Esa misma mañana, Dieter von Morse se hallaba en su despacho del Palacio Episcopal de Colonia y daba buena cuenta de un tentempié. Aquella era una de las muchas residencias que disponía en Renania, pero también una de sus preferidas y por ello la visitaba con frecuencia. El arzobispo y príncipe elector se había esforzado en reunificar el territorio en la zona del Bajo Rin y Westfalia. Entre sus poderes se encontró tiempo atrás el de la administración de la diócesis de Paderborn. Sin embargo, sus esfuerzos por mantenerla unida le costaron muy caros y acabó devastada por los conflictos y las contiendas. Von Morse se resistía a pensar que Colonia pudiera sufrir un destino similar. Haría lo que fuera con tal de impedirlo.
Un criado permanecía de pie esperando sus órdenes. Aquel lugar era muy acorde con la categoría del religioso; repleto de joyas artísticas de gran valor, se hallaba solo a una calle de la catedral de Colonia. Pronto instalarían definitivamente la Dreikönigenglocke[1], moldeada hacía casi veinte años.
Von Morse llamó con un gesto de la mano a su sirviente para que se llevara la bandeja.
—Tened todo preparado para la visita de la condesa. Avisadme en cuanto llegue y que nadie me moleste mientras la recibo.
El criado hizo una reverencia y se alejó dejando a solas al arzobispo. El insigne sacerdote, aprovechando que todavía tenía un momento, se dispuso a dar una cabezada. Cruzó las manos sobre su barriga, cerró los ojos y, al poco, la respiración se tornó lenta y ruidosa. Un rayo de sol se coló por entre las oscuras cortinas sin llegar a alcanzar su abultada figura.
La condesa Berta von Kerff era una de las más fieles y agradecidas beatas del arzobispado de Colonia. Sus donaciones habían financiado buena parte de la construcción de la catedral. La noble bajó del carruaje estirando todo lo posible su arrugado cuello. La seguía obediente su sobrina Agnes, que contaba con tan solo quince años de edad pero cuyo desarrollo físico hacía que llamara la atención de los hombres allá por donde pasase.
Un chambelán estaba esperando a la condesa en la puerta del Palacio Episcopal. Ya en la entrada, los tapices coloridos y las decoraciones doradas cubrían las paredes. Igualmente opulentos eran los vestidos de la noble y de la joven: terciopelo italiano y seda. De forma ceremoniosa, el criado se prestó a conducirlas hasta el príncipe elector.
—Ha tenido que atender en embajada a un ilustre representante del Papa, que se ha presentado sin haber pedido audiencia. Por ello no ha podido bajar él mismo a recibiros, como era su deseo. Os ruega encarecidamente que lo disculpéis, condesa.
La anciana asintió. No tenía a bien hablar demasiado con los criados. La joven Agnes se ruborizó al cruzar su mirada con el chico, cuyos ojos dudaron un instante entre posarse sobre el rostro virginal de la muchacha o sobre el busto que pugnaba por salir del escote.
El camino que siguió el chambelán dio un rodeo por el Palacio Episcopal. Cruzaron exquisitas y numerosas estancias que exhibían los tesoros del poder religioso. Lienzos de los mejores retratistas del mundo, esculturas en mármol y bronce, muebles de madera noble… Dieter von Morse sabía cómo impresionar a sus visitas.
El sirviente detuvo su paso en una sala cubierta de espesos cortinajes de tonos violáceos, iluminada por pequeños candiles y presidida por un enorme crucifijo de madera negra. Luego se retiró. Tras hacerlas esperar unos minutos más, la cortina bajo el crucifijo se abrió y dejó paso a la figura rotunda y oscura de Dieter von Morse.
—Señora condesa, qué honor…
La noble realizó una solemne genuflexión antes de besar el anillo del arzobispo.
—Excelentísimo y reverendí…
—Por favor, por favor —interrumpió—. Os agradecería que dejáramos atrás el protocolo, pues es para mí un gozo y un privilegio que me hayáis visitado junto con…
La condesa, poniéndose de pie, tomó la mano de Agnes.
—Esta hermosa y prudente niña que me acompaña es mi sobrina, Agnes. Quería presentárosla y hablaros de un asunto que me tiene turbada.
La noble mantenía una expresión altiva. Von Morse miró con sonrisa beatífica a la joven. Enseguida quiso mostrar su preocupación por la condesa y habló en tono impaciente.
—Acompañadme a otra estancia para que podamos hablar plácidamente. Allí gozaremos de mayor comodidad y luz.
Descorrió la cortina por donde había entrado e invitó a ambas mujeres a cruzar la puerta que ocultaba. Llegaron entonces al despacho reservado a las visitas especiales, situado justo detrás del salón de los pasos perdidos. La dependencia estaba compuesta de una mesa de seis patas de madera y bronce a juego con el sillón de caoba, mucho más elevado que las otras dos sillas. Justo encima, un pantocrátor sobre una tabla con el fondo en oro. Una luz espesa se colaba por el inmenso ventanal. Esperó a que la condesa y su nieta tomaran asiento y las imitó.
