En aquella oscura tarde de mediados de noviembre el obrador de Ernest se hallaba en pleno ajetreo. El invierno amenazaba con llegar antes de lo previsto. Todo el Imperio estaba viviendo precipitaciones extremas. Colonia, aunque más suavemente, también recibía las consecuencias y, pese a que no era lo habitual, aquel año la ciudad se veía nevada por completo.
Los objetos que Ernest vendía eran pequeños tesoros bien pagados. Solo la Iglesia o los hombres de alta alcurnia podían permitírselos. Estatuillas, relicarios, píxides y patenas se mezclaban con joyas, adornos y vajillas que indicaban el estatus social de su poseedor. Muy a menudo, la orfebrería profana era fundida para recuperar el metal o para fabricar nuevos utensilios que variaban según las modas. Y a menudo también se combinaba con otras artes igualmente reconocidas: la arquitectura, la escultura o el grabado lucían sus composiciones. Los artesanos trabajaban con el oro y la plata todo el día, pero fuera de aquel taller no tenían acceso a ninguna de aquellas joyas.
Pronto llegaría uno de esos prohombres de la ciudad para recoger su encargo: el caballero Raynard Hendrik, prometido de Galiana, la prima de la esposa del alcalde. Su boda se celebraría pocos días después y esa noche le entregaría su regalo de nupcias a la vista de toda su familia. El caballero había pedido decorar un precioso espejo de tocador en cristal de roca de Venecia.
Por orden de su maestro, Lorenz había dejado temporalmente uno de los encargos en los que trabajaba junto a Olga. Habían ido enlazando varios procedentes de la misma fuente anónima. El orfebre ahora solo se dedicaba al espejo. Raynard era un cliente importante y Ernest, a sabiendas de su implicación en las obras, le había exigido perfección absoluta. El orfebre llevaba días trabajando y ya casi lo había terminado. La plata circundaba el conjunto de vidrio y metal creando delicadas florituras en forma de ángeles. El orfebre lo bruñía con un paño humedecido en pasta, orgulloso del trabajo realizado.
—Te ha quedado precioso.
Olga se había aproximado a donde estaba Lorenz para observar el detalle de la pieza.
—Gracias —respondió sonrojado.
—No hay de qué. Solo digo la verdad. —Le sonrió—. Sé que te lo he preguntado muchas veces y no quiero parecer pesada, pero ¿cómo puedes hacer esas caritas tan diminutas en la plata?
—Tú dibujas miniaturas en las plantillas.
—No es lo mismo un papel que un trozo de metal.
Se hablaban entre murmullos tan cerca el uno al otro que casi podían compartir la respiración, cálida. Olga sintió un estremecimiento que subió hasta su fino cuello. La mirada de Lorenz exhalaba ternura, pero también deseo. La atracción entre ellos era innegable.
La joven posó su mano sobre la de Lorenz y esta se tensó; todavía sostenía el espejo. Lo alzó en el aire hasta que los rostros de ambos quedaron reflejados en él, juntos. Sus rasgos, perfectamente detallados, vivos sobre aquel fondo monótono de artesanos grises. Ambos se miraron en aquella joya y sonrieron. Un golpe en el hombro hizo que Olga se volviera sobresaltada.
—Bertram solicita tu presencia. —Se trataba de Anselm, uno de los aprendices—. Tiene problemas con una plantilla tuya.
—Qué susto me has dado.
Olga acompañó al chico. Se preguntó qué demonios querría ahora ese viejo y se forzó por mantener apacible su mirada.
—Vosotros dos os lleváis muy bien, ¿verdad? —le preguntó Anselm provocativo.
Respondió con evasivas. Lorenz no quería que nadie en el taller se enterara de su relación. La noticia solo empeoraría su ya de por sí desastroso trato con Ernest. Pero el joven de pelo anaranjado intentaba entrometerse y eso la molestaba. Le hablaba con condescendencia e intención de seducirla. Si en lugar de Olga fuera Ilse, Anselm ya habría recibido una buena reprimenda.
—Solo intento aprender de él.
Dio por terminada la conversación mientras atravesaba el espacio ocupado por los trabajadores atareados con sus piezas. El sonido del metal retumbaba imparable. Numerosas manos trabajaban al mismo tiempo sobre las mesas de madera gastada. Espaldas pardas y azules encorvadas sobre oro, plata, esmeraldas y vivos esmaltes.
El oficial Bertram se hallaba cincelando una bandeja de plata con una de las plantillas de Olga.
—¡Al fin! —se quejó al verla llegar—. Explícame cómo llega este trazo de aquí hasta el otro lado —preguntó enfurruñado, señalando el dibujo que había hecho la joven.
—Disculpa, Bertram. Quizá no lo he dejado claro. Permite que lo arregle.
—No tardes, no me gusta dejar un trabajo a medias —se quejó el viejo. Arrugó la boca en un gesto displicente.
