como una sombra amenazante y descontrolada que agraviara a los inocentes. Lorenz pensaba en el arzobispo de Colonia. El príncipe elector guardaba grabado a fuego un pecado cuyo único testigo había sido Martin Wahrheit y la auténtica justicia, la virtuosa, no podía hacer nada contra eso. Y ahora, el hombre valeroso y templado que exigía la ley iba a ser juzgado por la mano torcida de Dieter von Morse. La justicia era, pues, sinjusticia.

Esa misma mañana, el orfebre había acudido a la librería de Johann como un día cualquiera, ajeno a lo que estaba a punto de descubrir. Iba a comprar más polvo de tinta para seguir con sus copias. Disponía de cerca de dos semanas para terminar el encargo y seguía a buen ritmo. Allí se había encontrado con algunos de los amigos de Johann. Esos individuos llamaron su curiosidad desde el primer día que los vio y se dejó contagiar por su forma de pensar y su optimismo. Habían sido varias las ocasiones en las que había compartido interesantes charlas desde que se conocieran. Sin embargo, en cuanto se topó con ellos esa mañana, supo que algo grave sucedía. Y, en efecto, así era.

Algunos de ellos estaban sentados en la planta de arriba de la librería, con los rostros descompuestos y temerosos

—Nadie se lo cree, Lorenz —decía Johann—. Todos sabíamos que sus ideas, a algunos… Pero jamás imaginábamos que llegarían a este extremo.

Lorenz se fijó en que el rostro del librero parecía agotado. Sus ojos hundidos y enrojecidos no dejaban de entornarse. Su boca balbucía motivos por los que la guardia del bürgermeister había detenido esa misma noche a su amigo Martin.

—Esperemos que el obstáculo que se le presenta en estos momentos sea solo un escalón en su ascenso hacia la sabiduría. ¿Alguien tiene alguna noticia que nos pueda tranquilizar? —preguntó Leopold Trimm, moviendo a un lado y a otro su cuerpo achaparrado.

—Yo lo único que sé es lo que sabemos todos —respondió Stan Weigand, acariciándose la barba—. Cuatro soldados de la guardia del alcalde le han ido a buscar esta noche y se lo han llevado para someterlo a juicio. Lo habrán interrogado, supongo, pero desconozco lo que habrán concluido de su testimonio. Son unos bárbaros —declaró alzando la voz, indignado.

—¿De qué se le acusa? —preguntó titubeante Lorenz.

—Ni siquiera eso sabemos. Pero no es ningún secreto que sus palabras no eran bien acogidas por la Iglesia —contestó resuelto Stan.

Solo Lorenz, con su usual transparencia, fue capaz de preguntar lo que todos pensaban y nadie se atrevía a pronunciar.

—¿Creéis que tienen algo que ver estas reuniones?

Todos lo miraron con ojos serenos, expectantes. Lorenz retrocedió buscando una mejor explicación.

—Quiero decir, lo que aquí se comenta, ¿puede llegar a ser peligroso?

Leopold tardó un momento en responder:

—Bueno, ciertamente… —titubeó—, digamos que a partir de ahora quizá deberíamos tener algo más de cuidado, por si acaso…

El profesor dirigió los ojos a sus compañeros en busca del apoyo del grupo.

—Todos estamos al tanto de que la difusión del saber es un riesgo, siempre ha sido así —advirtió Johann, firme—. Pero ahora se ha convertido en un peligro real, justo cuando nos hallamos en el buen camino. —Y miró de soslayo a Lorenz.

Un escalofrío cruzó el espinazo del orfebre. La detención de Martin les había mostrado las consecuencias que podía tener aquello en lo que andaban metidos.

Un sonido inesperado los hizo sobresaltarse. Alguien estaba subiendo las escaleras. Se miraron unos a otros recelosos mientras los crujidos ascendían lentamente.

—¿Estáis ahí? —resonó la voz de Yago Kaufmann con total naturalidad.

—Sí, estamos aquí —respondió Stan enfurruñado—. ¿Por qué no gritas un poco más?