Permanecieron en silencio mientras los criados disponían unas viandas frías. Después les ordenó que los dejaran a solas.
—¿Qué asunto puede inquietar a un alma tan devota como la vuestra, condesa? —preguntó, llevándose un pedazo de fruta a la boca.
—Veréis, excelentísimo… Me he atrevido a acudir a vos aprovechando vuestra visita a Colonia porque estoy muy preocupada por la moral de una de vuestras parroquias.
—¿De qué parroquia? ¿Qué es lo que sucede?
—Se trata de una iglesia que pretende alejarse de la mano de Dios. La de San Miguel Arcángel.
El arzobispo frunció el ceño sorprendido. Ya había lanzado un edicto que prohibía sus indulgencias.
—¿Qué pasa con ella?
—Llevaba ya algún tiempo escuchando rumores sobre los discursos de ese sacerdote; muchas amigas de confianza me habían hablado del peligro de sus palabras y quise comprobarlo yo misma.
—¿El padre Martin Wahrheit?
—Sí. Ese párroco defiende las tesis conciliares. Estoy segura. —La noble se mostraba firme.
Su rostro endurecido componía una mueca de enfado que incomodaba al religioso. No soportaba las reclamaciones. Se mantuvo un momento en silencio y trató de sosegarse. A lo largo del día se veía obligado a disfrazar la mayoría de sus reacciones. Masticó la fruta con parsimonia a fin de darse tiempo.
Durante esos años se estaba celebrando el Concilio de Basilea. Constituía una gran disputa entre los que defendían que el cristianismo debía estar regido por los concilios, y aquellos que creían que el Santo Padre debía ser la máxima autoridad. Eugenio IV, el Papa reinante, era firme defensor de su figura como monarca absoluto; sobre todo tras el Gran Cisma del siglo anterior durante el cual, por motivos políticos, llegó a haber hasta tres papas diferentes al mismo tiempo. Los que amparaban el poder del Concilio decían velar por el fin de la corrupción. Los protectores del Papa esgrimían que para reforzar el cristianismo debía existir solo una figura autoritaria.
Dieter von Morse nunca ocultó su voluntad de ascender y convertirse algún día en candidato al trono de San Pedro, así que se mostró como un defensor voraz de las tesis papales desde el principio. Coincidía, pues, con las posturas más conservadoras de la cristiandad del momento, como la de la condesa Von Kerff.
Erguida en su asiento, la anciana no había probado bocado de los alimentos que se habían dispuesto. Una nube debía de estar cubriendo el cielo en ese instante, porque las sombras se expandieron y lo ocuparon todo. El rostro de la noble se presentaba hermético bajo la penumbra.
—Estáis denunciándolo. ¿Tenéis pruebas? —preguntó Von Morse, prudente.
—Las tengo. Ese cura es un hereje —insistió la condesa—. En primer lugar banalizó el poder de la Iglesia vendiendo más indulgencias que nadie a precios de saldo a la chusma de Colonia, pobres y delincuentes que solo causan problemas. Y ahora encima insulta a la Santa Institución con mensajes sacrílegos.
El príncipe elector miró de soslayo a la chiquilla, que se mostraba distraída degustando unas uvas. Se preguntó para qué la habría traído la noble.
—Continuad.
—Podría incluso afirmar que ese cura defiende valores mucho más infames. —Articuló un silencio para luego anunciar—: Temo que sea husita.
Berta von Kerff se refería a los seguidores de Jan Hus, sacerdote que pretendía reformar la Iglesia defendiendo la libertad de predicación y la pobreza de los eclesiásticos frente al oropel del Vaticano. Hus fue condenado por hereje a morir en la hoguera en 1415, aunque en el Concilio de Basilea hubo quienes defendieron que los husitas mantuvieran sus rituales. Hasta hacía bien poco, su estela todavía tenía seguidores.
—Esa es una acusación muy grave, condesa.
—Ojalá estuviera equivocada, excelentísimo —dijo, bajando la mirada y posándola en sus manos, que se movían nerviosas.
El arzobispo cabeceó. Martin, pobre mentecato, pensó. Von Morse no recapitulaba ya sobre esos años de seminario en los que compartieron tanto. Lo cierto era que aquel contestatario se había pasado la vida comportándose como si su moral fuera superior a la de los demás y venciera cualquier tipo de tentación. Su intención no era otra que hacerle sentir el peso de la culpa por un inocente error de juventud. Pero el tiempo había puesto a cada uno en su lugar. Y mientras que él se había convertido en arzobispo y príncipe elector, Martin pasaba por ser un simple cura agitador, amigo y defensor de malhechores. De eso le había servido su supuesta honorabilidad.