A los trabajadores de aquel obrador les disgustaba que hubiera una mujer entre ellos. Más todavía si su labor era de cierta relevancia, como la que había ido a hacer Olga allí. La plantilla que Bertram criticaba estaba perfecta. Aun así, ella se la llevó para mejorarla.
De vuelta a su sitio, fijó sus ojos en Lorenz. Él siempre la había tratado como a un igual. El orfebre sacaba brillo a aquel espejo precioso. Pensó en que la mujer que lo recibiera pronto dejaría de contemplar la belleza de sus extremos para centrarse en su corazón, el centro. Su reflejo valdría más que la plata. Lo había vivido en sus propias carnes y Nikolas tenía mucho que ver en ello.
Cuando el copista la acogió, hacía ahora más de diez años, Olga vivía en los caminos con lo que el día le daba. Al llegar al lujoso palacete y contemplar toda su belleza —pinturas con más color que la propia realidad, piedras que desconocía existieran, joyas que brillaban más que el sol—, sus ojos se humedecieron. Después ni siquiera la miraba: convivía con ella a diario.
Lorenz le había vuelto a recordar la suerte que tenía.
—¿Has acabado? —La voz de Bertram la despertó.
—Sí, toma. —Olga apenas había tocado el dibujo, pero esta vez Bertram no se quejó.
Ernest salió de su rincón del taller y se dirigió a Lorenz, brusco:
—¿Has terminado?
—Sí —respondió el orfebre, satisfecho con el resultado.
—Yo creo que no. Todavía falta bruñirlo más. Van a venir a recogerlo ya, más te vale que esté listo.
Ernest dio media vuelta y volvió a su sitio. Lorenz no dijo nada. Apretó los dientes y dio otra pasada con el paño. Olga vio a lo lejos cómo el dueño del obrador sonreía divertido.
Lorenz trabajaba mucho para el maestro y era el mejor en lo que hacía pero seguía sin poder permitirse grandes caprichos, seguía siendo pobre. Si no fuera por Nikolas, ella también lo sería. Quién sabe adónde la hubieran conducido aquellos días de mendicidad que practicó tras abandonar a su familia, pensó.
Hacía unas noches, ella había empezado a mostrarse algo diferente con Nikolas. Se notaba más afectuosa de lo usual. Bromeaba adjudicando el mérito al frío que la hacía temblar como una hoja. Pero el copista parecía no creerlo y sospechaba con cada gesto suyo. «¿No querrás compensarme por algo?», le preguntó.
Se había convertido en dos mujeres distintas y desconocía cuál le agradaba más. Olga era sensible e independiente, y sentía algo por Lorenz, un cariño desinteresado al que no estaba acostumbrada. Ilse era amante y sierva del copista más importante de Colonia. A él se lo debía absolutamente todo.
Y por eso estaba a punto de hacer algo terrible.
Se acercaba el final de la jornada y el caballero Raynard llegaría pronto a recoger su encargo. Olga comprobó que todos los trabajadores estaban atareados y abandonó su sitio. Caminó con naturalidad escondiendo un buril en una de sus manos. Cuando llegó a la entrada del obrador, constató que el espejo ya terminado cubierto de terciopelo estaba en un estante a la espera de ser recogido. Se volvió hacia él y lo tapó con su cuerpo. Simuló buscar entre las herramientas de al lado. Dirigió una última mirada para asegurarse de que nadie la veía y cerró el puño sobre el buril. Sosteniendo el espejo, clavó el hierro en la superficie abultada. Lo repitió varias veces hasta que notó cómo el cristal crujía amortiguado por su envoltorio. Donde antes estaba el reflejo de Lorenz y ella juntos ahora solo quedaban pedazos. Olga se retiró del estante sin titubeos y volvió a su sitio.
Raynard apareció al poco en el umbral. Ataviado con caras pieles, su elegancia difería del desorden que se expandía por el obrador a esas horas de la tarde. El polvo precioso se posaba en el suelo y en los muebles. Ernest salió raudo a recibir al caballero.
—Herr Hendrik. Os esperaba.
—Me alegro, Herr Blum. La nieve me ha dificultado llegar antes y ahora tengo algo de prisa. Por favor, enseñadme mi encargo. Estoy ansioso por ver cómo ha quedado.
—Quedaréis prendado por su detalle. Vale cada moneda que paguéis.
Ernest se aproximó al mueble y cogió el espejo con gran cuidado. Deshizo el nudo y comenzó a retirar el terciopelo cogiéndolo solo con dos dedos. Quitó un extremo, luego el siguiente… Una música que sonaba a cristal acompañó sus movimientos y le provocó gran desconcierto. Cuando al fin apartó la tela halló la respuesta: el cristal rodeado por los ángeles de plata estaba roto en mil pedazos. Solo el metal se mantenía intacto.
