Horas más tarde, Nikolas paseaba por las calles de Colonia envuelto en su hopalanda de tonos rojizos. Estaba forrada en lana y lo protegía del frío. Ornamentada con preciosos encajes, le confería una elegancia que pocos alcanzaban y se movía cadenciosa con cada paso del copista. El frío que se adhería a los cuerpos que transitaban perezosos por la ciudad parecía no llegar hasta él. A su alrededor, hombres y mujeres enfundados en desgastadas túnicas de lana cruda le echaban largos vistazos, admirados. Nikolas desprendía una estela distintiva, como si nada pudiera dañarlo.
Estaba cruzando el Domhof cuando la vista de dos personas le llamó la atención a cierta distancia. Llevaban los mismos ropajes descoloridos que conformaban el lienzo de la plaza. Sin embargo, Nikolas se quedó paralizado en su sitio; el gentío lo adelantaba por todos lados. No creía que lo hubieran visto, tan ensimismados como estaban el uno con el otro. Al hombre nunca antes lo había contemplado en persona, solo lo conocía a través de las historias que otros le contaban. Entre ellos, la joven que lo acompañaba. La conocía muy bien; había convivido con ella durante más de diez años. Ahora se aferraba al brazo del orfebre y apoyaba la cabeza en su hombro mientras paseaban cariñosos, insensibles al frío que martirizaba al resto del mundo.
Ilse miraba a Lorenz y esbozaba una sonrisa mientras escuchaba lo que él le decía. Parecían una pareja de enamorados. Nikolas notó cómo su estómago se retorcía, no sabía muy bien por qué. Ilse solo era una más de sus mujeres, no sentía nada especial por ella. Al menos eso se repetía. Sin embargo, le molestó cómo ella miraba a ese joven artesano, sin tensión en sus rasgos, centrada solo en él, con una sonrisa relajada que se expandía radiante por todo el rostro. Parecía un cariño sincero, como si de verdad estuviera muy a gusto a su lado. A Nikolas no se le ocurría ninguna vez en la que ella lo hubiera mirado así, o quizá sí al principio, ya no lo recordaba. Previó una situación delicada para la próxima conversación que mantuviera con ella.
Se adentró al fin en el Kölner Dom, la majestuosa catedral gótica, y caminó por el coro. Sus dimensiones hacían que se sintiera empequeñecido y al mismo tiempo elevado. Recorrer todos esos pilares y columnas gigantes hasta las bóvedas era, de alguna manera, un modo de verse levitando.
Se acercó al retablo del crucero, justo en la mitad de la cruz. Al fondo estaba el altar mayor, donde reposaban los restos de los Reyes Magos. Nikolas sonrió socarrón: le parecía inverosímil que todavía hubiera gente que creyera en esas leyendas. Giró hacia la derecha, hacia donde estaba uno de los confesionarios. Al comprobar que había alguien dentro, tomó asiento en un banco cercano. Ese era el día en que Von Morse se dedicaba a confesar a los hombres y mujeres más eminentes de Colonia. La luz se colaba a través de los altos ventanales creando haces multicolores que salpicaban el interior e iban cambiando con el transcurso del día.
Una mujer madura salió adornada de un elegante atuendo de tonos azulados. Su pecho, aunque algo marchito, llenaba el escote cubierto por una gasa. Enseguida la reconoció: se trataba de la marquesa Amara von Kummer. Su marido le había regalado un precioso misal que él mismo se encargó de copiar. La noble saludó a Nikolas con una leve inclinación de cabeza antes de desaparecer. El copista se dirigió al confesionario y entró.
—Ave maría purísima… —dijo, mordiéndose el labio, divertido.
—… sin pecado concebida… —Tras una pausa, el arzobispo Von Morse agregó—: ¿Nikolas? ¿Sois vos?
—Sí, excelentísimo.
—¡Menuda sorpresa! Desconocía que fuerais de los que acuden a limpiar sus pecados —sugirió con recelo.
