Capítulo 42

El frío arreciaba con fuerza y había hecho de Colonia una ciudad aterida y medrosa a principios de diciembre. Esa tarde Nikolas paseaba próximo al río sobre su caballo. A lo lejos, el paisaje se espesaba y adquiría tonos violáceos. Sin otra razón que el aire gélido que le agrietaba la cara bajo el sol calmoso, Nikolas recordó su juventud. Y viajó al aire limpio y puro de las montañas de Granada.

La luz en al-Ándalus era distinta; más azulada y brillante y más ligera. A veces, en los radiantes días de invierno, el sol calentaba las ropas y rebotaba sobre la nieve cegando a los viandantes, acortando la lejanía del astro rey. Quizá tenían algo que ver la aridez de la tierra y la altura. Nikolas visualizó la casita en la que había vivido en Granada. Blanca y de una sola planta. Tenía entonces la misma edad que Alonso. Allí llegó con la intención de aprender el oficio de su padre. Era barbero y cirujano.

Mientras el tránsito del feudalismo al capitalismo mantenía al continente europeo agitado, el esplendoroso reino nazarí aceptaba a los extranjeros con una mezcla de hospitalidad y superioridad hacia los reinos cristianos, salvajes e incultos. Nikolas quedó enseguida deslumbrado por las formas y costumbres de aquel mundo refinado, a pesar de que este ya había empezado a vivir un declive, entre otros motivos, por la inestabilidad de los gobiernos. Para él fueron años fructíferos, de aprendizaje y descubrimiento. Pero también de desengaño. Su ingenuidad se perdió por las pendientes abruptas y empedradas del Albaicín, repletas de artesanos.

Nikolas llegó con el equipaje lleno de esperanzas a una metrópoli que le ofrecía demasiado como capital de una potencia antaño muy poderosa. Las luchas fratricidas habían provocado la pérdida de Antequera y otras ciudades importantes a manos de los cristianos castellanos, en plena expansión.

A pesar de que la potencia islámica mostraba sus fisuras, todavía era capaz de asestar golpes letales a sus contrincantes y recuperar lugares como Gibraltar. El soberano Yusuf III, gran poeta y hombre sabio, fue quien lo consiguió; el mismo que había sido víctima de su hermano Muhammed VII, que lo encerró en las mazmorras del castillo de Salobreña durante dieciséis años.

No obstante, la brecha que los castellanos consiguieron abrir hasta la costa malagueña marcó el inicio del final. El reino inexpugnable de Granada dejó de serlo y se convirtió en un universo aislado. Sus días estaban contados.

El primer año de Nikolas en al-Ándalus fue un tormento. Su padre le financiaba el viaje y debía responder al auténtico motivo que lo había llevado allí: su formación como médico. Sin embargo, la fortuna quiso que conociera a grandes filósofos islámicos, humanistas en toda regla, que también practicaban la medicina. Y entonces el tormento terminó dando paso al ensueño. A través de las lecturas de Averroes y Avicena, el joven Nikolas fue introduciéndose en una cultura que lo fascinó desde el principio. La filosofía de los nobles pensadores fue calando en él y orientó su educación por otros senderos muy distintos de los que originaron su partida. Descubrió que sentía un interés mucho mayor por las mentes que por los cuerpos; y la medicina, una ciencia en los albores, se le hizo demasiado terrenal. Sus técnicas se restringían a las sangrías, las amputaciones y los emplastos.

Se codeó con personas ilustres y su pasión por las teorías filosóficas fue creciendo. Entonces llegó a la única manera que permitía el tránsito de esos pensamientos a lo largo de la Historia: los libros, privilegio solo de unos pocos.

Todo empezó el día en que un conocido suyo le mostró cómo se fabricaba el papel. Cuando llegaron al lugar, Nikolas no podía apartar los ojos de los golpes que aquellos hombres asestaban con los batanes contra los paños. Las fibras se troceaban poco a poco y quedaban suspendidas en las enormes tinas de agua formando una pasta. Después de que el papelero sumergiera un molde en el recipiente, lo sacudía fuera extrayendo el agua y repartiendo bien la pasta en la superficie. Una vez secado, el resultado era una hoja de papel. Y los árabes habían sido los primeros en traerlo a Europa. La intriga de aquello tan nuevo enamoró a Nikolas.

A medida que iba descubriendo todo el engranaje que hacía posible la existencia del libro, su curiosidad crecía y crecía. El sellado de las cubiertas, el curtido de la piel para las tapas, las clases de tinta, las filigranas de las obras, las iluminaciones… Cada paso era un hallazgo que revelaba una técnica, un nuevo estímulo.

