Capítulo 41

Transcurrieron dos semanas y Lorenz continuaba sin trabajo. La palabra de Ernest se había difundido rápido y ningún taller de Colonia quería entrar en aquel conflicto. Tras llamar a varias puertas, todos habían respondido con negativas. Maestros de los metales como Hahn, Geert o Roger, con los que Lorenz había coincidido, ahora le daban la espalda. Ernest había asegurado su expulsión de un oficio al que había dedicado su vida.

Las consecuencias de aquel terrible incidente con el espejo habían sido fatales. Llegó a sus oídos la noticia de que el caballero Raynard arribó al castillo del alcalde aquella noche dominado por la cólera. Todos los familiares quedaron conmocionados por la situación y marcharon raudos del lugar. Al ver a su futuro esposo en ese estado, el llanto de Galiana alcanzó a oírse fuera de las murallas. Agripina trató de aliviar el desconsuelo de su prima y pidió a su marido una actuación rápida. El taller de Ernest pagaría un elevado precio por lo ocurrido. No afectó, sin embargo, a la celebración de la onerosa boda, que tuvo lugar solo una semana después bajo el redoble de las campanas de la catedral.

Lorenz permanecía sentado junto al hogar en esa última tarde de noviembre. Erika había salido a pasear sola. Últimamente estaba distraída en asuntos que prefería no compartir con él. Se le ocurrió que quizá la había decepcionado con todo lo sucedido. Deseó con fuerza que su hija jamás dejara de mirarlo como lo hacía cuando tiempo atrás lo ayudaba con sus copias. Qué lejos parecía quedar todo aquello.

La relación con Olga era la única parte de su vida que seguía avanzando. Desde que lo expulsaran del taller había ido a visitarlo casi a diario, preocupada. Ella era la que le iba poniendo al día de lo que sucedía en el obrador. Le explicó cómo Ernest se había arrodillado ante Raynard para pedirle perdón. Le besó la mano cuando apareció allí días más tarde acompañado de unos guardias y le exigió el pago compensatorio marcado por el alcalde. Ernest se desprendió de sus monedas sin dejar de disculparse ante el caballero, cuando ambos sabían que, por dentro, el maestro estaría ardiendo de rabia. Hallaría grandes dificultades para encontrar nuevos encargos de responsabilidad. «El maestro ha recibido su merecido», concluyó Olga, haciéndole sonreír por fin.

El calor de las brasas se expandía trémulo por las manos y el rostro del orfebre. Llevaba solo y en la misma posición largo rato. Ya casi había anochecido. Lorenz cerró los ojos y se dejó llevar por los chasquidos que la leña producía inquieta. Quizá consiguiera dormir algo. Últimamente pasaba las noches en vela preguntándose qué hacer con su vida. También se había visto obligado a frenar sus trabajos con la prensa: quedaba muy poco, solo probar el resultado de sus modificaciones, pero habría sido egoísta gastar el escaso dinero que le quedaba en metales y papel cuando tenía una hija a la que alimentar.

Se levantó y se dirigió a una de las baldas de la cocina. Se hizo con un vaso y se sirvió aguardiente de un diminuto barril. Mientras el líquido caía, pensó en la ironía de aquella bebida: cuando se produjo por primera vez en Italia, dos siglos atrás, se estaba buscando un elixir que permitiera vivir eternamente y acabaron utilizándolo para curar enfermedades. Lorenz deseó que aquella agua de la vida pudiera sanarle también a él.

Dio un buen trago y volvió a sentarse. Al mirar por la ventana, se encontró con que estaba nevando también aquel día; eran muy pocas las veces que Lorenz había visto blanca la ciudad. Los copos cubrían el paisaje y lo transformaban. Su caída lenta y suave le relajó un momento. Tomó asiento y volvió a cerrar los ojos. Los chasquidos del fuego ya no lo desconcertaban. Tras el accidente los había temido durante largo tiempo. Cualquier llama lo mantenía en tensión hasta que se apagaba; le parecían traicioneras y espontáneas. Pero eso había cambiado. Se tocó la cicatriz de su espalda; apenas le molestaba. Volver a sentir algo por una mujer lo ayudaba, estar enamorado de Olga le ayudaba. Creía que jamás superaría la pesada culpa y, ahora que empezaba a sobreponerse, se encontraba en una nueva encrucijada. Dio otro sorbo del vaso.

