Erika se despertó muy temprano. Ni siquiera había salido el sol todavía. Se removió entre las gruesas mantas. Aguantó el hálito y agudizó el oído asegurándose de que todos dormían. Solo la respiración de su padre y Olga expandiendo un sueño pesado. Levantó las mantas y sacó la cuarta misiva de su enamorado.
Esta vez había transcurrido menos tiempo desde la última, apenas una semana. Al llegar a casa la tarde anterior tras uno de sus largos paseos y después de deshacerse de las capas de mantos que la abrigaban, había caído la carta al suelo como por arte de magia. Sin que ella se percatara, A. F. la había colocado allí. Olga y Lorenz trasteaban por la sala y faltó poco para que se dieran cuenta de lo que sucedía.
Erika había esperado el momento de estar a solas. Abrió la carta y se deleitó pasando sus dedos sobre la superficie, acariciando las rugosidades de la tela. Esta vez, A. F. se había arriesgado mucho colocando la misiva entre sus ropas. Pensar que había estado tan cerca de ella la hizo sentirse inquieta… y seducida.
Aprovechando que todavía era de madrugada, se puso en pie y se vistió a tientas. Bajó las escaleras posando sus pies con suavidad, para evitar que la madera crujiera. No quería despertar a nadie. Una vez en la planta de abajo todo fue más fácil. Cogió uno de los mantos y se cubrió para evitar el frío. Con lo que quedaba de las brasas de la chimenea encendió una vela.
En apenas diez líneas, su escritor anónimo le prometía un futuro juntos, un futuro que, daba su palabra, no podía ser muy lejano. Esa idea la embriagó, como en las otras ocasiones, con una felicidad que se esfumó en cuanto acabó de leer. Habían pasado ya más de dos meses desde que recibiera la primera misiva y deseaba muchísimo poder ver en persona al que se las remitía, poder gozar de aquellas promesas que parecían no llegar nunca. Había rezado a Dios infinidad de veces pidiendo ese milagro, pero el Señor no había querido escuchar sus palabras. También podía ser que estuviera demasiado ocupado con menesteres más importantes. Se sentía impotente, frustrada. Erika empezaba a estar harta de jugar a imaginar. Se desesperaba. Ya no era ninguna niña. La intriga se estaba alargando demasiado.
Era lo único que últimamente ocupaba su mente, vivía ansiosa por participar en la siguiente trama preparada por su poeta amado. No había hablado a nadie de su existencia, tampoco tenía a quién contárselo. Soltó un suspiro ruidoso. Pensó que había llegado el momento de poner remedio a su curiosidad. Llevaba ya varios días dándole vueltas.
A esas horas tan tempranas las calles estaban desoladas. La escarcha se atrincheraba durante los meses de invierno en los rincones más umbríos, donde el sol tenía prohibido su acceso. Debía ir con cuidado para no caer. El frío se colaba entre la lana y tenía que contener la respiración para hallar un poco de calor. Tras largo rato llegó a una calleja que daba a la puerta norte de la muralla. El vigía se agitaba inquieto para no congelarse. Erika pensó que, si le sucedía algo, al menos él la oiría. La luz del sol luchaba por aparecer bajo las nubes grises.
Erika llamó a una puerta estrecha que se escondía entre las sombras. Un momento después, una anciana con una melena cana hasta la cintura apareció ante ella. Su ropa de color negro la cubría entera. Tenía pinta de acabar de despertarse.
—¿Quién osa molestarme a estas horas? —Su voz sonó como un aullido ronco.
—Perdonad lo temprano de mi visita, Frau Hexe, pero necesitaría de vuestros servicios.
Erika parecía decidida, pese a que en su interior el miedo ya había empezado a hablarle.
—Por despertarme os costarán algo más caros… —advirtió con la boca arrugada. Sus ojos esmeralda estaban cercados por cientos de pliegues.
—Pagaré.
—Entonces pasad a mi humilde morada.
La anciana abrió la puerta y la dejó entrar. Como en un bodegón que se le antojó rojizo, botes de cristal repletos de extrañas y coloridas sustancias se repartían por todas partes: en las paredes, por el suelo, en estantes… Un fuerte olor a azafrán la hizo estornudar.