—¿Cómo habéis podido…?
Los ojos de Raynard centelleaban bajo los pliegues de su semblante.
—No sé cómo… Lo siento muchísimo…
Ernest vacilaba entre las disculpas al caballero y las injurias que estaba deseando dirigir al causante de tal bochorno.
—¡No sabéis nada! Desde luego que no. No sabéis lo que acabáis de hacer ni a quién se lo habéis hecho. Este era un espejo traído de Venecia para mi futura esposa, familia del alcalde. Os aseguro que jamás acertaríais a imaginar lo que os espera.
Desde su sitio, todos vieron cómo el caballero gritaba al maestro y lo humillaba. Ernest bajaba la cabeza y asentía. Estuvieron así largos minutos, hasta que Raynard dio media vuelta y se fue.
Ernest llegó con paso rápido hasta el puesto de Lorenz, tan inmóvil como los demás. Todos lo miraban asustados; jamás habían visto al maestro tan furioso. Tiró el espejo encima de la mesa mientras el orfebre devolvía la mirada incrédulo. Su boca y sus ojos estaban desencajados. En todo el taller reinaba el silencio.
—¿Qué ha ocurrido? —logró preguntar afónico.
Ernest, rojo de ira, explotó con el único que podía hacerlo. Delante de Raynard se había visto obligado a contenerse.
—¡Yo te diré lo que ha ocurrido! Que esta vez no voy a darte más oportunidades. A pesar de que te avisé me has hecho quedar como un imbécil con nada menos que un noble y eso… Eso no tiene perdón. Ya he aguantado demasiado, he sido un auténtico santo contigo, después de lo que le hiciste a mi hija. Pero se ha terminado. ¿Me oyes? ¡Se ha terminado! ¡Quiero que te vayas de mi taller ahora mismo y no vuelvas nunca más! ¡Nunca más! ¡Ya me encargaré yo de que nadie del gremio te dé trabajo!
Lorenz permaneció callado en un gesto de desconcierto. La acusación de Ernest culpándolo de la muerte de Ebba rebotaba en su mente. Sintió entonces la sangre recorriéndole las venas con inusitada rapidez, como si empezara a hervir. Ni reparó en Olga, que lo observaba turbada desde su sitio. Ernest ya se volvía, de regreso a su habitáculo. Pero detuvo su paso cuando oyó la voz del orfebre a su espalda:
—Nadie amó a Ebba como yo lo hice. ¡Nadie!
Ernest giró sobre sus talones con la indignación esculpida en su rostro, dispuesto a callarle de una vez por todas. Pero cuando vio la expresión del orfebre, palideció. Lorenz continuó hablando:
—No te voy a consentir que me faltes el respeto de esa manera. Yo he sufrido la pérdida de Ebba más que ninguno y no tienes derecho a reprocharme nada.
Su voz sonaba contenida, pero firme, dura. Sus ojos se clavaron sobre los de Ernest con fiereza, amenazadores. Parecía a punto de saltar sobre él. El maestro dudó unos instantes sobre qué replicarle. Lorenz masticaba las palabras. Le espetó:
—Soy yo el que está harto de ti. Eres un miserable. Sabes muy bien que he sido tu mejor orfebre, y que sin mí perderás más de un encargo. Por eso nunca has accedido a que pueda hacer el examen para maestro. Sabías que si yo creaba mi taller, tú te quedarías sin clientes. Aguanté por el bien de mi hija, por el bien de la familia. Me debes mucho más de lo que me has dado jamás, a mí y a tu nieta, la sangre de tu sangre. Pero ya es tarde. No quiero volver a verte.
Lorenz se dirigió a la salida. Antes de abrir la puerta, añadió:
—No te apures por mi futuro, más bien reza para que no seas tú quien acabe en la ruina, solo y despreciado por todos, como corresponde a alguien a quien nadie quiere ni respeta.
Justo antes de cerrar la puerta tras él, buscó los ojos de Olga. Su mirada cayó sobre ella como una pesada lanza; y le hizo sentir una fuerte punzada en el pecho.
Ella había provocado esa situación y se sentía culpable por lo sucedido. Al mismo tiempo, la invadió una oleada de orgullo al ver a Lorenz reaccionar así.
Más tarde, alguien llamó a la puerta. Ya eran altas horas de la noche y Lorenz no esperaba a nadie. Erika dormía desde hacía largo rato. Solo la luz de la lumbre iluminaba la sala.
—Lo siento.
Olga hablaba entre susurros.
—Tú no tienes la culpa —respondió cabizbajo.
—¿Y Erika?
—Está dormida.
Lorenz la hizo pasar. Se sentía completamente hundido. Ernest le había quitado lo último que le quedaba. Ambos se sentaron a la mesa.
—¿Qué estabas haciendo tan a oscuras? —le preguntó ella. Su voz sonaba dulce.
