No pudo reprimir un bostezo. La evocación de aquel tiempo pasado lo había dejado en un estado melancólico. No le apetecía yacer con nadie, tan solo sumergirse en un sueño reparador.
Entró a solas en su estancia. Antes de desnudarse, tomó de una fuente una pieza de fruta que comió despacio. No le gustaba detenerse a recordar porque era como bajar una pendiente acusada: le costaba un gran esfuerzo parar. Ya en la cama, estiró los brazos sobre las suaves sábanas de seda y cerró los ojos. En unas horas amanecería y la vida continuaría. Algún día sería capaz de rememorar su pasado sin que le provocara más que una sonrisa nostálgica. Pero, mientras tanto, tenía que concentrarse en no pensar. El sueño comenzó a entremezclarse en su memoria.
Tras la nueva expulsión de Granada, Nikolas viajó a Toledo para reencontrarse con Zacarías. El sefardí aceptó acoger a su hijo. Pasó el tiempo y el germano quiso llevar a cabo un plan que ya había empezado a trazar. Exigía volver a Colonia, su ciudad natal. No quiso explicarle más hasta no tenerlo encauzado.
Casi dos años después Nikolas volvió a la ciudad castellana. Al verla a lo lejos, erigida en una colina rodeada por un meandro del Tajo, se le presentó pintada de dorado. Cuando atravesó la Baba al-Yahud o Puerta de los Judíos, justo en la salida de la vaguada, las callejas del interior de las murallas ya no eran grises, sino naranjas. Los guardianes habían tomado sus posiciones de vigilancia en todas las entradas, puentes y portillos. Los últimos rayos del sol se escondían en el horizonte recortado por olivos. Con la llegada de las primeras sombras, cristianos, judíos y árabes abandonaban sus oficios para volver al hogar. Toledo entera se encaminaba hacia el silencio.
El viaje no había sido fácil. El invierno cubría con su hábito blanco buena parte de la Meseta. Cuando Nikolas cruzó los adarves del arrabal judío y se adentró en la calle de Santo Tomé, su amigo Zacarías lo esperaba lleno de júbilo. Le hizo pasar a la estancia en la que Alonso, con apenas dos años, dormía plácidamente. Había crecido mucho desde la última vez. Estaba robusto y sano. Nikolas sonrió a su hijo. Zacarías se mantenía en silencio tras el quicio de la puerta. Pese a que todo parecía ir bien, la expresión de su amigo se le antojó preocupada. Ambos se alejaron de la habitación sin hacer ruido hacia una sala contigua. Comieron algo y bebieron un poco de vino. Tras tomar asiento, el tono de Zacarías se hizo circunspecto.
—Nikolas, debo decirte algo importante.
El germano adoptó un aire solemne, dispuesto a escucharle.
—Adelante, mi buen Zacarías. Antes que nada permíteme agradecerte todos tus cuidados con mi hijo. Tenerte como amigo es, sin duda, una bendición.
El judío agradeció las palabras, pero no perdió la gravedad de su expresión.
—No voy a irme por las ramas. Es preciso que sepas del descubrimiento que hemos hecho respecto a Alonso.
Nikolas se sobresaltó y Zacarías continuó hablando enseguida:
—Es sordo. Puede hablar, puesto que balbucea, ríe y cuando llora te aseguro que se le puede oír en toda la judería —esbozó una sonrisa fugaz—, pero tu hijo no oye.
Nikolas iba a preguntar si estaba seguro, pero decidió no hacerlo. Si Zacarías le contaba algo así, era porque no le cabía ninguna duda. Confiaba plenamente en él.
—¿Crees que se puede curar?
Tardó un momento en responder:
—No conozco ningún caso de sordera de nacimiento que se haya curado, la verdad. Todo es posible si Dios así lo desea, pero nuestro Yahvé no crea leyes para contradecirse.
Nikolas cabeceó compungido.
—No debería esperar su recuperación, es lo que quieres decirme, ¿verdad?
