Capítulo 44

En la mañana del 10 de diciembre, unos pasos resonaban entre las paredes de la calle de Santa Ágata. Al instante, una sombra emergió de un negro portal. Cuando los brillantes rayos de sol alcanzaron su atuendo, el manto ocre ajado salió fuera del cerco de oscuridad a sus espaldas. La piel fina de Erika se tensaba nerviosa. Había llegado el gran día.

Miró a lado y lado de la estrecha calle y entonces corrió hasta el final, marcado por un muro. No había salida. Erika palpó las piedras de esa pared una a una. Sus pequeños dedos hurgaban entre ellas, siguiendo sus márgenes, golpeándolos. Quería encontrarla. La superficie estaba húmeda y gotas de agua y arena recubrían sus manos. El frío que se calaba en los huesos las hacía temblar, pero Erika no se rindió.

Un pedrusco se movió en su hueco. Ahí estaba. Tenía que ser ese, lo sabía. Lo retiró dejando el muro horadado y acercó sus ojos para ver mejor. Al final de ese vacío oscuro lucía la claridad de un papel doblado, inmóvil. Introdujo la mano y lo cogió rauda. Esperaría a llegar a casa para leerlo. Guardó ese tesoro bajo el manto, junto a su pecho, para darle un poco del calor que la roca desnuda le había robado. Y salió corriendo por entre las callejas, feliz.

Aquella era la tercera carta que recibía. Erika había aceptado el juego que su admirador le propuso. ¿Cómo no hacerlo? Se había pasado el mes entero contando los días para que llegara esa mañana. Apenas había dormido por la noche, imaginando qué le diría.

Como pasaba gran parte del día sola, salía a caminar sin un rumbo definido, hasta que tocaba volver a casa a ayudar a su padre o a Olga con la cocina. En esos paseos memorizaba las misivas que le hacían sentirse tan especial. Ese juego era lo único auténticamente suyo, vedado a los demás. Ni siquiera su padre sabía de él. En sus paseos, Erika dejaba volar su imaginación y tocaba esas facciones tan suaves y delicadas, dueñas ya de la mano que le escribía. Debía ser una figura sin mácula, ajena al barro que embadurnaba la ciudad; tampoco iría en carro, sino a caballo siempre, un caballo blanco y distinguido como él. Erika no podía evitar ver encima del noble animal a aquel joven de ojos oscuros y cabellera dorada con el que se había tropezado. Pese a que jamás le había dirigido la palabra, deseaba continuar creyendo que era él. Lo anhelaba de verdad. Después de todo, A. F. insistía en que todavía era pronto para que hablaran en persona.

No hacía demasiado que había coincidido con él en la librería de Johann. Ella había ido a comprar papel y al verle allí se le cortó la respiración de golpe. Su vestimenta era exquisita; el jubón daba forma a una silueta estilizada que contrastaba con aquel lugar pequeño y saturado de mil cosas. Los colores que portaba eran vivos, muy distintos a los tonos gastados de los libros que cubrían los estantes. El aire se movía en una nebulosa formada de luz y polvo.

Él pareció no haberla visto llegar siquiera, pues no respondió a su saludo. Permanecía de pie, callado, mirando al librero y a Yago, que también los acompañaba. Ante los tres hombres, una gran hoja de papel desplegada ilustraba un mapa de Samarkanda. Yago hablaba de las diferentes estaciones de la ruta de la seda que en él aparecían. Los caravasares eran esenciales para el comercio a través de Asia, el norte de África y el sureste de Europa. Dispuestos a no mucha distancia uno de otro, en ellos descansaban los hombres y animales de sus largos viajes, cargados de mercancías tan preciosas como el ámbar, el coral y, por supuesto, la seda. Erika sonreía curiosa mientras se esforzaba en no dirigir sus ojos al joven, que la miraba de soslayo, distraído del discurso de Yago. A él debían pertenecer las cartas. La muchacha lo seguía en esa especie de diversión, pese a que su auténtico empeño era que le hablara y se mostrara. Tenía que ser él.

Yago continuaba parloteando orgulloso sobre ese mapa; se trataba de un regalo que le había hecho un viajero y enviado del rey de Castilla con el que se había cruzado en una de sus travesías. Todo en ese papel estaba dibujado como si alguien lo viera desde el cielo. Erika se acercó un poco más y rozó sin querer la espalda del joven, que se volvió sobresaltado. Apenas hubo contacto, pero ella agachó la cabeza, tímida. Mientras el calor ardía en su pecho, sintió que también ella podría volar al cielo y dibujar lo que veía.