Yago apareció envuelto en caras pieles. Se deshizo de ellas y tomó asiento junto a ellos en la larga mesa. El ventanuco tenía cerradas las contraventanas. Multitud de velas se esparcían por la estancia y repartían una luminosidad ámbar. Las sombras eran de un negro denso, contrastado. Los objetos gastados que cubrían las estanterías de aquella sala parecían preparados para arrojarse sobre ellos, como si todo estuviera a punto de desmoronarse.

—Acabo de enterarme. Qué terrible noticia —susurró Yago.

Todos los presentes asintieron mudos ante el recordatorio. Una especie de sudor frío los fue recorriendo como una marea de luna llena, lenta e inapelable.

—Estoy seguro de que volverá a estar con nosotros en unos días. Es un hombre muy amado, sería de soberbios castigarlo. ¿Alguien sabe cuándo es el juicio? —preguntó el comerciante, rompiendo el tenso silencio.

—No. Pero no se hará esperar. Las visitas del arzobispo no suelen ser muy largas y ya lleva aquí más de una semana. Tendrá que volver pronto a Bonn —dijo Leopold.

—Entonces enseguida volveremos a ser testigos de la erudición de nuestro amado párroco. ¿Sabéis qué es lo que Martin querría si pudiera vernos ahora mismo? —inquirió Yago.

Los hombres lo miraron taciturnos.

—Querría que siguiéramos haciendo lo que mejor sabemos —continuó—. Su encarcelamiento debe servirnos para seguir peleando, no para amedrentarnos. De lo contrario estaríamos dando a Von Morse justo lo que busca.

Los presentes cabecearon inseguros, tratando de dar la razón al comerciante. Lorenz pensó en Martin, la única persona que había conseguido devolverle la fe. Vio la duda empañar las miradas de aquellos individuos, ahora sus amigos. El color que siempre los acompañaba estaba apagándose como el final de una candela. Quiso colaborar en el mensaje de Yago; sabía muy bien que, ante las dificultades, el padre Wahrheit jamás se dejaba intimidar. Como buen guerrero, era combativo y ellos debían prolongar su lucha. Lorenz se deshizo de todo su retraimiento al pensar en el fervor de su amigo.

—¿Estáis enterados, entonces, de que ya terminé de modificar la prensa?

Johann lo miró satisfecho. Dibujó, incluso, algo parecido a una sonrisa mientras se reclinaba sobre la mesa que los separaba.

—Eso es estupendo, Lorenz. Estupendo.

Las copias del libro lo mantenían tan absorbido que apenas había visto a ninguno de ellos en las últimas semanas. Tampoco les había contado nada del encargo que estaba haciendo, por mucho que le tentase hacerlo.

Stan se acercó a la boca la jarra de barro cocido que tenía delante y se mojó los labios y la garganta con la cerveza tibia. Limpiándose con la mano los restos que habían quedado en la barba, preguntó:

—¿Y cómo es?

Lorenz comenzó a hablar sobre su trabajo con soltura. A medida que relataba cómo había transformado una prensa de vino en el artilugio que ahora tenía, la mueca insegura fue desapareciendo del rostro de los oyentes. Poco a poco las dudas dieron paso al convencimiento. Sabían por qué estaban allí y que no deseaban estar en ningún otro lugar. Las preguntas y las respuestas se sucedían al ritmo sinuoso de las velas.

—Pero ¿cuántas copias puedes hacer en un día?

—¿En un día, decís? Veréis, no es tan sencillo… Reproduzco muchas veces la misma página y luego continúo con la siguiente. Así, consigo numerosos ejemplares de la misma página original; de hecho, las copio de dos en dos. El cambio de páginas, sin embargo, requiere un buen rato de composición y ajuste.

Aquellos hombres contemplaban a Lorenz fascinados mientras daba solución a todas sus cuestiones. A lo largo de aquella mañana llegaron a la librería algunos amigos más: Merrill Severin, Ulbrecht Harde, Ritter Griep… Se movían inquietos mientras templaban el ánimo bajo sus túnicas de tonos azules, verdes, amarillos. Se levantaban de sus asientos y volvían a sentarse, querían saber más, anhelaban conocer todo sobre la capacidad de esa máquina y ser testigos de su poder. El ambiente se caldeaba. También surgieron, sin embargo, dudas sobre lo que vendría a continuación. Se encontraban al borde de un precipicio y había mucho que plantearse.