—Exacto. Yo pondría el acento en tratar de educarlo para que la sordera no sea un impedimento. Conozco a alguien que estará encantado de ayudarnos en esta tarea. Requerirá tiempo, pero podría aprender a leer los labios. Sé que los comienzos serán lentos, pero eso hará que Alonso desarrolle una especial sensibilidad. La ausencia de un sentido agudiza el resto y prepara la mente para ser más capaz que la de los demás. Tú deberás también esforzarte todo lo que puedas. Sobre todo cuando decidas llevártelo contigo…
Esto último lo dijo bajando la voz. Nikolas sabía que Zacarías no quería molestarlo con su observación. Todavía no sabía cuánto más dejaría a Alonso a su cuidado.
—No será por mucho, mi buen Zacarías. Quiero poder educarlo y formarlo yo, pero todavía necesito más tiempo. Quiero estabilizar lo que estoy haciendo en Colonia —Nikolas lo miró expectante, sus ojos cristalinos centelleaban; dejó un breve silencio—: He abierto un obrador de copistas, el primero que no pertenece a la Iglesia. Ha sido difícil, pero ahora empieza a funcionar. Creo que lo estoy haciendo bastante bien.
Zacarías se irguió en su asiento. No estaba sorprendido.
—Sabía que tu hazaña no podía ser menor.
—Gracias, mi buen amigo. Esa es la razón por la que quiero esperar a llevarme a Alonso. Necesito tener todo listo para que cuando llegue no le falte de nada.
—No tengas apuro, Nikolas, mientras pueda seguiré en Toledo, y seré un hombre feliz de cuidar de tu vástago.
—Gracias, Zacarías, bien sabes que necesito del calor de tu amistad… ¿Por qué has dicho «mientras pueda»?
El judío suspiró.
—¡Ay, Nikolas! Porque preveo malos tiempos para los de mi raza… Supongo que recordarás lo que sucedió con la Sinagoga Mayor. Nuestro bello templo fue construido con el permiso del gran rey Alfonso X el Sabio, realizado por constructores mudéjares. Fue arrebatado a nuestro pueblo y convertido en iglesia católica, Santa María la Blanca.
—Antaño los cristianos también celebraban misas allí, y los musulmanes.
—Sí, pero esos tiempos han quedado atrás, Nikolas, y ahora vamos a peor. La convivencia se perdió hace mucho. No temo ya por mi esposa o por mí, que somos mayores, sino por nuestros hijos y por nuestros nietos.
Nikolas se quedó en silencio, meditabundo, y el judío lo comprendió. Los hombres solían encerrarse en sus propios pensamientos.
Alonso seguía durmiendo en la estancia contigua. Esa tierna criatura rechazada por su madre y por su abuelo lo necesitaba. Por él había decidido construir una fortaleza, una coraza que lo protegiera del egoísmo que dominaba al hombre. Los años pasados en Granada no habían sido estériles: le habían dado una riquísima formación. El maravilloso mundo de los libros lo hacía sentirse dichoso y por ello había decidido regresar a Colonia para montar su propio obrador seglar, del cual, se prometió, saldrían los mejores libros del mundo. Los que se aferraban al vil metal le pagarían grandes sumas por sus bellísimos ejemplares. Ese era su talento y a él se asiría con uñas y dientes.
Llevar a cabo su plan lo obligaba a dedicar todas sus fuerzas, todas las horas del día y todos los días para conseguirlo. No tenía tiempo de cuidar a un bebé y no había nadie con quien contar en Colonia. Desde que se separara del oficio de médico, su padre había rehusado verlo. Gracias a la intervención de su madre no perdería su herencia, pero la relación estaba rota. Necesitar de alguien le dolía, aunque no cabía otra solución. Desde el principio, Zacarías los había recibido a él y a Alonso con los brazos abiertos, sin pedir jamás nada a cambio.
Alonso rompió a llorar reclamando que lo atendieran. Cuando los dos hombres llegaron a la habitación, la hija pequeña de Zacarías ya lo tenía en brazos.