—Disculpad el desorden —dijo la anciana, socarrona—, pero como veis no dispongo de mucho espacio.
Cuando Erika se volvió hacia donde se hallaba el hogar medio apagado, un líquido viscoso y bermellón llenaba una marmita parecida a la que ella tenía en casa. Erika se fijó en que junto a ella había un cuervo posado en un palo de madera. Al principio creyó que estaba muerto, pues no se movía ni un ápice. Pero cuando se acercó un poco más para comprobarlo se revolvió e intentó picarla.
—No le gustan los extraños —dijo la vieja. Avivó el fuego y tomó asiento—. Venid. No tengo todo el día.
Erika se acercó rauda y se sentó junto a la vieja. Sobre la mesa había plumas y fragmentos de lo que parecían animales y plantas. El estómago de Erika se revolvió con asco.
—¿En qué puedo ayudaros?
Erika se sentía cohibida. Era la primera vez que hacía algo tan peligroso. Sabía que las hechiceras y las brujas estaban perseguidas.
Desde siglos atrás habían surgido numerosas leyes que condenaban la brujería. Su intención era acabar con el paganismo, cuyas prácticas estaban muy arraigadas en la población. Cualquiera podía rememorar los procesos que acusaban a las brujas de realizar pactos con el diablo y cómo expiraban envueltas en olor a carne quemada.
—He oído hablar de vuestras intervenciones como celestina.
Toda Colonia era sabedora de los tejemanejes que Frau Hexe practicaba con algunos prostíbulos de la ciudad. Sin embargo, también decían de ella que conocía como nadie la esencia del amor. Se rumoreaba que tenía cien años y que había unido a multitud de hombres y mujeres, algunos incluso enamorados.
—Sí, también me dedico a eso. Vendo amor, entre otros avíos. Pero decidme, muchacha, ¿qué amor os tiene tan atormentada a vuestra corta edad que habéis venido hasta aquí para verme?
Erika extrajo del interior de su manto la última carta que había recibido esa misma mañana y se la entregó a la vieja. Sus manos arrugadas y llenas de venas acababan en unas uñas curvadas y amarillentas.
—Qué maravilla… ¡Una relación epistolar! El amor cortés es el más puro de todos, ¿verdad, querida? —le preguntó divertida.
Erika tuvo la sensación de que no estaba tomándose muy en serio su petición. La vieja le devolvió la carta.
—Mis ojos son viejos y ya apenas veo. Hacedme el favor de leerla en voz alta.
La muchacha la tomó entre sus manos. Se había dado cuenta de que la anciana la estaba mirando al revés. Carraspeó nerviosa antes de comenzar a leer con voz tímida. A medida que iba avanzando, sus mejillas se sonrojaron hasta sentir que la cara le ardía. Cuando hubo terminado, el silencio de la hechicera la impacientó y la hizo sentirse violenta. Empezaba a arrepentirse de haber ido hasta allí.
—Noble puño el que escribió esas palabras. Vuestro hombre os ama de verdad.
Erika se sintió reconfortada.
—Sin embargo, no parece tener intención de hacer nada por llegar a vos físicamente… Y un hombre y una mujer deben consolidar su amor de esa manera; no sé si me entendéis, pequeña.
Erika abrió los ojos sorprendida. Aquella vieja estaba siendo muy soez con ella.
—Para eso he venido —decidió responder.
—No os preocupéis. Esa hoja de papel ha sido tocada por él y con eso será suficiente para llevar a cabo mi hechizo. Pronto tendréis noticias de vuestro amado, y no solo serán palabras escritas, ya lo veréis.
La hechicera cogió un mortero de madera que reposaba junto al cuervo inmóvil. Echó en él algunas raíces de los recipientes de vidrio, lo bañó en un líquido de color negro que a Erika le pareció sangre.
—¿Me permitís? —preguntó al tiempo que le arrancaba un cabello y la hacía gritar—. No seáis quejica.