—Hoy es el día que atendéis a las ovejas descarriadas, ¿cómo podría yo osar perderme tal evento?
—Por vuestro tono parece que venís a pasar el rato. Si es esa vuestra intención, ya podéis marcharos, aquí vienen gentes que realmente necesitan el alivio espiritual que les ofrezco. Vos podéis encontrarme en otro lugar y en otro momento, ¿no os parece? —preguntó molesto.
—Vengo a confesaros algo…
Dieter von Morse calló un momento.
—Adelante, ¿qué os apremia?
—Tengo que deciros en secreto de confesión que ya dispongo de vuestro pedido, excelentísimo.
A punto estuvo el arzobispo de dar un puñetazo sobre el brazo de su asiento. Mascullando entre dientes, le replicó:
—Nikolas, ¡sois un blasfemo, y no me cabe la menor duda de que os pudriréis en el infierno! ¿Cómo osáis burlaros de algo tan sagrado como la confesión y su secreto?
—Ya sabéis que vendí ese mismo libro prometiendo que era un ejemplar único, pero, por lo visto, llegó a vuestros oídos su existencia. Y me pedisteis que os ofreciera una copia a vos también, obligándome a incumplir mi palabra dada al noble caballero que me lo compró. Y yo, débil, empujado por la amistad que os profeso, decidí realizar una nueva copia solo para vos. Eso es lo que confieso, mi excelentísimo, que no mantuve mi promesa.
Aquella era una forma sutil de recordar al religioso cómo estaban ambos de involucrados en algo que merecía la pena callar. Dieter von Morse le siguió el juego, aunque no dejó pasar la oportunidad de advertirle que debía tener cuidado.
—Yo os absuelvo, pero insisto: este no es el lugar ni el momento.
—No pensaba haceros entrega de él aquí, no opinéis tan mal de mí. Quería anunciaros que tenía preparado un delicado pedido de misales para que podáis regalar a esas almas piadosas a las que atendéis con tanto entusiasmo. Bajo todos ellos, hallaréis el libro. Solo necesito saber cuándo encontraros en vuestro palacio para evitar que caiga en manos indebidas.
El arzobispo apoyó su cabeza sobre la mano al tiempo que soltaba un suspiro.
—Está bien, está bien… Admito que no os falta ingenio. Llevadme ese encargo mañana a palacio.
Von Morse echó un vistazo a las filas de bancos y concluyó:
—Creo que por hoy ya he terminado. Acompañadme ahora a la salida, quiero hablaros de algo.
Ambos hombres abandonaron el confesionario y caminaron en silencio hacia una de las puertas laterales. Antes de llegar a ella, la condesa Berta von Kerff apareció de repente. Nikolas vio de reojo cómo el arzobispo dibujaba un gesto de fastidio para, a continuación, sonreír con falsa dulzura.
—Dichosos los designios de Dios que tienen a bien regalar a mis ojos su bendita presencia, condesa.
—Excelentísimo —saludó inexpresiva con una inclinación al tiempo que le besaba la mano. Nikolas se fijó bien en sus arrugados y largos dedos—. Debo agradeceros vuestro compromiso con mi sobrina.
—Lo hago con gusto, condesa. Es una criatura tocada de ingenuidad y pureza. Sus dones espirituales son dignos de una santa.
Nikolas presenció la conversación con gesto solemne. En su interior bullía de curiosidad por saber cómo era el físico de esa jovencita «tocada» de tantas virtudes. La condesa y el arzobispo se despidieron entre promesas de futuros encuentros.
Von Morse retomó con impaciencia el camino hacia la puerta mientras Nikolas lo seguía. A la salida, un frío glacial hizo que el arzobispo se arrugara sobre su abultado vientre. Le esperaban varios soldados de su guardia personal, que se colocaron rápidamente en dos hileras para proteger su camino hacia el carruaje.
Uno de ellos se puso delante de Nikolas y le impidió el paso levantando su alabarda.
—No se puede pasar.