—No es nada, solo hay que lavarlo. Ya me encargo yo, padre.
Zacarías asintió complacido. La esposa del judío también apareció rauda. Ambas mujeres trataban a Alonso como un miembro más de su extraordinaria familia. Nikolas temió por ambas el día en que se lo llevara a Colonia. Zacarías lo invitó a salir de la habitación y pareció leerle la mente:
—Sí, será duro para ellas separarse del niño, pero hazme caso si te digo que lo tienen asumido. Saben que el lugar de Alonso está contigo, y nada las hará más felices que verlo marchar a tu lado como un niño sano y bien criado.
—No lo dudo. Y yo estaré eternamente en deuda con todos vosotros.
Zacarías levantó la mano como recordando algo.
—Casi se me olvida. Antes te dije que conocía a alguien que podría ayudarnos. Se trata de Yosef Albo, ¿te dice algo?
—Escuché ese nombre en boca de mi padre hace mucho, sí.
—No me extraña. Yosef es un gran médico y teólogo. Precisamente está residiendo aquí, en Toledo, terminando una obra sobre los principios del judaísmo. ¿Has oído hablar de la Disputa de Tortosa?
Nikolas no tuvo más remedio que admitir que no. De nuevo en la sala, ambos hombres se sentaron junto al calor del hogar. El crepitar de la leña producía un sonido familiar que le hacía sentir a Nikolas como en casa. La voz suave y melódica de su amigo lo reconfortaba; adoraba escucharle. Era invierno y el frío se colaba por el quicio de la puerta y las ventanas. Se acomodó en su asiento.
—Bien, te resumo. Cuando el médico judío del papa Benedicto XIII se pasó al cristianismo, su santidad, animada por la posibilidad de hacer más conversiones, convocó un encuentro en Tortosa en el que sabios judíos y cristianos argumentaran cuál era la auténtica religión. Yosef acudió, naturalmente. La Disputa se prolongó durante casi dos años, entre febrero de 1413 y noviembre de 1414, tras los cuales muchos acabaron aceptando que el Talmud no era palabra revelada y que el Mesías ya había llegado…
—Es decir —interrumpió Nikolas—, que renegaron de su fe y abrazaron el cristianismo.
Zacarías asintió, severo.
—Mas no Yosef. Él, a pesar de las presiones impuestas por el Papa, no lo hizo jamás. Y no solo eso, sino que se puso a trabajar en una obra que explicaría, de manera sencilla pero irrevocable, los fundamentos del judaísmo. —La voz de Zacarías sonaba cada vez más aguda, apasionada—. De hecho, el título del libro será Sefer ha-Ikkarim…
—«El libro de los principios» —tradujo con rapidez Nikolas—. Espero poder acceder a una copia cuando esté terminado. La haré yo mismo si es necesario.
—Yo me encargaré de ello, no te apures. Pues bien, Yosef tuvo a bien visitar a Alonso aquí, en nuestra casa. Nos ayudó a determinar qué le sucedía al pequeño y se ofreció a aplicar el método adecuado para enseñarle el habla aun siendo incapaz de escuchar. Y no te preocupes, le enseñaremos la lengua de tu tierra, aunque al vivir con nosotros aprenderá también nociones de la nuestra.
—Yo me encargaré de que las aprenda con corrección, Zacarías. Mi hijo será un hombre sabio.
—Conociendo al padre, no hallo manera de dudarlo —concluyó sonriente el judío.
Nikolas pasó los siguientes años trabajando en su proyecto. Al principio vivió en una humilde morada en Colonia e invirtió todas sus ganancias en su obrador, una antigua basílica a medio acabar que casi tuvo que reconstruir por completo. Gestionaba la parte comercial y también producía. Dedicaba largas horas a la copia de libros, siempre con un nivel de exigencia y de compromiso muy elevado. El mismo que reclamaba a sus empleados.
No lo tuvo nada fácil, pero lo consiguió.