A esas alturas, la medicina se había convertido en algo ajeno a él; algo propio del mundo de sus padres, de lo viejo. Un mundo con el que había perdido ya todo contacto. Los libros eran una pasión solo suya y llegó a conocerla bien de la mano de los mejores maestros.

Nikolas arribó sin apenas darse cuenta a su palacete. El sol comenzaba a caer. Tras dejar el caballo, atravesó el amplio vestíbulo y salió al jardín central. Las piedras que cubrían el suelo expandieron su sonido seco. El copista se sentó en el borde de la fuente. No quería ver a nadie. Se sentía nostálgico y prefería solazarse con algunos recuerdos que creía olvidados. Contempló el diseño arquitectónico que había elegido para su hogar, inspirado en los cármenes de Granada. Dejándose mecer por el gorgoteo incesante del agua al chocar contra el agua, su mente volvió de nuevo a la ciudad mora.

Al finalizar las duras jornadas como aprendiz de los mejores copistas, Nikolas solía adentrarse en el Albaicín por la cuesta de la Calderería Nueva. Allí se perdía entre las innumerables calles para acabar en alguno de sus miradores. Una tarde de finales de verano, encontró un rincón algo abandonado con vistas laterales al emblemático edificio de piedra roja. La Alhambra vigilaba la ciudad encaramada a la montaña. También abría su horizonte a la vega granadina, donde musulmanes, mozárabes y muladíes cultivaban sus tierras en extraña armonía. En la llanura, múltiples hogueras expandían su humo hasta las alturas. Al fondo, la silueta escarpada de la sierra de las nieves escondía el mar Mediterráneo y la costa malagueña. Allí sentado, la fortuna quiso que una golondrina evacuara sobre él. Sus ropajes se mancharon y se le estropeó en cierto sentido la maravillosa puesta de sol. Mientras asumía molesto lo que acababa de ocurrirle, una risa de mujer le hizo volverse.

Esta le sostuvo la mirada unos instantes. Tenía unos ojos morenos radiantes y maliciosos, enmarcados por el velo bajo una capa de oscura alheña. Vestía una túnica larga con mangas del color de las hojas nuevas. La joven ajustó su hiyab y resaltaron los dos relámpagos negros. Al instante su figura envuelta en sedas desapareció vaporosa por el callejón del Gato. Cuando Nikolas alcanzó la esquina, no había ni rastro de la joven.

Todavía más de veinte años después, no había conseguido olvidar aquella imagen deslumbrante, las dos brasas oscuras que lo observaban intensamente. La primera vez que viera a su dulce amada Kaoutar.

Durante los siguientes meses, Nikolas volvió a la plaza cada día, a sentarse encima de su aljibe y dejar morir las horas lentas mientras esperaba verla una vez más. Acabó el verano. También el otoño y se inició el invierno. Un día en que la esperanza de encontrarse con ella era ya un recuerdo, alguien se acercó a él. Se trataba de un sirviente negro que, sucinto, le dijo:

—Mi ama quiere veros.

Nikolas se puso en pie y lo siguió, entregado a la providencia. El esclavo lo llevó al paseo de los Tristes, por donde el río Darro desgranaba el tiempo encajonado entre las colinas de la Alhambra y del Albaicín. Le señaló una ventana cuya cancela se hallaba completamente abierta y fue entonces cuando Nikolas distinguió los ojos negros, inconfundibles. Se acercó a ella vigilando a un lado y otro, precavido, asegurándose de que nadie más los veía. A través de los postigos tuvo su primera entrevista con Kaoutar.

—¿De dónde vienes? —le preguntó, centrando su mirada en el cabello claro, casi blanco de Nikolas.

—De Colonia.

El silencio se expandía entre ellos, abrumados. Nikolas pensó que Kaoutar trataba de imaginar esas tierras desconocidas. Decidió que un día se las mostraría. En ese primer encuentro no se dijeron mucho.

A partir de entonces, las entrevistas se sucedieron. Cuando acababa una, Nikolas esperaba anheloso la siguiente. Poco a poco, las conversaciones fueron extendiéndose y él descubrió la historia que perseguía a Kaoutar. Su padre era el gran visir Al-Amin y no le permitía salir de casa si no era en su compañía. Estaba tan ocupado que ella vivía prácticamente encerrada. De vez en cuando, la insistencia de Kaoutar lo convencía de algún paseo en solitario, pero eran ocasiones muy contadas.

Nikolas no podía vivir sin esos encuentros baldíos. El amor creció rápido, ansioso. Todos los lunes pasaba a media tarde por el paseo de los Tristes: si veía la cancela abierta, se acercaba con cautela para hablar con su amada; si la cancela estaba cerrada, se sentaba al otro lado de la calle y aguardaba. Los días que ella no salía, regresaba a casa vencido y apenado.

