Lorenz y Olga respiraban jadeantes. Ella estaba acurrucada en los brazos del orfebre. Sus cuerpos empapados en sudor todavía temblaban de placer entre ligeros espasmos. Ella seguía excitada, siempre le sucedía después de que él ya hubiera culminado. Olga era insaciable en ese sentido. Habían practicado todas las posturas que el camastro de Lorenz permitía, incluso se había partido una de sus tablas. Olga había estado encima, de espaldas a él, ascendiendo y bajando sobre su vientre; empujándole y agitando su cadera a base de fuertes empellones. Sofocada, provocadora. Lorenz había tenido que contenerse para aguantar un poco más y alargar el acto. La madera rota le había ayudado a distraerse. Ahora él estaba satisfecho, pero ella no.
Quiso corresponderla, como siempre hacía. Posó los dedos en su sexo húmedo y jugueteó con él, moviéndolos inquietos, penetrándolo… Bajo las mantas, Olga se removía ansiosa, su respiración cada vez más fuerte, mordía la almohada a la que sus manos se aferraban tensas, gemía vehemente. Los dedos de Lorenz se agitaban, abriendo, cerrando, entrando y saliendo y entrando otra vez, sin pausa; el jugo de ella se expandía rápido y se propagaba por toda la mano, recorriendo los muslos de Olga, que se frotaban entre sí y acorralaban el brazo de Lorenz.
Justo cuando empezaba a notar que su mano se agotaba, ella se arqueó y su cadera crujió. Estalló en un alarido y se dejó caer zarandeando sus pechos en el aire. Posó su brazo en el de Lorenz indicándole que ya era suficiente y él lo retiró obediente. Olga permaneció un momento recostada boca arriba, recuperando el aliento que poco a poco abandonaba el deseo. Lorenz sonreía satisfecho. La luz del sol entraba a través del ventanuco y le obligó a parpadear varias veces. Se volvió a Olga, todavía en silencio.
Estaban solos en casa. Erika se había marchado a dar uno de sus largos paseos y cuando eso ocurría no aparecía por allí hasta la hora de la comida.
—Estoy muy feliz —dijo Lorenz.
Olga giró la cabeza. Su rostro seguía arrebolado.
—¿De verdad? —preguntó ella.
—Sí —asintió convencido—. Tenemos justo lo que necesitamos. Sé que todo va a irnos muy bien.
Esa misma mañana, Olga había acudido a casa de Lorenz con gesto compungido. Al verla, se dio cuenta rápido de que algo malo ocurría.
—¿Sucede algo? —le había preguntado preocupado.
—Me tengo que marchar.
—¿Qué? ¿Adónde?
—Todavía no lo sé…
Las palabras de Olga se le clavaron en el pecho.
Era consciente de que su trabajo en el taller de Ernest solo duraría un tiempo. Pero pensaba que, después de lo que habían vivido juntos, Olga buscaría un empleo similar en Colonia. Ella le había hablado en alguna ocasión sobre cuánto viajaba de una ciudad a otra haciendo encargos semejantes. Era gracias a ese tránsito continuado como Olga había alcanzado la excelencia en su labor de dibujante: Érfurt, Núremberg, Fráncfort, Bremen… Recorría el Imperio de norte a sur y de este a oeste mejorando su trazo con cada parada. Ella había evitado hablar del asunto, sabedora de que él se incomodaba. Los dos habían llegado al acuerdo tácito de que era mejor no pensar en la posibilidad de que podía llegar el día en que tuvieran que separarse. Lorenz jamás había salido de Colonia y no tenía intención de cambiar eso. Pero el temido momento había llegado y debía hacer algo.
—¿No puedes quedarte en la ciudad? —le preguntó al fin.
—Aquí en Colonia no tengo qué hacer, Lorenz. Nadie me conoce. Y desde lo de Raynard, Ernest ha perdido renombre. Además de que tú eras su mejor oficial y sin ti los encargos no se rematan como antes. Apenas le llegan trabajos nuevos, y los pedidos que tiene no requieren de mi destreza. Al margen de que estoy convencida de que jamás se lo ofrecería a la mujer que está contigo. Esperaré unos días y después me marcharé…
Se hallaban sentados a la mesa. Lorenz le había servido un vaso de leche y ella lo bebía agradecida en el calor del hogar. Desde fuera una leve ventisca azuzaba la casa provocando ruidos perdidos. El frío lo inundaba todo con una luminosidad acerada. Cuando había visto aparecer a Olga un momento antes, bajo la tenue luz del amanecer, envuelta en mantos de lana y con las mejillas encendidas, le había parecido un ángel.
—¿Y adónde vas a ir?
—Tengo varios talleres que visitar antes de decidir. En todos he trabajado antes y están contentos con mi pericia. Esta época del año es buena para ellos. La Navidad se acerca y cualquier prohombre que se precie desea una bandeja de plata con motivos únicos para utilizar en sus cenas y suscitar la envidia de sus invitados.
—Entiendo.
Olga le cogió la mano, cariñosa.
—Yo tampoco quiero irme, Lorenz. Pero no conozco otra opción. Necesito comer, como todos, y para eso también he de trabajar…
La joven hablaba con voz grave, como si contuviera un llanto que se resistía a mostrar. Enumeró todas las razones que la obligaban a marcharse de Colonia y de lo irremediable que era continuar un camino que ella misma había esbozado. Le habló de su carrera, de sus necesidades… Lorenz no atendía a ninguno de los motivos; sonaban de fondo como la brisa que agitaba los árboles. Para él solo valía uno. Su boca habló rápida, sin darle tiempo a meditar lo que de ella surgía.
—Te amo —la interrumpió.