La celestina rompió un trozo de la carta y lo añadió a la argamasa. Untó sus manos en aquella pasta y la mezcló moviéndolas. Mientras mojaba sus dedos ahora resbaladizos y tiznados, pronunciaba unas palabras en una lengua que Erika desconocía.
Su voz fue en aumento, enlazando unas palabras con otras, ascendiendo y descendiendo entre inflexiones, como en una larga oración. Sus ojos cerrados temblaban y dejaban entrever el blanco. Su cuerpo se sacudía violento. La vieja no descansaba para recuperar el aire. Pasaron largos minutos. La marmita al otro lado de la sala burbujeaba ruidosa sobre el fuego ya vivo. Parecía que iba a desbordarse. Erika se preguntó si sería demasiado tarde para salir de allí corriendo.
Entonces la hechicera calló. Cogió el recipiente con el mejunje y lo lanzó al fuego.
—Ya está. Medio florín —anunció volviéndose hacia ella con la mano tendida.
—¿Habéis terminado?
No hubo respuesta.
La joven sacudió la cabeza poniéndose en pie. Extrajo una moneda y se la entregó a la vieja. Recuperó lo que quedaba de la carta y salió por la puerta. Fuera, pequeñas gotas frías como alfilerazos caían rápidas.
Mientras iniciaba el camino de vuelta a casa empezó a arrepentirse de lo que acababa de suceder. Jamás había sido testigo de algo parecido. La vieja había actuado como poseída por el mismísimo demonio. ¿Y si las palabras de esa mujer deterioraban lo que había entre su amado y ella? ¿Y si lo que él hiciera a partir de entonces fuera por el conjuro y no porque la amaba? De pronto, sintió un vacío inmenso.
Erika aceleró el paso entre las callejas por las que hombres y mujeres empezaban a transitar, pesados, camino de sus talleres. Apretó los puños y comenzó a correr con todas sus fuerzas evitando el hielo, ahora más resbaladizo al haber llovido. El frío húmedo le pinchaba en la garganta y el pecho. Atravesó gran parte de la ciudad sin parar una sola vez, como si así pudiera escapar de ese remordimiento. En su rostro, las lágrimas se confundían con el agua fría que salpicaba su cara.
Abrió la puerta de casa golpeándola con fuerza. Olga estaba doblando ropa. Sin decir nada, la joven subió las escaleras, corrió la cortina que cerraba su espacio y se lanzó boca abajo sobre el camastro. Empezó a temblar. Tenía la túnica empapada. Miró en su mano la carta, rota. Inició un llanto apagado.
Una voz suave surgió de detrás de la cortina.
—Erika, ¿estás bien?
Con una mueca de preocupación, Olga se asomó por el tejido desgastado que colgaba.
—Sí… —Erika se enjugó las lágrimas con las mantas. Sus dientes castañeteaban de frío. Escondió la carta bajo la frazada antes de enderezarse.
—¿Puedo pasar? Tu padre ha ido a ver a Johann —dijo Olga con voz suave—. Si no te secas, enfermarás. —Y le acercó un paño.
Desde que Olga se fue a vivir con ellos hacía casi una semana, Erika se veía más lejos que nunca de su padre. La culpaba de no consultarle una decisión tan importante como aquella que afectaba de lleno a sus vidas. Lorenz se había limitado a informarle de que ya no serían dos en casa, sino tres. Sí, le había preguntado si le parecía bien, si lo aceptaba, pero demasiado tarde. No le había permitido participar y ella se sentía traicionada. Únicamente le quedaban esas cartas y quizá lo había estropeado todo con su impaciencia de niña pequeña.
Erika cabeceó afirmativa. Olga entró serena y se sentó junto a ella en el camastro. La joven miraba al suelo, en silencio. La notaba a su lado; se la veía preocupada. Cogió el paño y se secó el cabello, el rostro, los brazos… Después Olga la cubrió con una manta y ella se dejó. Empezaba a recuperar el calor.