Una tarde, el esclavo negro pasó una nota a Nikolas que anunciaba la salida de Kaoutar a la calle. Tendría lugar al día siguiente. Entró en un estado eufórico; lo había imaginado durante tanto tiempo… No podía esperar a reunirse con ella a solas, sin prisas ni vigilancia ni postigos.

Cuando la vio acompañada de su padre en la plaza Bib-Rambla, el aroma de los jazmines lo inundaba todo. No había ciudad más luminosa que Granada en primavera. Todo parecía refulgir como la plata bruñida. Para celebrar la presencia del visir, un funambulista caminaba sobre una cuerda y equilibraba su peso con una larga pértiga. La cabeza de Kaoutar era la única entre el gentío, junto con la suya, que no atendía al espectáculo. Compartieron una mirada larga en la distancia.

Las calles de la Alcaicería estaban atestadas a esa hora de la mañana y todos reverenciaban el paso del visir y su séquito. Con ayuda de algunos sirvientes, Kaoutar se escabulló entre el gentío. Tomó un zaguán a su derecha y se desvió del cortejo. Abandonó la estela de su padre, que avanzaba el primero flanqueado por dos fornidos pajes con su cimitarra al cinto. Detrás venía el harén de mujeres, entre las que se encontraban su madre y sus hermanas, que acariciaban las sedas multicolores que les ofrecían.

Un carro esperaba a Kaoutar y a Nikolas a la salida del laberinto de calles. Atravesaron los amplios campos de la Vega y llegaron a Alhama. Juntos.

Nikolas nunca pudo olvidar esos ojos negros y salvajes que lo eligieron entre todos los hombres. Kaoutar se deshizo al fin del velo, dejando a la vista su rostro, sereno y felino, y su preciosa melena azabache que alcanzaba su cintura. Era la cara más bonita que Nikolas había visto. Acarició sin miedo sus mejillas, tantas veces deseadas, y ella sintió el calor de sus dedos. Dejaron atrás todas las reglas y se besaron sin cerrar los ojos, intentando rescatar el tiempo perdido. Gozaron de los baños termales que aquel lugar les ofrecía; purificaron en agua el ritual de su amor infinito.

Al día siguiente, se dispusieron a embarcar hacia Cádiz desde las puertas de Salobreña. Habían hecho muchos planes: en los recién recuperados reinos cristianos vivirían felices, lejos de la sombra del padre de Kaoutar y sus hombres. No vieron llegar a los súbditos del visir que habían seguido sus pasos.

Nikolas fue apresado. Mes y medio después de su encarcelamiento se celebró el juicio. El visir comprendió que el mayor castigo que podía imponerle era negarle la compañía de su hija. Con ello evitaba la pena capital de un cristiano en tierra árabe y conseguía el agradecimiento de Kaoutar. Finalmente, se dictó el destierro. Nikolas, tras cinco años viviendo en una tierra que adoraba, debía marcharse para no volver nunca. Ni siquiera había podido despedirse de ella.

En mitad del jardín de su casa en Colonia, Nikolas pensaba en lo lejano que quedaba todo aquel sufrimiento. Al alzar la vista, la luna había asomado ya en el cielo. En cuarto menguante, aparecía clara y serena. Volvió otra vez a una noche de aquella época pasada.

Siguió recluido varios días en la húmeda cárcel de Granada. Sabía que la expulsión era inminente y solo cabía esperar. La luz blanquecina se colaba por entre los barrotes de la ventana. Una de esas noches, escuchó un golpe en los hierros. Al instante siguiente, una piedra se movía rápida a sus pies. En ella, un papelito enganchado revelaba una noticia que le removió el cuerpo y la mente: Kaoutar estaba embarazada.

Perdió la cabeza. Solo pensaba en huir de aquel lugar. Quiso arrancar el hierro de los barrotes con las manos, horadar la piedra de las paredes con las uñas… Pero no había nada que pudiera hacer.

Tres días más tarde, salió de la prisión en un carro desvencijado, con las manos atadas a la espalda y sin sus pertenencias. Solo esperaba hallar los ojos que lo tenían cautivado entre la muchedumbre que lo escarnecía. No fue así. Lo llevaron a los límites del reino y lo abandonaron en Úbeda, donde estaba la frontera.

Se encontró totalmente solo. Sin nadie a quien pedir ayuda ni nada con lo que subsistir. Nikolas guardaba en su memoria la época siguiente con menos detalles; una manera de borrar esos días en los que vivió como un mendigo, deambulando de iglesia en iglesia, perdido entre un pueblo y el siguiente, sin voluntad ni deseo.

Hasta que llegó a Toledo. Allí se reencontró con Zacarías y de nuevo cambió su vida.