—Si se pueden hacer decenas de ejemplares en cuestión de días, ¿qué repercusión tendrá eso? —preguntó el profesor de ética, entornando sus vivos ojos y fijándolos en sus compañeros—. Quizá este avance tenga un doble rasero, señores. No podemos estar seguros de que todo aquel que posea un libro apreciará su contenido ni lo sabrá interpretar.

—¿Qué quieres decir, Merrill? —preguntó Johann torciendo el gesto.

—Un libro como el Decamerón, por ejemplo, en manos de alguien con intenciones poco decorosas causaría el efecto contrario del que pretendemos; realzaría una mente sucia y calenturienta que se fijará en los detalles picantes de las historias y no en su trasfondo. No apreciará en absoluto la crítica de Boccaccio a toda una sociedad o el placer de engarzar relatos en una trama principal, sino el fútil detalle de una mujer engañando a su marido con su amante.

—Pero Merrill, ese es un riesgo que hay que correr —respondió Yago antes de dar también él un sorbo a la cerveza.

Todo era mucho más distendido ahora.

Lorenz escuchaba atento lo que se decía. Pensaba en que él no hubiera podido leer apenas libros de no haber sido por los préstamos de Johann; tampoco del que ahora hablaban. Recordaba haber disfrutado mucho del Decamerón. En él, siete mujeres y tres hombres se encerraban en una villa para huir de la peste que había asolado Florencia. Para pasar el tiempo de manera amena, dedicaron los siguientes diez días a que todos ellos contaran una historia diferente, resultando diez cada día. Eso dio nombre al manuscrito: en griego deca es diez y hemera, día. Los relatos se iban explicando al calor del fuego, dictados por el momento. La temática era siempre profana y se movía entre la fortuna, la inteligencia y el amor entendido de forma sensual y experimentado corporalmente. Era el dios Eros el que regía el mundo descrito en esas páginas. Se articulaba toda una simbología que se aferraba al mundo clásico, el mismo mundo que aquellos hombres buscaban recuperar e interpretar.

—Los cambios tienen consecuencias y no son siempre controlables, Merrill. La reproducción más rápida de un libro hará que se disipe el dominio que se ejerce sobre él, sobre su historia y su recorrido. Perderá su exclusividad, sí, en eso te doy la razón. —La voz de Johann se alzaba esperanzada. Se puso en pie y sus ojos castaños se dirigieron a algún punto apartado, más allá de aquellas paredes, de aquella ciudad y de aquel tiempo—. Pero a cambio ayudará a que personas con pocos recursos tengan la posibilidad de leerlo, de que el saber se transmita sin que nadie manipule su difusión, de que ni el dinero ni la religión corten las alas del que quiera aprender.

Las palabras del librero calaban en la conciencia de sus compañeros con persistencia de lluvia fina. Vacilaban, era lógico, estaban viviendo un momento relevante en el que pensar más allá comenzaba a resultar fácil. Debían medir muy bien sus decisiones para no errarlas.

Lorenz vio a todos como a los personajes de esa obra que habían mentado poco antes, el Decamerón. Al igual que sus protagonistas, se hallaban escondidos de un mal externo, reunidos alrededor de una mesa junto a la luz tenue de las velas, mientras conversaban sobre grandes historias. En su caso, esas historias estaban protagonizadas por ellos mismos, solo sus actos eran los que las movían. Una ilusión tantas veces imaginada podría ahora volverse cierta: la propagación de ese saber sobre el que tanto habían departido. Y su labor sería la herramienta final que lo haría posible. Por primera vez, Lorenz se sintió parte de un grupo. Fortalecido, preguntó:

—¿No es acaso eso lo que siempre habéis deseado?

Un destello de esperanza fulguró en las miradas de todos aquellos hombres valientes. Y, de repente, todas las dudas se desvanecieron, como las nubes que abren paso al sol más radiante.