—Nada. Estaba aquí sentado, pensando. Todavía no me creo lo que ha pasado. El espejo estaba bien cuando lo dejé, de verdad. No comprendo qué lo rompió…
Olga le pasó la mano por el hombro tratando de consolarlo.
—Quizá alguien puso alguna herramienta encima… No lo pienses más, te harás mala sangre.
Lorenz suspiró mientras asentía. Olga tenía razón. De nada le servía pensar en ello. Se le pasó por la cabeza que el mismo Ernest podía haberlo roto para así tener una razón y deshacerse de él. Pero prefirió no compartir esa idea descabellada con ella.
—No te preocupes, Lorenz. Si no vuelve a contar él contigo, lo hará otro.
—Dijo que ningún taller me aceptaría.
—Ernest cree que es un maestro importante, pero en realidad no es nadie. No debes creerle.
Lorenz dibujó media sonrisa y miró a Olga agradecido. Ella lo comprendía y sabía muy bien cómo apoyarlo. Se dio cuenta de que la necesitaba más de lo que creía.
—Además, piensa que ahora tendrás más tiempo para dedicar a tus trabajos con la prensa. ¿Arreglaste ya el problema del giro? —le preguntó Olga sonriente.
—Aún me queda trabajo por hacer.
—Ahora podrás acabarlo —resolvió confortada.
Lorenz cogió un mechón del pelo rubio de Olga y lo pasó por detrás de su oreja perfecta. Era muy fino y sedoso. Olga no se apartó ni pareció molestarse. Era bellísima. No podía dejar de mirar esos labios rosados que tanto ánimo querían infundirle. Deseaba rozarlos y gozar de su suave gusto. Acercó su rostro al de ella lentamente, sintiendo su aliento, y la besó. Fue un beso apasionado y sincero. El tiempo se detuvo en ese instante y Lorenz sintió que los problemas se desvanecían.
La respiración de ambos se fue acelerando poco a poco. Lorenz apretó la cabeza de Olga contra él mientras ella le acariciaba el cuello y la espalda. Sus labios inseparables. Se pusieron en pie sin dejar de arrullarse y caminaron acompasados hasta la chimenea. No había obstáculos ni dudas. Se arrodillaron en el frío suelo de tierra prensada. Lorenz se apartó un momento, excitado.
—Espera —dijo.
Alcanzó una de las mantas del arcón y la tendió en el suelo. Volvió junto a Olga y la condujo a ella. Ya sentados, Lorenz se quitó la túnica y las calzas, y ella lo siguió. Observó el cuerpo desnudo de la joven. Era más bello incluso de lo que había imaginado tantísimas veces. Cuando ella descubrió su cicatriz, la acarició delicada. No retiró la mano, posó la boca en ella y la besó.
—¿Te duele? —le preguntó.
Y Lorenz respondió:
—No. Ya no.
Lorenz la atrajo hacia él y volvieron a besarse, excitados, no quería separarse de ella. Las manos de él recorrieron sus senos endurecidos, luego su boca. Ella buscó el miembro erecto de Lorenz y lo acarició insistente. El fuego creaba sombras móviles en sus cuerpos desnudos, que se revolvían acelerados. Olga se tumbó boca arriba ofreciéndose. Él no dudó un instante.
El resuello de uno quedó amortiguado por los labios del otro cuando él entró en ella. Al sentir el sexo húmedo de Olga, un escalofrío le recorrió la espalda; la sacudida reforzó el siguiente empellón, y el siguiente… La cadera de Olga ascendía y descendía al ritmo de Lorenz, cada vez más rápido, golpeando el suelo con violencia. Ella no dejaba de acariciarlo entre jadeos delirantes, y de pedirle que siguiera. Él tapó su boca para evitar el ruido y ella le mordió, contenida. Lorenz empujó fuerte su miembro contra Olga cuando sintió su contracción. Olga había alcanzado su clímax y temblaba de placer. Eso le hizo alcanzar el suyo y desbordarse. Le costó retener el alarido que tiraba de su garganta.
Lorenz se dejó caer sobre el pecho desnudo de Olga. Sus manos le calmaron con caricias. Ambos se quedaron en silencio, todavía sofocados, empapados en sudor. Su excitación fue remitiendo poco a poco.
Apenas quedaban ascuas ya en la chimenea. El calor de los cuerpos comenzó a disiparse y en su lugar el frío se colaba en la sala. Lorenz cogió otra manta del mueble y la extendió encima de ambos. Quería pasar un rato más junto a Olga antes de que amaneciera. Se tumbó a su lado y la rodeó con los brazos desde atrás. Ella se acomodó en el hueco que le dejaba Lorenz.
—Quisiera que este momento no terminara nunca —dijo él.
Pero Olga no respondió. Supuso que se habría dormido.