Zacarías era un rabino sefardí, hombre mesurado, sabio y, ante todo, bueno, que había conocido en Granada. También era traductor de obras científicas en griego, árabe y arameo. Su reputación era tal que a menudo era llamado por las juderías de toda la Península para que compartiera con ellos su sabiduría. Su postura tolerante y respetuosa con otras religiones lo convertía en un personaje muy querido. Nikolas lo conoció gracias a sus frecuentes viajes a Granada. Y el judío halló en aquel joven extranjero tal ansia de conocimiento que pronto nació entre ellos una fecunda amistad.

Cuando Zacarías se reencontró con su amigo en condiciones tan nefastas, lo acogió enseguida. Le compró ropas y le dio trabajo y hogar. Nikolas aceptó agradecido y practicó nuevamente la medicina durante un periodo. Pasó los meses tranquilo, olvidado entre libros y disputas filosóficas. Pero cuando contó el décimo desde su encarcelamiento, quiso emprender un viaje que llevaba tiempo planeando. Se disfrazó como un árabe más y atravesó la frontera granadina. Solo había un lugar al que deseaba regresar.

Ahí estaba la cancela que había filtrado sus encuentros pasados con Kaoutar. Esperó largo rato hasta ver a la princesa que todavía lo tenía enamorado. Cuál fue su sorpresa cuando en lugar de aquella joven entregada vio a una mujer fría y alejada. Esa no era Kaoutar; el brillo de sus ojos había desaparecido. Estaba tan absorto tratando de hallar un rasgo familiar en ella, que no vio a la tropa del visir cercándolo. Alguien los había avisado. No quería creer que fuera ella.

Su paso por la cárcel fue, esta vez, menos esperanzado. Conocía la pena por incumplir un destierro. Aceptaría la muerte como su último regalo. Kaoutar no lo amaba, ya nada importaba.

Pronto comprendió el cambio que había percibido en Kaoutar a través del enrejado. A sus oídos llegó la noticia de que se había prometido con un gran príncipe de Arabia. Su destino era fortalecer una alianza familiar para frenar el nuevo clan emergente de los Abencerrajes. El sheik con el que se casaría le concedería todas las comodidades de una reina y no repararía en su supuesta falta de pureza. Nikolas no tenía nada más para ofrecerle que su amor.

Una tarde estaba echado con los ojos centrados en la ventana de su celda cuando uno de los guardias apareció y le anunció una visita. Al enderezarse y mirar a la persona que traía consigo el vigilante, Nikolas se puso en pie de un impulso. Era el visir Al-Amin, el padre de Kaoutar. Iba vestido completamente de blanco, como si guardase un riguroso luto. Con las manos enlazadas a la espalda, paseaba cabizbajo.

—¿Sabes? Estabas destinado a morir mañana —anunció sin mirarlo.

Nikolas abrió los ojos sorprendido. Ese tono suponía que su muerte ahora no era segura.

—Pero ya no lo estás. Te irás y esta vez será para siempre. Y te llevarás a tu hijo contigo. Si vuelves, os mataré a los dos. Vivirías lo justo para verlo.

Nikolas quedó perplejo ante aquella decisión. No se atrevió a preguntar nada. Tendría la oportunidad de vivir mientras criaba al hijo que había concebido junto a Kaoutar. No necesitaba saber más.

Aceptó el destino que el visir le ofrecía y se marchó de Granada junto a su primogénito con la promesa de no volver jamás. Al-Uns, se llamaba el niño. Nikolas lo rebautizó como Alonso. Solo él conocería sus orígenes.

Mientras viajaban en un carruaje, miró al bebé con ojos tiernos. Comprendió la postura del visir, prestigioso dentro de una corte envenenada de intrigas; Alonso había heredado los ojos oscuros de la madre, pero su pelo era dorado como el sol. El ministro del sultán no podría ocultarlo. Ese era su hijo y su destino estaba marcado.

Alonso representaba la compensación a un terrible desengaño. Nikolas había descubierto que, en los momentos decisivos, cada uno velaba por sus propios intereses. Encaminó sus pasos a Toledo, con la responsabilidad de una nueva vida entre sus manos. En Granada había aprendido mucho y su hijo sería el receptor de todas esas enseñanzas.

Ahora Alonso se había convertido en todo un hombre. Había sido un buen pupilo. Era fuerte e inteligente, nadie conseguiría herirlo nunca. Estaba por encima del amor o del cariño. Su pulso no temblaba ante los retos que se le presentaban, ya fuera con la pluma o con la espada. Aunque apenas lo demostrara, Nikolas estaba orgulloso de él. Se levantó del húmedo asiento en la fuente y se alejó marcando sus pasos sobre las piedras sueltas del jardín.