Aprendió rápido a mostrarse humilde y servicial ante los hombres más poderosos. Sabía que eso les agradaba y ellos eran su principal fuente de ingresos. Pronto detectó que entre los patricios de Colonia había afición a cierto tipo de libros que, por su bien, debían mantener oculto. Tan difícil era de satisfacer esa inclinación como abundantes los beneficios. Pero requería discreción. Poco a poco, aristócratas y burgueses de dentro y fuera de la ciudad depositaron en el copista sus secretos más íntimos. Al final, no había manuscrito que se le resistiese, sin importar su naturaleza. Nikolas se había labrado una imagen.
Ese tipo de pedidos «ocultos» fueron multiplicándose a gran velocidad.
Nikolas los copiaba fuera de su obrador. No confiaba ni en su capataz Helmuth, ni en sus otros trabajadores. Si ellos se enteraban estaría a merced de su voluntad. Una actividad con tantas implicaciones debía ser clandestina. Adquirió entonces otro lugar, más sombrío y oculto, en el que llevarla a cabo. Los que se dedicaran a esa tarea tampoco hablarían: serían personas que, como su hijo, estarían habituados al silencio.
Le resultó fácil encontrar a muchachos abandonados, viviendo en las calles, afectados por la mudez. Algunos pocos habían nacido sin posibilidad de pronunciar palabra, pero la mayoría la habían perdido tras ser castigados por alguna falta. Aquellos jóvenes marginados y sin futuro agradecieron con su esfuerzo la oportunidad que Nikolas les brindaba. El copista les inculcó una única obsesión: destreza en la copia de las letras. Y pagó su trabajo con una cama, un cuenco de comida que llevarse a la boca y alguna que otra recompensa.
Nikolas construyó al fin la casa que anhelaba. La herencia recibida tras la muerte de su padre le ayudó a adquirirla. Un palacete en una de las zonas más privilegiadas de Colonia. Lo decoró a la manera de Granada. En él, su hijo mestizo también hallaría su hogar. Era el momento de llevar a Alonso consigo.
Cuando Nikolas regresó a Toledo por última vez, habían pasado tres años. Alonso cumpliría cinco ese invierno. Al aparecer en la entrada de la casa de Zacarías, el pequeño no lo reconoció. El copista notó como si alguien metiera la mano en su pecho y lo apretara. La familia sefardí lo recibió alegre. Se sentaron todos juntos a escuchar las novedades que el copista traía consigo.
Zacarías había hecho un gran trabajo. Si bien su hijo todavía encontraba ciertas dificultades con la pronunciación, tenía más vocabulario que cualquier otro chico de su edad. Todo iría bien, se dijo Nikolas.
La despedida se desarrolló con una rara mezcla de alegría y de dolor. Era difícil adivinar cuándo podrían volver a verse. El color del otoño pintaba Toledo de tonos pardos; las hojas secas de los árboles cubrían el suelo empedrado. Entre lágrimas, la familia sefardí les deseó felicidad en esa nueva vida juntos. Alonso se mostró aturdido en los brazos de su progenitor, al que apenas había visto en sus pocos años de vida. Padre e hijo subieron al carro y emprendieron el camino. Nikolas no se volvió para despedirse; las lágrimas habían comenzado a surcar sus mejillas.
El viaje de retorno a Colonia fue agotador, pero plácido. Nikolas mostró a su hijo cómo cambiaban las vistas a medida que ascendían al norte del continente. Cuanto más trayecto llevaban recorrido, los diferentes tonos de ocre se iban sucediendo; el paisaje árido de los bosques caducos alternaba con el verde de las coníferas y los prados de montaña. Alonso miraba todo como hipnotizado; jamás había salido de Toledo y no entendía lo grande que podía llegar a ser el mundo.