Ilse salió de la casa aprovechando que Lorenz se había marchado a la librería. Cuanto más se alejaba de esa zona de la ciudad, menos quedaba de las vestiduras que la disfrazaban de Olga. Se soltó el pelo y se limpió el rostro con la manga de la raída túnica. No quería que Nikolas la viera con ese aspecto. Era más difícil deshacerse, sin embargo, de la Olga que permanecía dentro de ella, aquella que la había hecho enamorarse de Lorenz y querer a Erika.

Cumplía órdenes de Nikolas, se repetía una y otra vez para no equivocarse. Aquel al que le debía todo; aquel que le había devuelto la vida cuando ya no le quedaba nada. Últimamente había empezado a estar confundida.

Caminó largo rato con paso acelerado, cubriéndose la cabeza con una túnica oscura. Estaba casi a las afueras de la ciudad, próxima a la muralla, justo donde Erika le había explicado que vivía la hechicera. Antes de visitarla tenía que hacer una parada. Hacía ya demasiado que no aparecía por allí.

Nadie la observaba. Miró a izquierda y derecha antes de adentrarse en las sombras de un callejón escondido. Llamó a una puerta y esperó. Al rato se abrió y desapareció engullida por el edificio. La rendija de luz macilenta que persistió bajo la puerta al cerrarse se fue apagando lentamente, hasta desaparecer por completo.

Ilse bajó las escaleras acompañada del trabajador que le había abierto. En silencio, este la llevó, antorcha en mano, hasta la entrada de una de las salas. Allí se encontró con que Alonso se hallaba ensimismado escribiendo algo, como solía ser costumbre. Notó cierto alivio al no ver a Nikolas junto a él. Había en aquel lugar una humedad de bodega, olía a una mezcla de moho y tierra húmeda.

—Buenos días, Alonso. ¿No está aquí tu padre? —lanzó Ilse cuando el joven se hubo percatado de su llegada.

—No tardará en llegar.

La joven tomó asiento junto al chico. Sentía una gran ternura hacia él; Nikolas organizaba su vida para protegerlo, pero ella lo veía solo y rechazado. De alguna manera, ese sentimiento los unía.

—¿Qué estás escribiendo? ¿Has acabado de iluminar el último encargo?

—No. Tiene mucho trabajo; es dificultoso. Estoy descansando un rato antes de volver a acometerlo.

—Y mientras tanto… —Ilse se levantó un ápice de la silla para ver el papel.

—No es nada.

El joven, en un gesto nervioso, lo enrolló y lo colocó en una cesta, junto a otros, al borde de la mesa. Ilse tuvo tiempo de leer dos palabras en el encabezamiento, que quedaron suspendidas en su mente. Las había visto un rato antes ese mismo día, pero en otro lugar y en otras manos. Liebes Mädchen.

—Puedes contármelo, Alonso. No voy a decírselo a nadie.

—¿Contar el qué? —preguntó firme.

—Lo de la carta —respondió con media sonrisa señalando el escrito.

Alonso bajó la mirada. Ilse había sido testigo hacía unas horas de cómo Erika se sentía desgraciada al creer que había estropeado ese amor que se estaba aposentando. La había visto llorar por sufrir la distancia de aquel al que todavía no conocía. Alonso debía saber que esa niña no iba a rechazarlo, como hubieran hecho otros. Ilse le cogió del brazo para que la mirase y pudiera leer bien sus labios.

—He visto la última misiva que le has enviado a Erika. Ella me la ha enseñado.

Los ojos del joven se abrieron sorprendidos, sus rasgos se tensaron.

—Ella te ama, Alonso. No debes tener miedo. Vive para leer tus cartas.

—Eso es porque todavía no me conoce.

—Sabe cuáles son tus sentimientos por ella y eso es lo único que importa. ¿Por qué crees que no te conoce?

—Ignora todas las cosas malas que he hecho. Y no son pocas.

—Todos tenemos nuestros secretos.

Ilse acarició la mejilla del joven. El amor de Alonso y Erika debía perdurar contra todo obstáculo. Ellos todavía eran jóvenes y podían escoger sus destinos. Representaban el brote que florecería en un nuevo mundo sembrado de ilusión y de posibilidades. Para ella ya era demasiado tarde; para ellos no.

—¿Y qué hay de mi defecto? Cuando oiga mi voz se asustará.