Cuando vio a esa mujer por primera vez hacía ya seis meses sintió envidia; era bellísima, capaz de cautivar a cualquiera. ¿Por qué había escogido a su padre? Después, al tiempo que se iba ganando el corazón de Lorenz, vivió una fase de enfado y celos. No quería que sustituyera a su madre y le desesperaba ver cómo Olga iba tomando cada vez más protagonismo. Pero lo había aceptado y se acostumbró a verla por allí con frecuencia. Ahora, todas esas sensaciones se habían hecho un batiburrillo y solo estaba disgustada. Olga no era una mala mujer, pero su padre no lo había hecho bien, no había contado con ella y eso le dolía.
—Estás muy triste —susurró mirándola.
Erika asintió al tiempo que cerraba los ojos, ya un poco más calmada. Olga dejó pasar un instante antes de continuar.
—Yo a tu edad también pasaba muchos días desconsolada. Es una de las condiciones de la juventud: todo lo que sientes es muy grande, ¿verdad?
—A veces demasiado —respondió en un susurro.
Olga dibujó media sonrisa, comprensiva.
—Tu padre está muy orgulloso de ti. ¿Lo sabías? Siempre habla de lo inteligente que eres, de lo mucho que lo ayudas…
—Ahora ya no necesita que lo ayude tanto. Te tiene a ti.
—Sé que el que me viniera a vivir con vosotros ha sido una decisión apresurada.
—Un poco, sí.
—Pero Erika, no lo habíamos planeado. Yo iba a marcharme y, bueno…
—Mi padre te pidió que te quedaras. Sí, ya lo sé.
Las dos permanecieron un rato en silencio, buscando las palabras adecuadas. Erika comprendía que Olga no tenía culpa alguna; sabía que debía ser amable con ella, pero costaba demasiado. En lugar de eso, solo le apetecía gritar y estar sola para que nadie la oyera.
—El amor que tu padre siente por ti es infinito. A veces se equivoca, todos cometemos errores, pero te adora y estaría dispuesto a darlo todo por ti. Yo no pretendo ocupar tu lugar ni el de tu madre en su corazón, jamás lo haría. Ella está grabada en él, como tú. A menudo me habla de Ebba y dice que os parecéis como dos gotas de agua.
—Sí, bueno, yo no me acuerdo muy bien…
—Es normal, eras muy pequeña cuando sucedió.
Las palabras de Olga sonaban sinceras y profundas. No dejaba de mirarla, esperando a que ella hiciera lo mismo. Pero todavía era pronto.
—Tú me importas muchísimo. Eres una joven encantadora y de verdad, Erika, quiero conocerte mejor. Quiero poder ser tu amiga y que me cuentes lo que te pasa cuando estás triste.
La lluvia había parado y la escasa luz que entraba a través del ventanuco reflejada en la madera del suelo y de los muebles provocaba un aura blanquecina que lo inundaba todo, una especie de neblina que velaba cada gesto, cada palabra. Erika se mantenía en silencio. En su mente bailaban todas las palabras que podría estar diciendo, pero su boca seguía sellada por la indecisión.
Una amiga. Erika no tenía amigos desde que se marcharan Matthias y Frieda. Claro que los echaba en falta, sobre todo en esos últimos meses, cuando su vida estaba sufriendo tantos cambios importantes y no tenía con quien compartirlos. Su padre siempre estaba demasiado ocupado, además de que no creía que le gustara enterarse de que su hijita andaba tonteando con un chico. Erika estaba creciendo y, por mucho pánico que eso le diera, estaba dejando de ser una niña. Lorenz no parecía querer verlo. Lo demostraba cuando no contaba con su opinión a la hora de tomar decisiones importantes.
Olga se puso en pie dispuesta a marcharse.
—No te vayas —susurró al fin la boca de Erika.
La miraba fijamente, ahora sí. La silueta azul de la mujer destacaba entre el polvo mecido por los rayos del sol. Olga se volvió al tiempo que su gesto mudaba el desasosiego. Una sonrisa se dilató en su rostro y volvió a tomar asiento junto a la niña, junto a la joven ya.
—Si te enseño algo, no podrás contárselo a mi padre —advirtió.
—Por supuesto. Será nuestro secreto.
Erika levantó las mantas. Recuperó la misiva y se la entregó.
—¿Es una carta?