Olga calló. Sus ojos se fijaron en él, muy abiertos. La boca se abría intentando pronunciar algo y después volvía a cerrarse, como si se hubiera quedado sin voz.
Te amo, repitió para sí. Lorenz sabía que esas dos palabras eran muy importantes. Había estado debatiéndose mucho sobre si articularlas o no. Amaba a Olga, la amaba desde hacía semanas, o incluso meses, amaba su rostro y su cuerpo, pero amaba más incluso el apoyo que le había demostrado desde que la conociera; amaba su cariño y su ternura, que parecían no tener fin.
—No hace falta que digas nada —dijo él, haciendo aspavientos con las manos.
—Yo también te amo —respondió apresurada, con el rostro paralizado. Se sorprendió al escuchar sus propias palabras.
Lorenz sonrió.
—Entonces no debes irte, Olga. No me había sentido así nunca desde que perdí a mi esposa. No puedo dejarte marchar. ¿No lo entiendes? En este último año han ocurrido tantas cosas…
Lorenz habló estimulado. Quiso demostrarle a Olga todo lo que significaba para él, cómo se había acostumbrado a necesitarla cada día. Ella le había dado una razón para ese soliloquio que llevaba tanto fluyéndole por dentro. Su gesto parecía haber despertado de un sueño reparador.
—Y en todas ellas tú has estado conmigo. Me has ayudado cuando lo había perdido casi todo, siempre mirándome como si fuera alguien realmente importante —continuaba.
—Es que lo eres.
Lorenz se sonrojó.
—Tú sí que eres importante. Sin ti yo no habría conseguido nada. Me has dado fuerza y voluntad cuando pensaba que estaba acabado. Si te marchas, lo que hemos compartido se esfumará. Y no sé si podré sobreponerme… otra vez.
Lorenz no podía desasirse de esos ojos marinos, expectante. Iba a luchar hasta el final para que ella no lo abandonara. Si algo había aprendido era que había que superar numerosos obstáculos para alcanzar cualquier bien. Ahí y entonces, su bien era Olga. Ambos se quedaron en silencio unos instantes. Como si buscaran una solución que no llegaba.
—Ven a vivir conmigo —dijo él de repente. Y esperó. Esas últimas palabras ampliaron el silencio. Lo hicieron más profundo.
—Eso sería una locura. ¿Qué diría tu hija? —respondió Olga.
Pensó un momento. Como solía hacer, el orfebre pasó un mechón de pelo dorado detrás de la fina oreja de su amada, con ternura, delicado. Olga cerró los ojos y se deleitó con ese contacto tan cálido y familiar. Debía mostrarse convencido de su decisión, confiado.
—Hablaré con ella cuando regrese. Estoy seguro de que comprenderá las circunstancias.
Olga suspiró reflexiva, pasándose la mano por la frente una y otra vez. Esa no era una buena señal.
—Di algo, por favor. Tu silencio me abruma.
—Solo estoy considerándolo todo, Lorenz. Es un paso muy importante que no podemos dar así como así. ¿Qué dirán tus vecinos? No estamos casados. En cuanto se enteren comenzarán las habladurías. Y ni tú ni yo saldremos bien parados.
—Me dan igual los vecinos y sus chismes. Es una decisión que debemos tomar ahora, juntos. Ya vendrá la boda, si tú quieres, claro. Te daré lo que desees. Si suspiras por una bonita celebración, la tendrás. Tu felicidad es la mía también. Nos amamos, no sé qué problema hay —dijo mientras se ponía en pie y se dirigía a la ventana, nervioso—. A no ser que… no sea verdad —dejó escapar Lorenz en un susurro.
Las ramas de los árboles se sacudían sin hojas. El sol calentaba la escarcha que todavía quedaba de la madrugada y las gotas caían al suelo desviadas por el viento. Algunas mujeres volvían a casa envueltas en sus mantos, tratando de resguardarse contra los muros. Se preguntó dónde estaría Erika.
Olga se volvió. Parecía alarmada.
—Claro que es verdad —dijo cortando el aire—. Pero no llevamos tanto tiempo juntos, quizá no nos conozcamos tan bien. ¿Y si en unos días descubres algo de mí que aborreces? Te cansarás, yo tendré que marcharme y buscar un nuevo hogar.
Lorenz estalló en una carcajada.
—Jamás me cansaré de ti, Olga. Tú quizá lo tengas más fácil, convivir con un loco como yo que se pasa la vida enganchado a una prensa y copiando manuscritos puede ser complicado. Pregúntale a Erika, ella lo sabe bien. De lo único que estoy seguro es de que si no lo intentamos, no lo sabremos.
—Ya lo sé —susurró ella, bajando la mirada al suelo.
—Y de que sin ti estoy perdido.
Lorenz caminó hacia ella lentamente. Olga siempre se había mostrado fuerte ante él. Pero ahí sentada, encorvada sobre su propio regazo, se le antojó una niña indecisa. La espalda de la joven comenzó a sacudirse como en un escalofrío. Lorenz se acuclilló a sus pies y alcanzó la barbilla. La alzó con suavidad. Los ojos cristalinos de Olga estaban enrojecidos. Una lágrima surcó su mejilla hasta caer en la mano del orfebre y mojarla. De su boca nació un susurro que apenas formó una palabra.
—¿Qué has dicho? No te he oído —dijo, aproximando su rostro al de ella. Podía escuchar latir su corazón.
Olga suspiró antes de volver a hablar:
—Acepto. Me quedaré aquí con Erika y contigo.
Lorenz dibujó una amplia sonrisa, convencido de que Olga lloraba de pura felicidad. Se abalanzó sobre ella y la abrazó fuerte. Estuvieron así unidos largo rato. Después él la besó y ella le correspondió con el mismo anhelo. Ahora ya nada los separaría.