Aun así, acusarlo de hereje alborotaría la ciudad entera. La proporción ciudadana pobre ganaba con creces a la más acaudalada, y esta lo adoraba ciegamente. Si algo malo le ocurriera, todos se alzarían en protesta. No necesitaba una ciudad amotinada, pero tampoco podía permitirse perder el favor de la condesa Von Kerff, ni del resto de la gente notable de Colonia. Debía tomar una decisión.
—Veréis, excelentísimo. También estoy preocupada por mi sobrina. Igual que llegan a mis oídos, las palabras de ese hombre infame alcanzan los suyos. Desde luego, mi deseo es que nadie pueda transmitirle ideas equivocadas a alguien tan joven y vulnerable.
La anciana se adelantó sobre su silla como buscando un acercamiento. Carraspeó ligeramente y volvió a hablar, pero en un tono menos exigente:
—Sé que mi atrevimiento es mucho, pero ya os he expuesto mis motivos. Mis cuitas no son pocas ante el grave peligro de que esta dulce criatura de Dios —dijo, volviéndose un momento hacia su sobrina. Agnes posó su mano sobre la de su tía— y otras jóvenes como ella puedan recibir ideas perversas que las embrutezcan y alejen de Cristo y de nuestra Santa Madre Iglesia. Me atrevo a solicitaros, en ruego a todos los años en que he tenido el gusto de compartir vuestra amistad y consejos, que le impartáis unos ejercicios espirituales. Sé que el tiempo de que disponéis es muy reducido debido a los infinitos compromisos que os ocupan dentro y fuera de la ciudad, por eso os pido que hagáis lo que podáis. No importa si es solo un día o todos aquellos que hagan falta hasta que estéis convencido de que en el corazón de mi Agnes anida la fe verdadera y no herejía alguna.
El arzobispo se fijó en la joven. Observó con calma sus dulces rasgos. Lo miraba de forma furtiva, tímida. Los labios eran carnosos y rosados y sus pequeñas y finas manos se agitaban nerviosas sobre su regazo. Su busto suave, terso y generoso se mecía impaciente. Dieter von Morse bajó la mirada a su escritorio y se centró en sus papeles mientras respondía.
—Dudo que esta dulce criatura pueda albergar nada malo, condesa.
Antes de que el religioso terminara, la noble le interrumpió firme:
—Insisto.
Von Morse alzó sus ojos rotundos y exhaló un suspiro al tiempo que sonreía complacido.
—Está bien. Si así lo creéis, estaré encantado de realizar esos ejercicios para asegurarnos de que el diablo se mantiene alejado de ella.
Agnes continuaba con la mirada baja, sumisa a la decisión de su tía.
—Perfecto. Muchísimas gracias, excelencia. Con respecto al otro asunto que nos ocupaba…
El arzobispo le impidió acabar.
—Estad segura de que voy a tener muy en cuenta el desvelo que habéis demostrado por el cuidado del alma, condesa. Sois un ejemplo magnífico para vuestra sobrina y para toda la comunidad. Estoy convencido de que así lo vive también ella, ¿verdad, Agnes?
La joven, con las mejillas encendidas por la vergüenza, asintió.
—Cuánta razón tenéis, excelentísimo.
La voz de Agnes sonó al arzobispo como una fuente de agua fresca.
—Se me ocurre, mi señora, que como ahora dispongo de un rato libre, podríamos comenzar con esos ejercicios. No os preocupéis por ella, mi servicio la llevará a vuestro hogar en cuanto terminemos, así podréis disponer del resto del día para vuestros asuntos, que a buen seguro son también muchos.
El palacio entero se hallaba en un silencio sepulcral. La luz del sol volvió a brillar con fuerza e hizo resplandecer los vestidos áureos de las mujeres. La condesa consintió y suavizó el gesto. Se puso en pie solemne, se recogió el faldón y se despidió de su sobrina. El príncipe la acompañó hacia la puerta. Se reconfortó a sí misma con unas palabras:
—Me tranquiliza la certeza de que vos sabréis qué hacer.
Tras besarle el anillo, se marchó. El arzobispo volvió sobre sus pasos y se dirigió hacia la muchacha, sonriente. Tomó su mano y la notó temblorosa.
—No os pongáis nerviosa. Estoy seguro de que mis ejercicios os serán de mucha ayuda. Iremos a la sala que visteis antes. Es mucho más recogida y allí nadie nos molestará.
El arzobispo apartó la cortina y la hizo pasar delante de él. Se deleitó con el dulce perfume que desprendía. En su mente persistía el reclamo que la condesa acababa de hacerle y maldijo la encrucijada en la que se hallaba. Dieter von Morse odiaba que nadie le sugiriese cómo actuar.