—No, Alonso. Si estás enamorado de alguien, no importan muchas cosas. Erika ni siquiera se dará cuenta. Ella te ama ciegamente.

—¿Como tú a padre?

Ilse se sobresaltó. No era en Nikolas en quien estaba pensando.

—Exacto. Como yo a tu padre —intentó hablar segura, pero su voz sonó temblorosa—. El futuro os pertenece, Alonso. No lo dudes nunca.

Horas más tarde, Nikolas cruzó la entrada y caminó con paso apresurado hasta encontrar a Alonso a la luz de una vela. Estaba solo en una sala contigua a donde se hallaba el resto de amanuenses. Cuando no quería ver a nadie, se refugiaba allí y continuaba su tarea. A pesar de ser casi de noche, los copistas continuaban trabajando.

El candil de aceite que portaba su padre y la candela delimitaban el espacio en una oscuridad opaca. Ninguna pared llegaba a definirse, ningún techo, solo ellos y la mesa sobre la que Alonso escribía. Nikolas esperó en el umbral a que su hijo alzara la cabeza. No quería asustarlo. Este no tardó en darse cuenta de su presencia e interrumpió lo que estaba haciendo.

—Estás justo donde esperaba —anunció Nikolas con voz alegre—. ¿Te interrumpo?

—No, solo practicaba —respondió poniéndose en pie.

El rostro de Nikolas resplandecía. Tenía muy buenas noticias que comunicar y sus manos se le adelantaron. Dejó el candil sobre la mesa, tomó asiento y mostró un saco lleno de monedas.

—¿Todo esto os ha pagado el comerciante?

—Puedes creerlo. Me ha dado una cantidad más elevada incluso que la del arzobispo. O que la que en su día nos proporcionó Herr Wolff, ¿lo recuerdas? Como ves, el Kamasutra tiene muchos fieles. —Nikolas soltó una carcajada.

Alonso cabeceó afirmativo. En su rostro, una mueca de orgullo constreñido.

—El esfuerzo que hicisteis para acabar a tiempo valió la pena, desde luego. Pero todavía sigue habiendo numerosos pedidos y me temo que tendréis que hacer algunos ejemplares más.

Alonso asintió, disciplinado, silencioso.

—¿Cuántos nos quedan? —preguntó el padre.

—Una decena.

—Perfecto. Todavía tengo más clientes ante los que responder aquí en Colonia. Pero también he previsto salir de viaje mañana y me llevaré la mitad.

Nikolas compartía sus ideas con Alonso desde que fuera solo un niño. Debido a su silencio, olvidaba la presencia de su hijo y hablaba para sí sin reparar en que no estaba solo. Cuando lo descubría ya era demasiado tarde. Con el tiempo tomó por costumbre hacerlo conscientemente; solo delante de él se permitía revelar ciertas cosas, algo que suponía, al final, un alivio. ¿A quién iba él a contar nada si no?

—Toma, reparte estas monedas entre todos. —Cogió un puñado del saco y lo depositó en la mano del joven—. Voy a prepararme, debo acudir a una última visita antes de emprender la ruta.

Nikolas se puso en pie dispuesto a marcharse. Su rostro, radiante entre las negruras exánimes del lugar; su gesto, elegante y estilizado.

—Esperad, tengo algo que deciros —le interceptó el joven.

—Te escucho.

—Hace un rato ha venido Ilse.

Nikolas asintió complacido, sin borrar su sonrisa. La presencia de Ilse en el obrador solo podía traer más buenas noticias. El día estaba siendo especialmente provechoso. Inclinó la cabeza para atrás, apartando su cabello casi blanco, jovial.

—Y ¿qué deseaba?

—Solo anunciaros que todo va según lo previsto y que pasará algún tiempo sin venir por aquí.

La expresión del copista cambió de repente. La irritación ensombreció sus ojos a la vez que fruncía el ceño, desconfiado.

—¿Por qué?

—Para no infundir sospechas.

—¿Sospechas de qué? Lleva viniendo aquí desde el principio y jamás la ha visto nadie.