Nikolas bajó la cabeza y notó cómo le hervía la sangre. El militar era un chaval que apenas le llegaba a la barbilla. Las mejillas del copista se enrojecieron levemente. Clavó una mirada hosca sobre el guardia, que tragó saliva sin moverse un ápice.
—Déjale pasar, viene conmigo —indicó el arzobispo.
El militar se apartó lentamente sin desviar sus ojos turbios de los de Nikolas, que echó a andar tras un último gesto de menosprecio. Nunca le habían gustado los soldados, fuesen de donde fuesen.
Von Morse ordenó a Nikolas que subiera al carruaje. En cuanto empezaron a moverse, volvió a hablarle:
—No tengo intención de tomaros en cuenta lo que habéis hecho allá dentro —dijo, señalando hacia atrás—; sin embargo, espero que no se repita…
Nikolas levantó las cejas, sincero.
—No pretendía ofenderos, excelentísimo.
Los labios de Dieter von Morse dibujaron un rictus que pretendía ser una sonrisa. El aire se le escapó entre los labios y moduló un sonido de anfibio, resbaladizo. Nikolas sintió un escalofrío.
—Está bien, está bien. —Hizo un aspaviento con la mano.
Ambos hombres se quedaron en silencio mientras se escuchaba el trote de los caballos. El carro daba bandazos sobre los pedruscos que, dispersos, llenaban el camino. Debían de llevar ya un rato cuando gentes vestidas con harapos y pidiendo limosnas comenzaron a obstaculizarles el paso. Von Morse recuperó la palabra. En su rostro, una mueca contenida.
—Vamos, haz que caminen —ordenó al cochero. Después se volvió a Nikolas—: ¿Os enterasteis del conflicto que hubo con las indulgencias que salían de aquella iglesia? —Señaló con su regordeta mano al exterior. Allí estaba la parroquia de San Miguel Arcángel.
—Sí. Algo oí. Os obligó a firmar un edicto, ¿no es cierto?
—El párroco vendió tantas a precios indignos que se formó un revuelo descontrolado. El perdón no debe ser barato.
—Pero vos hallasteis la solución adecuada, como siempre.
—Bueno, para algunos no es suficiente.
Nikolas desconocía cuál era la razón, pero tenía la sensación de que los papeles de confesor y confesado se estaban intercambiando. El arzobispo deseaba contarle algo. Quizá porque los unía el conocimiento exclusivo de secretos ignominiosos. Las personas más respetables de Colonia habían confiado a ambos intimidades que derrumbarían su imagen si llegaran a conocerse. Uno exigía penitencias, mientras que el otro participaba de dichas intimidades y las promovía. Estaban al tanto de los vicios de la sociedad y eran partícipes de ellos en diferente medida. Observar a diario cómo los hombres engañan, mienten y ultrajan perturbaría incluso al más curtido.
—Confío en vuestra discreción, es más, la espero… —advirtió el religioso.
—Por supuesto que la tenéis, a fe mía.
Von Morse se volvió a algún punto fuera del camino que seguía el lujoso carruaje. Los caballos ya habían recuperado el ritmo. La leve luz del sol entraba directa justo por ese lado, enfrente de Nikolas, oscureciendo el rostro del arzobispo al contraluz de ese fondo voluble de calles atestadas de gente.
—El padre Martin Wahrheit es un ser poco querido en esta ciudad. Tiene, ¿cómo decirlo?, una forma propia de entender el ejercicio del sacerdocio y de aplicar las Sagradas Escrituras. Una forma tan propia que en más de una ocasión lo ha alejado de la ortodoxia. Y eso también lo aleja de Dios. Yo soy un hombre comprensivo y sé que es bueno adaptarse a cada lugar, pero aun así soy y debo ser firme defensor de la norma. Nikolas —su mirada regresó al copista—, vos sabéis bien, como propietario de un negocio, que, si se abre demasiado la mano, los pajarillos no solo se asomarán, sino que saldrán volando. Sin orden, llega el descontrol. Y después el caos. ¿Es el caos deseable o beneficioso para alguien?