Cuando Yago acabó la explicación para dejar que Erika realizara su compra, el joven hizo una reverencia con la cabeza y se dispuso a salir de la librería. Estaba a punto de cruzar la puerta cuando Johann lo llamó a voces; había olvidado su paquete. El muchacho no respondió y continuó el paso. «Qué chico más raro», soltó el librero. Erika, fortalecida por las circunstancias, cogió el atadijo y salió tras él. Cuando golpeó su espalda para avisarlo, se volvió. Al verla dio un pequeño paso hacia atrás. Entonces le dirigió otra vez esos ojos oscuros como el océano en la noche y ella no apartó los suyos. Se contemplaron largamente. El corazón de Erika latía con fuerza. Ese era el momento. Ahora él le diría cuánto la amaba. Se quedó callada esperando que así fuera mientras intentaba recordar cómo respirar. No sucedía nada. Unos chiquillos cruzaron raudos el callejón. Los gritos del que debía ser el padre profirieron más de una advertencia. Una ráfaga de viento gélido le lamió la cara. Erika alzó la mano con el paquete del joven.

Él lo miró y, como recién despertado de un largo sueño, lo aceptó en silencio. Asintió y recuperó su camino. Erika lo vio alejarse defraudada, hasta desaparecer entre la gente que a aquella hora de la mañana transitaba afanosa por la calle.

Cuando Erika abrió la puerta se encontró con que su padre continuaba en el mismo sitio donde lo había dejado antes de salir. Estaba ocupado con ese encargo anónimo que había llegado hacía unos días. Trabajaba en él entusiasmado y entregado por primera vez en mucho tiempo, y eso le agradaba. El problema con Ernest había conseguido hundirlo de verdad, pero ahora parecía tenerlo totalmente superado. La luz de la mañana entraba poderosa en la sala y caía sobre la figura espigada de Lorenz.

—Ahora vuelvo —anunció Erika mientras subía las escaleras.

Con manos temblorosas, se quitó el manto y dejó la carta escondida junto a las demás, debajo de su camastro. No quería leerla con su padre en la planta de abajo, podía subir en cualquier momento y descubrirla. Tendría que esperar a quedarse sola para disfrutar de esas bellas palabras. Iba a resultarle muy difícil. Acelerada, volvió a la sala.

—¿Puedo ayudarte? —dijo con voz cantarina.

—¿Te pasa algo? Pareces apurada.

—¿A mí? No, nada. Solo quisiera ayudarte.

—Entonces toma, cuelga estos pliegos; todavía les falta la otra cara. No nos iría mal disponer de alguna cuerda más —dijo, señalando los cordeles que cruzaban la sala de pared a pared.

Erika cabeceó afirmativa. Conocía bien el método. Aun así, su padre quería asegurarse. Se le notaba concentrado.

Lorenz lo había conseguido. En poco más de un mes había tenido su prensa de vino transformada en una máquina para copiar libros y había empezado a utilizarla. Ahora disponía de todas las horas del día para hacerlo. En cuanto supo cómo resolver el problema del giro, lo demás llegó solo. Colocó dos vigas de madera verticales para introducir unas guías. Estas evitaban que la plataforma horizontal de madera girase alrededor del tornillo. Así, el mecanismo bajaba y subía recto ejerciendo su presión uniforme sobre el papel. Erika observó cómo Lorenz esparcía tinta sobre los tipos con una especie de pincel y ponía después con sumo cuidado una hoja de doble página encima. Otra de las mejoras conseguidas con la prensa: era posible imprimir hojas más grandes sin apenas esfuerzo; resultaba muy útil componerlas de modo que cuando se doblaran por la mitad y se juntaran en pliegos dieran como resultado las páginas que en el original quedaban contiguas. Exigía una mayor planificación pero reducía el número de composiciones de páginas a la mitad. Lorenz giró la barra para bajar la plataforma hasta presionar el papel. Al levantarlo y darle la vuelta, el blanco impoluto aparecía pisado por cuatro columnas homogéneas de líneas con letras de color negro. Lorenz depositó la hoja sobre las manos abiertas de su hija. Subió la prensa y colocó la siguiente.

—¿Cuántas copias te faltan de estas dos páginas?

—Solo cinco.

Lorenz no alzó el rostro de su invento para hablar. Erika sintió una ternura inmensa; su padre se lo merecía todo. Había trabajado muchísimo. Todavía recordaba el día en que concibió la idea de una escritura artificial.

Los dos paseaban juntos por la vereda del Rin un domingo por la mañana. Era primavera y apenas había nubes en el cielo. El sol brillaba fuerte. Los colores del paisaje refulgían y obligaban a entornar los ojos. Hacía muy pocos años que su madre había muerto. La galera del emperador había llegado a la ciudad llamando la atención de todos sus habitantes. Muchos se habían agolpado en el puerto y también en la ribera del río. Frieda y Penrod los acompañaban. Matthias era casi un bebé y sus hermanos todavía no habían nacido. Erika sintió tristeza al recordar a aquella familia que había sido tan amiga y que ya no estaba.