Los ojos pardos de Erika miraron expectantes a Olga, que ya había empezado a leer en silencio. No dejó de observarla esperando hallar en ella una reacción que pudiera guiarla.
—Este joven está loco por ti —dijo alzando los ojos, iluminada.
—¿Tú crees? Ni siquiera sé con certeza quién es, pero sus cartas… —Erika se llevó las manos al pecho mirando con ensoñación.
—Sí, lo creo, no me cabe ninguna duda. Y entiendo muy bien lo que intentas decirme.
Sus mejillas se arrebolaron por sentirse tan transparente.
—Yo también soy mujer, Erika, y sé que este chico te ama. ¿Así que esta es la razón de tus largos paseos?, ¿de que no salgas a la calle sin pellizcarte las mejillas?
—Vaya, sí que se me nota. —Se pasó la mano por la cara, encendida.
—No te preocupes. Tu padre no se ha dado cuenta de nada.
Erika suspiró aliviada. Dio un respingo al notar que la mano de Olga acariciaba su largo pelo todavía mojado. Y luego bajó la guardia. Hacía mucho tiempo que nadie le hacía eso. No pudo evitar que una lágrima resbalara hasta su barbilla. Todavía estaba reciente el llanto anterior. Olga abrió los brazos y Erika se entregó a ellos. Se dejó arrullar por un adulto de verdad, que la protegiera y respondiera a todas sus preguntas; ella todavía no se sentía capaz. No, todavía no.
—Creo que lo he estropeado —habló entre sollozos sin levantar su cabeza del pecho de Olga.
—¿Por qué vas a estropearlo?
—Porque quería conocerlo ya, sentía que lo necesitaba, y esta mañana he ido a ver a una hechicera, a Frau Hexe, para pedirle un hechizo de amor. Pero yo no quiero que él me quiera por un conjuro, quiero que me ame por lo que soy, de verdad, sin más magia que la de su corazón…
Las palabras brotaban de la boca de Erika encadenadas, sin fin. Su llanto fue haciéndose más grave y su respiración se aceleraba.
—¿Has ido a ver a esa hechicera? He oído muchos rumores acerca de ella. Dicen que utiliza sangre para sus brebajes y que ha hecho un pacto con el diablo.
Erika se dio cuenta de que acababa de contarle a un adulto una irresponsabilidad y se arrepintió de inmediato. Se separó de Olga con los ojos hinchados y el rostro humedecido y esperó una reprimenda.
—¿Dónde vive? —preguntó la mujer.
Erika dudó un momento, pero acabó por explicarle con detalle cómo había ido a verla esa madrugada, la choza en la que vivía llena de extraños objetos y animales muertos. Le habló del puchero que rezumaba azafrán, del cuervo, de los cachivaches y los ungüentos, de su aspecto… Y del hechizo. Parloteaba sin dejar de sollozar: recordar aquella experiencia acentuaba su arrepentimiento.
—Está bien, no te preocupes. Iré a hablar con ella ahora mismo. Seguro que por una buena cantidad de monedas puede hacer algo para anular su conjuro.
Erika la miró incrédula y abandonó el llanto.
—¿Tú harías eso por mí?
—Claro, Erika. Te lo he dicho, puedes contar conmigo para lo que quieras. Sé que hay cosas difíciles de compartir con un hombre tan centrado en sus papeles y sus inventos… —dijo, imitando al final la voz reposada de Lorenz.
Las dos rieron. Erika se sentía agradecida y su corazón se relajó.
—No te preocupes, pronto sabrás quién es tu amor. Ahora parece que el final está lejos, pero ya verás como poco a poco tus anhelos se irán fraguando. Los sueños, cuando crees fervientemente en ellos, acaban cumpliéndose.
—¿Lo dices de veras?
—Estoy segura —respondió firme mientras acariciaba otra vez la suave melena castaña de la joven Erika—. Ven aquí, Liebes Mädchen.
Olga y Erika se fundieron en un largo abrazo, unidas en el secreto. El sol atravesaba el ventanuco ahora más intensamente, calentando los dos cuerpos. Erika se sintió recogida y desahogada y no le molestó escuchar aquellas dos palabras en boca de la dulce Olga.