Pasaron las semanas y, durante la última etapa de la extensa travesía, sucedió algo que, sin saberlo, determinaría el futuro de padre e hijo. Acababan de llegar a las Ardenas y pasarían la noche en un mesón de la ciudad. Nikolas y Alonso comían su cena en silencio sentados a una de las mesas cuando entró un grupo de soldados. Uno de ellos, tan grande como fanfarrón, hablaba y reía de forma estentórea. Saludó a padre e hijo y Nikolas, con la boca llena, respondió inclinando la cabeza. Alonso, que en todo imitaba al padre, hizo lo mismo con tal donaire que provocó la risa del militar.
—¡Qué bien educado tenéis a tan pequeña criatura! A buen seguro será un gran caballero cuando crezca. —Se acercó a ellos—. ¿Cómo os llamáis, mi buen caballero?
Alonso arrugó la nariz; el olor a alcohol le había alcanzado. Después miró al padre interrogativo, y este, con un gesto, le conminó a que contestara.
—Alonso —respondió con su particular pronunciación.
El rostro del guardia hizo un rictus de no haber entendido. Enseguida se iluminó y, sonriente, le dijo:
—Antes de hablar has de haber tragado lo que masticas, hijo. Hazlo y repíteme tu nombre, si eres tan amable.
Alonso miraba al soldado fijamente. Tragó saliva, ya que no le quedaba nada más en la boca, y lo intentó de nuevo.
—Alonso.
El militar arrugó el ceño y se volvió perplejo hacia Nikolas.
—Mi pequeño es sordo, por eso le cuesta pronunciar. Se llama Alonso.
La expresión del guardia se congeló en una mueca a medio camino entre la pena y la vergüenza. Elevó su voz y saludó al niño. Después se dirigió a Nikolas en un tono más bajo:
—Lo siento. Seguro que Dios le tiene ya un lugar en el cielo para compensarle por tanta desdicha. Salud, buen hombre.
Nikolas notó cómo le hervía la sangre. A punto estuvo de levantarse y atizar al soldado. Pero se contuvo. A su lado, Alonso seguía comiendo, ausente. Entendió que debía protegerlo incluso más de lo que en un principio creía.
Y así lo había hecho; siempre pensando en él.
Postrado en su lecho, Nikolas contempló cómo los primeros rayos de sol asomaban en el horizonte. Pronto habría de levantarse e iniciar su dura jornada. El copista se permitió un momento más de modorra. Hundió su rostro entre los cojines para olvidarse de que el día había llegado.
Desde que regresara a Colonia, Nikolas mantuvo a su hijo alejado de la luz pública. Incluso en su casa contaba con un espacio solo para él. Así nadie lo trataría con condescendencia ni menosprecio. Centró todos sus esfuerzos en enseñarle la lectura, la escritura, las diferentes lenguas cultas y, por supuesto, el arte de las copias. Su única intención era dotarle de todos los conocimientos que él había tenido oportunidad de recibir, y convertirlo en un líder.
Alonso creció rápido bajo sus enseñanzas. El trabajo con los libros ocultos aumentaba a la vez que los trabajadores. Nikolas no tardó en poner a su hijo al mando del obrador y de todos ellos. Empezó a permitir que estos salieran a las calles para satisfacer ciertas necesidades. Alonso los acompañaba y vigilaba mientras acudían a altas horas de la noche a las cantinas de peor fama de la ciudad para darse cita con prostitutas. Gastar sus pocos dineros evitaba que pudieran aventurarse a dejar el obrador algún día.
Su hijo se había convertido en un joven atractivo y fuerte, pero también cauto. Las mujeres no formaban parte de ese universo suyo. No creía que hubiera degustado siquiera el delicioso fruto prohibido. Pasaba todo el tiempo rodeado de sus compañeros o solo en sus estancias. Jamás había visto doncella a su lado. De las mujeres con las que compartía lecho Nikolas, solo Ilse sabía que era su hijo. Ninguna lo heriría.
Llegado el momento, Alonso sería el heredero de todo lo que tenía. Cuando eso sucediera, jamás volverían a mirarlo como a un desvalido. Que Dios hiciese lo que estimase oportuno; Nikolas, por su parte, le tenía preparado el cielo allí mismo, en la tierra.