Se repantigó en la silla. Las extremidades comenzaron a pesarle como si estuvieran alargándose. Soltó el vaso de arcilla en el suelo. Había perdido toda fuerza y no podía sostenerse a sí mismo. Poco a poco, fue sumergiéndose en la turbiedad, producto del alcohol y el sueño. Consiguió evadirse de la casa y de la ciudad, y también de aquel tiempo. El sopor se hizo con él. En su mente, imágenes fragmentadas comenzaron a sucederse imparables. Se había quedado dormido.

Estaba en una especie de túnel gris iluminado por pocas velas. Olga lo abrazaba fuerte y él sentía su calor y su piel suave rozándole el cuello. Se deleitó un momento con la sensación; inspiró hondo su aroma. Le consolaba y le repetía una y otra vez que todo iría bien. Cuando se separaba de ella y miraba su rostro no era el de Olga el que veía, sino el de su difunta esposa. Ebba le estaba dedicando una de sus hermosas sonrisas. Tenía el cabello castaño, largo y bellísimo. Y, de repente, comenzó a golpear la pared de piedra con sus manos. Estaba histérica; se rasgaba los nudillos y le sangraban. Lorenz le suplicaba que se detuviera, pero ella no le escuchaba. Los golpes de Ebba se hacían cada vez más violentos. Cuando Lorenz fue a pararla y cogerla fuerte de los brazos, se dio cuenta de que no podía moverse. Apretó los ojos deseando que aquel suplicio terminara. Se despertó con un sobresalto. Alguien llamaba a la puerta.

Desorientado, Lorenz dirigió los ojos enrojecidos hacia la entrada. La repetición de los golpes lo obligó a levantarse rápido. Se mareó con el impulso y por poco no cae al suelo. Pensó que quizá fuera Olga y eso le devolvió algo de fuerza. Caminó tambaleante hacia la puerta y la abrió.

La oscuridad de la noche recién llegada envolvía a un individuo que no había visto jamás. La capucha raída le ensombrecía el rostro de manera inquietante. Tras él, los copos blancos seguían cayendo lentamente y otorgaban a la escena una apariencia onírica, irreal. Lorenz se frotó los ojos. Carraspeó para recuperar la voz, largo rato callada.

—¿Quién sois? —preguntó.

El recién llegado no respondió.

Un silencio atroz parecía haberse tragado a la ciudad entera. A su espalda, Lorenz tenía su hogar, ambarino, cálido bajo la luz de la lumbre. El extraño individuo alzó la mano, macilenta y huesuda como su figura. Portaba un paquete en el que no había reparado el orfebre.

—¿Es para mí?

El desconocido se mantuvo callado en la misma posición, sin retirar lo que le ofrecía, insistente. El orfebre alzó el brazo inseguro y cogió el envoltorio. Era un bulto más bien plano; enseguida notó la delicadeza de la seda que lo envolvía. Aquel tejido era muy caro; el remitente, pues, no podía ser cualquier desventurado. El extraño se dio media vuelta y desapareció. Sus pasos se amortiguaron en la nieve caída hasta apagarse completamente.

Lorenz cerró la puerta sin dejar de mirar el paquete. Se sentó confuso a la mesa, encendió una vela y reflexionó sobre lo que podía esconder. Apoyó el pequeño bulto sobre la madera y deshizo con gran cuidado la cinta que lo ataba. No quería estropear su contenido. Sus dedos temblaban.

Primero se encontró con un saco de cuero. Lo sacudió y supo a qué sonaba. Cuando lo abrió, sus ojos se movieron sorprendidos al encontrar tal cantidad de monedas de oro en su interior. Con un rápido vistazo le pareció contar más de cuarenta florines. No podía creer lo que veía. Alguien le estaba dando dinero. La curiosidad lo agitaba cada vez más. Continuó descubriendo ansioso el resto del paquete. Una hoja de papel suelta apareció ante él; estaba escrita con elegantes trazos y sin florituras. No podía esperar a leerla.

Herr Block,

El motivo de esta misiva puede llegar a sorprenderos. Sin embargo, creo estar en lo cierto al augurar que será de forma muy grata.

No me andaré por las ramas: sé de vuestra investigación, conozco bien el objetivo que perseguís. Y podéis estar seguro de que también es el mío.

Estoy al día de vuestra actual situación y, si me lo permitís, os diré que no es ni definitiva ni irrevocable. Necesitáis continuar trabajando en vuestro invento, debemos cooperar el uno con el otro por el bien común. Yo os requiero a vos y vos me requerís a mí. Qué duda cabe.