Su padre se acercó a la orilla y se sentó encima de un bancal de hierba que salpicaba la arena. Sus dedos giraban nerviosos el anillo que portaba. Era un sello que había pertenecido a Ebba. Su mirada se posó en el agua, que transitaba serena. Erika se arrimó por detrás y lo abrazó; él le respondió con una de esas sonrisas en las que la tristeza se queda anclada a la curva de los labios. Se sentó a su lado y permanecieron callados, inmóviles durante largo rato frente a la gran masa azulada que no dejaba de fluir.

Cuando se levantaron, Lorenz la alzó en el aire y la abrazó cariñoso. Con el impulso, el anillo con la letra «E» en relieve resbaló y cayó sobre la arena húmeda. El orfebre lo notó y dejó a Erika en el suelo. Tras agacharse y recogerlo, se quedó un momento en cuclillas, muy quieto y en silencio. Con el sello de vuelta en su mano, contempló cómo en el suelo se mantenía grabada la imagen de la letra.

Posó de nuevo la joya en la arena húmeda. Erika lo miraba sin comprender lo que estaba haciendo. La «E» volvía a quedar marcada. Repitió la misma acción varias veces, hasta dejar un rastro de tridentes a su alrededor. Ese fue el inicio de todo.

Mucho tiempo después, recuperada ya su afición a la escritura, vino la vara insertada en sellos labrados con diferentes letras. Así consiguió su primera palabra. El tampón fue el siguiente paso; contenía los rieles con las filas de caracteres. A continuación llegó la caja del tamaño de una página con los tipos y los espacios en blanco. Y ahora la enorme prensa y la doble página. Erika se sintió afortunada por haber estado presente en todos y cada uno de los avances que había ido efectuando su padre.

La prensa era el último, el definitivo. Ese extraño encargo estaba haciendo posible horas y horas de necesarios ajustes. Tenían hasta el día de San Silvestre para acabarlo. ¿Sería ese nuevo año el inicio de una nueva vida?

Las palabras de Lorenz distrajeron a Erika.

—Este libro dice cosas muy interesantes, ¿sabes?

—¿Como qué? —le preguntó, acercándose a su lado. Lorenz no abandonaba su tarea.

—Bueno, solo he podido leer las páginas que he copiado. Me aseguro tantas veces de que las piezas estén en su sitio antes de prensar la hoja que incluso he memorizado algunas palabras.

—¿Y qué es lo que dice Aristóteles, papá?

—¿Sabes que dedicó esta obra a su hijo?

—No, no lo sabía.

—Pues sí. Entre otras cosas, quiso que él supiera en qué consiste la felicidad.

—¿Y en qué consiste?

—De eso se trata, Erika. La felicidad puede ser muchas cosas. Cada persona la ve de una manera distinta, pero a la vez es su bien supremo. Es lo mismo que me dijo aquel día en la universidad uno de los amigos de Johann.

Erika no dudó al plantearse cuál sería en ese momento su bien supremo. No se conformaba con las siglas A. F. Ella encontraría la felicidad en los brazos de su poeta amado. Trató de apartar esa ansiedad de su cabeza. Su padre continuaba hablando. En su tono, podía leerse un rictus de emoción.

—Dice que lo difícil es descubrir cuál es ese bien, que una vez hallado es fácil encontrar los medios.

—Bueno, en eso tiene mucha razón. Hay demasiadas cosas que desear…

—Sí, es verdad. Por eso, cuando alguien equivoca el fin al que quiere llegar, actuará mal. Aristóteles dice que la felicidad consiste en una actividad del alma de acuerdo con la virtud.

Erika miró a su padre con el ceño fruncido antes de responder:

—No hace falta que leas a Aristóteles para saber que eres un virtuoso, papá.

Lorenz sonrió.

—Vamos, Erika, me vas a sonrojar. Solo repito lo que un griego hace muchos, muchos años quiso que el mundo supiera.

—Pues cuéntame más —le pidió entusiasmada.

Dibujó una sonrisa sincera y transparente, enmarcada por sus labios carmesíes. Era muy consciente de que su padre estaba experimentando nuevas emociones. Hasta hacía muy poco solo la tenía a ella. Que ya no fuera así en parte la alegraba, pero no podía evitar sentir cierta nostalgia por un tiempo en el que ella era única a sus ojos. Aun así, su padre estaba formando parte de algo importante. Todo el mundo se lo decía, ahora solo faltaba que él se lo creyera.