Nikolas se percató de que el carruaje estaba dando vueltas por Colonia, alargando su trayecto hasta el Palacio Episcopal, que ahora parecía quedarles tan lejos. El copista negó con la cabeza y el arzobispo apretó el puño con fuerza.
—Es mi deber, pues, tomar las riendas y evitar poner en peligro a nuestra ciudad.
—¿A Colonia? Disculpadme, excelentísimo, pero no entiendo cómo unas indulgencias repartidas en una de las zonas más pobres de nuestra hermosa ciudad pueden ponernos en peligro.
—Nikolas, no disponéis de la clarividencia suficiente para ver más allá. Las indulgencias fueron solo un detalle. Lo que importa es lo que ese cura transmite con sus discursos y su forma de actuar.
El tono de voz del arzobispo se había elevado.
—Imaginaos qué ocurriría si el populacho se viera arrastrado por las arengas de ese sacerdote: ¡dejarían de ser corderos de Dios para convertirse en ofensores! ¿Y qué lenguaje entienden los que ofenden? Solo el de la sangre y el fuego. Hay que evitar llegar a eso.
—Sí, tenéis toda la razón. Disculpad mi ignorancia, excelentísimo. —El rostro de Nikolas se ensombreció, consciente de cuán peligroso era no dar la razón al arzobispo.
—Está bien. Es por eso por lo que nuestro bien amado alcalde debe ayudarme en este asunto.
Nikolas abrió los ojos sorprendido. No esperaba que Von Morse involucrase a Heller en sus artimañas. Era bien conocido el poco respeto que le profesaba.
—Pensaba que era un asunto que atañía solo a la Iglesia…
El príncipe elector se rascó la redonda barbilla en un gesto de impaciencia. Un bache lo sacudió y acrecentó su malhumor.
—El desorden en una parroquia es desorden en la ciudad. Y no creo que Heller lo quiera. Sé que le conviene apoyarme en esto, pese a que no me fío en demasía de aquellos que se dejan arrastrar por la ambición. Hace un rato tuve arrodillada en el confesionario a su esposa, la baronesa Agripina. Mal asunto tiene entre manos quien abandona sus deberes conyugales arrastrado por el poder.
—¿Acaso os ha confesado alguna infidelidad?
—¿Qué estáis diciendo? Yo jamás violo el secreto de confesión.
—Por supuesto. Perdonadme, me he dejado llevar por la curiosidad.
—La buena de Agripina, tan inocente, se ha mostrado apenada por las constantes ausencias de su esposo. Es una joven bien educada por el que fue su noble padre. No se debe dejar a una esposa de esa edad tan descuidada… —El religioso dejó inconclusa la frase y tras una larga pausa agregó—: El padre Martin Wahrheit será juzgado, y Heller deberá asumir su papel.
El arzobispo volvió su vista hacia ningún lugar. Nikolas lo ratificó en silencio. Sabía que Von Morse buscaba su aquiescencia por su conocida relación con el bürgermeister; se estaba asegurando el terreno. No sería esa la única conversación que mantendría al respecto, seguro.
El cielo recortado por los sucios tejados de las casas había empezado a oscurecerse. Von Morse dio instrucciones al cochero para dirigirse directamente al palacio. El copista aprovechó para disculparse y pedir permiso para bajar. Le daba igual en qué parte de la ciudad se hallara.
Una vez el carruaje se hubo alejado, Nikolas caminó con brío. Estaba ansioso por desentumecerse. Se sacudió las ropas como quien se quita el polvo del camino. No podía esperar a llegar al palacete, darse un baño y beber algún delicioso licor de su bodega. La conversación con el arzobispo le había dejado un regusto amargo en la boca. Había oído hablar de ese cura Wahrheit. Los más pobres lo veneraban. Nikolas sabía por experiencia que la fama tenía un doble filo: sí, creaba aliados, pero también enemigos. Y se convertía en peligrosa cuando los últimos eran más poderosos que los primeros. Von Morse solo era un emisario.