Esa es la razón por la que os hago llegar esta carta. Además de un adelanto, aquí encontraréis un libro muy importante. Diría que es de interés público, pero pecaría de pretencioso. Basta con afirmar que no todos estarían contentos con su difusión. Pese a que muchos lo pretenden, su origen no es precisamente cristiano; viene de mucho más atrás. Tiene un grandísimo valor. Vuestra labor debe ser secreta. Más secreta que vuestro peor pecado. No contéis esta aventura a nadie, Lorenz, o vuestra vida correrá tanto peligro como la mía.

Os pagaré cien florines de oro por cincuenta copias de este manuscrito, la mitad ya está en vuestras manos y la otra mitad cuando las entreguéis. Tenéis exactamente hasta el día de Año Nuevo para prepararlas. El encuentro se realizará fuera de las murallas, donde se acaba la ciudad por el sur, junto al último lazareto. Al alba. Si cumplís, no os preocupéis, porque vendrán más cartas como esta.

Confiamos en vos.

Lorenz se fijó en que nadie firmaba la misiva y vio al contraluz que el papel de algodón tampoco contenía marca de agua alguna. Quien le escribía quería guardar su anonimato. Notó un cosquilleo en el estómago que rápidamente ascendió al pecho.

Desenvolvió con cautela el tejido que cubría el texto. El libro tomó forma entre sus manos. Contaba bastantes páginas cosidas a una cubierta de cuero. Grabado en la misma piel, Lorenz leyó: Ética a Nicómaco. Firmaba «Aristóteles».

En seguida recordó dónde había escuchado antes ese nombre. Era el griego del que hablaron los profesores de la universidad el día que los conoció. Quizá ellos o alguien de su entorno intentaban ayudarlo. Los intelectuales querían que Lorenz terminara su invento para colaborar en la difusión de esos libros que tanto les gustaban. El padre Wahrheit ya le advirtió de que algo así podía suceder. Lorenz se sintió tremendamente agradecido. Sí, estaba seguro. Tenían que ser ellos.

Como si tratara de rememorar una lección aprendida, Lorenz evocó algunos de los datos que logró retener aquel día en la universidad. Aristóteles era el autor clásico que los teólogos pretendían de modo artificial asociar con la escolástica. Y ahora tenía frente a sí un ejemplar en latín distinto al que leyera Merrill Severin aquel día delante de todos. Confiaban en él, desde luego que sí.

Lorenz observó el manuscrito con mimo. Se recreó un instante con el fuerte aroma de la piel. Lo abrió y comenzó a pasar sus bellas hojas, acariciándolas fascinado. La tinta dibujaba millares de líneas divididas en dos columnas por página. Tenía treinta días para hacer cincuenta copias. No era un libro excepcionalmente largo, pero todavía no había estampado ni una página con la adaptación de la prensa. Ahora disponía del dinero que necesitaba para hacerlo.

Sus ojos se detuvieron en un párrafo concreto:

«Siendo como son en gran número las acciones y las artes y ciencias, muchos serán por consiguiente los fines. Así, el fin de la medicina es la salud; el de la construcción naval, el navío; el de la estrategia, la victoria, y el de la ciencia económica, la riqueza».

Lorenz revivió las palabras de Merrill, el profesor de ética, cuando afirmó que todos los hombres buscaban la felicidad, pero que para cada uno esta se hallaba en algo distinto. Pensó en dónde encontraría él esa dicha. Sentía que llevaba demasiado tiempo confundiendo sus pasos. Pero sus ideas comenzaban a tomar una forma reveladora y eran esos mismos pasos equivocados los que las estaban ajustando.

Ernest lo había despedido después de trabajar para él durante gran parte de su vida y justo ahora recibía ese encargo tan bien recompensado. Y luego estaba Olga. Olga había llegado como un ángel redentor devolviéndole la ilusión cuando pensaba que eso ya no era posible.

Tenía un invento a medias, una idea con la que había soñado desde niño y que ayudaría a que el hombre pudiera ser mejor. Sabía lo que quería, siempre lo había sabido, y ahora el mundo entero parecía haberse confabulado para ayudarle a conseguirlo. Su fin era terminar la prensa y convertirla en una máquina para copiar libros, y que así personas como Johann, Yago, Merrill, Ritter o Ulbrecht pudieran utilizarla para un fin mucho más elevado: el saber.

—Gracias —musitó, aunque no supiera con certeza a quién dirigirse.