Nikolas notó cómo la sangre le hervía estimulada por un fuego vivo y voraz. Esa mujer conseguía desconcertarlo de verdad. Primero había decidido por su propia cuenta provocar la situación que la llevara a vivir en la casa del orfebre, sin ni siquiera consultarle antes. Quería pensar que había sido una iniciativa acertada, pero le fastidiaba ser el último en enterarse. Cuando esa noche no durmió con él, se justificó diciendo que, si no se arrimaba a Lorenz y seguía sus deseos, interferiría en su ánimo y entorpecería el trabajo que tenía entre manos. Él había exigido hacer lo necesario para que tal cosa no ocurriera; ella procuró recordárselo cuando él le preguntó por sus últimos pasos. Y ahora rechazaba acudir a las citas que habían acordado.

Si había algo que no soportaba, era la desobediencia: Ilse debía seguir acudiendo para informarle, tal como él le había ordenado. De nada le servían las excusas sin sentido. Se le pasaron muchas cosas por la cabeza, también que entre los motivos de Ilse no solo se hallara la colaboración en sus planes. ¿Y si tenía acceso al invento acabado de Lorenz y, sin embargo, todavía no lo había compartido con él? ¿Y si pensaba en traicionarlo para pasar el resto de su vida junto a aquel infeliz?

Estaba crispado. ¿Por qué le fastidió verla aquel día en la plaza de la catedral cogida del brazo de ese desgraciado? La negrura de aquella sala se hizo más pesada, opaca, y por un momento no pudo respirar.

—Padre, ¿estáis bien? —le preguntó Alonso viéndole palidecer.

Tomó aire con dificultad y respondió:

—No te puedes fiar de nadie…

El copista comenzó a caminar en círculos, precipitado, haciendo aspavientos con las manos mientras trataba de recuperar el resuello. Alonso parecía no querer mirarlo directamente a la cara, sus ojos se movían inquietos entre el suelo y él. Nikolas pensó que quizá lo hacía para no «escuchar» las injurias que estaba pronunciando. No se le había ocurrido la posibilidad de que su hijo no quisiera ver su alma de forma tan clara y directa. Además, no era ningún secreto que Alonso sentía aprecio por Ilse. Se notaba en el tono que adquiría su voz cuando se refería a ella. Los había visto hablando e incluso riendo en más de una ocasión. Supuso que su hijo veía en ella a una hermana.

—Me dio esto para vos —le interrumpió, alzando la mano.

Nikolas frenó de golpe. Alonso le tendía un dibujo. Era evidente que provenía de Ilse. Los trazos eran suaves, acertados. Veía la fina mano de ella haciendo danzar la cánula sobre el papel. Nikolas sonrió: Ilse no lo había traicionado.

—Está muy claro —anunció el joven animoso—. Es la máquina de copiar libros. Dijo que lo que más tiempo ocupa es la composición de la hoja —señalaba las distintas partes del dibujo—, pues hay que ir poniendo las letras como desde el otro lado de un espejo en esa caja de madera. También hay que entintarlas, colocar el papel, bajar la prensa, secar… Sin embargo, una vez está todo preparado, se puede hacer la siguiente copia en lo que nosotros tardamos en mojar este cálamo en el tintero.

Nikolas recuperó su candil y lo acercó a la hoja.

—En esos espacios donde van las letras no caben los dibujos —anunció Nikolas—. Parece que tu labor de iluminador no está amenazada.

El interés por el boceto desplazó al enfado.

—No creáis —respondió cabizbajo—. Ilse dice que los espacios son ampliables. Se pueden colocar planchas con grabados, igual que las usadas para marcar el cuero de las cubiertas. Aunque se tarde en prepararlo, después las copias serán igual de rápidas.

Nikolas escudriñó los detalles del esbozo muy lentamente, una y otra vez. Cuando hubo entendido todo, se guardó la hoja con un gesto de fastidio y habló sereno, pero rotundo:

—Si la ves, dile que no deje de venir a informarme de cualquier cambio. Ha hecho una promesa y no puede olvidarla. —Y salió de la sala.

Una vez en el callejón, se detuvo un momento envuelto por el anonimato de la oscuridad. No supo ubicar con certeza el origen de la desazón que le embargaba: tanto los avances de Lorenz Block como la actitud de Ilse lo inquietaban.

No tardó en tomar sus decisiones e inició acto seguido un caminar resuelto.